30

Elena comenzó a mecerse sobre los talones mientras contemplaba la única mancha de sangre que no encajaba en la secuencia temporal: la que había en la alfombra. Estaba demasiado fresca.

—Tienes razón. ¡Ese cabrón regresó a admirar su obra!

—Pondré vigilantes en la zona. —Rafael se puso en pie a su lado. Tenía las yemas de los dedos salpicadas de sangre y la ropa manchada allí donde había rozado los cadáveres.

Aquello hizo que Elena recordara la última vez que lo había visto, con el puño ensangrentado sujetando un corazón palpitante.

Sin embargo, por algún motivo, aquello ya no le parecía tan aterrador. No después de lo que acababa de ver. Uram había jugado con sus víctimas... como un gato que jugara con un ratón sin la intención de comérselo, solo para atormentarlo. Podrían decirse muchas cosas del Arcángel de Nueva York (que era despiadado, brutal y mortífero), pero no torturaba por simple placer. Todo lo que Rafael hacía tenía un propósito. Aunque aquel propósito fuera aterrorizar a la gente para que no se atrevieran a traicionarlo.

Elena empezó a hablar cuando él se dirigió a la cocina para lavarse las manos.

—No creo que vaya a regresar: volvió después de la matanza del almacén, quizá para regodearse o para descansar, pero mira esto... —Señaló con la punta del pie un cuenco que había rodado hasta quedar bajo una mesa—. Arrojó esto al suelo... seguramente después de comprobar que la sangre que había reservado no lo satisfacía.

—Este fue su lugar de recreo, pero se dio cuenta de que prefería jugar con seres vivos.

—Sí, ahora quiere carne fresca. —Las palabras sonaron frías, pero debía mantenerse en aquel nivel. Si se permitía sentir algo...

Rafael asintió con la cabeza.

—¿Crees que volverá a alimentarse esta noche?

—Aun en el caso de que se encuentre en un estado de sed de sangre permanente... —Y aquella era una aterradora posibilidad que no quería ni plantearse—, yo diría que es improbable, dado el atracón que se dio en el almacén.

Fue entonces cuando la lluvia comenzó a caer fuera, como si alguien hubiera abierto un grifo enorme.

—¡Mierda! —Elena corrió hasta la puerta—. ¡Mierda! ¡Mierda! ¡Mierda!

Rafael se limitó a contemplar su rabieta antes de formular su pregunta.

—¿No habías dicho que Uram salió de aquí volando?

—Sí, pero todas las marcas de esencia como las que me trajeron hasta aquí van a desaparecer. ¡Será como si lo hubieran borrado de la ciudad! —Soltó un grito—. La lluvia es una de las pocas cosas capaz de arruinar un rastro de esa manera; los vampiros que saben lo que hacen huyen hacia las zonas más húmedas de la tierra. —Le entraron ganas de asesinar a los dioses de la lluvia, pero se conformó con darle una patada a la encimera—. ¡Joder! ¡Eso me ha dolido!

Rafael señaló la puerta de entrada.

—Encárgate de todo.

A Elena no le hizo falta darse la vuelta para saber que Dmitri ya había llegado. Su esencia la envolvió como un maldito abrigo.

—Deja de hacerme eso, vampiro, o te juro que te atravesaré el corazón con tu propia pierna.

—No estoy haciendo nada, Elena.

Ella le echó un vistazo por encima del hombro, vio las líneas tensas de su rostro y supo que no le estaba tomando el pelo.

—Esta sí que es buena... Tengo los cables cruzados... Demasiada adrenalina. Voy a sufrir un colapso. —Sus habilidades siempre se agudizaban antes de colapsarse—. Será mejor que lo deje y cierre los ojos durante unas horas. —No había dormido más de una hora o dos la noche anterior, y aquel maldito sillón era muy incómodo—. No podré percibir nada ahora que Uram se ha trasladado de nuevo. —Hasta que volviera a matar—. ¿Estás vigilando a Michaela? —le preguntó a Rafael—. Tal vez ella sea nuestra mejor forma de atraparlo.

—Michaela es una arcángel —le recordó Rafael—. Amplificar sus habilidades con las mías sería como decir que la considero débil.

—¿Ella se ha negado? —Elena sacudió la cabeza—. En ese caso, espero que tenga buenos escoltas y que tú tengas buenos espías. —Cabreada con la arrogancia de los ángeles, con la lluvia y con todo el maldito universo, salió a grandes pasos de aquel lugar sin mirar atrás. Veneno se encontraba junto a la puerta de la verja. Y el puñetero tenía un aspecto envidiable cuando estaba mojado—. Necesito un coche.

Para su sorpresa, el vampiro dejó caer unas llaves sobre la palma de su mano y señaló el sedán que ella había dejado aparcado en doble fila, que se encontraba ahora al otro lado de la carretera.

—Gracias.

—De nada.

Elena decidió que el vampiro estaba jugando con ella, pero no podía perder el tiempo contraatacando. Abrió la verja y caminó hasta el coche.

Ve a mi casa, Elena. Me reuniré contigo allí.

Ella abrió la puerta del coche y se metió dentro. Se limpió la lluvia de la cara y paladeó su fresco sabor con la lengua. No, no era el frescor de la lluvia, sino el de Rafael. El arcángel esperaba una respuesta.

—¿Sabes una cosa, arcángel? Creo que esta vez voy a aceptar tu oferta.

¿Qué oferta en particular?

—La de follarme hasta hacerme olvidar todo lo demás. —Tenía que olvidar: la sangre, la muerte, las entrañas de la maldad rociadas por las paredes de aquella casa de aspecto inofensivo.

Un buen hombre no se aprovecharía de ti en tu actual estado emocional.

—Entonces es una suerte que no seas un hombre.

Sí.

Sus muslos se contrajeron al oír la sensualidad que destilaba aquella única palabra. Metió la llave en el contacto, puso el coche en marcha y se alejó del lugar. El aroma de la lluvia y del mar desapareció de su mente. Rafael se había marchado. No obstante, aún sentía su sabor en la lengua, como si le hubiera dejado alguna feromona exótica que capacitaba a su cuerpo para seguir la esencia de un ángel y no la de un vampiro.

A Elena le importaba un comino.

Los cuerpos colgados, la sombras en la pared...

No, allí no había habido sombras. Aquel día no.

Apretó las manos sobre el volante cuando se detuvo en un semáforo en rojo. La lluvia y los recuerdos enturbiaban su visión.

—Entiérralo todo de nuevo —se ordenó a sí misma—. No recuerdes.

Pero ya era demasiado tarde. Una única y aterradora sombra tomó forma en la pared de su mente y empezó a mecerse al compás de la brisa que entraba por las ventanas abiertas.

A su madre siempre le había gustado el aire fresco.

Alguien tocó el claxon y Elena se dio cuenta de que el semáforo se había puesto en verde. Tras agradecer mentalmente al otro conductor que la hubiera devuelto a la realidad, se concentró por completo en la conducción. La lluvia tendría que haber convertido las calles en un infierno, pero por extraño que pareciera, en ellas reinaba una inquietante tranquilidad. Como si la oscuridad que se acumulaba en lo alto fuera una fuerza diabólica que hubiera secuestrado a la población y la hubiera arrastrado hacia la tierra, hacia su muerte.

Y, sin darse cuenta, se encontró de nuevo frente a la enorme entrada del «Caserón», la casa que Jeffrey había comprado después de... Después. Un Caserón para una familia de cuatro personas. Ante sus ojos se extendía un entresuelo con preciosas barandillas blancas muy firmes, de metal, no de madera. Elegante, antiguo... el hogar perfecto para un hombre que tenía planeado convertirse en alcalde.

—¡Mamá, ya estoy en casa!

Silencio. Demasiado silencio.

Pánico atascado en su garganta, escozor en los ojos, sangre en su boca.

Se había mordido la lengua. A causa del miedo. Del terror. Pero no, allí no había rastros de ningún vampiro.

—¿Mamá? —Una pregunta pronunciada con voz trémula.

Tras echar un vistazo al enorme pasillo, se preguntó por qué su madre había dejado uno de sus zapatos de tacón en el suelo. Quizá lo hubiera olvidado. Marguerite era una mujer diferente. Hermosa, salvaje, creativa. En ocasiones olvidaba los días de la semana, o se ponía dos zapatos diferentes, pero eso estaba bien. A Elena no le importaba.

El zapato la atrajo. La hizo adentrarse en el pasillo.

El ruido de un choque. Los recuerdos se desintegraron ante la estruendosa realidad del presente. Frenó el coche en seco y sintió nauseas al comprender que algo había rebotado contra el parabrisas.

—Maldita sea... —Se quitó el cinturón de seguridad, abrió la puerta y salió. ¿Había atropellado a alguien?

El viento sacudió su cabello mientras la lluvia caía con una fuerza asombrosa. La tormenta había aparecido de la nada, un momento de capricho de la naturaleza. Luchando contra el viento, se acercó a la parte delantera del coche, muy consciente de que no había nadie más en aquel tramo de carretera. Quizá la gente hubiera decidido esperar a que cesara la lluvia. Mientras parpadeaba para librarse del agua que le entraba en los ojos, Elena decidió que en aquel caso tendrían que esperar bastante.

Había una hoja sobre el cristal delantero, atascada en los limpiaparabrisas, que no habían dejado de funcionar. Encontró una rama a unos cuantos pasos por delante del coche. El alivio la inundó de pronto, pero miró debajo del vehículo y por detrás para cerciorarse. Nada. Solo una rama arrancada por el viento. Se subió al coche para librarse de la lluvia, cerró la puerta con fuerza y puso la calefacción. Se había quedado helada hasta los huesos. Congelada por dentro.

Se limpió la cara con la palma de la mano y condujo hasta el hogar de Rafael concentrada en el momento presente. Los fantasmas no dejaban de susurrarle al oído, pero se negaba a escucharlos. Si no los escuchaba, no podrían afectarla, no serían capaces de arrastrarla hacia la pesadilla.

Estaba aparcando frente a la mansión cuando sonó el teléfono móvil. Lo tenía en el bolsillo y estaba empapado, pero pareció funcionar bien cuando apagó el motor y lo abrió para contestar. Reconoció el número que aparecía en la pantalla.

—¿Ransom?

—¿Quién iba a ser si no? —Jazz de fondo; la cantante tenía una voz grave y ronca—. Me he enterado de muchas cosas, Ellie.

—No puedo contarte... —empezó a decir ella.

—No —la interrumpió el cazador—. Me he enterado de cosas que tienes que saber.

—Continúa. —Ransom tenía contactos que el resto no conocía, ya que había crecido en las calles. La mayoría de la gente que salía de una situación así perdía su reputación en el lugar. Pero él no: en la jerarquía callejera, ser un cazador se consideraba algo incluso mejor que ser miembro de una banda.

—Ha habido un montón de actividad angelical y vampírica en los últimos días. Están por todas partes.

—Vale. —Eso ya lo sabía. Rafael y los suyos buscaban pistas de Uram o de sus víctimas.

—Hay rumores de chicas desaparecidas.

—Ajá.

—¿Debería alertar a las prostitutas? —Su voz sonaba tensa.

Elena sabía que algunas de aquellas mujeres de la calle y prostitutas de lujo eran amigas del cazador.

—Deja que lo piense. —Reflexionó sobre todo lo que sabía de las víctimas—. Creo que por una vez están a salvo.

—¿Estás segura?

—Sí. Todas las víctimas parecían... inocentes.

—¿Vírgenes?

Elena se percató de que no había comprobado aquello. Un error que tendría que corregir tan pronto como le fuera posible.

—Sí, lo más probable. Pero aun así, no vendría mal que les dijeras a tus amigas que cuidaran unas de otras.

—Gracias. —Ransom dejó escapar un suspiro—. Aunque no te he llamado por eso. Se dice que alguien va a por ti.

Elena se quedó pasmada.

—¿Qué?

—Lo que oyes, y la cosa se pone aún mejor. —La furia consiguió viajar a través de la línea telefónica—. Según los rumores, quien te quiere muerta es un arcángel. ¿Qué coño le has hecho a ese tipo?

La frente de Elena se llenó de arrugas.

—A ese tipo no, a esa tipa...

—Ah. En ese caso, no me preocuparía... —Un resoplido estruendoso—. Según los rumores, se ha pedido tu cabeza sobre una bandeja de plata (literalmente, por cierto)...

—Vaya, gracias por aclararme ese punto.

—... pero aún no se ha dado la autorización para que comience la caza.

La zorra de Michaela había empezado con los jueguecitos psicológicos.

—Te agradezco la advertencia.

—Bueno, ¿qué piensas hacer? ¿Desaparecerás o matarás a un arcángel?

—Me encanta la confianza que depositas en mí.

—Joder, no se trata de eso... Solo sé que aparezco en tu testamento.

—En estos momentos, soy demasiado valiosa con vida.

—¿Y cuando termines el trabajo?

Alguien abrió la puerta del coche desde fuera, y unas alas aparecieron en su campo de visión.

—Reconsideraré mis opciones en ese momento. Hablaré contigo más tarde. —Cerró el teléfono antes de que su amigo pudiera decir algo más y fijó la mirada en unos ojos tan azules que no deberían existir.

—Michaela me quiere muerta.

La expresión de Rafael permaneció impasible.

—No permito que nadie rompa mis juguetes.

Aquello debería haberla cabreado, pero le provocó una sonrisa.

—Vaya, haces que me derrita por dentro.

—¿Con quién hablabas?

—¿Un ataque de posesividad?

Rafael le cubrió la mejilla con la mano mojada en un gesto intransigente.

—Tampoco comparto mis juguetes con nadie.

—Cuidado... —murmuró ella al tiempo que se retorcía en el asiento para poder poner el pie sobre la tierra empapada—. Podría decidir enfadarme. Tengo una pregunta que hacerte.

Silencio.

—¿Las chicas eran vírgenes?

—¿Cómo lo has sabido?

—La maldad es predecible. —Una mentira. Porque a veces la maldad era un ladrón traicionero que lograba escabullirse y robarte lo que más querías para dejar solo los ecos contra una pared vacía.

Una sombra delgada que se balanceaba casi con delicadeza. Como si estuviera en un columpio.

Rafael le frotó el labio inferior con el pulgar.

—Veo pesadillas en tus ojos una vez más.

—Pues yo en los tuyos solo veo sexo.

El arcángel se enderezó, tiró de ella para sacarla del coche y la dejó atrapada con la espalda contra el hueco de la puerta. Tras él, sus alas se extendieron, brillantes a causa de las gotas de lluvia. Su boca tenía un rictus sensual; había un matiz salvaje en su manera de sonreír.

Elena se inclinó hacia delante, le rodeó el cuello con los brazos y se permitió deleitarse con la fuerza que emanaba de su cuerpo. Aquel día iba a romper todas las reglas. Nada de acostarse con un vampiro; iba a subir directamente a lo más alto y a mandarlo todo al infierno.

—Bueno, ¿cómo se lo montan los arcángeles?

Una ráfaga de viento los azotó y se llevó sus palabras. Pero Rafael las había oído. El arcángel se inclinó hacia delante para acariciarle la boca con los labios.

—Todavía no he accedido.

Ella parpadeó, sorprendida. Y frunció el ceño al ver que él se apartaba.

—¿Qué, ahora piensas hacerte el estrecho?

Rafael se dio la vuelta.

—Vamos, Elena. Te necesito sana.

Tras maldecirlo entre dientes, ella cerró la puerta del coche (el interior ya estaba empapado) y caminó hacia la casa. Rafael era una presencia serena a su lado... pero no tranquila. No, poseía la calma de un jaguar. Era un peligro letal contenido temporalmente. Elena aún fruncía el ceño cuando llegaron a la puerta.

El mayordomo la mantenía abierta.

—He preparado el baño, señor. —Al mirarla, mostró una pizca de curiosidad—. Señora.

Rafael despidió a «Ambrosio» con una simple mirada y el mayordomo desapareció tras la puerta de madera.

—El baño está en la planta de arriba.

Elena empezó a subir la escalera casi a trompicones. Desde que se habían conocido, Rafael no había dejado de excitarla hasta ponerla al rojo vivo, pero en aquel momento, aquel día, cuando necesitaba de verdad el alivio, jugaba con ella. Justo lo que se hacía con los juguetes, se dijo. Muy bien, si quería que las cosas fueran así, se concentraría en el trabajo.

—¿Has podido confirmar si practicó sexo con las mujeres?

—Sí, pero solo en el chalet. Las víctimas del almacén estaban intactas en ese sentido... y eso es lo que nos hace creer que las demás también eran vírgenes antes de que las secuestrara. —Estaba a su espalda, siguiéndola lo bastante cerca para susurrarle al oído mientras subían—. Al final del pasillo, tercera puerta a la izquierda.

—Muchas gracias —dijo ella con sarcasmo al darse cuenta de que a la derecha solo había una barandilla y el vacío... como si el núcleo de la casa fuera un enorme espacio hueco.

—¿Eso tiene algún significado? Me refiero al contacto sexual.

—Podría ser. Pero los cuerpos no presentaban más marcas que las heridas mortales, así que tal vez esa parte fuera de mutuo acuerdo.

Los arcángeles eran seres carismáticos, atractivos e increíblemente persuasivos. Puede que Uram se hubiera convertido en un monstruo, pero lo más seguro era que su aspecto fuera tan atractivo como el del Arcángel de Nueva York. No, se dijo Elena de inmediato, Rafael era único en su especie.

—O tal vez ocurriera después de muertas —añadió él.

Estaba demasiado cansada para sentir repugnancia.

—Es posible. —Llegó a la tercera puerta y apoyó la mano sobre el picaporte—. Es posible que durante un tiempo haya utilizado el sexo para superar su necesidad de alimentarse, pero a partir de ahora solo se quedará satisfecho con la sangre. —Sus dedos se tensaron—. Van a morir más mujeres porque yo he perdido el rastro de su esencia.

—Pero menos de las que morirían si no hubieras nacido —señaló él con tono práctico—. He vivido muchos siglos, Elena. Dos o tres centenares de muertes es un bajo precio a pagar para detener a uno de los nacidos a la sangre.

¡¿Dos o tres centenares de muertes?!

—No pienso dejar que la cosa llegue tan lejos. —Abrió la puerta... y se adentró en una fantasía. Se quedó sin aliento en cuanto entró en la estancia.

Las llamas ardían en la chimenea que había a su izquierda, y su resplandor dorado quedaba acotado por bloques de piedra negra con brillantes vetas plateadas. Frente a la chimenea había una gigantesca alfombra blanca, tan mullida que Elena deseó rodar sobre ella... desnuda. Era pura decadencia.

En el lado opuesto de la habitación había una puerta que parecía dar a un cuarto de baño. Logró atisbar varios accesorios de porcelana y una encimera fabricada con el mismo tipo de mármol que la chimenea. Sabía que dentro la aguardaba un baño caliente, un baño que sus huesos helados necesitaban con desesperación. Sin embargo, se quedó donde estaba.

Porque entre la chimenea y el tentador baño había una cama. Una cama mucho mayor que cualquiera que hubiera visto en su vida. Una cama que podría albergar a diez personas sin que se tocaran entre sí. Estaba situada a cierta altura del suelo, pero no tenía cabecero ni pie. No era más que una suave extensión de colchón cubierta por lujosas sábanas de color azul medianoche que prometían rozar su piel con exóticas y deliciosas caricias. Las almohadas estaban dispuestas en el extremo opuesto al de la puerta, pero podrían haber estado sin problemas en aquel lado.

—¿Por qué...? —Tosió para aclararse la garganta—. ¿Por qué tan grande?

Él le puso las manos en las caderas y la empujó hacia delante.

—Por las alas, Elena. —Extendió las alas al máximo con un golpe seco y luego cerró la puerta que había tras ellos.

Estaba a solas con el Arcángel de Nueva York. Frente a una cama creada para acomodar sus alas.