22

Ninguna mujer en el mundo habría podido resistirse al atractivo sexual de Rafael en aquellos momentos.

—¿Esta es tu idea de una recarga? —murmuró Elena mientras mordía con suavidad su labio inferior.

El arcángel la rodeó con los brazos.

—El poder y el sexo siempre han estado relacionados. —Y a continuación, la besó.

Elena se puso de puntillas para intentar acercarse más. Los brazos de él la aplastaban contra su pecho y sus alas ocultaban el resto del mundo mientras ella se aferraba a su camisa y trataba de no ahogarse con la sobrecarga de placer. Aquel polvo de ángel, erótico y afrodisíaco, parecía haberse colado por todos y cada uno de los poros de su piel para viajar por su cuerpo y acumularse en el lugar cálido y palpitante que había entre sus muslos. Y lo poco que no se había acumulado allí, invadía su sangre como una especie de marea de calor líquido. Le dolían los pechos, y sus labios ansiaban los de él.

—¿Cómo va lo de la regeneración de los poderes? —preguntó en un jadeo cuando él le permitió coger aire.

Los ojos del ángel todavía estaban oscuros, pero unas chispas eléctricas azules brillaban en sus profundidades.

—De maravilla.

La réplica de Elena se perdió en la furia de su siguiente beso. Bajo sus manos sentía un pecho duro, escultural, cálido. Quería acariciarlo, saborearlo, mimarlo. Alzó los brazos en busca del cuello de la camisa y deslizó una mano en el interior para tocarle el hombro. Rafael reaccionó colocándole una mano bajo el trasero y alzándola para frotarle la dura silueta de su erección contra la entrepierna.

No había nada raro ni angelical en él en aquellos momentos. Era la encarnación de un hombre atractivo y extraordinario. Y fuerte, tan increíblemente fuerte que hacía que se sintiera de lo más femenina. Por primera vez en su vida, Elena no se vio obligada a contener su fuerza de cazadora. Eso era algo que nadie sabía sobre los cazadores natos: eran más fuertes que los seres humanos normales y corrientes, más aptos para sobrevivir a un encuentro con un vampiro cabreado.

—Bien —fue lo único que dijo Rafael cuando ella le rodeó la cintura con las piernas. La sostenía como si no pesara nada, y su forma de acariciarla con las manos, con fuerza y confianza, resultaba casi igual de erótica.

—Besas bastante bien para ser un tipo con alas —murmuró en la intimidad de su boca. Lo cierto era que estaba a punto de volverla loca.

—Y esa boca tuya volverá a traerte problemas. —Metió una mano bajo su camiseta y extendió aquellos dedos fuertes contra su columna, provocándole un estallido de asombroso placer—. ¿Te sientes coaccionada?

—Muchísimo. —Rafael le había dicho la verdad sobre el polvo de ángel: sabía a puro sexo, pero no parecía haber afectado a su mente... al menos, no más que la lujuria que le recorría las venas.

Él cambió de posición en aquellos momentos. Continuó sujetando su trasero con una mano, pero deslizó la otra entre sus cuerpos para cubrirle un pecho. Elena se sintió sacudida por una corriente eléctrica.

—No pierdes el tiempo, ¿eh? —dijo, interrumpiendo el beso para coger aliento.

—Los mortales no viven mucho. —Le pellizcó el pezón por encima del sujetador—. Tengo que aprovecharme de ti mientras pueda.

—Eso no tiene gracia. Oh... —Le sujetó las manos mientras se cuestionaba algunas cosas. Jamás, ni una sola vez, se había colado por un vampiro, a pesar de que tenía contacto con ellos muy a menudo. Más de un cazador lo había ello... Joder, los vampiros antiguos no solo eran hermosos, también eran inteligentes y sabían con exactitud cómo complacer a un amante. Dmitri era el ejemplo perfecto.

Aun así, Elena se había resistido porque sabía que, a pesar de su aspecto, eran seres cuasi inmortales que no la considerarían nada más que una diversión efímera. Y había luchado demasiado por su derecho a la vida para valorarla tan poco.

No obstante, allí estaba, abrazada a un arcángel.

—¿Cuánto tiempo te duran los juguetes?

Rafael le apretó el pecho con la mano.

—Tanto como me diviertan.

La respuesta debería haber apagado la pasión, pero sus ojos azules estaban cargados de sexo, de hambre, de una pasión que Elena no había conocido jamás.

—No tengo la menor intención de divertirte.

Él empezó a acariciar la sensible piel de la zona.

—Entonces esto acabará muy rápido. —Su tono decía algo muy diferente—. Ahora, abre la boca.

Ella lo hizo... aunque solo para decirle que no le diera órdenes. Sin embargo, Rafael aprovechó el momento para colarse en su interior y enturbiar sus sentidos con una oleada de apetito lasciva, con el erótico sabor del polvo de ángel. Elena le clavó los dedos en la espalda, maravillada por la fortaleza de los músculos que tocaba.

Los labios de Rafael abandonaron los suyos para dejar un reguero de besos por su cuello. La mordisqueó dejándole algunas marcas.

—Me encantaría penetrarte, Elena.

Ella tomó una profunda bocanada de aire y luego enterró la cara en su cuello, muy consciente de la mano que acariciaba su pecho.

—Qué proposición tan romántica...

Las alas del arcángel le acariciaron la espalda cuando se cerraron con más fuerza a su alrededor.

—¿Preferirías palabras galantes y alabanzas a tu belleza?

Ella se echó a reír y le lamió la piel para saborear su esencia salvaje e irresistible. La idea de Rafael cortejándola le pareció absurda.

—No, me va mucho más la sinceridad. —En especial cuando esa sinceridad estaba acompañada de puro fuego sexual, de una pasión oscura que se concentraba solo en ella.

—Bien. —Empezó a moverse.

—Para. —Elena forcejeó, y se sorprendió al ver que él le permitía alejarse. En el instante en que sus pies tocaron el suelo, le dio un empujón en el pecho... pero tuvo que apoyarse de nuevo en él para recuperar el equilibrio cuando se le doblaron las piernas.

Rafael le sujetó la cintura con una mano para estabilizarla.

—Jamás te habría tomado por una de esas que encienden la llama y luego se apartan.

—Tampoco soy una presa fácil. —Se limpió los labios con el dorso de la mano, que se quedó lleno de motitas doradas. Eso le hizo preguntarse qué aspecto tenía el resto de su cara—. Acabo de pasar la noche atada a un sillón, colega.

—¿Estás diciendo que ahora estamos empatados? —Volvió a plegar las alas.

La súbita sensación de espacio abierto hizo que Elena se diera cuenta de lo cerca que estaba del borde de la azotea. Dio unos cuantos pasos hacia el interior y asintió.

—¿No estás de acuerdo?

Aquellos ojos del color de los océanos más profundos brillaron por un instante.

—Lo esté o no, está bien que hayas detenido esto. Tenemos algo que discutir.

—¿El qué?

—Pronto llegará el momento de que te ganes el salario.

El miedo y la euforia estallaron en sus venas.

—¿Has localizado a Uram?

—Más o menos. —De pronto, los rasgos de su rostro perdieron toda expresión. La sensualidad había desaparecido, dejando al descubierto una estructura ósea que ningún mortal había poseído jamás—. Primero comeremos. Después, hablaremos de sangre.

—No quiero comer.

—Lo harás. —Su tono era inapelable—. No quiero que me acusen de maltratar a mi cazadora.

—Nada de posesivos —dijo ella—. No soy tuya.

—¿De veras? —Sus labios se curvaron en una leve sonrisa... que no era de diversión—. Aun así, llevas mi marca grabada en la piel.

Ella se frotó las manos. Las malditas motitas doradas no desaparecieron.

—Se quitará cuando me lave.

—Tal vez.

—Será mejor que así sea... Una cazadora que brilla en la oscuridad no se mezclará con facilidad entre la gente.

Un brillo ardiente de deseo apareció en los ojos del arcángel.

—Podría quitártelo a lametazos.

Las brasas del cuerpo de Elena se incendiaron de nuevo, derritiéndola desde el interior.

—No, gracias. —«Sí, por favor», rogaba su cuerpo—. De todas formas, tengo que darme una ducha.

La expresión austera de su rostro cambió en un instante para convertirse en pura sensualidad.

—Yo te frotaré la espalda.

—¿Un arcángel se denigraría a frotarle la espalda a una cazadora? —Elena enarcó una ceja.

—Por un precio justo, por supuesto.

—Cómo no...

Rafael alzó la cabeza sin previo aviso.

—Parece que tendremos que posponer esta conversación.

Elena giró la cabeza en la misma dirección, pero no vio nada salvo un cielo demasiado brillante.

—¿Y ahora quién está ahí?

—Nadie por quien debas preocuparte. —La arrogancia había regresado en todo su esplendor. Un momento después, Rafael extendió las alas con una sacudida, y el gesto la dejó sin aliento.

Alguien tan hermoso no debería existir, pensó ella. Era imposible.

Solo soy hermoso para ti, Elena.

Esa vez no le exigió que saliera de su cabeza. Lo sacó a patadas de allí.

Rafael parpadeó a causa de la sorpresa, pero por lo demás, su rostro permaneció inexpresivo.

—Creí que había imaginado ese pequeño truco tuyo.

—Pues supongo que no es así. —El regocijo la hizo sonreír con tantas ganas que sintió la cara a punto de resquebrajarse. Joder, si de verdad podía hacer aquello... Sin embargo, en aquel momento recuperó el sentido común. Hacerlo le provocaba un enorme dolor de cabeza, así que tendría que dejar de comportarse como una estúpida y reservarlo para cuando estuviera desesperada y necesitada de verdad—. El sentido común es una mierda.

Los labios de Rafael se curvaron, aunque en aquella ocasión su sonrisa tenía un matiz cruel, un recordatorio de que el hombre al que había besado era también el arcángel de Nueva York, el mismo que la había sujetado frente a un abismo mortal y que le había susurrado palabras letales al oído.

—Come —le dijo en aquellos momentos—. Regresaré enseguida para unirme a ti.

Elena experimentó de nuevo aquella sensación de déjà vu cuando él saltó con facilidad desde el tejado. Aquella vez se quedó donde estaba, aunque su estómago inició una caída libre. No obstante, el arcángel volvió a aparecer al instante, moviendo las alas para ascender. El viento provocado por el aleteo llegó hasta su rostro. Era tentador seguirlo con la mirada, pero Elena se dio la vuelta, muy consciente de que caminaba sobre una finísima cuerda floja.

Rafael la deseaba, pero aquello no tenía nada que ver con sus deberes como arcángel de Nueva York, un hecho que ella haría bien en recordar: incluso si lograba sobrevivir a Uram, era muy probable que siguiera llevando la marca de la muerte. Porque sabía demasiado. Y no había conseguido ni de cerca que Rafael le hiciera una promesa.

Joder.

Caminó hacia la mesa del desayuno y titubeó. ¿Debía situarse de espaldas al ascensor o al cielo abierto?

Al final, se decidió por el ascensor. Lo más seguro era que pudiera apañárselas con cualquier cosa que saliera por aquellas puertas, pero sabía muy bien que no podría sobrevivir al ataque de un arcángel. Lo primero que hizo fue coger el cuchillo que había junto a su plato y metérselo en la bota. Solo estaba lo bastante afilado para cortar el beicon, pero serviría para hacer algo de daño si era necesario. Después, empezó a comer. La comida era el combustible que le hacía falta para recargarse por completo, y la necesitaba si quería salir de caza.

La adrenalina recorría sus venas, mezclada con el gélido mordisco del miedo... aunque aquello solo intensificaba su excitación.

Era una cazadora nata... Había nacido para aquello.

Oyó un ruido a su espalda y sintió el estímulo de sus sentidos de cazadora.

—¿Cotilleando por ahí, Dmitri? —Había percibido su esencia en el momento en que él salió del ascensor.

—¿Dónde está Rafael?

Sorprendida por su tono cortante, lo observó mientras él se acercaba a la mesa. Cualquier rastro de aquella elegante sexualidad, todo lo que en general engalanaba la criatura que era en realidad, había desaparecido. Elena contempló aquel rostro apuesto y supo que el vampiro había visto caer a reyes y levantarse imperios. En una época, Dmitri había sujetado una espada, pensó, segura de que aquel vampiro encajaría mucho mejor en alguna época antigua, sangrienta y mortal que en la civilización que denotaba su traje gris piedra de corte perfecto.

—Está en una reunión —respondió antes de señalar el borde de la azotea con el dedo.

Dmitri no siguió con la vista la dirección en la que ella apuntaba, como habrían hecho la mayoría de los humanos; en lugar de eso, siguió mirándola fijamente, con una intensidad que habría aterrado a muchas personas, y que con toda seguridad también debería haberla asustado a ella.

—¿Qué pasa? —inquirió Elena.

—¿Qué es lo que ves, cazadora del Gremio? —Su voz era grave, un indicio de cosas que era mejor no saber, de horrores enterrados en las profundidades de la noche.

—A ti, espada en mano —admitió con sinceridad.

La expresión de Dmitri permaneció en calma, indescifrable.

—Todavía manejo bien el acero. Si quieres, puedes mirar.

Elena se quedó inmóvil, con el cruasán que acababa de coger del cesto en la mano.

—¿Rafael ha rescindido la orden de «no tocar»? —Había asumido que no era así. Menuda estúpida.

—No. —La brisa agitó su cabello, pero los mechones volvieron a caer sobre sus rasgos perfectos en cuanto la ráfaga pasó—. De cualquier forma, dado que pronto estarás muerta, quiero saborearte antes de que sea demasiado tarde.

—Gracias por el voto de confianza. —Mordió el cruasán con un gruñido. Una cosa era pensar eso para sí y otra muy distinta oírlo de boca de otra persona—. Pero te sugiero que te quedes con tus hermosas rubitas. La sangre de un cazador es demasiado agria para tu paladar.

—Las rubitas se entregan a mí con demasiada facilidad.

—¿Utilizas tus extraños poderes de vampiro con las mujeres?

Dmitri se echó a reír, aunque el sonido fue más un eco que otra cosa, un ruido que no contenía la pasión que Elena había llegado a asociar con él. Aquella risa hablaba de miles de ayeres, de una eternidad de mañanas.

—Si la seducción es un poder, entonces sí. He tenido siglos para perfeccionar lo que un hombre mortal debe conseguir en un mísero puñado de años.

Elena recordó el éxtasis que mostraba el rostro de la rubia y el hambre sensual que se reflejaba en el de Dmitri. Sin embargo, él no había estado mirando a la rubia.

—¿Alguna vez has amado a alguien?

El aire pareció quedarse inmóvil mientras el vampiro que había junto a la mesa la miraba sin parpadear.

—Ya veo por qué intrigas a Rafael. No pareces consciente de tu condición de mortal. —Sus ojos dejaron de ser los de un humano para convertirse en un abrir y cerrar de ojos en pura obsidiana. Nada blanco, ningún iris. Tan solo un negro puro y absoluto.

Elena apenas logró contener el impulso de sacar el cuchillo de la bota. Sabía que lo más probable era que el vampiro la hubiera decapitado antes de que ella consiguiera tocar el metal.

—Bonito truco. ¿También sabes hacer malabares?

Una pausa llena de muerte. Después, Dmitri se echó a reír.

—Ay, Elena... Creo de veras que me apenará contemplar tu muerte.

Ella se relajó al sentir su cambio de humor, antes incluso de que sus ojos volvieran a la normalidad.

—Me alegra saberlo. Quizá quieras ponerle mi nombre a alguna de tus hijas.

—Ya sabes que nosotros no podemos tener hijos. —Su tono era relajado—. Tan solo los recién Convertidos pueden.

—Mi trabajo consiste sobre todo en rastrear a los que tienen menos de cien años; por lo general no me relaciono mucho con los vampiros antiguos. Al menos, no lo suficiente como para mantener conversaciones con ellos —le dijo antes de acabarse el zumo de naranja—. ¿Qué es para ti un «recién Convertido»?

—Alguien de una edad próxima a los doscientos años. —Encogió los hombros... un gesto muy humano—. No he tenido noticias de embarazos después de esa edad.

Doscientos años.

Dos vidas.

Y Dmitri hablaba de aquel tiempo como si no significara nada. ¿Cuántos años tenía? ¿Qué edad tenía el hombre al que él llamaba «sire»?

—¿Eso te entristece? ¿Te apena saber que nunca tendrás hijos?

Una sombra atravesó su rostro.

—No he dicho que nunca haya sido padre.

El regreso de Rafael evitó que Elena metiera la pata aún más. De alguna manera supo que debía levantar la vista para contemplar el maravilloso diseño de sus alas brillando bajo el sol.

—Hermoso... —susurró.

—Así que él te ha embelesado.

Se obligó a apartar la mirada de Rafael para clavarla en Dmitri.

—¿Estás celoso?

—No. No necesito las sobras de Rafael.

Ella entrecerró los ojos, pero al parecer el vampiro no había terminado aún.

—Me parece que ahora ya no estás en posición de juzgar a aquellos que prefieren a los vampiros como amantes. —Una ráfaga de esencia, con su insidiosa seducción, comenzó a envolverla—. No cuando llevas los colores de Rafael en la piel.

Había olvidado el maldito polvo. Alzó la mano para frotarse la cara. Sus dedos quedaron llenos de motitas blancas y doradas. La tentación de llevarse los dedos a la boca para lamerlos fue muy fuerte, así que tuvo que meterse las manos entre los muslos. El polvo dejó rayones dorados en el tejido negro, regueros brillantes de acusación.

Dmitri tenía razón: estaba metida hasta el cuello.

Pero aquello no significaba que fuera a ofrecerse a aquel vampiro, sin importar lo intenso que fuera el aroma a sexo y a pecado que lo envolvía.

—Para ya, o te arrancaré los colmillos mientras duermes —dijo en voz baja—. Y hablo en serio, Dmitri.

La esencia formó un remolino en torno a su cuerpo y penetró en sus venas.

—Eres tan sensible, Elena... tan exquisitamente sensible... Deben de haberte expuesto a nuestra belleza muy joven. —Había furia en su voz, como si aquella idea le resultara repugnante—. ¿Quién? —Hizo desaparecer todo rastro de aroma.

Plaf.

Plaf.

Plaf.

Ven aquí, pequeña cazadora. Pruébala.

A Elena se le revolvió el estómago. Había olvidado la esencia de «él», había enterrado el recuerdo de la vergonzosa humedad que se había acumulado entre sus muslos, la incomprensión de su mente infantil.

—Está muerto —susurró. Observó a Rafael cuando aterrizó sobre el borde de la azotea y empezó a acercarse a ella.

—¿Lo mataste tú?

—¿Me harías daño si así fuera?

—No. Quizá sea un monstruo —dijo con un tono extraño y amable—, pero no soy un monstruo que se alimenta de niños.

Ambos guardaron silencio cuando Rafael llegó hasta ellos. El terror invadió el pecho de Elena al verlo de cerca: estaba resplandeciente, bañado en un flujo incandescente de energía que prometía muerte.

Echó la silla hacia atrás y se puso en pie.

No obstante, dejó el cuchillo en la bota. No era necesario enfrentarse a él si la furia no iba dirigida contra ella.

—Rafael —dijo cuando él se situó al otro lado de la mesa.

Sus ojos eran como fuego azul cuando la miró, pero estaba concentrado en Dmitri.

—¿Dónde están los cuerpos?

—En Brooklyn. Había...

—Siete —lo interrumpió Rafael—. Michaela ha recibido sus corazones en una entrega especial esta mañana.