25

El coche la esperaba en marcha junto a la acera, una lustrosa pantera negra con un vampiro apoyado contra la reluciente pintura. Otro antiguo, notó Elena de inmediato. Llevaba gafas de sol negras y un traje del mismo color; tenía el cabello chocolate oscuro cortado al estilo de un supermodelo de GQ, pero sus labios... eran peligrosos. Mordisqueables. Sensuales.

—Me han ordenado que no te haga daño. —Abrió la puerta trasera.

Elena arrojó la bolsa de viaje hacia el interior y frunció el ceño para sus adentros al notar que su esencia le resultaba familiar.

—Un comienzo prometedor.

Él se quitó las gafas de sol para desconcertarla con la imagen de sus ojos. Eran verde claro y con las pupilas verticales, como las de una serpiente.

—¡Buuu!

Elena no se asustó... porque se había quedado demasiado estupefacta.

—Es una suerte que no me asusten las lentillas.

Las pupilas se contrajeron. Madre... mía...

—Fui Convertido por Neha.

—¿La Reina de los Venenos?

—La Reina de las Serpientes. —Esbozó una sonrisa lánguida y desagradable, volvió a ponerse las gafas y se hizo a un lado para dejar que entrara en el coche.

Fueron las primeras palabras que le había dirigido las que convencieron a Elena de subirse al vehículo. Siempre y cuando Rafael le hubiera puesto la correa a aquel tipo, se llevarían bien. Sin embargo, tenía la sensación de que en el momento en que el vampiro quedara libre de aquella correa, ella tendría que utilizar todas las armas que llevaba encima.

—¿Cómo te llamas? —le preguntó a su «chófer» en cuanto este se subió al coche.

—Muerte, para ti.

—Muy gracioso. —Elena clavó la vista en su nuca—. ¿Por qué quieres matarme?

—Soy miembro de los Siete.

De pronto comprendió por qué reconocía su esencia: el tipo había estado en su apartamento la noche que había disparado a Rafael. Era uno de los que la habían inmovilizado con los brazos a la espalda. No era de extrañar que quisiera destriparla.

—Mira, Rafael y yo hemos arreglado las cosas... más o menos. No es asunto tuyo.

—Protegemos a Rafael de cualquier posible amenaza, incluso de las que él no ha visto aún.

—Genial. —Dejó escapar un suspiro—. Pero... ¿tú entraste en el almacén?

La temperatura bajó varios grados.

—Sí.

—La prioridad número uno no es matarme —dijo ella en voz baja, aunque ya no hablaba con él—. ¿Adónde me llevas?

—Con Rafael.

Elena observó las calles por las que pasaban y se dio cuenta de que salían de Manhattan en dirección al puente de George Washington.

—¿Cuánto tiempo llevas con Rafael?

—Haces demasiadas preguntas para ser una mujer con las horas contadas.

—¿Qué puedo decir? Prefiero morir bien informada.

Poco después de pasar el puente, el paisaje cambió tanto que bien podría haber estado en Vermont. Los árboles dominaban el horizonte y ocultaban las carísimas casas que se alineaban en aquella zona, la mayoría de las cuales poseían miradores en el tejado y ridículas extensiones de tierra. Había oído rumores de que algunos de los caminos de entrada eran más largos que muchas carreteras, y el hecho de que no pudiese ver ni un solo edificio desde el coche parecía confirmar aquella teoría.

El conductor giró frente a un par de ornamentadas puertas de metal y apretó algo en el salpicadero. Las puertas se abrieron sin emitir sonido alguno, lo que desmentía su aparente antigüedad. Aquella zona estaba marcada en los mapas como la región de Fort Lee o de Palisade, pero incluso los que no eran de Nueva York la llamaban el Enclave del Ángel. Elena no conocía a nadie que hubiera atravesado alguna de las puertas que protegían cada una de las magníficas propiedades. Los ángeles se mostraban muy reservados en lo que se refería a sus hogares.

En efecto, el camino de entrada era muy, muy largo. Solo cuando giraron pudo ver la enorme casa que había al final. Pintada de un elegante color blanco, era evidente que había sido construida para una criatura alada, ya que los balcones abiertos rodeaban tanto la segunda como la tercera planta. El tejado era inclinado, pero no tanto como para que un ángel no pudiera aterrizar.

Las descomunales ventanas ocupaban la mayoría de los muros, y aunque Elena no podía verlo con total claridad, le pareció que el costado izquierdo de la casa presentaba una asombrosa creación con vitrales. Sin embargo, aquel no era su rasgo más maravilloso: pegados a las paredes laterales de la casa había lo que parecían un centenar de rosales, todos en plena floración.

—Parece un lugar salido de un cuento de hadas. —De los cuentos siniestros y peligrosos.

El conductor estuvo a punto de ahogarse de la risa.

—¿Esperas encontrar hadas dentro? —Detuvo el coche.

—Soy una cazadora nata, vampiro. Nunca he creído en las hadas. —Salió del coche y cerró la puerta—. ¿Vas a entrar?

—No. —El tipo cruzó los brazos sobre el techo del coche. Las gafas de sol con cristales de espejo reflejaban la imagen de Elena—. Esperaré aquí... a menos que tengas planeado empezar a gritar. En ese caso, quiero un asiento de primera fila.

—Primero Dmitri y ahora tú... —Negó con la cabeza—. ¿De verdad es el dolor lo que pone tan cachondos a todos los vampiros viejos?

Otra sonrisa, aunque aquella mostró deliberadamente un colmillo.

—Ven a mi cuarto de estar, mi pequeña cazadora, y te lo demostraré.

«Ven aquí, pequeña cazadora. Pruébala.»

El frío recorrió su cuerpo y desvaneció el calor del sol. Sin responder a la provocación del vampiro, cogió su bolsa de viaje y caminó hacia la puerta principal con el murmullo del río Hudson de fondo. Se preguntó si la casa tendría vistas al río o si los árboles lo impedían. Aunque era probable que aquello le importara poco a una criatura que podía volar para conseguir una vista aventajada.

La puerta se abrió antes incluso de que llegara hasta ella. En aquella ocasión, el vampiro que apareció era normalito. Experimentado, pero no antiguo; no como el conductor o como Dmitri.

—Haga el favor de seguirme —dijo.

Elena parpadeó al oír su fuerte acento británico.

—Pareces un mayordomo.

—Soy un mayordomo, señora.

Elena no sabía qué se habría esperado, pero desde luego un mayordomo no. Lo siguió en silencio mientras él la conducía a través de una estela de colores (la luz del sol atravesaba la vidriera que ella había atisbado) hasta unas puertas de madera labrada.

—El señor la espera en la biblioteca. ¿Quiere tomar una taza de café o de té?

—Vaya... Yo también quiero un mayordomo. —Se mordió el labio inferior—. ¿Sería demasiada molestia si te pidiera un aperitivo? Estoy muerta de hambre. —Vomitar hacía estragos en el apetito de una chica.

La expresión del mayordomo no cambió ni un ápice, pero ella habría jurado que le había hecho gracia.

—Por supuesto que no, señora. —Abrió las puertas de la biblioteca—. Puedo llevarle la bolsa a su habitación si así lo desea.

—En ese caso, lo deseo. —Sin dejar de pensar en que había conocido a un mayordomo de verdad, le entregó la bolsa de viaje y se adentró en la estancia.

Rafael estaba de pie junto a una de las gigantescas ventanas que había en la parte derecha y su silueta se recortaba contra la luz del sol. Sus alas resplandecían en oro y blanco, y presentaba una visión tan arrebatadora que Elena estuvo a punto de pasar por alto a la otra persona que había en la habitación.

La mujer se encontraba junto a la repisa de la chimenea. Sus alas eran de color bronce y sus ojos eran demasiado verdes para ser los de un mortal. Su piel tenía un extraordinario tono oscuro, parecido al que se conseguiría si alguien mezclara el oro con bronce y luego lo batiera con nata. Su cabello era una masa de rizos castaños y dorados que le llegaba hasta el trasero... un trasero muy bien enmarcado por el maillot entero que envolvía su cuerpo. De un tono bronce brillante, la prenda se cerraba con una cremallera en la parte delantera y dejaba los brazos al aire. En aquellos momentos, tenía la cremallera bajada hasta el punto justo para mostrar un atisbo de sus pechos redondeados y perfectos.

—De modo que esta es la cazadora que te resulta tan fascinante... —Su voz era una mezcla de whisky suave, crema y miel: sensual y llena de veneno.

Elena se encogió de hombros.

—Yo diría más bien que me encuentra útil.

El arcángel femenino enarcó una ceja.

—¿Es que nadie te ha enseñado que no se debe interrumpir a los superiores? —El estupor teñía todas y cada una de sus palabras.

—Pues la verdad es que sí, me lo enseñaron. —Dejó que su tono dijera el resto.

La arcángel levantó una mano, y fue entonces cuando Rafael habló por primera vez.

—Michaela...

Michaela bajó la mano.

—Le das demasiada libertad a esta humana.

—Sea como sea, la cazadora del Gremio está bajo mi protección mientras dure la caza.

La sonrisa de Michaela era un veneno empalagoso.

—Es una lástima que Uram sea tan creativo; de lo contrario, me habría encantado enseñarte cuál es tu lugar.

—No es a mí a quien él corteja regalando corazones humanos.

Aquello borró la sonrisa del rostro de la arcángel. Se puso rígida y su piel empezó a brillar.

—Será un placer comerme tu corazón cuando me lo envíen.

—Ya basta. —Rafael se situó de pronto delante de Elena para protegerla de la furia de Michaela.

La cazadora no fue tan estúpida para rechazar el gesto. Se quedó detrás de él tan contenta, y utilizó aquel momento para recolocar sus armas a fin de poder sacarles el máximo provecho. Y aquello incluía la pequeña pistola que había encontrado bajo su almohada. Una pistola idéntica a la que le había dado Vivek. Sara era un ángel, pensó mientras trasladaba aquella pistola de la cartuchera del tobillo a uno de los bolsillos laterales de sus pantalones, donde podría dispararla sin tener que sacarla.

Cuando terminó se concentró en las alas de Rafael. De cerca, eran imposiblemente perfectas y brillantes. No pudo evitar deslizar el dedo por la parte que tenía más cerca. Por algunas cosas merecía la pena bailar con el peligro.

—No la necesitamos. —La voz de Michaela estaba cargada de poder.

—Sí, la necesitamos. —El tono de Rafael había cambiado. Se había convertido en fuego helado—. Cálmate, estás a punto de romper las normas de todo buen anfitrión.

Elena se preguntó qué reglas eran aquellas, pero justo en aquel instante se dio cuenta de que Rafael jamás le había hablado en aquel tono. Bueno, a veces usaba un tono bastante duro, pero no aquel. Quizá lo reservara para otros arcángeles. De ser así, que les aprovechara. Ella no sentía el menor deseo de enfrentarse a él cuando se encontraba de aquel humor.

—¿Me convertirías en tu enemiga por el bien de una humana? —La palabra «humana» podría haberse sustituido por la de «roedor».

—Uram es un arcángel atrapado en las garras de un anhelo asesino. —El tono de Rafael no había cambiado; Elena casi podía imaginarse las partículas de hielo en el aire—. No quiero contemplar cómo el mundo se hunde en otra Edad Oscura a causa de tu necesidad constante de ser el centro de atención.

—¿Nos estás comparando? —Una risotada desdeñosa—. Los reyes han peleado y muerto por mí. Ella no es nada, una mujer con ropas de hombre.

Elena empezaba a odiar de verdad a Michaela.

—En ese caso, ¿por qué desperdicias el poco tiempo que tenemos?

Hubo un breve silencio seguido por el inconfundible sonido provocado por unas alas al extenderse.

—Líbrate de tu cazadora mascota. Esperaré hasta entonces para encargarme de ella.

—Genial. —Elena se alejó de Rafael—. Pues ponte a la cola.

Michaela cruzó los brazos, ensalzando aún más sus pechos.

—Lo haré. Puede que resulte interesante ver quién consigue atraparte antes.

—Disculpa, pero entretenerte no es algo que ocupe el primer lugar en mi agenda. —Sí, quizá se mostrara muy valiente en aquellos momentos, cuando sabía que Rafael podría necesitarla. Pero después... bueno, tenía tantos problemas que no merecía la pena apaciguar a una arcángel cabreada.

Rafael le cubrió la cadera con la mano. Los ojos de Michaela registraron aquel contacto y el tono verde se llenó de chispas de furia. Vaya, vaya... así que la señora Ángel no era de las que esperaban sentadas... Según varios de los artículos que había leído la primera noche, Michaela y Uram habían estado liados durante años. Sin embargo, su amante aún no estaba en la tumba y ella ya le había buscado un sustituto.

—Elena... —dijo Rafael, aunque ella comprendió que le estaba pidiendo que se comportara—. Tenemos que discutir ciertos aspectos de la caza.

Tras decidir que sentía demasiada curiosidad por el descenso de Uram al vampirismo como para desperdiciar el tiempo fastidiando a Michaela, echó la cremallera a sus labios y esperó.

Alguien llamó a la puerta en aquel instante y, un segundo después, «Ambrosio» entró con un resplandeciente juego de té y café mientras sus lacayos empujaban un carrito lleno de comida hasta una hermosa mesa de madera que había junto a las ventanas.

—¿Necesita algo más, sire?

—No, Montgomery. Asegúrate de que nadie nos moleste, a menos que sea uno de los Siete.

Tras asentir con la cabeza, Montgomery se marchó y cerró la puerta. Elena se acercó a la mesa y se apoderó del único sitio admisible: a la cabecera, con la estantería a la espalda. Michaela se sentó al otro extremo y Rafael permaneció de pie. Elena se preguntó si la arcángel esperaba que la sirvieran. Resopló para sus adentros ante aquella idea, se sirvió el café y, como se sentía generosa (y, bueno, quizá porque quería fastidiar a Michaela), también se lo sirvió a Rafael. Luego soltó la jarra.

—Bueno —dijo—, cuéntame lo que necesito saber para dar caza a ese hijo de puta.

Michaela emitió un auténtico siseo.

—Hablarás de él con respeto. Es un anciano, tan antiguo que tu miserable mente humana no puede siquiera imaginar lo que ha hecho o lo que han visto sus ojos.

—¿Tú viste lo que encontramos en el almacén? —Dejó el café sobre la mesa, con náuseas de repente. Aquellas imágenes se habían grabado a fuego en su cerebro. Y, al igual que las de aquel vampiro que había sido torturado por un grupo racista, jamás se borrarían—. Tal vez sea un anciano, pero ha perdido todo vestigio de cordura. Sería mucho más apropiado decir que está seriamente jodido de la cabeza.

Michaela levantó una mano y arrojó las cosas que había sobre la mesa al suelo.

—No pienso ayudar a una humana a cazarlo como si fuera un perro rabioso.

—Estuviste de acuerdo. —La voz de Rafael era tan afilada como la hoja de un cuchillo—. ¿Te retractas ahora de tu voto?

Las lágrimas brillaron en los ojos verdes de la arcángel.

—Yo lo amaba.

Elena podría haberse tragado lo que había dicho Michaela si no hubiera visto antes aquel destello de furia. Aquella criatura no amaba a nadie que no fuera ella misma.

—¿Lo bastante para morir por él? —inquirió Rafael con crueldad—. Ahora te envía los corazones de sus víctimas. Una vez que satisfaga el primer impulso de su sed de sangre, será tu corazón el que desee.

Michaela se enjugó una lágrima y fingió serenarse. La mayoría de los hombres se habrían tragado hasta el fondo su actuación.

—Tienes razón —susurró—. Perdona mi naturaleza sensible. —Exhaló un hondo suspiro que colocó sus pechos a plena vista—. Tal vez deba regresar a Europa.

Gracias a la investigación que había hecho, Elena sabía que Michaela reinaba sobre la mayor parte de Europa central, aunque no estaba claro dónde terminaban sus dominios y empezaban los de Uram.

—No. —Aquella única palabra lo decía todo—. Es evidente que te siguió hasta aquí. Si te mueves, él también lo hará. Y es posible que no podamos localizar de nuevo su rastro hasta que sea demasiado tarde.

—Tiene razón —dijo Elena, que se preguntaba por qué Rafael no le había comentado antes a Michaela la obsesión de Uram. Supuso que por algo relacionado con los asesinatos... ¿Era posible que un cazador solo pudiera rastrear a un arcángel después de que este empezara a matar? Sin embargo, los arcángeles habían matado a mucha gente—. Ahora tenemos su esencia, y si Uram se dedica a girar en torno a ti, sabremos más o menos dónde buscarlo. Necesito conocer los límites de esa zona, los lugares donde pasas la mayor parte del tiempo.

—Yo te daré esa información —dijo Rafael—. Ahora quiero que escuches la historia de Michaela sobre el momento en que recibió su «regalo» y nos digas hasta qué punto ha involucionado Uram

Elena lo miró, aunque tuvo que entrecerrar los ojos para protegerse del brillo que irradiaba su espalda.

—¿Y cómo quieres que yo lo sepa?

—Tú has cazado a vampiros que habían involucionado.

—Cierto, pero Uram no es un vampiro. —Quería saber por qué y cómo era posible que un arcángel hubiera caído tan bajo. La furia que había sentido cuando le dijeron que debía seguir a ciegas resurgió de nuevo.

—Para el propósito de esta búsqueda —replicó Rafael con un tono frío como el acero—, lo es. Michaela...

La arcángel apoyó la espalda en su silla.

—Me desperté al percibir unos golpecitos en mi ventana. Supuse que sería algún pájaro atrapado y me levanté para liberarlo.

La imagen resultaba incongruente, dada la belleza egoísta de Michaela, pero sus palabras estaban cargadas de sinceridad. Quizá para que ella considerase «humano» a alguien, aquel alguien debía tener alas.

—Sin embargo —continuó la arcángel—, cuando me acerqué a la ventana no vi ningún pájaro. Estaba a punto de darme la vuelta cuando me fijé en el césped y vi que había un bulto en la parte central. Pensé que era un animal que se había arrastrado hasta allí para morir. —Ningún estremecimiento de repugnancia; más bien, una sensación de tristeza. Y, una vez más, parecía sincera.

Era obvio que para Michaela los animales eran mucho más importantes que los humanos. Y después de ver algunas de las cosas que los humanos eran capaces de llevar a cabo, a Elena no le extrañaba.

Michaela respiró hondo.

—Abrí las puertas de la terraza y le pedí a uno de los guardias de abajo que lo examinara. Como ya sabéis, el bulto resultó ser un saco de arpillera lleno con siete corazones humanos. —Una pausa—. Mis guardias me dijeron que aún estaban calientes.