21

La expresión de Dmitri era de puro alivio.

—¿Sire?

—¿Qué hora es? —preguntó Rafael con voz fuerte. El anshara había hecho bien su trabajo. Sin embargo, él tendría que pagar el precio que requería muy pronto.

—Raya el alba —respondió Dmitri a la antigua usanza—. La luz acaba de alcanzar el horizonte.

Rafael salió de la cama y flexionó las alas.

—¿La cazadora?

—Atada en la otra habitación.

Su ala había vuelto a la normalidad, salvo en un aspecto. Rafael contempló el diseño interior. Los suaves trazos dorados se interrumpían en el lugar donde la bala de Elena lo había atravesado. Ahora la mitad inferior de aquella ala tenía un patrón único de dorados y blancos: una explosión desde el punto central. Sonrió. Así que llevaría la marca del estallido de violencia de Elena...

—¿Sire? —Dmitri parecía intrigado por su sonrisa.

Rafael no dejó de contemplar el ala, la marca causada por el estado Silente. Le serviría como recordatorio.

—¿Le hiciste daño, Dmitri? —Miró a su hombre de confianza por un segundo y se fijó en el pelo alborotado y la ropa arrugada.

—No. —Los labios del vampiro se curvaron en una sonrisa feroz—. Creí que querrías reservarte ese placer para ti.

Rafael acarició la mente de Elena. Estaba dormida, exhausta después de pasarse la noche intentando librarse de las ataduras.

—Esta batalla es entre la cazadora y yo. Nadie más debe interferir. Encárgate de que los demás lo sepan.

Dmitri no pudo ocultar su sorpresa.

—¿No vas a castigarla? ¿Por qué?

Rafael no le debía explicaciones a nadie, pero Dmitri llevaba más tiempo con él que ningún otro.

—Porque fui yo quien disparó primero. Y ella es mortal.

La expresión incrédula del vampiro no cambió.

—Me cae bien Elena, pero si escapa de esta sin castigo, otros podrían empezar a cuestionar tu poder.

—Asegúrate de que entiendan que Elena ocupa un lugar muy especial en todo este asunto. Cualquier otro que se atreva a desafiarme deseará haber gozado de tanta clemencia como Germaine.

El rostro de Dmitri se puso pálido.

—¿Puedo hacerte una pregunta?

Rafael permaneció en silencio para indicarle que le concedía permiso.

—¿Por qué estabas tan malherido? —Dmitri sacó el arma que se había guardado en el pantalón—. Examiné la bala que utilizó: solo debería haber causado un daño mínimo, lo que le habría dado una ventaja de unos diez minutos o así.

«En ese caso, ella te matará a ti. Te convertirá en mortal.»

—Necesitaba que me hirieran —respondió, evasivo—. Era la respuesta a una pregunta.

Dmitri parecía frustrado.

—¿Puede suceder de nuevo?

—Me aseguraré de que no vuelva a ocurrir. —Se compadeció del líder de los Siete—. No te preocupes, Dmitri: no tendrás que ver cómo se estremece la ciudad bajo el gobierno de otro arcángel. Al menos, no durante otra eternidad.

—He visto lo que los demás pueden hacer. —Los ojos del vampiro se inundaron bajo las aguas de los recuerdos—. Sufrí las tiernas atenciones de Neha durante un centenar de años. ¿Por qué no me detuviste cuando me rebelé contra tu autoridad?

—Tenías doscientos años —señaló Rafael, que se dirigía hacia el baño—. Eras lo bastante mayor como para saber elegir.

Dmitri soltó un resoplido.

—Lo bastante mayor como para ser un gallito sin conocimientos reales que lo respaldaran. Un maldito cachorro con delirios de grandeza. —Hizo una pausa—. ¿Nunca te has preguntado... si soy un espía?

—Si lo fueras, estarías muerto.

Dmitri sonrió. Había lealtad en aquellos ojos que sorprendían a Rafael cada vez que este los miraba. El vampiro era increíblemente poderoso y podría haber creado una fortaleza propia; sin embargo, había elegido dedicar su vida a un arcángel.

—Ahora voy a preguntarte una cosa, Dmitri.

—¿Sire?

—¿Por qué crees que voy a perdonarle la vida a Elena?

—Necesitas que encuentre a Uram —respondió Dmitri—. Y... hay algo en ella que te fascina. No hay muchas cosas que fascinen a un inmortal.

—¿Atisbas ya el principio del tedio?

—Lo puedo ver en el horizonte, sí... ¿Cómo luchas tú contra eso?

Rafael no sabía muy bien si había luchado contra el aburrimiento en algún momento.

—Tal como has dicho, hay muy pocas cosas que fascinen a un inmortal.

—Ah. —La sonrisa de Dmitri se volvió sexual, la típica de los vampiros—. Así que hay que saborear aquello que te fascina...

Elena despertó cuando su vejiga empezó a protestar. Era un alivio que los cazadores estuvieran entrenados para saber contener sus impulsos naturales en tales circunstancias, ya que algunas búsquedas implicaban una hora tras otra de vigilancia inmóvil. Aun así, resultaba incómodo.

Enviaré a Dmitri.

Se ruborizó tanto que le dio la impresión de que tenía quemaduras de tercer grado.

—¿Siempre espías a la gente? —Sentía tentaciones, pero no intentó utilizar aquella especie de escudo que le provocaba dolor de cabeza y que al parecer había desarrollado. Era mejor reservarlo para cuando el arcángel la fastidiara de verdad.

No. La mayoría de la gente no es tan interesante.

La arrogancia de la respuesta era asombrosa... y bienvenida. Aquel era el Rafael que ella conocía.

—No pienso dejar que ese vampiro me acompañe al baño. Lo más seguro es que intente morderme.

En ese caso, espérame.

Aquello hizo que Elena sintiera ganas de gritar.

—Haz que venga a desatarme. Tengo muy pocas posibilidades de fugarme ahora que estás bien.

No creo que Dmitri se fíe de ti si tienes las manos y los pies libres.

Estaba a punto de decirle lo que pensaba sobre aquello cuando la puerta se abrió y apareció el vampiro en cuestión. Parecía que había estado despierto toda la noche: tenía la camisa arrugada y su cabello (antes bien peinado), estaba hecho un desastre. Aunque aquello solo hacía que resultara aún más sexy.

—¿Los vampiros no duermen?

Él la miró con cierta sorpresa.

—Tú eres una cazavampiros. ¿No lo sabes?

—Sé que dormís, pero ¿lo necesitáis? —Permaneció muy quieta cuando él se situó detrás de ella—. ¿Dmitri?

Unos dedos fríos le apartaron el cabello de la nuca. Después, unos nudillos le acariciaron la piel.

—Podemos pasar mucho más tiempo sin dormir que los humanos, pero sí, lo necesitamos.

—Deja de hacer eso —murmuró Elena al ver que seguía acariciándola con los nudillos—. No estoy de humor.

—Eso suena prometedor. —Su aliento le acarició la nuca, un lugar peligroso para un vampiro de manos frías. Porque dicha frialdad indicaba que no se había alimentado—. ¿Qué puedo hacer para que te sientas de humor?

—Desatarme y dejar que vaya al baño. —Dmitri se rió por lo bajo, pero Elena notó que tironeaba de las ataduras de sus muñecas. Los nudos desaparecieron como por arte de magia—. ¿Cómo coño has hecho eso?

—Aprendí a atar cuerdas de la mano de un verdadero experto —murmuró él, que no dejó de juguetear con los mechones de su cabello mientras ella se encargaba de liberarse del resto de las cuerdas.

Le habría gritado que se detuviera, pero no le estaba haciendo daño y, ahora que Rafael estaba despierto, tenía la sensación de que Dmitri no suponía un verdadero peligro.

—¿El baño? —Se puso en pie de un salto en cuanto se quitó las cuerdas de encima, pero luego soltó un gemido—. Mis músculos... ¿Por qué demonios tuviste que atarme tan fuerte? —Le dirigió una mirada furiosa.

—Puede que quisiera igualar los tantos. —Se frotó la garganta con la mano.

—Creí que te gustaba el dolor.

Esbozó una sonrisa siniestra, llena de susurros perversos capaces de herir con delicioso placer.

—Pero tú no pensabas quedarte a jugar.

Elena olfateó el aire con recelo. No percibía ningún aroma. El vampiro se comportaba con normalidad. Y a pesar de que era increíblemente apuesto, no la volvía loca de lujuria. Tal vez estuviera un poco afectada, pero ¿qué mujer no lo estaría?

—Por última vez, ¿dónde está el...? —Siguió la dirección de la mano que el vampiro había alzado hacia una pequeña puerta—. Gracias.

Una vez dentro, frunció el ceño e intentó utilizar aquel «escudo» que podría no haber sido más que un invento de su imaginación. No quería a Rafael dentro de su cabeza en aquellos momentos. Diez minutos más tarde, había hecho uso de las instalaciones, se había lavado la cara, se había cepillado los dientes con uno de los cepillos desechables que había bajo el lavabo y se había peinado el pelo con un diminuto cepillo de usar y tirar. Encontró incluso un pequeño coletero blanco que utilizó para recogerse el cabello en una coleta, ya que había perdido el que llevaba quién sabía cuándo.

Al mirarse al espejo, decidió que no estaba mal. Los finos cortes de su rostro apenas se notaban, y aunque los de las palmas aún le dolían un poco, no limitarían sus movimientos. En cuanto a la ropa, la camiseta verde militar estaba bien, y los pantalones cargo negros no estaban demasiado arrugados. Era un atuendo para morir tan bueno como cualquier otro. Aunque no pensaba ponérselo fácil al arcángel. Con aquella idea en mente, desarmó una de las maquinillas de afeitar desechables con la intención de sacar la hoja.

—¡Joder!

—¿Has encontrado las maquinillas de afeitar, Elena? —dijo Dmitri desde el otro lado—. Me insultas subestimando tanto mi coeficiente de inteligencia.

Ella tiró el plástico a la basura. El vampiro había conseguido de alguna manera quitar la hoja sin destrozar la maquinilla entera.

—Muy gracioso. —Abrió la puerta y salió del cuarto de baño.

Dmitri se encontraba al otro extremo de la estancia, con la mano sobre el picaporte.

—Rafael desea verte. —Cualquier tipo de actitud amigable había desaparecido.

—Estoy preparada.

Eso pareció divertirlo.

—¿De veras?

—¿Te importaría darme al menos un cuchillo? —regateó—. ¿Para que sea una pelea justa?

Dmitri abrió la puerta.

—Si las cosas se ponen feas, no habrá lucha. No obstante, por alguna razón, creo que Rafael no tiene planes de matarte.

Aquello era lo que temía Elena.

—¿Adónde vamos?

—A la azotea.

Intentó permanecer calmada mientras caminaban hasta los ascensores y durante la subida. Sin embargo, no podía olvidar la última vez que había ido a la azotea. Apretó la mano al recordar la crueldad con la que Rafael había demostrado el control que tenía sobre ella. ¿Por qué coño se empeñaba en olvidar cómo era realmente su naturaleza?

Incluso mientras se decía aquello, mantenía su mente concentrada en pensamientos «prohibidos».

Las puertas se abrieron y dejaron al descubierto el cubículo de cristal del tejado... y una sensación de déjà vu la aplastó de repente. Al igual que la otra vez, había una mesa con un mantel blanco, llena de cruasanes, pomelos, zumo y café, situada en el solitario esplendor de la hermosa azotea. La única diferencia era que, en esta ocasión, Rafael permanecía de espaldas a ella en el extremo más alejado.

Elena olvidó por completo a Dmitri y salió del ascensor para encaminarse hacia la salida. Las puertas del elevador se cerraron a su espalda, pero apenas fue consciente de aquello (ni del hecho de que Dmitri se había marchado con él). Estaba absorta en las alas del arcángel a quien había visto por última vez sangrando sobre el suelo de su apartamento.

—Rafael —dijo tan pronto como salió de la cabina de cristal.

Él se volvió un poco, gesto que ella tomó como una invitación para que se acercara. Tenía que ver con sus propios ojos que el daño que le había hecho había sanado por completo. Desde lejos, sus alas parecían perfectas, y solo cuando se aproximó más descubrió un cambio asombroso.

—Es como si hubieses recreado el dibujo del disparo.

Rafael alzó el ala para que ella pudiera verla en su totalidad.

—Creí que el dibujo estaba solo en la parte interna, pero está por ambos lados.

Ella asintió, desconcertada. Era una cicatriz, pero la cicatriz más increíble que hubiera visto en su vida.

—¿Sabes que esto hace que tus alas sean aún más únicas? —Ahora poseían una belleza incluso más sobrenatural.

El ala descendió.

—¿Me estás diciendo que me disparaste para someterme a un tratamiento de belleza?

Elena no pudo averiguar nada por su tono de voz. Recelosa, se situó detrás de él... aunque a varios pasos de distancia.

Rafael habló de nuevo antes de que ella pudiera hacerlo, y la miró a los ojos.

—Estás herida.

—Son solo cortes superficiales. —Le enseñó las palmas de las manos—. Apenas me escuecen.

—Tuviste suerte.

—Sí. —El cristal era grueso, así que resultaba menos afilado que los trozos de un plato—. ¿Y bien?

Los ojos del arcángel se oscurecieron de una manera increíble, hasta volverse casi negros.

—Las cosas han cambiado. Ya no hay tiempo para jugar.

—¿Consideras que amenazarme con arrojarme al vacío era un juego?

—No te amenacé, Elena.

Ella entrecerró los ojos.

—Me sujetabas frente a un espacio vacío muy, muy negro.

El cabello del arcángel se apartó de su rostro cuando lo agitó el viento.

—Pero sobreviviste. Y yo he gastado una considerable cantidad de energía regenerándome.

—Lo siento. —Cruzó los brazos y frunció el ceño, a la defensiva—. ¿Cuál será el castigo?

—¿Lo aceptarás sin rechistar? —Las alas se extendieron tras él y se movieron para cubrir también el espacio que había por detrás de ella.

—Ni de coña —murmuró—. No he olvidado lo que desencadenó todo este asunto.

—No me excita poseer a una mujer que no está dispuesta.

Sorprendida, Elena dejó caer los brazos a los costados.

—¿Estás diciendo que no lo hiciste a propósito?

—Eso carece de importancia. Lo importante es que me causaste el daño que yo necesitaba para... recargarme.

Un escalofrío de incomodidad recorrió la espalda de Elena.

—¿Qué se supone que significa eso? ¿Necesitabas descansar?

—No. Necesitaba una infusión de energía.

—¿Del mismo modo que los vampiros necesitan sangre?

—Si quieres decirlo así.

La frente de Elena se llenó de arrugas.

—No sabía que los ángeles necesitaran ese tipo de cosas.

—No ocurre a menudo. —Volvió a plegar las alas antes de acercarse—. Hace falta sacar mucha agua del pozo para que se quede seco.

En aquel instante estaba justo a su lado, y Elena no sabía cómo lo había conseguido. No, en eso se mentía. Estaba tan cerca porque ella se lo había permitido.

—Anoche me asustaste.

Los ojos azul oscuro reflejaron una abierta sorpresa.

—¿Es que por lo general no te asusto?

—No de esa forma. —Sin poder evitarlo, estiró una mano para acariciarle el ala antes de que sus neuronas gritaran una advertencia y la obligaran a retirarla. Nadie tocaba las alas de un ángel sin permiso—. Lo siento.

Rafael extendió el ala «marcada».

—¿Necesitas convencerte de que es real, de que no es una ilusión?

Le daba igual que a él le resultara gracioso, así que deslizó los dedos por la parte del ala que había destrozado con el disparo. La sensación era...

—Tan suave... —murmuró, aunque notaba el enorme músculo y la fuerza que había bajo las plumas. Su cálida vitalidad era como un latido que la incitaba a seguir acariciándolo. A sabiendas de que debía hacerlo, apartó la mano a regañadientes y descubrió que las yemas de sus dedos brillaban—. Polvo de ángel...

—Pruébalo.

Ella levantó la vista, muy consciente de las alas que se cerraban a su alrededor.

—¿Que lo pruebe?

—¿Por qué crees que los humanos pagan una fortuna por eso?

—Creí que era algo relacionado con la posición social... ya sabes, algo así como «Mira mi frasco de polvo de ángel, es mucho más grande que el tuyo». —Contempló las motitas brillantes que cubrían las puntas de sus dedos—. ¿Sabe bien?

—Algunos lo consideran una droga.

Elena se quedó inmóvil con el dedo índice muy cerca de los labios.

—¿Me nublará la mente?

—No, no tiene un efecto narcótico ni de ningún otro tipo sobre el cerebro. Solo el sabor.

Elena contempló los hermosos y peligrosos ojos azules y supo que aquel hombre podría tentarla incluso a bajar a los infiernos.

—¿Es posible que esta sea tu venganza? —Sacó un poco la lengua y lo probó con cautela.

Ambrosía.

Un estremecimiento sacudió su cuerpo. Encogió los dedos de los pies y estuvo a punto de ronronear.

—Vaya... un orgasmo encapsulado. —Y un buen orgasmo, la verdad—. ¿Vas tirando esto por ahí? —Un ramalazo de celos reptó por su cuerpo. Pero lo aplastó diciéndose que tendría que tatuar la palabra «Gran» antes de la de «Imbécil» en su frente—. Supongo que es algo así como una demostración de grandeza ver cómo los mortales se arrastran para recogerlo.

Rafael sonrió.

—Bueno, esta es una mezcla especial para ti. —Le sujetó uno de los dedos que no había lamido y lo frotó contra sus labios—. Por lo general, el que dejamos caer puede compararse con el más delicioso de los chocolates o el mejor de los vinos. Voluptuoso, rico y muy caro.

Elena se prometió que no lamería las motitas brillantes que se le habían quedado pegadas a los labios.

—¿Y esta mezcla? —El sabor estaba en su boca, aunque ella no era consciente de haberse chupado los labios. Además, Rafael estaba increíblemente cerca. Sus alas creaban un muro blanco y dorado alrededor de ellos, y sentía sus enormes manos, cálidas y fuertes, sobre la cintura—. ¿Qué la hace tan especial?

—Esta mezcla —murmuró él al tiempo que inclinaba la cabeza— está relacionada con el sexo.

Elena apoyó las manos sobre su pecho, pero no para protestar. Después de la sangre, después del miedo que había pasado, necesitaba tocarlo, comprobar que aquella gloriosa criatura existía de verdad.

—¿Otra forma de control mental?

Él sacudió la cabeza. Tenía la boca a un suspiro de la suya.

—Es solo lo justo.

—¿Lo justo? —Elena deslizó la lengua por el labio inferior del hombre que tenía delante. Y aquello hizo que él le aferrara las caderas con las manos.

—Cuando pruebe lo que tienes entre las piernas, tu sabor tendrá el mismo efecto afrodisíaco sobre mí.