Prólogo

En una época distante, en un lugar lejano, la gran isla de Twylia nadaba en el ancho y azul Mar de las Maravillas. Era una tierra de montañas y valles, de verdes bosques y ríos plateados, de extensos campos fértiles y lagos tranquilos. Para aquellos que allí vivían, era el mundo entero.

Hubo quienes afirmaban que alguna vez, en la alborada de los comienzos, existía un puente de tierra que conducía a otros mundos, así como de regreso a Twylia. Un puente de piedra y tierra conjurado por el gran dios-mago Draco, destruido por él mismo cuando el mundo exterior se convirtió en un campo de batalla corrompido por la ambición y el dolor.

Así fue como en Twylia la paz y la prosperidad prevalecieron por mil años.

Pero llegó una época en la que los hombres —algunos hombres— buscaron más. Cuando lo que más buscaron fueron riquezas no ganadas, mujeres no cortejadas, tierras no respetadas. Y por encima de todo el poder, un poder subestimado.

Con esta ambición, guerra y muerte, traición y temor infectaron a tal punto Twylia que Draco y sus descendientes lloraron al ver los verdes campos manchados de sangre y los valles poblados con el eco de los gritos de niños hambrientos. Desde la cima de la Montaña del Hechicero, juró bajo la luz de la luna, en la noche del solsticio, que la paz regresaría a su mundo.

Volvería a través de la sangre, y del valor, a través del amor puro y del sacrificio voluntario. Después de los tiempos oscuros, la luz volvería a brillar. Y así fue como pronunció su conjuro.

Habrá alguien que nacerá en la hora más oscura de la noche más oscura, que esgrimirá el poder y traerá la luz. La Corona de Estrellas sólo la llevará quien demuestre que es mi auténtico heredero. A través de sangre y valor, a través de dolor y alegría, el Verdadero protege lo que la ambición destruye. Pero una cosa busca la otra, la mujer al hombre, el corazón al corazón, la mano a la mano. Así, guerrero, bruja, hija e hijo completarán lo que fue comenzado. Si hay fuerza y los corazones se mantienen puros, esta tierra de Twylia prevalecerá.

La medianoche forjará su poder para liberar a este mundo de la tiranía. Que así sea.

Desde la cima de la Montaña del Hechicero, hasta el Valle de las Hadas a sus pies, a través de campos y lagos y bosques, la extensión y amplitud de la isla tembló con el poder del conjuro. El viento se arremolinó y el relámpago golpeó.

Entonces Draco se sentó en la cima de la montaña y observó a través del cristal y el fuego, la estrella y el agua, mientras los años transcurrían.

Mientras Draco se mantuvo a la espera, el mundo luchó. El bien contra el mal, la esperanza contra la desesperación. La magia se apagó salvo en los lugares secretos, y algunos llegaron a temerla tanto como a codiciarla.

Por un tiempo, un breve tiempo, la luz volvió a brillar mientras la buena reina Gwynn heredó el trono. Sangre de hechicera corría por sus venas, tanto como su amor por el mundo. Era hermosa de cara y de corazón y gobernó con mano firme y amable junto a su marido, el rey guerrero Rhys. Juntos trabajaron para curar al mundo, para reconstruir la alguna vez importante Ciudad de las Estrellas, para hacer que los bosques y los valles fértiles volvieran a ser seguros para la gente del mundo.

La esperanza se asomó a la luz, pero su opuesto acechaba y tramaba. Las sombras de la envidia y la codicia serpeaban en los rincones de las cavernas de Twylia. Y esas sombras, bajo la apariencia de paz y reconciliación, se armaron para la guerra y la traición. Marcharon hacia la Ciudad de las Estrellas un frío mes de diciembre por la mañana, guiadas por Lorcan, cuya divisa era la serpiente. Y estaba dispuesto a ser rey a cualquier precio.

Sangre, humo y muerte fue lo que siguió. Llegada la madrugada, el valiente Rhys yacía muerto y muchos que habían luchado con él masacrados. De la reina no se encontraron huellas.

En la víspera del solsticio, Lorcan se proclamó rey de Twylia y lo celebró en el gran salón del castillo, donde la sangre real empapaba los muros de piedra.