Capítulo 4
Quería ayudarla. Más aún, pensó Kylar, quería salvarla. Si hubiera habido algo tangible contra lo que luchar —un hombre, un animal, un ejército— habría sacado su espada y se habría lanzado a la batalla por ella.
Le emocionaba, le atraía, le fascinaba. La serena compostura con la que enfrentaba su destino suscitaba en él tanta admiración como frustración. No era una mujer que fuera a llorar en el hombro de un hombre y le molestó encontrarse a sí mismo deseando que llorase sobre el suyo.
Era una criatura extraordinaria y quería luchar por ella, pero ¿cómo podría un hombre trabar batalla contra la magia?
Nunca había tenido una experiencia real con ella. Era un soldado, y aunque creía en la suerte, incluso en el destino, creía aún más en la astucia, la habilidad y el músculo.
Era un príncipe, y un día sería un rey. Creía en la justicia, en gobernar con firmeza en una mano y compasión en la otra.
No había justicia aquí, donde una mujer que no había hecho nada malo debía ser recluida por los delitos, locuras y actos malvados de aquellos que la habían precedido.
Era demasiado bella para que la aislaran del resto del mundo. Demasiado pequeña y demasiado frágil para trabajar con las manos desnudas. Debería estar cubierta de seda y armiño en lugar de con paño casero.
Apenas tras una semana en la Isla del Invierno sentía una inquietud, una necesidad de color y calor. ¿Cómo podía ella permanecer cuerda sin haber conocido ni un solo verano?
Quería traerle el sol y también la risa. Le preocupaba no haberla oído reír ni una sola vez. Le había visto, eso sí, una sonrisa sorprendentemente cálida que se extendió hasta los ojos. Encontraría una forma de verla otra vez.
Se abrió paso a través de la nieve por un terreno que supuso que había sido alguna vez un patio. Aunque la herida le había molestado al despertar ahora se encontraba más fuerte. Necesitaba estar activo, encontrar algún trabajo o actividad para mantener en movimiento su sangre y su mente alerta. Seguro que había alguna tarea, algún pequeño trabajo para ella que pudiera emprender. La compensaría de alguna forma modesta y serviría para mantener la mente y las manos ocupadas mientras el cuerpo se curaba.
Recordó el ciervo que vio en el bosque. Cazaría y le llevaría carne. El viento que había azotado sin descanso durante días había cesado por fin. La completa calma que sucedió al viento hizo estragos en sus nervios, pero haría posible que se internara en el bosque.
Avanzó a través de una amplia arcada al otro extremo del patio y se detuvo para mirar. Esto, se dio cuenta maravillado, había sido el jardín de rosas. Tallos torcidos y ennegrecidos se alzaban en una maraña desde la nieve. Alguna vez, supuso, habría sido magnífico, lleno de color de perfume y de abejas zumbando.
Ahora era simplemente un gran campo de nieve encajado en hielo.
Pequeños muros de piedras plateadas dividían en dos aquel campo y alguien se había ocupado de mantenerlos limpios. Había cientos de arbustos a un paso de la muerte, los tallos erizándose desde sus frías tumbas como huesos blanqueados.
Unos bancos, éstos también limpios de nieve y hielo, se alzaban en curvas graciosas con los colores intensos de las gemas. Rubí, zafiro, esmeralda refulgían en medio de un blanco absoluto e inmisericorde. Había un pequeño lago con la forma de una rosa abierta y su flor contenía una película de hielo de forma ondulada. Ramas muertas con espinas feroces estrangulaban árboles de hierro. Otros cadáveres esbeltos trepaban por los muros de piedra plateada como si hubieran intentado escapar antes de que el invierno les diera alcance.
En el centro, donde convergían todos los senderos, había una columna de hielo. Bajo el brillo de cristal, podía ver el arco de ramas ennegrecidas tachonadas de espinas y cientos de flores marchitas atrapadas para siempre en el momento de su muerte.
El capullo, pensó, donde se recogieron las flores del engaño. No, corrigió mientras se acercaba a él. Más bien un árbol, porque era más alto que él y tenía una anchura mayor de lo que podía abarcar con los brazos. Deslizó sus yemas sobre el hielo y lo encontró suave. A modo de prueba, sacó la daga de su cinto e introdujo su punta en el hielo. No dejó marca.
—No se puede alcanzar por la fuerza.
Kylar se giró y vio a Orna de pie en la arcada.
—¿Y el resto? ¿Por qué las ramas muertas no se han retirado y usado para el fuego? —le preguntó.
—Hacer eso hubiera sido abandonar la esperanza. Tenía esperanzas todavía, y más cuando miraba dentro de los ojos de Kylar.
Vio allí lo que necesitaba: verdad, fortaleza y valentía.
—Pasea por aquí.
—¿Por qué habría de castigarse de esta manera? —preguntó él.
—Creo que le recuerda cómo era, y cómo es —dijo Orna pensando para sí que era una pena que aquel jardín no le recordara también lo que podía ser—. Una vez, cuando mi señora sólo tenía ocho años y murió el último perro que quedaba, y le rompió el corazón, cogió la espada de su abuelo. En medio de su dolor y de su enfado intentó cortar el hielo del arbusto. Durante casi una hora estuvo clavando el filo y golpeando y lo único que consiguió fue rayar la superficie. Al final, se puso de rodillas ahí donde vos estáis y lloró desconsoladamente. Aquel día, cuando murió el último de los perros algo murió también en ella. No la he oído llorar desde entonces, ojalá pudiera.
—¿Por qué deseas que tu señora llore?
—Porque así ella sabría que su corazón no está muerto, sino, como la rosa, sólo esperando.
Kylar enfundó la daga.
—Si la fuerza no puede alcanzarlo, ¿qué puede?
Sonrió, porque sabía que hablaba tanto del corazón de la reina como de la rosa.
—Seréis un buen rey cuando corresponda, Kylar de Mrydon, porque escucháis lo que no se dice. Lo que no se puede conquistar con la espada, puede ser ganado con la verdad, el amor y la entrega. Está en los establos, o en lo que queda de ellos. No pediría vuestra compañía pero la disfrutará.
Los establos limitaban en tres lados con otro patio pero a éste lo entrecruzaban caminos curvos cavados a través de la nieve o pisados en ella. Kylar vio la razón de ello en la pequeña tropa de niños comenzando una animada batalla de nieve en el extremo más alejado. Incluso en un mundo así, pensó él, los niños encontraban una forma de ser niños.
Al acercarse a los establos, oyó un suave cloqueo de gallinas. Había hombres en el techo, trabajando en una chimenea. Ladearon sus cascos hacia él mientras pasaba bajo el techo y entraba al establo.
En el interior hacía calor, gracias a fuegos instalados cuidadosamente sobre rejillas y estaba tan limpio como una habitación de invitados. La reina, pensó él, cuidaba bien de sus cabras y pollos. Ollas de hierro se calentaban sobre los fuegos y dedujo que sería agua para el ganado, obtenida a partir de nieve derretida. También vio carros de abono que supuso eran para usar en el jardín. Una mujer sabia y práctica, la reina Deirdre.
Entonces vio a la mujer sabia y práctica con su capucha roja echada para atrás, su pelo dorado cayendo como lluvia hacia abajo mientras hablaba cariñosamente al caballo de guerra de Kylar.
Cuando el caballo sacudió la gran cabeza y sopló, ella se rió. El intenso sonido femenino calentó su sangre más que los fuegos.
—Se llama Cathmor.
Sobresaltada y avergonzada, Deirdre bajó las manos que había levantado para apretar el hocico del caballo. Sabía que no debía haberse demorado, que él vendría a revisar su caballo como le constaba que lo había hecho antes dos veces al día. Pero tenía tantas ganas de ver al caballo.
—Tenéis un paso muy silencioso.
—Estabais distraída. —Se acercó a ella y se puso a su lado, y para su sorpresa y agrado, el caballo sacudió el hombro a modo de saludo.
—¿Significa esto que está contento de veros?
—Significa que espera que tenga una manzana. Deirdre sacó la pequeña zanahoria procedente del jardín que había guardado en el bolsillo.
—Quizás sirva esto. —Lo alargó y se lo empezó a ofrecer a Kylar.
—Le complacerá ser alimentado por una dama. No, así no. —Le cogió la mano y abriéndola, posó la zanahoria en su palma—. ¿No habíais dado de comer a un caballo nunca?
—Nunca había visto uno. —Contuvo el aliento mientras Cathmor bajaba la cabeza y masticaba suavemente la zanahoria de su mano—. Es más grande de lo que imaginaba, más guapo, y más suave. —Incapaz de resistir, apretó su mano contra la nariz del caballo—. Algunos niños le han estado haciendo compañía. Le habrían hecho su mascota si hubieran podido.
—¿Os gustaría montarlo?
—¿Montar?
—Necesita ejercicio, y yo también. Pensé que iría a cazar esta mañana. Venid conmigo.
—¿Montar a caballo? —La mera idea de hacerlo era excitante—. Tengo obligaciones.
—Si voy solo me podría perder. —Levantó la mano de ella y le hizo acariciar con ella el cuello sedoso de Cathmor—. No conozco vuestro bosque y todavía estoy un poco débil.
Deirdre frunció los labios.
—Vuestro juicio está suficientemente entero. Puedo enviar un hombre con vos.
—Prefiero vuestra compañía.
Montar a caballo, pensó ella de nuevo. ¿Cómo podría resistirse? ¿Por qué debería hacerlo? No era una muchacha temblorosa que fuera a tartamudear y ruborizarse por estar a solas con un hombre, ni siquiera con este hombre.
—De acuerdo. ¿Por dónde empiezo?
—Esperad a que lo ensille.
Sacudió la cabeza.
—No, mostradme cómo hacerlo.
Cuando estuvo hecho, envió rápidamente a uno de los chicos para decirle a Orna que se iba a montar a caballo fuera con el príncipe. No tenía que haberse molestado, porque según sacaban el caballo del establo su gente empezó a juntarse frente a las ventanas, en el patio.
Cuando se subió a la montura, le jalearon como a un héroe.
—Hace mucho que no ven montar a nadie —explicó ella, mientras el caballo movía las patas en el lugar—. Algunos de ellos, como yo, nunca lo han visto. —Soltó un suspiro—. Está muy alto.
—Dadme la mano. —Bajó su mano hasta la de ella—. Confiad en mí.
Tendría que hacerlo si quería disfrutar este asombroso lujo. Le dio la mano, y después dejó escapar un grito de sorpresa cuando con toda facilidad la izó y la colocó sobre la montura, delante de él.
—Deberíais haberme advertido que pensabais subirme como un saco de patatas. Os podríais haber abierto la herida.
—Silencio —musitó, muy cerca de su oído para mayor comodidad, y con su gente animando puso a Cathmor en un trote.
—Oh. —Los ojos se le abrieron al tiempo que sus posaderas daban botes—. No es lo que esperaba. —Y además resultaba poco honorable, pensó.
Mientras salían del castillo al trote los niños les seguían corriendo, dando gritos y jaleándoles.
—Acompasad el ritmo de vuestro cuerpo con el galopar del caballo —le dijo.
—Lo estoy intentando. ¿Es necesario que estéis tan cerca de mí?
Sonrió.
—Sí, y lo estoy disfrutando. No deberíais estar incómoda con un hombre, Deirdre, cuando le habéis visto desnudo.
—Haberos visto desnudo difícilmente me da razones para relajarme al estar a vuestro lado —contraatacó ella.
Kylar azuzó el caballo al galope mientras se reía.
A Deirdre se le cortó el aliento, más por placer que por miedo. El viento le azotaba las mejillas y la nieve volaba en el aire como trozos de encaje. Cerró los ojos por un momento para absorber la sensación y su intensidad la mareó.
Tan rápido, pensó, y tan fuerte. Cuando subían una colina tuvo ganas de extender los brazos al viento y gritar por el simple gusto de hacerlo.
Su corazón batía al ritmo del caballo, pero incluso continuaba golpeando con rapidez al disminuir la velocidad al borde del bosque conocido durante toda su vida como Lo Olvidado.
—Es como volar. ¡Gracias! —Se inclinó hacia abajo para frotar con su mejilla el cuello del caballo—. Nunca lo olvidaré. Es un caballo magnífico, ¿no creéis?
Se giró hacia él, enrojecida por el placer. Su cara estaba demasiado cerca, tan cerca que sintió la tibieza de su aliento en la mejilla. Lo bastante cerca para ver una especie de fuego en sus ojos.
—No. —Le agarró las mejillas antes de que se pudiera girar de nuevo—. No. Os he besado antes, cuando pensé que me estaba muriendo —aspiró muy cerca de los labios de ella— y ahora estoy vivo.
Tenía que probarla de nuevo. Parecía que su cordura dependiera de ello. Pero al descubrir su miedo, le cogió suavemente la boca, y entremetió sus labios entre los otros que temblaban, tratando al mismo tiempo de calmarla y seducirla. Vio cómo los ojos se suavizaban antes de que las pestañas se cerraran.
—Besadme, Deirdre. —Deslizó la mano hasta que su brazo pudo rodearle la cintura y atraerla hacia sí—. Besadme vos, esta vez.
—No sé cómo. —Pero ya lo estaba haciendo.
Sus miembros se aflojaron de una forma maravillosa, aunque su pulso bailaba locamente. Un calor la rodeó, alcanzando zonas de su interior que nunca habían conocido un bienestar semejante.
La luz que se había vertido en su interior cuando sus corazones entraron en contacto durante la curación ahora se extendió.
En la Isla del Invierno, en el jardín de rosas cubierto de nieve, bajo una armadura de hielo, un pequeño capullo —verde y tierno— se formó en una rama ennegrecida.
Mordisqueó los labios de ella hasta que los apartó. Y cuando él profundizó el beso, ella sintió por primera vez en su vida una punzada de calor en el vientre.
Se echó hacia atrás, deseosa de más y después se concedió a sí misma el lujo de dejar descansar brevemente la cabeza sobre su hombro.
—Así que es esto —susurró—. Esto es lo que hace que las mujeres canten en la cocina por la mañana.
Le apretó el pelo y frotó la mejilla contra él.
—Es algo más que esto —dijo él mientras pensaba que ella era dulce y fuerte, todo lo que un hombre pudiera querer. Todo lo que, se dio cuenta, él quería.
—Sí, claro. —Suspiró una vez—. Lo que hace que las mujeres canten es algo más que esto, pero empieza así. Pero, en mi caso, no puede.
—Ya ha empezado. —La atrajo hacia sí, justo cuando ella quería separarse—. Empezó en el momento que os vi.
—Si pudiera amar, sería a vos; no sé por qué, pero sería a vos. Si fuera libre, os elegiría. —Se volvió a dar la vuelta—. Vinimos para cazar porque mi pueblo necesita carne.
Luchó contra las ganas de cogerla con fuerza y robarle su preciosa boca hasta que se rindiera. La fuerza no era la respuesta; eso le habían dicho. Había mejores formas de vencer a una mujer.