Capítulo 1

El mundo era blanco y frío, de un frío glacial. Se dejó caer sobre la montura, exhausto, incapaz de hacer nada que fuera más allá de confiar en que su caballo continuase avanzando trabajosamente, avanzando siempre. Sabía que con este viento gélido y cruel pararse siquiera por un momento significaría la muerte.

El dolor del costado era una punzada helada y ardiente y lo único que impedía que se dejase arrastrar por el olvido.

Estaba perdido en ese paisaje blanco, cegado por las millas inacabables que cubrían la colina, el árbol y el cielo, y atrapado en el frío infierno de la nieve furiosa, que el azote del fuerte viento había convertido en trozos de hielo. Y aunque hasta los movimientos lentos y monótonos del caballo agudizaban su intenso dolor, no se rendía.

Al principio el frío había supuesto un alivio respecto al amarillo sol abrasador, ya que pensó, había disminuido la fiebre que la herida le había provocado. La extensión de blanco inmaculado había entumecido su mente y ya no veía la sangre que manchaba el campo de batalla ni olía el hedor de la muerte.

Una vez, cuando las fuerzas le abandonaban a medida que iba perdiendo sangre, le pareció oír voces en el viento que se elevaba. Las mismas voces que habían murmurado su nombre musitaron después otro.

Es un delirio, se dijo a sí mismo, porque no creía que el aire pudiera hablar.

Había perdido la noción de cuánto tiempo llevaba viajando. Horas, días, semanas. Al principio había tenido la esperanza de que apareciera una casa de campo o un pueblo donde pudiera descansar y hacer que le curaran la herida. Ahora le bastaba con encontrar un lugar digno para morir.

Quizá ya estaba muerto y el infierno era un invierno perpetuo.

Había dejado de tener hambre, aunque la última vez que comió había sido antes de la batalla; aquella batalla, pensó de forma confusa, de la que salió victorioso e ileso. Ciertamente había sido una estupidez regresar a casa a caballo solo.

Los tres soldados enemigos, estaba seguro, intentaban llegar a sus casas cuando se encontraron con él en aquel sendero del bosque. Su primer instinto fue dejarles marchar. Había ganado la batalla y la invasión había sido aplastada. Pero la guerra y la muerte estaban aún en sus ojos, y cuando cargaron contra él, tenía la mano en la espada.

Ahora nunca volverían a ver su hogar. Tampoco vería él el suyo, temió.

Mientras su montura avanzaba con dificultad, él luchaba para mantenerse consciente. Y ahora estaba en otro bosque, pensó en medio de su aturdimiento mientras se esforzaba en enfocar la vista. Sin embargo, cómo había llegado hasta él, cómo se había perdido aunque conocía su reino tan íntimamente como un hombre conoce el rostro de su amada, era un misterio para él.

Nunca había viajado hasta aquí. Los árboles se le antojaban endebles, grises y muertos. No oyó ningún pájaro, ni ningún arroyo, sólo el constante crujir de las pisadas del caballo en la nieve.

Seguro que ésta era la tierra de los muertos, o de los moribundos.

Cuando vio el ciervo le llevó un tiempo darse cuenta. Era el primer ser vivo que había visto desde que los copos empezasen a caer y el animal le estaba mirando sin miedo.

¿Por qué no?, meditó con una risa débil. No tenía fuerzas para cortar una flecha. Cuando el ciervo se fue dando un salto, Kylar de Mrydon, príncipe y guerrero, se dejó caer sobre el cuello de su caballo.

Cuando volvió en sí, el bosque estaba a su espalda y frente a él se abría un mar blanquísimo, o eso parecía. En el centro de ese mar, refulgía una isla de plata. A través de su visión borrosa, adivinó torres y torretas, en lo más alto de las cuales una bandera volaba bajo el efecto del fuerte viento y finalmente una rosa roja en plena floración ante un fondo blanco.

Rezaba para que Dios le diera fuerzas. Seguramente, si había una bandera ondeante habría gente y habría calor. Habría dado la mitad de su reino por pasar la última hora de su vida al abrigo de la luz y el calor de un fuego.

Pero los bordes de su visión empezaron a oscurecerse y la cabeza le daba vueltas. A través de las oleadas de agotamiento y debilidad pensó que había visto la rosa, roja como la sangre, haciendo sitio para él en aquel mar blanco. Apretando los dientes, azuzó al caballo para que avanzara. Si no podía sentarse frente a un fuego antes de morir, quería al menos el dulce aroma de la rosa.

No le alcanzaron las fuerzas siquiera para maldecir su suerte antes de caer de nuevo en la inconsciencia y desplomarse en la nieve.

La caída le produjo un dolor penetrante y le empujó de nuevo a la superficie, donde se quedó pegado como si estuviera bajo un fino velo de hielo. A través de él, vio una cara cerca de la suya: preciosos ojos de anchos párpados, verdes como el musgo de los bosques de su hogar y una piel suave de tonos crema y rosa y después una boca suave y carnosa cuyos labios empezaron a moverse de repente si bien el zumbido de la cabeza no le dejó oír lo que decía.

La capucha de la capa roja le cubría el pelo; se alzó para tocar la capa.

—No eres una flor después de todo.

—No, mi señor. Sólo una mujer.

—Bien, es mejor morir al calor de un beso que al de un fuego.

Tirando suavemente de la capucha sintió el contacto de aquella boca tierna y carnosa con la suya: un dulce sabor, antes de morir.

Los hombres, pensó Deirdre mientras volvía a su postura inicial, son unas criaturas muy extrañas. Robar un beso en un momento así rayaba en la locura. Se puso de pie mientras sacudía la cabeza y cogió el cuerno que colgaba del fajín de su cintura. Hizo sonar la señal de socorro y después se quitó la capa y le cubrió con ella el cuerpo. Sentada de nuevo, lo acunó entre sus brazos lo mejor que pudo y esperó a que llegaran brazos más fuertes para trasladar al inesperado invitado al castillo.

El frío había salvado su vida, pero la fiebre podía volver a apoderarse de él. En esta batalla jugaban a su favor su juventud y su fuerza, y también ella misma, pensó Deirdre. Haría todo lo que estuviera en su mano para curarle. Por dos veces recuperó la consciencia durante su traslado a los aposentos, y las dos veces luchó, débilmente sin duda, pero lo suficiente para hacer que la sangre brotara de nuevo de su herida al entrar en calor.

A su brusca y ruda manera ordenó a dos de sus hombres que lo sujetaran mientras le daba a beber un somnífero. La limpieza y sutura de la herida podían resultar dolorosas si se despertaba de nuevo. Deirdre no toleraba las tonterías, pero le disgustaba ver sufrir a cualquier persona a causa del dolor.

Cogió sus medicinas y hierbas y levantó las mangas de la túnica basta que llevaba. Yacía desnudo en su cama bajo la tenue luz del sol de un dorado pálido que se filtraba a través de las ventanas estrechas. Había visto hombres desnudos antes, de igual forma que había visto lo que una espada podía hacerle a la carne.

—Es tan guapo —dijo Cordelia, la doncella a la que Deirdre había pedido que la ayudara, en un suspiro.

—Pero es…, está muriendo. —Y después adoptando un tono imperativo y apremiante, añadió—. Aprieta más esa venda. No dejaré que muera desangrado debajo de mi techo.

Eligió las medicinas y, acercándose a la cama, se concentró sólo en la herida del costado. Se extendía desde una pulgada debajo de su axila hasta la cadera, como una serpiente larga y salvaje. El sudor le bañó las sienes mientras miraba con fijeza, concentrando la mente en su cuerpo para localizar las heridas. Las mejillas le empalidecieron mientras trabajaba, pero las manos seguían siendo firmes y rápidas.

Demasiada sangre, pensó mientras su aliento se volvía denso. Demasiado dolor. ¿Cómo podía haber sobrevivido a algo así? Incluso aunque el frío hiciera más lento el flujo de su sangre debería haber muerto hace mucho.

Hizo una pausa para limpiarse la sangre de las manos en un cuenco y después para secarlas. Pero cuando cogió la aguja, Cordelia palideció.

—Mi señora…

Deirdre la miró con aire ausente. Casi había olvidado que estaba allí.

—Puedes irte. Ya has hecho suficiente.

Cordelia salió de la habitación con una rapidez tal que podría haber hecho sonreír a Deirdre, ya que cuando había trabajo que hacer nunca se movía tan rápido. Se volvió hacia su paciente y empezó a coserle la herida con cuidado y habilidad.

La herida dejaría cicatriz, pensó, pero ya tenía otras. El suyo era un cuerpo de guerrero, fuerte y duro, que llevaba las marcas de la batalla. ¿Qué era lo que empujaba a los hombres a querer luchar y a querer matar con tanto fervor? Más aun ¿qué había dentro de ellos que les llevaba a enorgullecerse de ambas cosas?

Aquel hombre era orgulloso, estaba segura de ello. Le habían hecho falta fuerza, voluntad y orgullo para mantenerse sobre la silla y vivo durante todas las leguas que había viajado hasta su isla. Pero ¿cómo había llegado este oscuro guerrero? ¿Y por qué?

Cubrió la herida cosida con un bálsamo fabricado por ella y la vendó con sus propias manos. Después, una vez se había ocupado de lo más grave, examinó cuidadosamente el cuerpo en busca de heridas menores.

Encontró algunos cortes y rasguños y una incisión más seria en la parte posterior del hombro, que se había cerrado sola y había formado costra. Fuera la que fuese aquella batalla, calculó ella, había tenido lugar hacía dos días, quizá tres.

Haber sobrevivido durante tanto tiempo con heridas tan dolorosas y haber viajado a través de Lo Olvidado para conseguir ayuda mostraba una fuerte voluntad de vivir y eso era bueno, porque la iba a necesitar.

Cuando quedó satisfecha, cogió un trapo limpio y empezó a limpiarle y refrescarle el sudor febril de la piel.

Era guapo. Esta vez se permitió estudiarle. Era alto, recio y musculoso. Su pelo, negro como la medianoche, se derramaba sobre las sábanas, lejos de un rostro que parecía tallado en piedra.

Al guerrero, pensó ella, le cuadraba bien aquella cara estrecha con los salientes afilados de sus pómulos, por encima de las mejillas flacas. La nariz era larga y recta, los labios redondos y un poco pesados. La barba le había empezado a crecer alrededor de la boca, una sombra de barba incipiente que le hacía parecer malvado y peligroso incluso estando inconsciente.

Las cejas eran barras negras y recordaba que tenía los ojos azules; incluso aturdido por el dolor, la fiebre y el agotamiento los ojos se habían mostrado valientes y de un azul brillante.

Si era deseo de los dioses, aquellos ojos se abrirían de nuevo.

Lo envolvió en la sábana para darle calor y echó un tronco más al fuego y después se sentó para supervisar su estado.

Durante dos días y dos noches ardió de fiebre. En ocasiones deliraba y había que inmovilizarle por miedo a que sus golpes abrieran de nuevo la herida. Otras veces dormía como si estuviera muerto y temía que nunca fuera a despertar, pensando que ni siquiera su don podía vencer al fuego que ardía en su interior.

Durmió cuando pudo en la silla junto a la cama. Y en una ocasión, cuando el frío atormentaba al herido, reptó bajo la ropa de cama para confortarle con el calor de su cuerpo.

Sus ojos se abrieron de nuevo, pero estaban ciegos y miraban al infinito. Esto hizo que la compasión que había tratado de contener mientras le curaba se revolviera en su interior. Cuando la noche se volvió oscura y el frío sacudía a ráfagas sus huesos contra las ventanas, cogió su mano y se entristeció por él.

La vida era el más preciado regalo, y parecía cruel que se hubiera alejado tanto de casa sólo para perderla.

Para mantener su mente ocupada, cosía o cantaba. Cuando estuvo segura de que estaría tranquilo por un tiempo, le dejó al cuidado de una de sus mujeres y se ocupó de los asuntos de su casa y de su pueblo.

En la última noche de fiebre, la desesperación estuvo a punto de destrozarla. Agotada, veló en lugar de su mujer, de su madre, de aquellos que había dejado atrás y que nunca sabrían su destino. Allí, en la habitación silenciosa, empleó los restos de su fortaleza y su habilidad, para lo cual extendió sus manos sobre él.

—La primera regla y la más importante es no dañar. No os he dañado. Lo que haga ahora hará que esto termine, de una forma u otra, con la muerte o la curación. Si conociera vuestro nombre —dijo mientras frotaba una mano suavemente contra su frente que ardía— o vuestra mente, o vuestro corazón, esto sería más fácil para ambos. Sed fuerte. —Se encaramó a la cama para arrodillarse a su lado—. Y luchad.

Con una mano alrededor de la herida que había destapado y la otra sobre su corazón, dejó que lo que ella era saliera a toda prisa a través de su cuerpo, que corriera a través de su sangre y sus huesos. Hasta él.

Gimió. Ella no le hizo caso. Iba a doler, les dolería a los dos. El cuerpo de él arqueado hacia arriba y el de ella detrás. Hubo un torrente de imágenes que le quitaron el aliento. Un castillo magnífico, colores borrosos, una corona cubierta de joyas.

Sintió fuerza; la fuerza de él, y bondad y una luz que parpadeaba dentro de ella estuvo a punto de destrozarla, pero finalmente aquella luz la arrastró dentro, más profundamente y la luz se volvió suave y cálida.

Para Deirdre había sido la primera vez, incluso durante una curación, en que había mirado en el corazón de otro ser y sentido que éste la tocaba e invitaba al suyo.

Entonces vio con mucha claridad el rostro de una mujer, sus ojos de un azul profundo llenos de orgullo y quizá de miedo.

Vuelve, hijo mío. Vuelve a casa sano y salvo.

Había música —sonido de tambores—, risas y gritos de hombres, pero a ello se unió también el resplandor del sol sobre el acero seguido de un olor a sangre y batalla que la sofocó.

Retuvo un grito al ver súbitamente algo en su mente: espadas que chocaban, el hedor del sudor, la muerte y el miedo.

El guerrero luchó contra ella, golpeaba y se revolvía mientras avanzaba con su mente. Más tarde se ocuparía de los cardenales que se habían hecho mutuamente en esta última batalla para salvar la vida.

Los músculos le temblaron, y una parte de ella clamó retirada. Él no era nada suyo. Sin embargo, mientras los músculos de ella temblaban, opuso su fuego a la fiebre, de igual forma que la espada del enemigo en la mente de él les producía un corte a los dos.

Sintió el golpe en el costado, acero dentro de la carne. La agonía arrancó un grito de su garganta y sintió que la muerte estaba al acecho.

El corazón latía rápidamente bajo la mano, y la herida en su costado era como una llama. Pero ella había visto dentro de su mente y luchó por alzarse sobre el dolor, recurriendo a lo que le habían dado, lo que ella había recibido, para salvarle.

Tenía los ojos abiertos, inertes por efecto del shock, en medio de un rostro blanco como la muerte.

—Kylar de Mrydon —pronunció con claridad, aunque cada inspiración le suponía un gran sufrimiento—, tomad lo que necesitéis del fuego de la curación, y vivid.

La tensión abandonó su cuerpo. Los ojos se le empañaron y después se cerraron con agitación. Sintió cómo un suspiro le sacudía al dormirse.

Pero la luz dentro de ella siguió brillando.

—¿Qué es? —murmuró, frotando con mano insegura su propio corazón—. No importa, en este momento no importa. No puedo hacer nada más para ayudaros. Vivid —dijo de nuevo, y bajándose para posar sus labios sobre su frente— o morid suavemente.

Empezó a bajar de la cama, pero la cabeza le daba vueltas. Cuando se desvaneció, su cabeza terminó reposando, de forma bastante natural, sobre el corazón de él.