Capítulo 7

Ella era una verdadera aparición, más de lo que él pudiera haber soñado: delgada y pequeña, se alzaba bajo el destello de las velas y el fuego.

—¿Me daréis una noche? —le preguntó.

—Deirdre, amor mío, os daría una vida entera.

—No quiero promesas que no se puedan cumplir, ni una sola palabra que no sea la verdad. Dadme sólo lo que pueda ser y eso será suficiente —respondió con tristeza.

—Mi señora. —De alguna forma sintió que el paso que daba hacia ella era el momento más importante de su vida, y que al cogerle las manos estaba sosteniendo el mundo—. Es la verdad. Por qué o cómo, no lo sé, pero nunca he dicho nada que sea más cierto.

Creyó que lo decía de veras, en este momento y en este lugar.

—Kylar, los «para toda la vida» son para aquellos que son libres.

Ella sería libre, se prometió, sin importar lo que hubiera que hacer. Pero no era momento para planes ni batallas.

—Si no aceptáis este juramento, dejadme jurar esto: que no he amado a ninguna como os amo esta noche.

—Por mi parte, puedo devolveros el voto, aunque pensé que sería por obligación. —Alzó las manos hasta la cara de él, recorrió sus rasgos con los dedos—. Y que la primera vez sería con miedo. —Se rió brevemente—. Mi corazón da saltos. ¿Podéis sentirlos?

Puso una mano sobre su pecho, y sintió el temblor, el salto.

—No os haré daño.

—Claro que no. —Puso una mano a su vez sobre el corazón de él. Se habían rozado una vez antes, pensó ella, corazón con corazón. Nada había sido lo mismo desde entonces y nada sería lo mismo para ella nunca—. No me haréis daño. Dadme calor, Kylar, como un hombre da calor a su mujer.

La atrajo hacia sus brazos, con mucha suavidad y puso sus labios sobre los de ella tiernamente. De nuevo aquí, pensó Deirdre; ahí estaba de nuevo el milagro de una boca contra otra. Susurrando su nombre, se dejó fundir en el beso.

—La primera vez que me besasteis pensé que estabais loco. Frunció los labios sobre los de ella.

—¿Eso pensasteis?

—Medio congelado y sangrando, y queríais malgastar vuestro último aliento seduciendo a una mujer. He ahí un hombre.

—No malgasté nada —corrigió—, pero puedo hacerlo mejor ahora. —Con un gesto elegante que gustó a ambos, la cogió en brazos—. Venid al lecho, mi señora.

Como una vez había deseado hacer, jugó con su sedoso pelo negro.

—Debéis enseñarme qué hacer.

Los músculos se pusieron tensos y se estremecieron al pensar en su inocencia. Esta noche ella le daría lo que no le había dado a nadie. Bajo el destello de la vela vio su rostro, vio que le daba su tesoro sin miedo y sin vergüenza.

No sólo no le haría daño, sino que haría todo lo que estuviera en su mano para darle dicha.

La tendió sobre la cama, frotó los hombros contra suyos.

—Será un placer instruiros.

—He visto copular a las cabras.

El estallido de risa de él fue absorbido por el pelo de ella.

—Esto, lo puedo prometer, será algo diferente que el copular de las cabras, así que prestad atención —dijo sonriendo al tiempo que levantaba la cabeza—, mientras os doy vuestra primera lección.

Era un maestro paciente y, seguramente, pensó mientras la piel empezó a temblarle y a cantar bajo sus manos, uno diestro. La boca bebió de la suya, profundamente y luego más profundamente aún hasta que la sensación era como ella imaginaba que debía ser deslizarse por una corriente templada.

Rodeada, flotando para después sumergirse.

Las manos vagaban por sus pechos y después formó una copa con las manos como si quisiera contener sus latidos en las manos. La sensación de las manos fuertes y duras en su carne le producía una vibración en el vientre. Su boca rozaba un lado de su cuello, mordisqueando.

—¡Qué maravilloso! —lo dijo en un susurro, arqueándose un poco, como invitándole a continuar—. ¡Qué inteligente que los pechos den placer además de leche!

—Así es. —Los pulgares rozaron sus pezones y le hicieron jadear—. A menudo he pensado lo mismo.

—Oh, pero qué hago… —Sus palabras y sus ideas se desintegraron en un arco iris cuando aquella boca que mordisqueaba encontró su pecho.

Su garganta emitió un sonido, mitad grito, mitad gemido. A él le estremeció aquel sonido de placer sobresaltado, el repentino temblor de su cuerpo, la rápida sacudida del corazón bajo sus labios. Mientras se arqueaba de nuevo, los dedos peinaron el pelo de él, se agarraron y lo trajeron más cerca de ella. Su dulce sabor le embargó como vino caliente. Se incorporó para tirar de los dos pechos hacia los lados, pero antes de poder satisfacer aquel contacto de carne contra carne, ella alzó las manos y las movió tentativamente por el pecho de él.

—Esperad.

Necesitaba recuperar el aliento. Aquello la recorría con tal rapidez que casi se le nublaba la vista. Lo quería todo, pero con claridad, para poder recordar cada caricia, cada sabor, cada momento.

—Os toqué cuando estabais herido, pero esto es diferente. Miré vuestro cuerpo, mas no lo vi como ahora. —Su dedo recorrió con cuidado la cicatriz que le ascendía por el costado—. ¿Os sigue molestando?

Sintió la ráfaga de calor; cogió su mano rápidamente.

—No. —Incluso en un momento así, pensó, intentaría curarle—. No habrá dolor esta noche para ninguno de nosotros.

Se inclinó sobre ella, le cogió de nuevo la boca. Detectaba ahora un punto de urgencia, un cierto sabor a necesidad. Había tanto que sentir, musitó de forma soñadora, y tanto que saber. Sintiendo su calor corriendo a través de ella le abrazó. Descubrió la sensación de libertad que proporcionaba estar a punto de tocarle, de acariciarle y explorar sin otro propósito que el placer. Los músculos duros, aquel pliegue en la piel tersa que era una cicatriz de guerra.

Su fuerza la excitaba, desafiaba a la suya, e incrementaba la sed de sus manos, su boca y sus movimientos debajo de él.

Esto era fuego, se dio cuenta. Llamas de fuego que por primera vez no traían sino placer y brillo y una ciega necesidad de más.

—No soy frágil. —Se sintió verdaderamente viva y poderosa, casi frenética a causa de una especie de inmensa hambre—. Mostradme más. Mostrádmelo todo.

Por más fuerte que le batiera la sangre, sería cuidadoso con ella. Pero le podía enseñar más. Las manos vagaron hacia la parte baja de su cuerpo, hacia los muslos. Como si supiera lo que ambos necesitaban, los abrió para él. Le faltaba el aliento y se estremecía mientras soltaba pequeños gemidos. Las uñas de ella le arañaron la espalda mientras empezó a contorsionarse debajo de él.

Levantó la cabeza para verla volar sobre este primer pico de placer.

La invadió un calor inmenso. Nunca había sentido un calor semejante fuera de la magia sanadora. Y éste, de algún modo, llegaba más hondo, y se distribuía más ampliamente. Su cuerpo era como una única llama salvaje. Gritó, y el sonido voluptuoso de su propia voz trajo un nuevo sobresalto a su cuerpo. Sobrepasando los límites del control y de la razón, le cogió los labios y dijo su nombre.

Cuando entró en ella, le sobrevino un gozo como el haz de un relámpago, luminoso y brillante. Hubo una tormenta de sobresaltos gloriosos y violentos mientras él arremetía en su interior. Se asió a él con fuerza, la cara contra su cuello y repitió su nombre mientras aquel calor milagroso la consumía.

—Corazón mío. —Cuando pudo hablar de nuevo, lo hizo perezosamente, con la cabeza acurrucada entre sus pechos—. Sois la alumna más preparada.

Se sintió dorada, bella, y por primera vez que recordara, más mujer que reina. Por una noche, se dijo a sí misma, una noche milagrosa, sería una mujer.

—Estoy segura de que lo puedo hacer mejor, mi señor, con unas cuantas lecciones más.

Tenía la cara roja y brillante y su pelo era un remolino de cordeles color miel sobre las sábanas blancas.

—Creo que tenéis razón. —Sonrió y mordisqueó la garganta de forma ascendente, se demoró en sus labios y después se colocó de forma que ella pudiera acurrucarse a su lado.

—Qué caliente —le dijo—. Nunca había sabido cómo era tener tanto calor. Decidme, Kylar, ¿cómo es tener el sol en la cara de uno, pleno y brillante?

—Puede quemar.

—¿De veras?

—De veras. —Empezó a jugar con el pelo—. Y la piel se pone roja o tostada por su efecto. —Movió una yema por el brazo de ella, blanco como la leche, suave como la seda—. Puede cegar los ojos. —Se giró para poderla mirar—. Vos cegáis los míos.

—Había un hombre viejo que era mi profesor cuando era una niña. Había estado en todas partes. Me habló de grandes tumbas en un desierto donde el sol pegaba con furia, de colinas verdes donde las flores florecen silvestres y la lluvia viene templada. De océanos anchos donde nadan grandes peces que podrían tragarse un barco y donde vuelan dragones con alas plateadas. Me contó muchas cosas prodigiosas, pero nunca me enseñó las maravillas que me habéis mostrado esta noche.

—No ha habido otra. No como vos, no así.

Como leyera la verdad en sus ojos, se acercó más a él.

—Mostradme más.

Mientras se amaban, en la caja de hielo, el primer brote de un tallo ennegrecido se abrió en una única hoja tierna y una segunda se empezó a formar.

Cuando se despertó ella se había ido. Al principio estaba confuso, porque había dormido como un soldado y los soldados tienen el sueño ligero de un gato. Pero descubrió que había revuelto el fuego para él y que había dejado sus ropas bien dobladas en el arcón al pie de la cama.

Supuso que había dormido sólo una hora o dos, pero obviamente como un tronco. La mujer era incansable —bendita ella— y había pedido un heroico número de lecciones a lo largo de la noche.

Una lástima, meditó, que no se hubiera quedado más en la cama aquella mañana. Creía que hubiera podido apañárselas de nuevo.

Se levantó para abrir los postigos de las ventanas. Le pareció que era ya bien avanzada la mañana, ya que los súbditos de Deirdre estaban haciendo sus faenas. Aquí no podía decir la hora basándose en la luz, porque variaba muy poco entre el amanecer y la noche. Era siempre suave y tenue, con ese velo blanco sobre el cielo y el sol. Incluso ahora estaba cayendo una nieve menuda.

¿Cómo lo aguantaba? Día tras día de frío y oscuridad. ¿Cómo permanecía cuerda y más aún, contenta? ¿Por qué debería una reina tan buena y amorosa ser condenada a vivir su vida sin calor?

Se giró para estudiar la habitación. Le había prestado poca atención la noche anterior ya que sólo había tenido ojos para ella. Ahora, sin embargo, se dio cuenta de que vivía con sencillez. Las telas eran de buena calidad, sin duda, pero estaban viejas y desgastadas. Había habido plata y copas de cristal en el comedor, recordó, pero aquí los candelabros eran de metal ordinario y su aguamanil de arcilla tosca. La cama, el arcón, el armario estaban todos bellamente trabajados con rosas talladas. Pero había una sola silla y una mesa.

No vio jarros bonitos, sedas, o joyeros.

Ella se había ocupado de que los muebles del cuarto de invitados estuvieran a la altura de su rango, pero para ella misma, vivía casi de forma tan espartana como un campesino.

Las damas de su madre tenían más bullicio y adornos en sus habitaciones que esta reina.

Entonces miró el fuego y con un vuelco en el vientre dedujo que ella habría usado gran parte de los muebles como leña y las telas como ropa para su pueblo.

Llevaba joyas durante la cena. Incluso ahora podía ver cómo brillaban y lanzaban destellos alrededor de ella. Pero ¿para qué le podían servir los diamantes y las perlas? No se podían vender ni cambiar por otra cosa, no ponían comida en la mesa.

El fuego de un diamante no calentaba los huesos fríos. Se lavó en la jofaina que le había dejado y se vistió. Allí en el muro vio el único tapiz, descolorido por el tiempo. El jardín de rosas de Deirdre, completamente florecido, y tan magnífico sobre aquel tejido de seda como él lo había imaginado. Pleno de color y de forma, era un paraíso exuberante captado en un verano pletórico.

Sentada en un banco con incrustaciones de piedras preciosas se veía la figura de una mujer, debajo de las ramas extendidas del gran arbusto que florecía silvestre y libre. Y un hombre arrodillado a los pies de ella, ofreciendo una única rosa roja.

Pasó los dedos sobre los hilos y pensó que daría su vida y más aun por ser capaz de ofrecerle una rosa roja a ella.

Un sirviente le dirigió hacia la habitación de Phelan, donde el joven bardo tenía su habitación junto con un grupo de chicos. Los otros chicos se habían ido y Phelan estaba en la cama sentado acompañado por Deirdre. La habitación era pequeña, observó Kylar, sencilla, pero mucho más caliente que la de la reina.

Estaba haciéndole beber un cuenco de caldo y riéndose encantada de las caras que ponía.

—¡Un sapo!

—No, mi señora, un mono como el del libro que me dejasteis. —Separó los labios de los dientes y le hizo reír de nuevo—. Incluso un mono tiene que comer.

—Comen la fruta amarilla y larga.

—Entonces imagina que esto es la fruta amarilla y larga. Vertió furtivamente una cucharada en su boca.

El muchacho hizo una mueca.

—No me gusta el sabor.

—Lo sé, la medicina lo estropea un poco, pero mi mono favorito necesita recuperar su fuerza. Tómalo por mí, ¿lo harás?

—Por vos, mi señora. —Con una exhalación profunda, el muchacho cogió el cuenco y la cuchara—. ¿Entonces puedo levantarme un rato a jugar?

—Mañana podrás levantarte un rato.

—Mi señora —dijo con un tono cargado de horror y pena, con el que Kylar no podía sino simpatizar ya que de niño conoció el aburrimiento de estar forzado a guardar cama.

—Un soldado herido tiene que recuperarse para volver a luchar —dijo Kylar mientras se acercaba a la cama—. ¿No eras un soldado cuando montabas a caballo en las escaleras?

Phelan asintió, mirando a Kylar con fascinación. Para él el príncipe era tan majestuoso y extranjero como los héroes de todas las historias que había oído o leído.

—Lo era, señor.

—De acuerdo, entonces. ¿Sabes que tu señora me tuvo en cama tres días enteros cuando vine a ella herido? —Se sentó en el borde de la cama, se inclinó y olió el cuenco—. Y me hizo beber el mismo caldo. Es una crueldad, pero un soldado debe soportar dificultades como ésta.

—Phelan no será un soldado —dijo Deirdre con tono resuelto— porque es un bardo.

—Ah. —Kylar inclinó su cabeza en una reverencia—. No hay hombre más importante que el bardo.

—¿Más que un soldado? —preguntó Phelan abriendo mucho los ojos.

—El bardo cuenta las historias y canta las canciones. Sin él, no sabríamos nada.

—Estoy creando una historia sobre vos, mi señor. —Excitado, Phelan tomaba el caldo a cucharadas—. Sobre cómo vos llegasteis desde más allá, recorristeis Lo Olvidado herido y a punto de morir y cómo mi señora os curó.

—Me gustaría oír la historia cuando la hayas terminado.

—Puedes desarrollar la historia mientras descansas y te recuperas.

Contenta de que el cuenco estuviera vacío, lo cogió al levantarse y se inclinó para besar la frente de Phelan.

—¿Volveréis, mi señora?

—Volveré, pero ahora descansa y sueña tu historia. Luego te daré otro libro.

—Que estés bien, joven bardo. —Kylar cogió la mano de Deirdre para llevarla fuera.

—Os levantasteis temprano —comentó.

—Hay mucho que hacer.

—Estoy celoso de un muchacho de diez años.

—Phelan casi tiene doce, pero es pequeño para su edad.

—Sea como sea, no os sentasteis y me disteis caldo ni besasteis mi frente cuando estaba lo bastante bien para estar incorporado.

—No erais un paciente tan dulce.

—Lo sería ahora. —La besó y le sorprendió que no se ruborizara ni temblara como era costumbre en las féminas. Por el contrario, ella besó sus labios con una pasión temeraria que revolvió su apetito—. Llevadme a la cama y os enseñaré.

Se rió y le dio un golpecito.

—Eso tendrá que esperar. Tengo obligaciones.

—Os ayudaré.

Su rostro se suavizó.

—Me habéis ayudado ya. Pero venid. Os daré algo que hacer.