Capítulo 1

En la asfixiante jungla, bajo un sol rojo sangre, Kadra cazaba. Sus pasos eran silenciosos, sus ojos —verdes como las tres gemas incrustadas en el pomo de su espada— estaban alertas vigilantes, sin piedad.

Durante cuatro días y cuatro noches, había seguido a su presa, allende las Montañas de Piedra, más allá del Río que Canta, hasta el corazón verdeante de las Tierras de Tulle.

Lo que ella perseguía rara vez se aventuraba a esas fronteras, y ella misma nunca se había aventurado tan al sur de A’Dair.

Había algunos villorrios, pequeños enclaves de cazadores menores, asentamientos de granjeros y cesteros con sus hijos y animales. Los hijos eran, al igual que el ganado y los animales de carga, alimento para lo que ella perseguía.

Avanzó por entre las enmarañadas flores rojas que aparecían a su paso, ignoró el artero sisear plateado de una serpiente al descender por el tronco de un árbol. Vio, presintió ambas cosas, pero no tenían ningún interés para ella.

Los demonios Bok era lo único que ahora le interesaba, y el destruirlos era su único objetivo.

Para eso había nacido.

Le llegaron otros olores, las bestias, grandes y pequeñas, que habitaban la jungla, y la espesa y húmeda fragancia de enredaderas y flores. La sangre —ya no fresca— de quien había sido atrapado y consumido por aquellos a quienes ella perseguía.

Pasó por una gran cascada que rugía cayendo desde los acantilados para golpear con redoble de tambor sobre las aguas del río. Aunque ella nunca había recorrido ese lugar, sabía, por su luz y su música que era un lugar sagrado. Lugar a donde ningún demonio podía entrar. Se detuvo para beber sus aguas purificantes, para llenar su bota de agua para la jornada que se avecinaba.

Y dejó caer algunas gotas, de su mano a la tierra, como acción de gracias a los poderes vitales.

Más allá de las cascadas, los aromas intensos de la gente —sudor, carnes, cocinas, agua del pozo de la villa— llegaban a sus sentidos despiertos.

Era su deber el protegerlos, y era su destino que nadie entre ellos pudiera ser nunca su compañero, su amigo, su pareja vital. Ésas eran verdades que ella nunca había cuestionado.

La espada refulgió al salir de su vaina, un brillante sonido de batalla al tiempo de girar sobre los talones de sus suaves botas de cuero. La daga, su punta un diamante a la luz del sol, paseó de la funda en su muñeca, a su mano.

Las oscuras garras azules del Bok que había saltado desde una rama sobre su cabeza pasaron zumbando junto a su rostro, sin dar en el blanco. Ella se apostó, en postura de combate, y esperó el próximo ataque.

Parecía extrañamente normal. Aparte de esas letales garras retráctiles, el aroma, y los colmillos filosos como agujas que chasqueaba al abrir la boca en la batalla, el Bok no era diferente a la gente que devoraba cuando se le presentaba la oportunidad.

Para su especie, éste era pequeño, no más de seis pies, lo que lo ponía a su nivel. Estaba desnudo, a excepción del delgado cuero de su armadura de viaje. A excepción de sus garras y dientes, estaba desarmado. Los crueles tajos que le cruzaban el pecho y los brazos estaban manchados de su pálida sangre verde. Eso le hizo saber que se había enfrentado con sus compañeros y que éstos lo habían expulsado del grupo.

Para ella, una distracción, pensaba, y no iba a perder mucho tiempo deshaciéndose de él.

—Te han sacrificado —le dijo mientras se movía a su alrededor—. ¿Cuál fue tu crimen?

Él sólo siseó, sacando su larga lengua por entre sus dientes afilados. Ella se burló con una sonrisa alegre, los músculos preparados. Sobre cualquier otra cosa, ella vivía para combatir.

Cuando él saltó, ella alzó su espada y la dejó caer, cortándole la cabeza con un golpe certero. Aunque la sencillez de la tarea era una leve decepción, gruñó satisfecha mientras la sangre verde chisporroteaba y humeaba. Y el cuerpo del Bok se licuó dejando apenas una mancha desagradable en la tierra.

—No fue un gran desafío —murmuró y envainó su espada—. Sin embargo, el día es joven aún, así que hay esperanzas de algo mejor.

Su mano estaba todavía en el pomo de la espada cuando escuchó el grito.

Corrió, sus cabellos oscuros ondeando a sus espaldas, la cinta propia de su rango que le ceñía la frente, brillante como la venganza. Cuando irrumpió en el pequeño claro con su prolija hilera de chozas, vio que aquel Bok solitario había sido una breve distracción, demorándola justo el tiempo suficiente.

Cuerpos de animales y de algunos pocos hombres que habían intentado defender sus hogares yacían mutilados y sangrantes en tierra. Otros corrían aterrados, algunos abrazando a sus pequeños contra sí mientras se escabullían. Y ella sabía que ellos serían perseguidos y hechos pedazos si un solo demonio escapaba a su deber.

La pena por los muertos y la excitación por la batalla en ciernes luchaban dentro de ella.

Tres de los Bok estaban acuclillados en tierra, alimentándose. Sus ojos brillaban rojos, sus viciosos dientes chasqueando frente a su ataque. Dieron un salto, lo suficientemente enloquecidos por la sangre como para elegir la lucha en vez de la huida.

Ella le quebró el brazo a uno, dio un salto para derribar haciendo a un lado a otro de una patada mientras enterraba su daga siempre lista en el corazón del tercero.

—Yo soy Kadra —gritó—. Cazadora de Demonios. Guardiana del sol rojo.

—Llegas demasiado tarde —siseó el Bok que permanecía en pie—. Te superamos en número. Nuestro rey te arrancará el corazón, y nosotros compartiremos su festín.

—Hoy pasarás hambre.

Era más veloz que los otros, y estaba fortalecido por su espeluznante alimento. Éste, supo ella, sería un oponente más digno de su destreza.

Eligió no utilizar sus garras sino el largo filo curvo que extrajo de la vaina que llevaba a un costado.

El acero chocó contra el acero mientras los gritos y el hedor se elevaban a su alrededor. Ella sabía que había al menos otros tres y ella ahora se daba cuenta de que uno de ellos, el rey demonio, el que llamaban Sorak, se encontraba entre ellos.

Su muerte era el objetivo de su vida.

El Bok peleaba bien con su espada como hoz, y la golpeó con sus garras azules. Ella sintió el dolor, una molestia ausente, mientras trazaban surcos sobre su hombro desnudo. En vez de retroceder, ella empujó y atacó al relampagueo azul y plata para atravesarlo con una fiera estocada.

—Yo soy Kadra —le dijo en un murmullo al Bok que humeaba cayendo a tierra—. Yo soy tu muerte.

Se dio vuelta para enfrentarse con su arma y su mirada al rey demonio y a los tres guerreros que lo flanqueaban a la entrada de una choza.

Por fin, pensó. Alabados sean los poderes de la vida, por fin.

—Yo soy tu muerte, Sorak —dijo—. Como fui la muerte para Clud, tu padre. En este día, en esta hora, libraré a éste, mi mundo, de tu presencia.

—Quédate con tu mundo. —El rey de los demonios, majestuoso en su túnica roja y sus brazaletes de oro, alzó una esfera pequeña y transparente—. Tengo otro. Allí conquistaré y me alimentaré. Allí seré señor.

Su rostro apuesto estaba lustroso por el sudor y la sangre. Sus oscuros cabellos ensortijados, brillantes y retorcidos como serpientes, sobre sus elegantes hombros. Después mostró sus dientes, y la ilusión de recia belleza se desvaneció en un horror.

—Adonde voy, el alimento es abundante. Allí seré un dios. Quédate con tu mundo Kadra, Cazadora de Demonios. O ven conmigo. —La atrajo con una voz seductora como una caricia—. Te daré el Beso del Demonio. Te haré mi reina y plantaré mi descendencia en ti. Juntos reinaremos en este nuevo mundo.

—¿Quieres besarme? ¿Para unirte a mí?

—Has derramado la sangre de mi señor. He bebido la sangre de un matador. Estamos parejos. Juntos seremos poderosos más allá de lo imaginable.

Sus tres guerreros estaban armados. Y la fuerza de un rey demonio no conocía igual entre los suyos. Cuatro contra uno, pensó Kadra, y el corazón le dio un salto. Sería su mayor batalla.

—Ven, entonces. —Faltó que ronroneara—. Ven a abrazarme.

Ella entrecerró los labios, y luego atacó. Para su sorpresa, el demonio agitó su capa, y con sus guerreros, desapareció en un repentino relámpago.

—¿Dónde… cómo?

Giró sobre sí misma, la espada en alto, la daga pronta, y en su sangre todavía una canción de guerra. Sentía su aroma, un hedor persistente. Era todo lo que quedaba de ellos.

Las mujeres lloraban. Los niños sollozaban. Y ella había fracasado. Tres Bok, y su rey infernal, se le habían escabullido. Habían cruzado sus miradas y, sin embargo, Sorak la había derrotado sin lanzar siquiera un golpe.

—Todavía no los has perdido.

Kadra miró hacia la choza en donde una mujer estaba de pie junto a la entrada. Era pálida y hermosa, su cabello como la lluvia a medianoche, su rostro como si fuera una delicada talla de cristal. Pero sus ojos, verdes como los de Kadra, eran antiguos, y daba la impresión de que en ellos habitaban mundos.

En ellos, Kadra vio dolor.

—Señora —dijo ella respetuosamente al acercarse—. Estás herida.

—Sanaré. Conozco mi destino, y no es mi hora para partir.

—Llama al curandero —le dijo Kadra—. Debo ir de caza.

—Sí, debes ir de caza. Entra, y te mostraré cómo.

Ahora fueron las cejas de Kadra las que se enarcaron. La mujer era hermosa, ciertamente, y había un aire como de magia a su alrededor. Pero así y todo era sólo una mujer.

—Soy una cazadora de demonios. Su caza es lo que conozco.

—En este mundo —replicó la mujer—. Pero no en el otro al que deberás ir. El rey de los demonios ha robado una de las llaves. Pero hay otras.

Se balanceó, mareada, y Kadra dio un salto adelante, maldiciendo, para sostenerla. Huesos débiles, pensó. Huesos tan delicados se quiebran con facilidad.

—¿Por qué te dejaron con vida? —quiso saber Kadra, mientras ayudaba a la mujer a entrar a la choza.

—No tienen poder para destruirme. Pueden hacerme daño, pero no vencerme. No sabía que estaban al llegar. —Sacudió la cabeza mientras se sentaba en una silla junto a un hogar frío, frente al calor del día—. Mi propia complacencia me cegó a ellos. Pero no a ti. —Sonrió entonces, y fueron sus ojos brillantes—. No a ti, Kadra, Cazadora de Demonios. Te he estado esperando.

—¿Por qué?

—Me llamas señora, y una vez lo fui. Una vez fui una muchacha joven, de alcurnia, quien dejó que un bravo guerrero entrara a su corazón y le entregó su cuerpo para el amor. Él murió en la Batalla del Río que Canta.

»Fue una gran batalla contra los Bok y las tribus demoníacas que se les unieron. —Impresionada, Kadra inclinó su cabeza. Había sido criada escuchando historias de batallas y ésta era la más grande de todas—. Muchos, de todos los bandos, fueron destrozados. Muchos bravos guerreros perecieron, y también tres Cazadores. El número de Bok se redujo a la mitad, pero Clud escapó y desde entonces han aumentado su número para invadir nuestro mundo.

»Observé la batalla en mi fogata, y en el momento en que mi amado fue derribado, en ese momento de dolor, di a luz a una niña. Ella, que naciera para tomar la espada como su padre antes de ella. Ella, quien sería más que quienes le dieron ser. Tú eres ella. Tú eres mi sangre y carne y huesos. Yo soy quien te dio a luz. Yo soy tu madre.

Kadra retrocedió un paso. Donde hubo pena ahora había rabia.

—No tengo madre.

—Sabes que digo la verdad. Tienes suficiente visión como para poder ver.

Ella sintió la verdad como un ardor en el corazón, pero quería negarla.

—Los humanos que no son cazadores se quedan con sus vástagos. Los atienden y cuidan y los protegen incluso a riesgo de sus vidas.

—Así debe ser. —La voz de la mujer se quebró por el remordimiento—. No pude tenerte conmigo. Mi deber estaba aquí, custodiando las llaves, y el tuyo era tu entrenamiento. No podía darte el confort de una madre, el cuidado de una madre, o el orgullo de un padre. Separarme de ti fue para mí otra muerte.

—No necesito una madre —dijo Kadra sin emoción—. Ni un padre. Soy una cazadora.

—Sí. Ése es tu destino, y ni siquiera yo pude torcer la rueda de la vida para cambiar el rumbo. Así como no la puedo torcer de donde ahora debes ir, de lo que debes hacer.

—Debo cazar.

—Y lo harás. Nuestro mundo y otro mundo están en riesgo. No pude retenerte entonces —dijo—. No puedo retenerte ahora. Aunque nunca te he dejado que te fueras.

Kadra sacudió la cabeza. Estaba acostumbrada al dolor físico, pero no a este dolor dentro de su corazón.

—La que me dio a luz fue una guerrera, como lo soy yo. Ella murió bajo las garras de un demonio cuando yo era una niña.

—Tu madre adoptiva. Una buena y brava guerrera. A su lado, aprendiste lo que necesitabas aprender. Cuando ella te fue arrebatada, aprendiste aún más. Ahora, aprenderás el resto. Yo soy Rhee.

—Rhee. —Kadra, temeraria en la batalla, palideció—. Rhee es una leyenda, una hechicera de poder indecible. Ella está encerrada en una montaña de cristal hecha por ella misma, y se librará de la misma cuando el mundo la necesite.

—Historias y cuentos, con apenas algunas verdades. —Por primera vez, los labios de Rhee se curvaron en una encantadora y divertida sonrisa—. El verde de Tulle es mi hogar. No hay montañas de cristal. Tienes en ti mi magia, y eres tú quien debe liberarse. Hay una gran necesidad. En este mundo, y en el otro.

—¿Cuál otro? —replicó Kadra—. Éste es el mundo. El único mundo.

—Hay más, incontables más. El mundo del cual salieron los demonios. Mundos de fuego, mundos de hielo. Y un mundo no demasiado diferente a éste y, sin embargo, muy diferente. Sorak ha marchado a ese mundo, a través del portal abierto por la llave de cristal. Ha partido para saquear y matar, para acumular poder hasta volverse inmortal. Quiere tu sangre, quiere el poder que cree ganará haciéndote su compañera.

—No me tendrá, ni en este mundo ni en ninguno. Habría matado a su propio padre, llegado el momento, si yo no hubiera destruido a Clud antes de que él lo hiciera.

—Ves la verdad. Eso es visión.

—Eso es sentido común.

—Como quieras llamarlo —dijo Rhee haciendo un gesto en el aire con la mano—. Pero un rey no puede reinar sin derrotar a su enemiga más temida. O transformarla. Él no descansará hasta que te aniquile con la muerte o con un beso. Él atraviesa el portal para comenzar su propia cacería. Con cada muerte a manos de un demonio en aquel lugar, alguien morirá en éste. Ése es el equilibrio. Ése es el precio.

—Hablas en acertijos. Iré a buscar al curandero antes de salir de caza.

—Si te das media vuelta —le dijo Rhee a Kadra mientras ésta se ponía de pie—, si eliges el sendero equivocado, todo se habrá perdido. El mundo que tú conoces, el que tienes que conocer. Existe más de una llave. —Rhee respiró agitadamente al sentir crecer el dolor; tomó otra esfera transparente de los pliegues de su falda—. Y más de un espejo.

Ella hizo un gesto con su mano en dirección al hogar apagado. El fuego, brillante como oro, dio un salto en las frías sombras.

En él, Kadra vio otra selva. Color plata y negro. Montañas… No, estructuras de gran altura —no podían de modo alguno ser chozas—, ríos negros y blancos sin agua que los surcara. Sobre ellos, marchaban grandes ejércitos de gente. Sobre ellos, batallones de animales corriendo sobre cuatro patas redondas.

—¿Qué es ese lugar?

—Una gran villa. La llaman «ciudad». Un lugar donde la gente vive y trabaja, en donde comen y duermen. Donde viven y mueren. Ésta se llama Nueva York, y allí es en donde los encontrarás. A los demonios que debes detener y al hombre que te ayudará.

Aunque fascinada, y un poco atemorizada por las imágenes que veía entre las llamas, Kadra se sonrió, insolente.

—No necesito de un hombre para la batalla.

—Así te han enseñado —dijo Rhee con una sonrisa—. Tal vez necesitabas creer que no necesitabas a nadie, a ningún hombre, para convertirte en lo que te has convertido. Ahora deberás ser más. Para hacerlo, necesitarás a este hombre. Se llama Doyle. Harper Doyle.

—¿De qué le sirve un arpa a una guerrera[1]? —quiso saber Kadra—. Será un gran guerrero con su canto y sus relatos haciendo las veces de espada y escudos.

—Él es a quien necesitas. Sin él, fracasarás. Incluso con su ayuda, el riesgo es grande.

—¿Por qué tendría que creer nada de esto? Cualquier bruja podría conjurar imágenes en el fuego. Una mujer puede tejer una historia tan rápidamente como un lienzo.

—La piedra en la corona que indica tu abolengo, las de tu espada, yo te las di. Para que tuvieras fuerza, visión clara, valor, y por último, amor. Ellas fueron mis lágrimas cuando te entregué a tu destino. En mis ojos ves los tuyos. En tu corazón, ves la verdad. Ahora debemos prepararnos.

Kadra descansó su mano en el puño de su espada.

—Estoy preparada.

Con un hondo suspiro, Rhee se puso de pie. Se acercó a un armario de madera del que tomó una caja metálica.

—Toma esto. —Le ofreció una bolsa con piedras—. Donde tú vas —le explicó—, son de gran valor.

Kadra miró el interior de la bolsa con piedras brillantes.

—Entonces el lugar adonde voy es un sitio absurdo.

—En algunas cosas. En otras, es fantástico. —La expresión de Rhee era calma—. Tienes mucho para ver. Te entregaré el conocimiento que poseo, pero hay límites. Incluso para mí. —Extendió las manos, tomando las de Kadra antes de que ella pudiera retirarlas.

—El resto —dijo, y las lágrimas le surcaron las mejillas—, depende de ti, y del hombre llamado Doyle.

Un gran rugido, como el del agua cayendo desde los acantilados, llenó la cabeza de Kadra. En él estaban las palabras, cien mil palabras dichas en innumerables idiomas. Una presión, como una peña contra su corazón le agobió el pecho.

La luz era cegadora.

—Valor y fuerza ya tienes, mi niña. Úsalas en esta loca jornada. Pero ábrete a las visiones, al amor, antes de que sea demasiado tarde. Acércalas a ti y enfréntate a tu destino. Ojalá pudiera mantenerte a salvo a mi lado —murmuró, y sus labios depositaron un leve beso sobre los de Kadra—. Pero una vez más, debo dejarte ir.

El mundo giró y se arremolinó. El aire la absorbió, la sacudió, y luego la escupió con rudeza.