Capítulo 8
No faltaba el trabajo. El príncipe de Mrydon se encontró cuidando de las cabras y los pollos así como dando paladas al abono, transportando infinitos cubos de nieve hasta un fuego suave y conduciendo un carro de madera preciosa a una pila común.
El primer día que trabajó se cansó tan rápidamente que le tocó el orgullo. Durante el segundo día, los músculos que no había usado durante la convalecencia le dolían continuamente.
Pero las molestias tenían la ventaja de Deirdre frotándole por todas partes con uno de sus bálsamos. Y volvían el acto amoroso consecutivo feliz y resbaladizo.
En la cama ella era una bendición y allí no se veía ni rastro de su tristeza. Su risa, el sonido que deseaba oír, aparecía a menudo.
Había conocido a sus súbditos y estaba sorprendido e impresionado por su falta de amargura. Parecían más una familia, y aunque algunos eran perezosos y otros hoscos, trabajaban codo con codo ya que sabían, se dio cuenta, que la supervivencia de todos dependía de cada uno.
Ése, pensó él, era otro de los dones de Deirdre. Su pueblo mantenía la voluntad de seguir adelante, día tras día, porque su señora también lo hacía. No podía imaginar a sus propios soldados soportando las dificultades y el tedio con la mitad de coraje.
La siguió hasta el jardín. Aunque la tarea de plantar y el mantenimiento estaban divididos, como todas las tareas en el Castillo de la Rosa, sabía que a menudo ella elegía trabajar o pasear sola por allí.
A eso se dedicaba ahora, regando con cuidado sus plantas con nieve derretida.
—Vuestro rebaño de cabras se ha visto aumentado en una cabeza. —Miró hacia abajo, hacia su túnica manchada—. Es el primer parto de este tipo del que me he ocupado.
Deirdre se irguió y relajó la espalda.
—¿La cría y la madre están bien?
—Estupendamente.
—¿Por qué no se me llamó?
—No hizo falta. Permitidme. —Le cogió el cubo rebosante—. Vuestro pueblo trabaja duro, Deirdre, pero ninguno tan duro como su reina.
—Me encanta cuidar el jardín.
—Eso he visto. —Alzó la vista hasta la amplia bóveda que cubría el invernadero—. Un artilugio inteligente.
—Obra de mi abuelo. —Dado que él estaba regando, ella por su parte se arrodilló y empezó a recoger nabos—. Heredó el amor por la jardinería de su madre, me dijeron. Fue ella quien diseñó y plantó la rosaleda y también por ella me pusieron el nombre. Cuando mi abuelo era un hombre joven, viajó y estudió con ingenieros y científicos y aprendió mucho. Creo que era un gran hombre.
—He oído hablar de él, pero pensé que todo era una leyenda. —Kylar miró hacia atrás para observarla mientras ponía los nabos en un saco—. Se dice que era un brujo.
Sus labios se fruncieron levemente.
—Quizá. La magia puede transmitirse por la sangre. No lo sé. Lo que sí sé es que acumuló muchos de los libros de la biblioteca, y construyó la cúpula de este invernadero para su madre cuando era muy anciana. Aquí podía empezar a sembrar antes de la época de la siembra y cultivar las flores que amaba, incluso en invierno. Le tiene que haber proporcionado mucho placer trabajar aquí cuando sus rosas y otras plantas dormían a causa del invierno.
Se sentó sobre los talones, miró hacia las hileras y más allá, hacia las margaritas tristes y esbeltas que valoraba como rubíes.
—Me pregunto si de alguna manera supo que este regalo para su madre salvaría algún día a su pueblo de morir de hambre.
—Os queda poca leña.
—Sí. Los hombres cortarán otro árbol dentro de unos días.
Siempre le dolía dar órdenes para ello, porque cada árbol cortado significaba que quedaba uno menos. Aunque el bosque era espeso y grande, sin crecimiento algún día no habría ninguno.
—Deirdre, ¿cuánto tiempo podéis continuar así?
—Tanto como tengamos que hacerlo.
—No es suficiente.
Una ira que había crecido en su interior sin que fuera consciente de ella estalló. Echó el cubo a un lado y le agarró las manos.
Había estado esperando esto. Había sabido que la tormenta llegaría pese a la felicidad y la dulzura, llegaría implacable a medida que el tiempo se agotara. Estaba curado y curado, un príncipe guerrero, no podía tolerar la monotonía.
—Es suficiente —dijo Deirdre con calma— porque es lo que tenemos.
—¿Por cuánto tiempo más? —preguntó—. ¿Diez años? ¿Cincuenta?
—Por el tiempo que dure.
Aunque ella intentó desasirse, él volteó sus manos.
—Trabajáis con las manos desnudas y acarreáis cubos como una lechera.
—¿Debería sentarme en mi trono con las manos suaves y los brazos cruzados y dejar que mi pueblo trabaje?
—Hay otras opciones.
—No para mí.
—Venid conmigo. —Le agarró los brazos, fuerte y firmemente, como si sujetara su propia vida.
Oh, soñaba con ello en lo más secreto de su corazón. Huir con él, volar a través del bosque y más allá; ir hacia el sol, la hierba y las flores.
Hacia el verano.
—No puedo. Sabéis que no puedo.
—Encontraremos la forma de salir. Cuando estemos en casa, juntaré hombres, caballos, provisiones. Volveré a por vuestro pueblo. Os lo juro.
—Encontraréis el camino de salida. —Posó las manos sobre el pecho de él, sobre el tronar de su corazón—. Lo creo así, si no lo creyera os habría encadenado antes que dejaros marchar para no poner en riesgo vuestra vida. Pero el camino de regreso… —Sacudió la cabeza, se apartó de él en cuanto aflojó las manos.
—No creéis que vaya a volver.
Cerró los ojos porque no lo creía, no del todo. ¿Cómo podía darle la espalda al sol y arriesgar todo para viajar de nuevo aquí en pos de aquello que sólo había conocido por unas cuantas semanas?
—Incluso aunque lo intentarais, no existe la certeza de que nos encontrarais de nuevo. Vuestra venida fue un milagro y vuestra vuelta a casa a salvo será otro. Esperar un tercer milagro es demasiado.
Se levantó.
—No pediré que me deis vuestra vida, ni tampoco la aceptaré. Mandaré un hombre con vos, el mejor de ellos, el más fuerte, si lo tomáis. Si le dais buenos caballos y provisiones y si los dioses le muestran el camino de vuelta de nuevo, mandaré otros.
—Pero vos no os iréis.
—Mi destino es quedarme, del mismo modo que el vuestro es iros. —Se dio la vuelta y aunque las lágrimas le atenazaron la garganta, tenía los ojos secos—. Se ha dicho que si me voy de aquí mientras el invierno reina en este lugar, el Castillo de la Rosa desaparecerá de la vista, y que todo lo que contiene quedará atrapado por toda la eternidad.
—Eso es una tontería.
—¿Podéis decir eso? —Hizo un gesto hacia el cielo blanco sobre la cúpula del invernadero—. ¿Podéis estar seguro de ello? Soy la reina de este mundo y soy una prisionera.
—Entonces ordenadme que me quede. Sólo tenéis que pedirlo.
—No lo haré. Y vos no podéis quedaros. Primero, estáis destinado a ser rey; es vuestro destino y en vuestra mente y vuestro corazón he visto la corona que llevaréis. Además, vuestra familia os lloraría y vuestro pueblo haría duelo por vos. Con esto sobre vuestra conciencia, el don que encontramos juntos sería domesticado por siempre. Algún día os iríais, en cualquier caso.
—Qué poca fe en mí tenéis. Os pregunto lo siguiente: ¿me amáis?
Los ojos se inundaron y brillaron, pero las lágrimas no cayeron.
—Siento afecto por vos. Habéis traído luz a mi interior.
—Afecto es una palabra insuficiente. ¿Me amáis?
—Mi corazón está helado. No tengo amor para dar.
—Ésa es la primera mentira que me habéis contado. Os he visto acunar a un niño inquieto en vuestros brazos y arriesgar vuestra vida para salvar a un muchachito.
—Ésa es una cuestión diferente.
—He estado dentro de vos. —Una oleada de furia frustrada recorrió su cara—. He visto vuestros ojos mientras os abríais a mí.
Ella empezó a temblar.
—La pasión no es amor. Seguramente mi padre tenía pasión por mi madre y por su hermana. Pero no sintió amor por ninguna. Os tengo afecto y os deseo. Eso es todo lo que tengo para dar. El regalo de un corazón, de una mujer a un hombre, me ha condenado.
—¿Así que porque vuestro padre era casquivano, vuestra madre necia y vuestra tía vengativa, os cerráis al único calor verdadero que hay?
—No puedo dar lo que no tengo.
—Entonces tomad esto, Deirdre del Mar del Hielo. Os amo y nunca amaré a otra. Mañana me voy. Os lo pido de nuevo, venid conmigo.
—No puedo, no puedo —repitió, cogiéndole el brazo—. Os lo ruego, nuestro tiempo es tan corto…, no tengamos esta frialdad entre nosotros. Os he dado más de lo que nunca he dado a un hombre. Os juro que nunca habrá otro. Dejad que sea suficiente.
—No es suficiente. Si amarais, lo sabríais. —Con una mano agarró la empuñadura de la espada como si fuera a sacarla y a luchar contra lo que se interponía entre ellos. En lugar de ello, se alejó de ella y antes de marcharse dijo—. Vos sois vuestra propia prisión, mi señora.
Una vez sola, Deirdre estuvo a punto de caer de rodillas. Pero la desesperación, pensó, no resolvería más que la espada brillante de Kylar. Así pues, cogió el cubo.
—¿Por qué no se lo habéis dicho?
Deirdre dio un respingo y estuvo a punto de derramar el agua del cubo.
—No tienes derecho a escuchar conversaciones privadas, Orna.
Ignorando el tono duro, Orna se acercó a sopesar el saco de nabos.
—¿No tiene derecho a saber qué es lo que puede romper la maldición?
—No —dijo con fiereza—. Sus elecciones y acciones deben ser las que él decida. Deben partir de él. No estará influido por un sentido del honor porque su honor corre por él como su sangre. No soy una damisela que necesita que un hombre la rescate.
—Sois una mujer que es amada por un hombre.
—Los hombres aman a muchas mujeres.
—¡Por el amor de Dios, niña! ¿Dejaréis que vuestros padres arruinen vuestra vida?
—¿Debería darle mi corazón, tomar el suyo y arriesgarme a sacrificar a todos los que dependen de mí?
—No tiene por qué ser así. La maldición…
—No conozco el amor. —Cuando se dio la vuelta, su cara estaba roja de ira—. ¿Cómo puedo confiar en lo que no conozco? La que me llevó en el vientre no supo amarme. El que me engendró ni siquiera me miró a la cara. Conozco el deber y la ternura que siento por ti y por mi pueblo. Conozco la alegría y la tristeza. Y conozco el miedo.
—Es el miedo lo que os aprisiona.
—¿No tengo derecho a tener miedo —preguntó Deirdre—, cuando tengo vidas en mis manos día y noche? No puedo irme de aquí.
—No, no podéis iros de aquí. —La verdad innegable de aquella afirmación le partió el corazón a Orna—. Pero podéis amar.
—Y amando me arriesgo a atraparlo aquí, en este sitio frío. Sería un cruel pago por lo que me ha dado. No, se marchará por la mañana y lo que tenga que ser será.
—¿Y si estáis embarazada?
—Rezo para estarlo, porque es mi obligación. —Sus hombros descendieron—. Temo estarlo, porque de ser así habré recluido a este niño, nuestro niño, aquí. —Puso una mano sobre su vientre—. Soñé con un niño, Orna, mamando de mi pecho y mirándome con los ojos de mi amante, y lo que se movía dentro de mí era tan poderoso y tan fuerte… La mujer que soy escaparía a caballo con él para salvar lo que crece dentro de mí pero la reina no puede. No hablarás de esto con él, ni con nadie.
—No, mi señora.
Deirdre asintió con la cabeza.
—Mándame a Dilys y ocúpate de preparar provisiones para dos hombres. Tendrán un viaje largo y difícil. Esperaré a Dilys en la sala.
Puso el cubo a un lado y se alejó caminando a buen paso.
Antes de entrar, Orna atravesó rápidamente la arcada y llegó hasta el jardín de rosas.
Cuando vio que la hoja pequeña que había visto formarse a partir de un único brote verde se estaba marchitando, lloró.