Capítulo 2

Tenía la sensación de estar flotando. Hubo ocasiones en las que creyó estar de nuevo en la batalla, gritándoles órdenes a sus hombres mientras su caballo daba vueltas debajo de él y su espada se clavaba en aquellos que habían osado invadir sus tierras.

Después volvía al extraño y helado bosque, tan frío que temía que quebrara sus huesos. Más tarde el frío se transformó en fuego, y la parte de él que aún permanecía cuerda suplicaba morir.

Pero entonces algo frío y dulce se deslizó por su garganta y de alguna forma se volvió a dormir.

Soñó que estaba en casa, deslizándose hacia la mañana con una mujer voluntariosa en su cama: suave, tibia, y que olía a rosas de verano.

Le pareció haber oído música, un arpa que acompañaba a una voz baja y suave, tejiendo palabras bellas con notas valientes.

A veces veía un rostro: ojos verde musgo sobre una boca ancha y preciosa y después pelo del color de la miel densa y oscura que caía a ambos lados de un rostro al mismo tiempo insoportablemente bello e insoportablemente triste. Cada vez que el dolor, el calor o el frío se volvieran intolerables, aquella cara y aquellos ojos estarían allí.

Una vez soñó que ella le llamaba por su nombre, con una voz imperativa. Y aquellos ojos estaban oscuros y llenos de dolor y poder. Sintió su pelo sedoso derramándosele sobre el pecho y se durmió una vez más, profunda, pacíficamente, rodeado por su perfume.

Se despertó otra vez ante ese perfume, y se entregó a él como un hombre puede entregarse a una corriente fresca en un día cálido. Sobre la cabeza había un dosel de terciopelo de un color púrpura intenso. Lo miró mientras trataba de aclarar su mente y un pensamiento renació: aquello no era su hogar, y después otro: estaba vivo.

Era por la mañana, decidió. La luz a través de las ventanas era tenue y apagada, así que debía haber amanecido no hacía mucho. Trató de incorporarse, y el movimiento le provocó una punzada en el costado. Cuando exhaló un quejido sordo, la vio.

—Con cuidado. —Deirdre deslizó una mano detrás de su cabeza para izarla suavemente mientras acercaba una copa a sus labios—. Bebed.

No le había dejado otra alternativa más que tragar antes de que pudiera llevar su mano junto a la de ella y apartar suavemente la copa.

—¿Qué…? —Su voz sonaba oxidada, como si estuviera arañando su garganta—. ¿Qué lugar es éste?

—Bebed vuestro caldo, Príncipe Kylar. Estáis muy débil.

Hubiera protestado, pero para su frustración estaba tan débil como decía, al contrario que ella que tenía unas manos fuertes, endurecidas por el trabajo. La estudió mientras le hacía beber el resto del caldo.

Aquel pelo de color miel caía recto como la lluvia hasta la cintura de un vestido gris sencillo. No llevaba joyas ni cintas y a pesar de ello conseguía mostrarse bella y maravillosamente femenina.

Una doncella con alguna habilidad para curar, supuso. Encontraría la forma de compensarle, a ella y a su señor.

—¿Cómo te llamas, preciosa?

Extrañas criaturas realmente, pensó mientras arqueaba una ceja. Hasta en el momento de volver en sí un hombre trataría de cortejar a cualquier ser que se le pusiera por delante.

—Soy Deirdre.

—Te estoy agradecido, Deirdre. ¿Me ayudarías a levantarme?

—No, mi señor. Mañana, quizá. —Dejó la copa a un lado—. Pero podéis incorporaros en la cama mientras curo vuestra herida.

—Soñé contigo. —Débil, sí, pensó él, pero se estaba sintiendo considerablemente mejor. Lo bastante bien para poner la energía suficiente en coquetear con una bella doncella—. ¿Cantaste para mí?

—Canté para pasar el rato. Habéis estado aquí tres días.

—Tres… —Apretó los dientes mientras ella le ayudaba a sentarse—. No lo recuerdo.

—Es normal. Ahora no os mováis.

Frunció el ceño hacia el rostro inclinado de ella mientras quitaba su vendaje. A pesar de ser un hombre generoso por naturaleza, no estaba acostumbrado a recibir órdenes. No de doncellas, ciertamente.

—Me gustaría darle las gracias a tu señor por su hospitalidad.

—En este lugar no hay señor. Está curando bien —murmuró, y probó suavemente con sus dedos—. Y está frío. Tenéis una bonita cicatriz más que añadir a vuestra colección. —Con habilidad y rapidez extendió un bálsamo sobre la zona—. Todavía hay dolor, lo sé. Pero si podéis tolerar el dolor por el momento, prefiero no daros ninguna bebida sedante.

—Aparentemente he dormido lo suficiente.

Empezó a vendarle de nuevo, su cuerpo acercándose al de él según envolvía la herida. Qué preciosidad, se dijo a sí mismo, aliviado de estar lo bastante bien para sentir una punzada de interés. Pasó suavemente la mano por su pelo, mientras ella trabajaba, y enroscó un mechón alrededor de los dedos.

—Nunca tuve un médico más bello.

—Guarde sus fuerzas, mi señor —su voz era fría y desdeñosa, y le hizo fruncir el ceño de nuevo—. No dejaré que mi trabajo se eche a perder por vuestra sed de arrumacos.

Retrocedió y le miró con calma.

—Pero si tenéis tanta energía, podéis tomar más caldo y un poco de pan.

—Preferiría carne.

—Estoy segura, pero no la tendréis. ¿Leéis, Kylar de Mrydon?

—Sí, por supuesto… Me llamas por mi nombre —dijo con cautela—, ¿cómo lo has sabido?

Recordó el momento en el que se sumergió en su mente. Lo que había visto y lo que había sentido. Ninguno de los dos, estaba segura, estaba preparado para discutir aquello.

—Me dijisteis muchas cosas durante la fiebre —dijo ella. Y aquello se acercaba mucho a la verdad—. Veré si hay libros para vos. Guardar cama resulta tedioso, pero leer os ayudará.

Cogió la copa vacía del caldo y empezó a atravesar la habitación en dirección a la puerta.

—Espera. ¿Qué sitio es éste?

Se dio la vuelta.

—Es el Castillo de la Rosa, en la isla de Invierno en el Mar de Hielo.

El corazón dejó de latirle en el pecho, pero siguió mirándole a los ojos.

—Eso es un cuento de hadas. Un mito.

—Es tan real como la vida, y como la muerte. Vos, mi señor Kylar, sois el primero en recorrer este camino en más de veinte años. Cuando estéis descansado y repuesto, discutiremos cómo llegasteis aquí.

—Esperad. —Levantó una mano mientras ella abría la maciza puerta tallada—. Vos no sois una sirvienta.

Se preguntaba cómo podía haberla confundido con una de ellas. Ni el traje sencillo, la falta de joyas ni el pelo sin cubrir le restaban valor a su porte o a su buena crianza.

—Sirvo —contradijo ella—, lo he hecho toda mi vida. Soy Deirdre, reina del Mar de Hielo.

Cuando cerró la puerta tras de sí, él seguía mirando. Había oído hablar del Castillo de la Rosa y de su leyenda, de niño. El palacio que se alzaba en una isla en lo que una vez había sido un lago tranquilo y hermoso, rodeado por bosques frondosos y campos fértiles. La traición, la envidia, la venganza y la brujería lo habían condenado a un invierno eterno.

Había algo sobre una rosa atrapada en una columna de hielo. No recordaba bien cómo continuaba aquello.

Aquellas cosas eran una tontería, por supuesto. Historias entretenidas para contárselas a un niño antes de dormir.

Y sin embargo…, sin embargo él había viajado a través de ese mundo de frío blanco y glacial. Había luchado y ganado una batalla, en pleno verano, y de algún modo había tornado perdido en invierno.

Porque él en su delirio había viajado muy hacia el norte. Quizás hasta las Montañas Perdidas o incluso más allá de ellas, donde las tribus salvajes cazaban osos blancos gigantes y los dragones aún acechaban en las cuevas.

Había hablado con hombres que aseguraban haber estado allí, que hablaban de agua de un color azul oscuro, llena de islas de hielo y de guerreros tan altos como árboles.

Pero nadie había hablado nunca de un castillo.

¿Qué parte había imaginado, o soñado? Determinado a ver por él mismo, retiró las mantas. El sudor le cubrió la piel, y sus músculos temblaron y le horrorizó —haciendo mella en su orgullo— que la sencilla tarea de cambiar de postura para sentarse en el borde de la cama hubiera agotado sus fuerzas. Se quedó sentado un buen rato para recuperarse.

Cuando consiguió ponerse de pie, su visión formaba ondas como si estuviera viendo a través del agua. Sintió que las rodillas se le iban a doblar, pero consiguió agarrar el poste de la cama y quedarse de pie.

Mientras esperaba a ganar estabilidad, estudió la habitación. Estaba amueblada con sencillez, observó. Con gusto, ciertamente, incluso elegante a su manera si uno no lo miraba desde lo bastante cerca para observar que las telas estaban algo raídas. Aun así, los cofres y las sillas brillaban por el barniz. Aunque la alfombra se había decolorado con el tiempo, su acabado era magnífico. Los candelabros proyectaban un brillo plateado y el fuego ardía silenciosamente en un corazón tallado en lapislázuli.

Con el crujir de huesos y el cuidado de un abuelo atravesó la habitación hasta la ventana.

A través de ella, hasta donde le llegaba la vista, el mundo era blanco. El sol era una bruma apagada contra la cortina blanca que colgaba del cielo, pero conseguía impregnar levemente el hielo que rodeaba el castillo. En la distancia vio las sombras de un bosque, fragmentos negros y blancos cubiertos por la nieve. Hacia el norte, muy hacia el norte, se erguían unas montañas. Blanco sobre un fondo blanco.

Más cerca, a los pies del castillo, la nieve se extendía en forma de sábanas y mantas. No veía movimiento, ni huellas. Ni vida.

¿Estaban solos aquí —se preguntó— él y la mujer que se llamaba a sí misma reina?

Entonces la vio, un destello majestuoso de rojo sobre el blanco. Andaba con pasos largos y rápidos como lo haría una mujer que se apresurase para ir al mercado, pensó. Al darse cuenta de que él estaba allí, se detuvo, se giró y alzó la vista hacia la ventana.

No podía ver su expresión con claridad, pero la forma en que su mejilla formó un ángulo le dijo que estaba disgustada con él. Después, se volvió a dar la vuelta. Su capa de color fuego ondeaba mientras seguía atravesando aquel mar blanco en dirección al bosque.

Quería seguirla; pedirle respuestas, explicaciones. Pero apenas era capaz de volver a la cama antes de derrumbarse. Temblando por el esfuerzo, se sepultó de nuevo bajo las sábanas y durmió el día entero.

—Mi señora, ha pedido veros otra vez.

Deirdre continuaba trabajando en la tierra preciosa bajo la amplia cúpula. Le dolía la espalda, pero no le importaba. Allí, en lo que ella llamaba su jardín, cultivaba hierbas y vegetales y unas pocas flores preciosas en la falsa primavera generada por el sol a través del cristal.

—No tengo tiempo para él, Orna. —Cavó una zanja. Era un ciclo continuo, rellenar, cuidar, cosechar. El jardín era vida para su mundo. Y uno de sus pocos placeres verdaderos—. Entre tú y Cordelia está bien atendido.

Orna frunció los labios. Había cuidado a Deirdre desde bebé, había sido su tutora, la había cuidado y desde la muerte de la reina Fiona había hecho las veces de madre hasta donde pudo. Era una de las pocas personas del Castillo de la Rosa que osaba cuestionar a la joven reina.

—Hace tres días que se despertó. Está inquieto.

Deirdre se puso derecha y apoyó su peso en la azada.

—¿Tiene dolores?

El rostro de Orna, ajado por los elementos, se arrugó en un gesto que quizá fuera de impaciencia.

—Dice que no, pero es un hombre después de todo. Tiene dolores. A pesar de ello, y de su debilidad, no podrá ser mantenido en su habitación mucho más. El hombre es un príncipe, mi señora, y está acostumbrado a ser obedecido.

—Yo gobierno aquí. —Deirdre barrió con la vista su jardín. Ya habían crecido las primeras plantas. No podía tener plantas exuberantes, pero sí las necesarias. Mientras miraba sus esbeltas margaritas, sedientas de sol, pensó que incluso podía permitirse algún capricho ocasional—. Uno de los muchachos de la cocina debería coger repollos para la cena —empezó a decir— y haz que el cocinero elija dos gallinas. Nuestro invitado necesita carne.

—¿Por qué os negáis a verle?

—No me niego. —Molesta, Deirdre regresó a su trabajo. Estaba evitando el siguiente encuentro y lo sabía. Algo había entrado en ella durante la curación, algo que ella no era capaz de identificar y que la había dejado incómoda y confusa.

—Me quedé con él tres días y tres noches —le recordó a Orna— y eso me ha retrasado con mis tareas.

—Es muy guapo.

—También lo es su caballo —dijo Deirdre con suavidad— y el caballo me interesa más.

—Y fuerte —siguió diciendo Orna, mientras se acercaba a ella—. Un príncipe que viene de fuera de nuestro mundo. Podría ser él.

—Ese «él» no existe. —Deirdre sacudió la cabeza. La esperanza no pone leña en el fuego ni comida en el caldero y por tanto, ante todo, era un lujo que ella difícilmente podía permitirse—. No quiero un hombre, Orna. No dependeré de nadie sino de mí misma. Precisamente lo que provocó la maldición fue la locura de una mujer, las necesidades de otra mujer y el engaño de un hombre.

—El orgullo de una mujer tanto como la locura. —Orna extendió una mano sobre el palo de la azada—. ¿Dejaréis que los vuestros os impidan correr el riesgo de ser libre?

—Miraré por mi pueblo. Cuando llegue el momento yaceré con un hombre hasta concebir. Fabricaré al próximo rey y formaré al niño como yo fui formada.

—Amad al niño —murmuró Orna.

—Mi corazón es tan frío. —Dreirdre cerró los ojos, cansada—. Temo que no haya amor en mí. Cómo puedo dar lo que no tengo.

—Estás equivocada. —Orna tocó suavemente su mejilla—. Tu corazón no es frío. Está sólo atrapado, como la rosa está atrapada en el hielo.

—¿Debería liberarla, Orna, para que lo pudieran romper como rompieron el de mi madre? —Sacudió la cabeza—. Eso no soluciona nada. Hay que poner comida en la mesa y recoger leña. Vete ahora y dile a nuestro huésped que le visitaré en sus aposentos cuando llegue el momento adecuado.

—Éste parece un momento muy adecuado —diciendo esto, Kylar entró en la cúpula.