Capítulo 9
Ni siquiera el orgullo le impediría acercarse a él. Cuando el tiempo era tan escaso, en su mundo no había espacio para el orgullo. Le llevaba regalos que esperaba que aceptara. Y se traía a sí misma.
—Kylar. —Esperó en la puerta de su habitación hasta que él se dio la vuelta desde la ventana donde había estado mirando hacia fuera, hacia la noche oscura. Tan guapo, pensó, su príncipe oscuro—. ¿Hablaríais conmigo?
—Estoy intentando comprenderos.
El mero hecho de que lo intentara aligeró su corazón.
—Ojalá pudierais. —Avanzó y dejó lo que llevaba consigo sobre el arcón cerca de la cama—. Os he traído una capa, ya que la vuestra estaba estropeada. Era de mi abuelo y con su forro de piel es más caliente que la que teníais y además, es apropiada para un príncipe. Y este broche que era suyo. ¿Lo aceptaréis?
Se acercó a ella, cogió el broche de oro con su rosa grabada.
—¿Por qué me lo dais?
—Porque es un tesoro para mí. —Levantó una mano, la cerró sobre la suya, que sostenía el broche—. Pensáis que no atesoro lo que me habéis dado, lo que habéis sido para mí. No puedo dejaros marchar pensando eso. No puedo soportar la idea de que partáis con enfado y palabras duras entre nosotros.
Había una tormenta en sus ojos cuando se encontraron con los de ella.
—Podría llevaros por la fuerza y nadie podría pararme.
—No os lo permitiría yo, ni tampoco mi pueblo.
Se acercó más a ella, y rodeó su garganta con la mano con la fuerza suficiente para que el pulso contra su mano golpeara con miedo.
—Nadie podría pararme. —La mano libre agarró la de ella antes de que pudiera sacar la daga—. Ni siquiera vos.
—Nunca os lo perdonaría. Ni yacería con vos voluntariamente nunca más. El enfado os lleva a pensar en el uso de la fuerza como una respuesta. Vos sabéis que no lo es.
—¿Cómo podéis estar tan tranquila y tan segura, Deirdre?
—No estoy segura de nada y tampoco estoy tranquila. Quiero ir con vos. Quiero correr y no mirar nunca hacia atrás y vivir con vos bajo la luz del sol. Oler por una vez la hierba, respirar el verano, una vez… —dijo con un fuerte susurro—. ¿Pero en qué me convertiría eso?
—En mi mujer.
La mano de ella tembló bajo la suya, pero después se quedó quieta y la sacó.
—Me honráis, pero nunca me casaré.
—¿A causa de quienes os trajeron al mundo y de cómo fuisteis engendrada? —La agarró por los hombros para que sus miradas coincidieran—. ¿Podéis ser tan sabia, tan cálida, Deirdre, y al mismo tiempo tan fría y tan inflexible?
—Nunca me casaré porque mi creencia más sagrada es no hacer daño. Si tomara un esposo, él sería el rey. Compartiría el bienestar de todo mi pueblo con él. Ésa es una pesada carga.
—¿Pensáis que la eludiría?
—No, no lo pienso. He estado dentro de vuestra mente y vuestro corazón. Mantenéis vuestras promesas, Kylar, incluso si os hacen daño.
—¿Así que para salvarme me despreciáis?
—¿Despreciaros? He yacido junto a vos. He compartido con vos mi cuerpo y mi mente, como nunca los había compartido con nadie y como nunca los volveré a compartir con nadie en toda mi vida. Si acepto vuestro voto y os retengo aquí, si mantenéis vuestra promesa y os quedáis, ¿cuántos se verán perjudicados? ¿Qué destinos alteraríamos si no ocupáis vuestro puesto como rey en vuestra propia tierra? Si me fuera con vos, mi pueblo perdería la esperanza. No tendría nadie a quien mirar como guía, ni a nadie para curarles. No hay nadie aquí que pueda ocupar mi lugar.
Pensó en el niño que sabía que crecía en su interior.
—Acepto que debéis partir, y os respeto por ello —dijo—. ¿Por qué no podéis aceptar que tengo que quedarme?
—Sólo veis blanco o negro.
—Sólo conozco el blanco y el negro. —Su voz se volvió desesperada en ese momento, con un tono de súplica que nunca le había oído—. Mi vida, toda ella, ha transcurrido aquí. Y sólo me inculcaron un propósito: conservar a mi pueblo vivo y bien. Lo he hecho lo mejor que puedo.
—Nadie podría haberlo hecho mejor.
—Pero no ha terminado. ¿Queréis comprenderme? —Caminó hasta la ventana, cerró los postigos sobre los cristales negros para sellar la oscuridad y el frío—. Cuando era una niña, mi madre me entregó a Orna. No recuerdo los brazos de mi madre rodeándome. Era amable, pero no podía quererme. Tengo los ojos de mi padre, y mirarme le producía dolor. Yo sentía aquel dolor. —Apretó las manos contra el corazón—. Lo sentí dentro de mí: el dolor y el deseo y la desesperación. Así que me cerré frente a ello. ¿Acaso no tenía derecho?
Ya no había lugar para el enfado en él.
—Ella no tenía derecho a daros de lado.
—Me dio de lado, y eso no se puede cambiar. Me cuidaron bien, me enseñaron; y tuve deberes y compañeros de juego. Y una vez, cuando era muy pequeña incluso tuve perros, que fueron muriendo, uno a uno. Cuando el último…, que se llamaba Griffen, un nombre tonto para un perro, supongo. Griffen era muy viejo y no lo pude curar. Cuando murió, algo se rompió dentro de mí. También es una tontería, ¿no?, que te destroce la muerte de un perro.
—No. Vos lo queríais.
—Claro. —Se sentó, con un suspiro de cansancio—. Cuánto cariño le tuve a aquel viejo sabueso. Y cuánta furia me entró cuando lo perdí. Estaba loca de pena y traté de destruir la rosa de hielo. Pensé que si podía cortarla, rajarla en pedazos, todo esto terminaría. De alguna manera terminaría, porque incluso la muerte no podía ser tan inhóspita. Pero una espada no es nada contra la magia. Mi madre me mandó a buscar y me dijo que habría pérdidas y que tenía que aceptarlo, añadió que tenía obligaciones y que la más vital era cuidar de mi pueblo, que debía poner su bienestar por encima del mío. Tenía razón.
—Como reina —concedió Kylar—. Pero no como madre.
—¿Cómo podía dar lo que no tenía? Ahora me doy cuenta de que con su vínculo con los animales tuvo que sentir un gran dolor por la pérdida de Griffen, un dolor como el que yo sentí. En realidad mi madre era el propio dolor. La vi anhelar y languidecer por el hombre que le había arruinado la vida. Lloró por él incluso cuando estaba muriendo. Su engaño y su egoísmo le robaron el color y el calor a su vida y la condenaron a ella y a su pueblo a un invierno eterno. De forma que murió amándole, y juré que nada ni nadie mandaría nunca en mi corazón, que está atrapado dentro de mí, tan congelado como la rosa en la torre de hielo más allá de esta ventana. Si mi corazón fuera libre, Kylar, os lo daría.
—Os habéis confinado vos misma. No es una espada lo que cortará el hielo, sino el amor.
—Todo cuanto tengo es vuestro; ojalá fuera más. Si no fuera reina, me iría con vos por la mañana. Confiaría en vos para que me llevarais al otro lado o moriría luchando por llegar allí con vos. Pero no puedo ir y vos no os podéis quedar. Kylar, he visto la cara de vuestra madre.
—¿Mi madre?
—En vuestra mente y en vuestro corazón, cuando os curé. Hubiera dado cualquier cosa, cualquiera, para ver el mismo amor y orgullo por mí en los ojos de la que me llevó en su vientre. No podéis dejar que llore a un hijo que todavía vive.
Sintió una punzada de culpa.
—Me querría feliz.
—Creo que es cierto. Pero si os quedáis nunca sabrá qué fue de vos. Sea lo que sea lo que queréis para vos, tenéis demasiado en vuestro interior para dejarla sin que lo sepa. Y demasiado sentido del honor para dar de lado vuestras obligaciones con vuestra familia y vuestra tierra.
Sus puños se cerraron con fuerza. Le había acorralado con la habilidad de un soldado.
—¿Todo es cuestión de obligación?
—Hemos nacido para lo que hemos nacido, Kylar. Ni vos ni yo podríamos vivir bien si dejáramos a un lado nuestros deberes.
—Preferiría enfrentarme a una batalla sin espada y sin armadura a dejaros.
—Nos han dado estas semanas. Si os pido una noche más, ¿me rechazaréis?
—No. —Cogió su mano—. No os rechazaré.
La amó con ternura y después con furia. Y por fin, cuando el amanecer empezó a vibrar, la amó con desesperación. Una vez que la noche terminó, no se aferró a él ni tampoco lloró. Una parte de él deseó que hubiera hecho ambas cosas, pero la mujer que amaba era fuerte y le ayudó a prepararse para su viaje sin lágrimas.
—Hay provisiones para dos semanas. —Rezó para que fuera suficiente—. Coged lo que necesitéis del bosque. —Mientras ajustaba la silla sobre el caballo, Deirdre deslizó una mano bajo la capa, y la puso en su costado.
Él se aparto.
—No. —Más de una vez durante la noche, ella había tratado de explorar la cicatriz—. Si tengo dolor, es mío. No dejaré que sea vuestro; otra vez no.
—Sois obstinado.
—Me inclino ante vos, mi señora, reina de la voluntad férrea.
Ella consiguió sonreír y puso una mano sobre el brazo del hombre que había elegido para guiar a su príncipe.
—Dilys, ahora eres el caballero del Príncipe Kylar.
Era joven, alto como un castillo y ancho de hombros.
—Mi señora, yo soy el caballero de la reina.
Esta vez le tocó la cara. Habían crecido juntos, y de niños incluso habían compartido juegos.
—Vuestra reina pide que prometáis lealtad, fidelidad e incluso vuestra vida al Príncipe Kylar.
Se arrodilló sobre la nieve profunda y cuajada.
—Si ése es vuestro deseo, mi reina, lo prometo.
Se quitó un anillo del dedo y lo apretó contra la mano de él.
—Vive. —Se inclinó para besarle en las mejillas—. Y si no puedes regresar…
—Mi señora.
—Si no puedes —prosiguió, levantando su cabeza para que sus miradas se encontraran—, sabes que tienes mi bendición y que te deseo toda la felicidad. Mantén a salvo al príncipe —susurró—. No le dejes hasta que esté a salvo. Ésta es la última cosa que voy a pedirte jamás. —Retrocedió—. Kylar, príncipe de Mrydon, os deseamos un viaje seguro.
Cogió la mano que ella ofrecía.
—Deirdre, reina del Mar del Hielo, gracias por vuestra hospitalidad, y mis buenos deseos para vos y para vuestro pueblo. —Pero no soltaba su mano. En lugar de ello, cogió uno de sus anillos y lo deslizó en el dedo de ella—. Os juro la fidelidad de mi corazón.
—Kylar…
—Os juro mi vida. —Y antes de que el pueblo se juntara en el patio, la atrajo a sus brazos y la besó, larga y profundamente—. Pedidme ahora algo, lo que sea.
—Os pediré lo siguiente. Cuando estéis de nuevo a salvo, cuando encontréis el verano, coged la primera rosa que veáis y pensad en mí. Lo sabré y estaré satisfecha.
Ni siquiera ahora, pensó él, le pediría que regresara a por ella. Tocó el broche prendido en su capa.
—Cada rosa que veo sois vos. —Se subió al caballo—. Volveré.
Espoleó el caballo hacia la arquería con Dilys corriendo a su lado. La muchedumbre se agolpaba detrás de ellos, gritando y lanzando vivas. Incapaz de resistirse, Deirdre subió a la almena, permaneció de pie bajo el lento caer de la nieve mientras le veía alejarse a caballo. Los cascos de su montura resonaban sobre el hielo y su capa negra se agitaba en el viento gélido. Entonces hizo girar al caballo y se alzó.
—Volveré —gritó.
Cuando su voz llegó como un eco hasta ella e incluso más allá, casi lo creyó. Se mantuvo de pie, la capa roja recta, hasta que él desapareció en el bosque.
Sola, con las piernas temblorosas, bajó hasta el jardín de rosas. Le ardía el pecho y sentía un dolor en lo más profundo del vientre. Cuando la vista se puso borrosa, se paró para recuperar el aliento. Con una especie de tonta sorpresa alargó la mano para tocarse las mejillas y las encontró húmedas.
Lágrimas, pensó. Después de tantos años. El ardor dentro de su pecho se convirtió en palpitaciones. Así que cerró los ojos y se tropezó hacia delante. Así que la cámara helada que atrapaba su corazón podía derretirse después de todo. Y, al derretirse, producir lágrimas.
Producir un dolor que era como el que traía la curación.
Se derrumbó a los pies de la gran rosa de hielo y se cubrió la cara con las manos.
—Amo. —Lloraba desconsoladamente, acunándose para confortarse—. Le amo con todo lo que soy y lo que seré, y duele. Qué cruel ha sido mostrarme esto, traerme esto. Qué amargado ha tenido que estar tu corazón para cubrir con frío aquello donde debería haber calor. Pero tú no amaste. Ahora lo sé.
Esforzándose por obtener una estabilidad siquiera precaria, alzó la cabeza hacia el cielo sordo.
—Mi madre ni siquiera amó, porque no dejó de desear que volviera. Yo sí amo y deseo que el dueño de mi corazón esté a salvo, entero y tibio, porque no quiero para él esta vida estéril. Cuando sienta el sol y coja la rosa lo sabré, y estaré satisfecha.
Puso una mano sobre su corazón, sobre su vientre.
—Tu magia fría no puede tocar lo que está dentro de mí.
Al levantarse trabajosamente y darse la vuelta no vio la hoja delicada luchando por vivir en un pequeño brote verde.
El mundo era feroz y el aire aullaba como un lobo. La tormenta se desplegó como un demonio, lanzando hielo y nieve como flechas congeladas. La noche cayó tan deprisa que apenas quedaba tiempo para recoger ramas para el fuego.
Envuelto en su capa, Kylar reflexionaba frente al fuego. Los árboles eran espesos aquí, altos como gigantes pero tan marchitos como una piedra. Habían ido más allá de donde Deirdre cortaba árboles, dentro de lo que se llamaba Lo Olvidado.
—Cuando la tormenta haya pasado, ¿sabrás regresar desde aquí? —preguntó Kylar. Aunque se habían sentado cerca para darse calor mutuamente, tenía que gritar para hacerse oír por encima de la tormenta.
Los ojos de Dilys, que era lo único que se veía bajo la capa y la capucha, parpadearon.
—Sí, mi señor.
—Entonces, cuando sea posible viajar de nuevo, volverás al Castillo de la Rosa.
—No, mi señor.
Kylar tardó en responder.
—Harás lo que ordeno. Me has jurado obediencia.
—Mi reina me encargó que me ocupara de vuestra seguridad; fue lo último que me dijo. Me ocuparé de vuestra seguridad, mi señor.
—Viajaré más rápidamente sin ti.
—No creo que sea así —dijo Dilys de forma lenta y pensativa—. Me ocuparé de que volváis a casa, mi señor. No podéis volver con ella hasta que no hayáis regresado a casa. Mi señora necesita que volváis por ella.
—Ella no cree que lo vaya a hacer. ¿Por qué lo crees tú?
—Porque es lo que os proponéis. Ahora debéis dormir. El camino que hay por delante es mayor que el que dejamos a la espalda.
La tormenta rabió durante horas. Todavía estaba oscuro e inhóspito cuando Kylar se despertó. La nieve le cubría, volviendo blancos su pelo y su capa y ni siquiera el abrigo de piel lograba protegerle del insidioso frío.
Caminó silenciosamente hasta su caballo. Pensó que unos minutos bastarían para alejarse lo suficiente de donde habían acampado para que su rastro se perdiera. En un mundo tan inhóspito, uno podía estar a un palmo de alguien y no verlo a su lado.
Dilys no tendría más remedio que volver a casa cuando se despertara solo.
Pero aunque condujo a su caballo sin hacer ruido a través de la nieve espesa, no había avanzado ni cincuenta metros cuando Dilys estaba de nuevo caminando trabajosamente a su lado.
De corazón valiente y leal hasta la médula, pensó Kylar. Deirdre había elegido bien a su hombre.
—Tienes un oído muy sensible —dijo Kylar, ya resignado.
Dilys sonrió.
—Lo tengo.
Kylar se paró, bajó del caballo de un salto.
—Monta —le ordenó—. Si vamos a atravesar juntos el infierno, montaremos por turnos. —Al ver que Dilys se quedó de pie mirando, Kylar preguntó airadamente—. ¿Vas a discutirlo todo o a hacer como tu señora mandó y como ahora te ordeno?
—No quiero discutir, mi señor, pero no sé subir al caballo.
Kylar se quedó erguido en medio de los remolinos de nieve, con frío hasta en los tuétanos, y rió hasta que temió reventar.