Capítulo 2
Pasaron las estaciones, y el mundo sufrió bajo el severo reinado del rey Lorcan. Las pequeñas rebeliones eran sofocadas con una brutalidad que bañaba la tierra con sangre y enviaba incluso al valiente a ocultarse. Hadas, brujas, videntes, y todos aquellos que moraban dentro del Reino de la Magia eran declarados fuera de la ley y cazados como bestias salvajes por mercenarios que llegaron a conocerse como los perros de Lorcan.
Los que se alzaron contra el usurpador —y muchos que no lo hicieron— fueron ejecutados. Los calabozos del castillo se llenaron de torturados y olvidados, inocentes y condenados.
Lorcan se hizo rico, llenó sus arcas por medio de impuestos, aumentando sus propiedades con tierras tomadas por la fuerza a quienes las habían conservado, trabajado y honrado durante generaciones. Comía en platos de oro y bebía su vino en copas de cristal mientras el pueblo pasaba hambre.
Los que hablaban en su contra durante aquellos tiempos oscuros lo hacían con susurros y en secreto.
Muchos de los desplazados se encaminaron a las altas colinas o al Bosque Perdido. Allí todavía se practicaba la magia, y los fieles escrutaban el cielo en busca de portentos del Verdadero que vencería a la serpiente y devolvería la luz al mundo.
Allí, entre granjeros y mercaderes, molineros y artistas convertidos en marginados, entre hadas y elfos y brujas por cuyas cabezas se pagaba recompensa, deambulaban los Viajeros.
—¡Una vez más! —Aurora dio una estocada con la espada, entusiasmada con el tañido del acero contra el acero. Hizo retroceder a su oponente al tiempo que esquivaba y giraba.
—Mantén el equilibrio —advirtió Gwayne.
—Tengo equilibrio. —Para demostrarlo, saltó con destreza por encima de la espada que rozó sus pies y aterrizó con levedad.
Las espadas se cruzaban, deslizándose hasta las empuñaduras. Entonces ella desenvainó una daga, con cuya punta le atacó a la garganta.
—Y tengo a mi víctima —agregó—. Me gusta ganar.
Gwayne hizo una rápida maniobra con la daga, que desvió contra el estómago de su contrincante.
—También a mí.
Ella se rió, dio un paso atrás, y luego le ofreció una cortés reverencia.
—Ambos perdimos en buena ley. Siéntate. Estás sin aliento.
—No lo estoy. —Pero lo estaba, y permaneció sobre un tronco mientras ella buscaba un pellejo con agua.
Tiene los ojos de su padre, pensó él. Grises como humo de madera. Y la suave y generosa boca de su madre. Gwynn había tenido razón acerca de tantas cosas.
La niña se había convertido en una ágil y adorable muchacha, con una piel del color de la pálida miel pura, la cabellera negra como la medianoche. Una barbilla fuerte, juzgó, mientras murmuraba un agradecimiento cuando ella le ofreció el agua. Obstinada. No conocía a ninguna jovencita que pudiera ser tan obstinada.
Había una luz en ella, tan intensa que a él le intrigaba que aquellos que la miraban no cayeran a sus pies. A pesar de estar vestida con atuendo de caza y botas gastadas, era una reina en cada palmo de su ser.
Él había hecho lo que se le pidió. Ella fue entrenada en las costumbres de un guerrero. Con espada y arco y pica, y en combates mano a mano. Podía cazar y pelear y montar tan bien como cualquier hombre que hubiera entrenado. Y podía pensar. Ése era el motivo de su orgullo.
Nara y Rhiann la habían instruido en labores femeninas, y en la magia. Rohan la había educado en asuntos escolares, y su mente, su mente sedienta, se empapaba con las canciones y las historias de su pueblo.
Podía leer y escribir, descifrar códigos y dibujar mapas. Podía apagar el fuego con sólo pensarlo, coser heridas y —en estos últimos días— derrotarlo en un enfrentamiento con espadas.
Aun así, ¿cómo podía una joven de apenas veinte primaveras conducir a su pueblo a la batalla y salvar al mundo?
La idea lo obsesionaba por las noches cuando descansaba junto a Rhiann, que se había convertido en su esposa. ¿Cómo podría honrar su voto de mantenerla a salvo y a la vez honrar su voto de revelarle sus derechos de nacimiento?
—Oí al dragón durante la noche. Sus dedos apretaron el pellejo.
—¿Cómo?
—Lo oí rugir, en sueños que no eran sueños. El dragón rojo volaba en el cielo nocturno. Y en sus garras había una corona de estrellas. Mi lobo estaba conmigo. —Volvió su rostro sonriente a Gwayne—. Siempre está conmigo, según parece. Tan hermoso y fuerte, con sus tristes ojos verdes como la hierba de las Colinas de Nunca.
La sola mención del hombre que ella consideraba su lobo hacía que a él le hirviera la sangre.
—Yacíamos en el suelo del bosque contemplando el cielo, y cuando el dragón llegó con su corona, sentí una emoción muy viva. Temor, sorpresa… y alegría. Al levantarme, en medio del intenso viento que soplaba, el cielo se volvió más diáfano que el día, más poderoso que el fuego de las hadas. Y permanecí junto a mi lobo en la claridad cegadora, con sangre a mis pies.
Ella se sentó en el suelo, apoyando su espalda contra el tronco. Con un gesto descuidado, apartó la larga y gruesa trenza que solía llevar detrás del hombro.
—No sé lo que significa, pero supongo que lucharé por el Verdadero. Si es que su tiempo está cerca. Me pregunto si al final lo haré, si encontraré al guerrero que es mi lobo y si resistiré junto a él para levantar mi espada por el verdadero rey.
Ella comenzó a hablar del lobo desde que pudo articular palabras; del niño, y ahora del hombre, que amaba. Pero nunca antes había hablado de ver al dragón.
—¿Es ése todo el sueño?
—No. —Ella apoyó cómodamente la cabeza sobre la rodilla de Gwayne—. En el sueño que no era un sueño, vi a una dama. Una hermosa dama de ojos verdes y pelo oscuro, y llevaba las vestiduras de la realeza. Como lloraba, le dije: ¿Por qué lloráis, mi dama? Ella contestó: lloro por el mundo mientras el mundo aguarda. Aguarda al Verdadero, le contesté, preguntándole a continuación: ¿por qué no llega? ¿Cuándo vencerá a Lorcan y traerá paz a Twylia?
Gwayne contemplaba el bosque, acariciándole suavemente la cabellera.
—¿Qué respondió?
—Dijo que la hora del Verdadero es la medianoche, para el nacimiento, para la muerte. Luego extendió sus manos, y en ellas había una esfera, clara como la luna, y una estrella, traslúcida como el agua. Tómalas, me dijo. Las necesitarás. Entonces se retiró.
Restregó su mejilla contra la rodilla de Gwayne mientras la tristeza que la dominaba reaparecía.
—Ella se fue, Gwayne, y me dolió el corazón. A mi lado estaba mi lobo con sus ojos verdes y su pelo oscuro. Creo que era el Verdadero, y que lucharé por él. Creo que este sueño era un portento, pues al despertar había sangre en la luna. Una batalla se aproxima.
Gwayne había dicho que lo sabría cuando llegara el momento. Y lo supo sentado en el tranquilo bosque con la primavera refrescando el aire. Lo supo y eso lo apesadumbró.
—No todas las batallas se libran y se ganan con la espada.
—Lo sé. Mente y corazón, visión y magia. Estrategia y engaño. Siento… —Se levantó, alejándose para recoger una piedra y lanzarla al agua plateada del río.
—Dime lo que sientes.
Aurora se volvió para mirarlo. Había plata, clara como el agua del río, mezclada con el oro de su pelo y de su barba. Sus ojos eran de un azul pálido, y a ella le pareció que ahora los velaba una sombra. Él no era su padre. Sabía que su señor había luchado y muerto en la Batalla de las Estrellas, pero salvo por la sangre, Gwayne había sido su padre durante toda su vida.
No había nada que pudiera ocultarle.
—Siento… como si algo dentro de mí aguardara, como si el mundo aguardara. Siento que hay algo que debo hacer, algo que supera lo que soy, lo que hago en este momento.
Se apresuró en volver a su lado, y se arrodilló a sus pies.
—Siento que debo encontrar a mi lobo. Mi amor por él es tan grande que nunca conoceré otro amor. Si él es el anunciado en la profecía, quiero servirlo. Honraré lo que me has dado, Gwayne. A ti y a Rhiann, a Nara y Rohan y a toda mi familia. Pero hay algo dentro de mí que se despliega, cada vez más inquieto, porque sabe. Sabe, pero no puedo verlo.
Y descargó un puño contra la pierna de él en señal de frustración.
—No puedo ver. No todavía. No en mis sueños o en el fuego o en el espejo. Cuando busco, es como si una pantalla cubriera mi visión y sólo hubiera sombras detrás. En las sombras veo a la serpiente, y en las sombras mi lobo está encadenado y sangrando.
Volvió a levantarse, impaciente consigo misma.
—Un hombre que podría ser rey, una mujer que fue reina. Sé que fue una reina, y ella me ofreció la luna y una estrella. Y aunque las deseaba con una suerte de hambre devoradora, también les temía. En cierto modo sabía que si las tomaba todo cambiaría.
—Yo no tengo magia. Sólo soy un soldado, y hace mucho tiempo que mi valor fue puesto a prueba. Ahora saboreo el miedo, y eso me convierte en un anciano.
—No eres viejo, y jamás tienes miedo.
—Pensé que habría más tiempo. —Se puso de pie, sin atinar a nada más que a mirarla—. Eres tan joven.
—Mayor que tu Cyra, y ella se casa el próximo equinoccio.
—En tu primer año de vida pensé que los días nunca terminarían, y que el tiempo no transcurriría.
Ella dejó escapar una risa.
—¿Era tan difícil de niña?
—Inquieta y caprichosa. —Extendió un brazo para acariciar su mejilla—. Luego el tiempo voló. Y aquí estamos. Ven, siéntate conmigo a la vera del río. Tengo muchas cosas que contarte.
Ella se sentó junto a él, y observaron a un halcón trazando círculos en el cielo.
—Allí está tu talismán. El halcón.
—Una vez, hace mucho tiempo, y casi siempre a mis espaldas, fui llamado el halcón de la reina.
—¿De la reina? —Aurora le devolvió una mirada penetrante—. ¿Eras el caballero de la reina? Nunca me lo contaste. Dijiste haber luchado con mi padre en la gran batalla, pero no que tú eras el caballero de la reina.
—Te conté que saqué a tu madre de la ciudad, y que la traje al Bosque Perdido. Que Rohan y los Viajeros nos acogieron, y tú naciste esa noche bajo la nieve.
—Y ella murió al darme vida.
—No te dije que fue ella quien me guió, y que abandoné la batalla junto con ella por orden del rey. Ella no quería dejarlo. —Aunque sus palabras eran pronunciadas con suavidad, la mirada que le dirigía resultaba escrutadora—. Ella me rechazó. Sentía el peso de llevarte en el vientre, pero aun así luchó como una guerrera para permanecer junto a su rey. Junto a su marido.
—Mi madre. —De pronto contuvo el aliento—. En mi sueño. Era mi madre.
—Hacía frío, un tiempo tempestuoso, y ella sufría dolores atroces. En el cuerpo y en el corazón. Pero por nada se hubiera detenido a descansar. Ella me guiaba, y llegamos al campamento, el lugar donde naciste. Ella sollozaba por tener que dejarte, y te estrechaba contra su pecho. Me encargó mantenerte a salvo, entrenarte, del mismo modo en que encargó a Nara que te entrenase. Y que te ocultara la verdad sobre tu nacimiento hasta que llegara el momento. Entonces ella te depositó en mis manos; ella te dejó en mis manos.
Ahora él se miraba las manos.
—Naciste a medianoche. Ella oyó las campanas de la ciudad, a millas de distancia. Tu hora es la medianoche. Tú eres la Verdadera, Aurora, y como te amo, desearía que fuera otra persona.
—¿Cómo puede ser? —Su corazón se estremeció mientras se ponía de pie, y conoció el miedo, el primer miedo verdadero en su vida—. ¿Cómo puedo ser yo la elegida? No soy reina, Gwayne, ni soberana.
—Lo eres. Está en tu sangre. Desde el primer instante que te tuve en mis manos, supe que este día llegaría. Pero más allá de eso no puedo ver nada. —Se levantó, sólo para arrodillarse ante ella—. Soy el caballero de la reina, y estoy a tus órdenes.
—No lo hagas. —Con pánico, ella también se dejó caer sobre sus rodillas, y lo tomó por los hombros—. Por Draco y todos los dioses, ¿qué voy a hacer? ¿Cómo pude vivir toda mi vida en medio de comodidades, sin conocer jamás el hambre o las necesidades verdaderas mientras la gente del mundo esperaba? ¿Cómo podré responder por ellos y liberarlos, cuando estoy oculta como un cobarde mientras reina Lorcan?
—Se te mantuvo a resguardo según la voluntad postrera de tu madre. —Gwayne se puso de pie, tomándola del brazo para levantarla—. No has sido cobarde. Ni tampoco avergonzarás la memoria de tus padres siendo cobarde ahora. Es tu destino. Te he entrenado como a un guerrero. Sé un guerrero.
—Lucharé. —Y dio una palmada a su espada para demostrarlo—. Voy a comprometer espada y magia, mi vida, sin reservas. ¿Pero dirigir? —Dejó escapar un trémulo suspiro y alzó la vista para contemplar el río—. Ya nada es como hace un momento atrás. Necesito tiempo para pensar. —Cerró sus ojos con energía—. Quiero respirar. Necesito estar sola. Dame tiempo, Gwayne —agregó antes de que él pudiera protestar—. Si tienes que abandonar el campamento y ponerte en movimiento, te encontraré. Necesito encontrar mi camino. Déjame sola. —Ella se hizo a un lado cuando él alargó las manos para tocarla—. Vete.
Cuando supo que estaba sola, se quedó junto a la ribera del río plateado y se lamentó por sus padres, por su gente y por ella misma.
Y añorando el consuelo del amante, llamó a su lobo.
Caminó hasta lo profundo del bosque, más allá de territorio conocido y hasta el reino de las hadas. Allí trazó el círculo, encendió el fuego, y cantó la canción de la videncia. Así podría ver lo que había sido, y lo que habría de ser.
En las llamas, mientras la luna se elevaba y la única estrella que la acompañaba revelaba su titilar, vio la Batalla de las Estrellas. Vio los cuerpos de los siervos, de niños y también de soldados. Vio al rey —su padre— luchando como un demonio, haciendo retroceder las fuerzas más poderosas. Oyó los lamentos y olió la sangre.
La voz de su padre le llegó a los oídos, una orden gritada a Gwayne, que luchaba a su lado, para que pusiera a salvo a la reina y al niño que llevaba en su seno. Que hiciera eso como soldado, aun en contra de las órdenes de la reina, por el mundo. Por el Verdadero.
Vio la muerte de su padre, y su propio nacimiento. Saboreó las lágrimas de su madre, y sintió la fuerza del amor transmitida a través de la magia.
Y junto con ella, la fuerza del deber.
—No lo eludirás.
—¿Estoy en condiciones? —preguntó Aurora a la imagen de su madre.
—Tú eres la Verdadera. No hay otro. Tú eres la esperanza, Aurora. Y tú eres el orgullo. Y tú eres el deber. No puedes huir de esto.
Aurora observó la batalla, y supo que se trataba del porvenir, no de lo que había ocurrido. Esta sangre, esta matanza, sería producida por sus propias manos. ¡Sus propias manos! Aun cuando significara su final, debía darle comienzo.
—Tengo el poder, Madre, pero es el poder de una mujer. Es magia pequeña. Soy fuerte, pero no estoy en sazón. ¿Cómo podré dirigir y gobernar con tan poco que ofrecer?
—Serás más. Ahora duerme. Sueña ahora.
De modo que volvió a soñar con su lobo, su guerrero de ojos tan verdes como las colinas. Era alto y ancho de hombros. Su pelo, oscuro como el de ella, caía hacia atrás dejando ver un rostro de ángulos y planos marcados, y una blanca cicatriz que cortaba su ceja izquierda como un relámpago. Sintió un hormigueo en el estómago que reconoció como deseo, un deseo que no había sentido por nadie más que por él.
—¿Qué serás tú para mí? —le preguntó—. ¿Qué seré yo para ti?
—Sólo sé que eres mi amada. Tú y solamente tú. He soñado contigo toda mi vida, despierto y dormido, sólo contigo. —Alargó la mano, y ella sintió el roce de sus dedos sobre la mejilla—. ¿Dónde estás?
—Creo que cerca. Cerca. ¿Eres un soldado?
Él bajó la vista hacia la espada que tenía en la mano, y el disgusto endureció su rostro mientras hundía la punta de la espada en el suelo.
—No soy nada.
—Creo que eres muchas cosas, y una de esas cosas es mía. —Cediendo a la curiosidad, llevada por su propia voluntad, lo atrajo hacia sí y apretó los labios contra los suyos.
El viento se arremolinaba en torno a ellos, un viento cálido agitado por el amplio batir de alas feéricas. La canción se elevó en su interior, y latió en su sangre.
Ella tendría amor, pensó, aunque le siguiera la muerte.
—Para convertirme en lo que tengo que ser, primero debo ser una mujer. —Dio un paso atrás, despojándose de su túnica de caza—. Enséñame lo que debe saber una mujer. Ámame en esta visión.
Él la recorrió con la mirada mientras ella permanecía delante, sólo vestida con los rayos de la luna dentro del reverberante círculo mágico.
—Te he amado toda mi vida —dijo—. Y te he temido.
—Te he buscado siempre, y ahora llego a ti llena de temores. ¿Me abandonarás? ¿Estaré sola?
—Nunca te abandonaré. —Él la atrajo hacia sí—. Jamás te abandonaré.
Sin apartar sus labios de los de Aurora, la depositó sobre el suelo mullido del bosque. Ella conoció el estremecimiento de sus manos, el sabor de su piel, y un placer, un profundo y narcotizante placer que produjo un temblor en todo su cuerpo. Las llamas crepitaban junto a ellos, y dentro de ella.
—Te amo —murmuró mientras apuraba sus labios sobre el rostro de él—. No tengo miedo.
Ella se alzó sobre él, se abrió a él, rogó. Cuando él se unió a ella, Aurora conoció el poder de ser una mujer, y también las delicias.
Al despertar en la madrugada, sola, con el fuego convertido en cenizas, reconoció el beso frío del deber.
—No deberías haberla dejado ir sola.
Gwayne estaba sentado afilando su espada mientras Rhiann lo regañaba y hacía tortas de avena. Los sonidos matinales del campamento despertaban alrededor. Caballos, perros, mujeres cocinando en calderos, niños parloteando, y hombres preparándose para cazar.
—Era su deseo. —Hablaba en forma más cortante de lo que pretendía—. Su orden. Te agitas por ella como una madre.
—¿Y qué soy para ella si no una madre? Dos días, Gwayne, dos noches.
—Si no puede quedarse sola dos noches en el bosque, difícilmente podrá gobernar Twylia.
—¡Es apenas una niña! —Rhiann apoyó con estrépito su cucharón—. Era demasiado pronto para contarle.
—Era el momento. Di mi palabra sobre ello, ¡y era el momento! ¿Tú crees que no tengo preocupaciones? ¿Hay algo que no haría para mantenerla fuera de peligro, aun a cambio de mi vida?
Ella parpadeó dejando caer unas cálidas lágrimas y tomó su mano.
—No, no. Pero ella es como parte de la familia, tanto como Cyra y el joven Rhys. Quiero tenerla aquí, sentada junto al fuego, poniendo demasiada miel sobre su torta de avena, riendo. Nunca volverá a ser así.
Él hizo a un lado su espada para levantarse y tomar a su esposa entre los brazos.
—Ella no es nuestra para que podamos retenerla.
Por encima de la cabeza de Rhiann, la vio surgir del bosque, envuelta en la neblina matinal. Era alta, muy alta para ser una niña, pensaba él ahora. Erguida como un soldado. Se veía pálida, pero sus ojos, que se cruzaron con los de él sosteniéndole la mirada, estaban despejados.
—Ha llegado —anunció Gwayne.
Aurora oía los murmullos a medida que atravesaba el campamento. Les han contado, pensó, y ahora esperan. Su familia, sus amigos, se mantenían al costado de las coloridas carretas, o salían de ellas para observarla.
Ella se detuvo y esperó a que todo estuviera tranquilo.
—Hay mucho por hacer. —Levantó la voz al punto que produjo eco en el campamento, y más allá—. Comed, luego venid a mí. Os diré cómo venceremos a Lorcan y así recuperar nuestro mundo.
Alguien vitoreó. Vio que se trataba del joven Rhys, de apenas doce años, y le devolvió la sonrisa. Otros se sumaron a la gritería, de modo que avanzó en medio de la celebración de todos ellos en dirección a Gwayne.
Rhys se lanzó hacia ella.
—Supongo que no tendré que hacer una reverencia, ¿o sí?
—Deberías, pero no en este momento. —Sacudió su dorada mata de pelo.
—Bien. ¿Cuándo lucharemos?
Su estómago se retorció. Él era un niño, tan sólo un niño. ¿A cuántos niños debería enviar a la batalla y a la muerte?
—Muy pronto.
Se encaminó hacia donde estaba Gwayne, y tocó el brazo de Rhiann para tranquilizarla.
—He visto la manera —dijo—. La manera de comenzar. Necesitaré a mi halcón.
—Soy tuyo. —Gwayne hizo una profunda reverencia—. Majestad.
—No me den el título hasta que me lo haya ganado. —Se sentó, tomó una torta de avena, y la empapó con miel. A su lado, Rhiann sepultó su rostro en el delantal y comenzó a sollozar.
—No llores. —Aurora volvió a levantarse para atraer a Rhiann hacia ella—. Hoy es un buen día. —Miró a Gwayne—. Un nuevo día. No es sólo por lo que hay en mi sangre que puedo hacer esto, sino por lo que me han enseñado los dos. Todos ustedes. Me han dado todo lo que necesitaba para encontrar mi destino. Rhys, ¿le pedirías a Nara y a Rohan que se nos unan para desayunar?
Luego dio un sonoro beso en la mejilla de Rhiann mientras Rhys se alejaba a toda carrera.
—He ayunado por dos días. Tengo hambre —dijo, y con una amplia sonrisa se sentó a devorar sus tortas de avena.