31
Sobre mí se deslizaba una savia húmeda y fría, verde y pegajosa, que me empapaba el pelo, la piel. Empujé contra la madera, frenética, atragantándome con un hechizo de fortaleza, y el árbol se rajó y se abrió de nuevo. Arañé como loca los bordes de la corteza, saqué el pie por el fondo de la grieta y de un empujón caí de nuevo al claro, sobre las manos y las rodillas, con unas astillas afiladas clavadas en los dedos de las manos y los pies. Ciega de terror, me arrastré, corrí y me lancé para alejarme del árbol hasta que caí y me revolqué en el agua fría, salí a la superficie… y me di cuenta de que todo era distinto.
No había rastro alguno de fuego ni de lucha. No vi por ninguna parte a Sarkan ni a la reina Bosque. Hasta el árbol-corazón inmenso había desaparecido, igual que la mayor parte de los demás. El claro estaba más que medio vacío. Me encontraba sola de pie en la orilla del estanque tranquilo, que me acariciaba los pies, en lo que podía haber sido otro mundo. Era una resplandeciente mañana en lugar de por la tarde. Los pájaros revoloteaban entre las ramas, de cháchara, y las ranas cantaban junto al agua ondulante.
Comprendí de inmediato que estaba atrapada, pero aquel lugar no daba la sensación de ser el Bosque. No era el lugar sombrío, retorcido y terrible por el que había visto vagar a Kasia, donde Jerzy se había repantigado contra un árbol. Ni siquiera daba la sensación de ser el verdadero claro, lleno de su antinatural silencio. El estanque me besaba los tobillos con delicadeza. Me di la vuelta y eché a correr chapoteando por el lecho del arroyo, de regreso por el Huso. Sarkan no podría formular él solo La invocación para mostrarme la manera de escapar, pero el Huso había sido nuestra vía de entrada: quizá pudiera ser la vía de salida.
Sin embargo, hasta el Huso era distinto allí. El río se ensanchaba, poco a poco, y comenzaba a ser más profundo, pero ninguna nube de vapor se elevaba para venir a mi encuentro; no oía el rugido de la cascada. Me detuve por fin en un meandro que me resultaba un tanto familiar y me quedé mirando a un árbol joven que había en la orilla: un árbol-corazón joven y esbelto, tal vez de diez años, que crecía sobre aquella enorme roca gris con cara de anciano que habíamos visto en la base del precipicio. Era el primer árbol-corazón, aquel debajo del cual habíamos aterrizado en nuestro resbalón descontrolado por la pendiente, medio perdido en la niebla de la base de la cascada.
Pero allí no había cascada, ni precipicio; el viejo árbol era joven y pequeño. Otro árbol-corazón se elevaba enfrente, en la otra orilla del Huso, y más allá de aquellos dos centinelas, el río se ensanchaba de forma gradual, se alejaba oscuro y profundo en la distancia. No vi más árboles-corazón más adelante, tan sólo los robles y pinos altos comunes.
Entonces me percaté de que no estaba sola. Una mujer se encontraba de pie en la orilla opuesta, bajo el árbol-corazón más antiguo.
Por un instante pensé que era la reina Bosque. Se parecía tanto a ella que podía haber sido de su familia. Tenía el mismo aspecto de aliso y de corteza de árbol, la misma maraña de pelo, pero su rostro era más alargado, y sus ojos eran verdes. Donde la reina Bosque era dorada y rojiza, ella era de tonos más simples marrones y grisáceos. Miraba al río, exactamente igual que yo, y, antes de que pudiera decir nada, un crujido distante bajó deslizándose por la corriente. Una barca apareció a la vista con un suave discurrir; una barca alargada de madera tallada de un modo muy elaborado, maravillosa, y la reina Bosque iba en ella.
Se diría que no me veía. Estaba de pie en la proa, sonriente, con flores que le coronaban el cabello, con un hombre a su lado, y me costó un tiempo reconocer su cara. Únicamente lo había visto muerto: el rey de la torre. Parecía mucho más joven y más alto, no había pasado el tiempo por su rostro. Sin embargo, se diría que la reina Bosque tenía el mismo aspecto que en el sepulcro, el día en que la emparedaron. Detrás de ellos se sentaba un hombre joven con la mirada tensa, poco más que un muchacho, pero pude ver en su osamenta al hombre en que se convertiría: el hombre de expresión fría en la torre. Más gente de la torre los acompañaba en la barca, remando: hombres de armadura reluciente que miraban recelosos a su alrededor, a los enormes árboles, mientras golpeaban el agua con sus remos.
Tras ellos llegaban más barcas, docenas de ellas, pero éstas eran artilugios de aspecto improvisado, más parecidas a hojas enormes que a barcas de verdad. Venían atestadas de un tipo de gente que no había visto jamás, todos ellos con el aire de un árbol, un tanto como la propia reina Bosque: nogal oscuro y un cerezo vivo; fresno pálido y un cálido abedul. Había algunos niños entre ellos, pero ningún anciano.
La barca tallada se detuvo con suavidad contra la orilla, y el rey ayudó a la reina Bosque a descender. Ella se acercó sonriendo a la mujer del bosque con los brazos extendidos.
—Linaya —dijo, una palabra que de alguna forma yo sabía que era y no era mágica, que era y no era un nombre; una palabra que significaba «hermana», y «amiga», y «compañera de viaje». El nombre resonó de un modo extraño y se alejó de ella. Como si las hojas lo repitiesen en un murmullo; las ondas del río lo recogieron como si estuviera escrito en todo cuanto me rodeaba.
La reina Bosque no pareció advertirlo. Besó a su hermana en ambas mejillas. Tomó entonces la mano del rey y lo guió entre los árboles-corazón, hacia la arboleda. Los hombres de la torre amarraron su barca y siguieron a ambos.
Linaya aguardó en silencio en la orilla y observó cómo se vaciaba el resto de las barcas, una detrás de otra. Cuando una se quedaba vacía, ella la tocaba, y la barca se reducía a una hoja que flotaba en el agua y que el río se llevaba de manera ordenada hasta un pequeño remanso junto a la orilla. El río no tardó en quedarse desierto. Los últimos de entre el pueblo del bosque ya se encaminaban hacia el claro. Linaya se volvió entonces hacia mí.
—Venid —me dijo con el eco de una voz grave y profunda como el golpeteo en un tronco hueco.
Me quedé mirándola, pero ella se limitó a darse la vuelta y a alejarse de mí por el río, y, pasado un instante, la seguí. Sentía miedo, pero de algún modo y de forma instintiva, no tenía miedo de ella. Mis pies chapoteaban en el agua. Los suyos no. Allá donde la tocaba, el agua se filtraba en su piel.
Era como si el tiempo fluyese extraño a nuestro alrededor. Cuando llegamos a la arboleda, la boda había terminado. La reina Bosque y su rey se encontraban sobre el montículo verde cogidos de la mano y con los brazos envueltos en una cadena de flores trenzadas. El pueblo del bosque los rodeaba, desperdigado entre los árboles, observando en silencio. Había en ellos una quietud, una inmovilidad profunda e inhumana. El pequeño grupo de hombres de la torre los contemplaba con recelo y se sobresaltaba ante los susurros de las hojas de los árboles-corazón. El joven de expresión fría se encontraba justo al lado de la pareja, observando con una mueca de disgusto los dedos largos y nudosos de la reina Bosque que envolvían las manos del rey.
Linaya entró en escena para unirse a ellos. Tenía los ojos humedecidos, como el brillo de las hojas verdes tras la lluvia. La reina Bosque se volvió hacia ella, sonriente, y abrió los brazos.
—No llores —le pidió, y su voz se reía como un riachuelo—. No me voy lejos. La torre sólo está en el extremo del valle.
La hermana no respondió, se limitó a darle un beso en la mejilla y le soltó las manos.
El rey y la reina Bosque se marcharon juntos con los hombres de la torre. La gente se alejó en silencio entre los árboles. Linaya suspiró, en voz baja, y fue el suspiro de la brisa en las ramas. Estábamos de nuevo a solas, juntas, de pie sobre el montículo verde. Se volvió hacia mí.
—Nuestro pueblo estuvo aquí solo durante mucho tiempo —dijo ella, y me pregunté cuánto tiempo sería mucho para un árbol. ¿Mil años, dos mil, diez mil? Un sinfín de generaciones, y las raíces más profundas con el paso de cada una de ellas—. Empezamos a olvidar cómo ser personas. Fuimos menguando poco a poco.
»Cuando el rey hechicero llegó con su gente, mi hermana los dejó entrar en el valle. Ella pensaba que nos podrían enseñar a recordar. Pensó que nos podríamos renovar, y enseñarles a ellos también, por nuestra parte; nos podríamos dar vida los unos a los otros. Pero ellos tenían miedo. Deseaban vivir, deseaban fortalecerse, pero no deseaban cambiar. Aprendieron lo que no debían.
Los años se deslizaban ante nosotras mientras ella hablaba, borrosos como la lluvia, grises, suaves y apilados unos sobre otros. Y entonces volvía a ser verano, un verano diferente mucho tiempo después, y la gente del bosque regresaba de entre los árboles.
Muchos de ellos se movían despacio, con un aire de cansancio. Algunos estaban heridos: se sujetaban brazos ennegrecidos, y un hombre cojeaba de una pierna que tenía el aspecto de un tronco talado con torpeza. Otros dos le ayudaban. Creo que la pierna le volvía a crecer en el extremo de aquel tocón. Algunos padres llevaban a sus hijos, y una mujer cargaba en brazos con un bebé. En la distancia, lejos al oeste, una columna delgada de humo negro se elevaba en el aire.
Cuando llegó la gente del bosque, recogieron los frutos de los árboles-corazón e hicieron copas con cortezas y hojas caídas, igual que Kasia y yo hacíamos de pequeñas en nuestras reuniones de té en los bosques. Cogieron el agua clara y resplandeciente del estanque y se distribuyeron por la arboleda, vagando por su lado solos o en parejas, a veces tríos. Me quedé observándolos, y tenía los ojos llenos de lágrimas sin saber por qué. Algunos de ellos se detenían en espacios abiertos, donde llegaba el sol. Comían los frutos, bebían el agua. La madre dio un mordisco a uno de los frutos, se lo puso a su bebé en la boca y le dio un sorbo de su copa.
Estaban cambiando. Sus pies crecían, se estiraban los dedos y se hundían en la tierra. Se estiraban también sus cuerpos, y elevaban los brazos hacia el sol. Sus ropas se marchitaban como hojas que se llevaba el viento, en hierba seca. Los niños cambiaban más rápido; se erguían de repente en grandes y bellos pilares grises con un estallido de ramas amplias y cargadas de flores blancas, hojas de plata que brotaban por todas partes, como si toda la vida que pudiese haber en ellos saliese despedida en un grito ahogado de furia.
Linaya abandonó el montículo y salió entre ellos. A algunos, los heridos, los mayores, les estaba costando un esfuerzo: quedaban atrapados a medio cambiar. El bebé había cambiado, un hermoso árbol que brillaba coronado con flores, pero la madre se arrodillaba, encorvada y temblorosa, junto al tronco, con las manos sobre él y su copa derramada, el rostro cegado de agonía. Linaya le tocó en el hombro con delicadeza. Ayudó a la madre a levantarse, a apartarse un poco del árbol del bebé entre tumbos. Acarició la cabeza de la madre y le dio el fruto para que lo comiese, y un trago de su propia copa; entonó para ella un canto en aquella voz tan profunda y extraña. La madre se quedó allí de pie con la cabeza baja, entre lágrimas, y de repente elevó el rostro al sol y ya estaba creciendo, se había ido ya.
Linaya ayudó a los últimos pocos que quedaban atrapados, les daba de beber de su propia copa y les llevaba a la boca otra pieza de fruta. Les acariciaba la corteza y cantaba en ellos su magia hasta que ellos hacían solos el resto del camino. Algunos formaban pequeños árboles nudosos; los mayores menguaban en arbolillos escuetos. La arboleda estaba llena de árboles-corazón. Ella era la única que quedaba.
Regresó al estanque.
—¿Por qué? —No pude impedir preguntárselo. Tenía que saberlo, pero casi sentía que no deseaba la respuesta; no quería saber qué les había llevado a aquello.
Señaló en la distancia, río abajo.
—Ya se acercan —me dijo con su voz profunda—. Mirad.
Y miré hacia el río. En lugar del reflejo del cielo vi a unos hombres que llegaban en unas barcas talladas; traían faroles, antorchas encendidas y grandes hachas. Una bandera ondeaba al frente de la primera de las barcas, y en la proa se encontraba el joven de la partida nupcial, mayor y encajado en su expresión fría; el que había emparedado a la reina Bosque. Él lucía ahora su propia corona.
—Ya vienen —volvió a decir Linaya—. Traicionaron a mi hermana y la encarcelaron allá donde no pudiera crecer. Ahora vienen a por nosotros.
—¿No podéis combatirlos? —le pregunté. Podía sentir la magia quieta y profunda en ella, no en una corriente, sino un pozo que descendía más y más—. ¿No podéis huir…?
—No —dijo ella.
Me contuve. Había en sus ojos unas profundidades selváticas, verdes e interminables. Cuanto más la miraba, menos parecida a una mujer se me antojaba. La parte de ella que yo veía era sólo la mitad: el tronco coronado, las ramas extendidas, las hojas, las flores y los frutos; debajo había una vasta red de raíces que se alargaban y se extendían en las profundidades del suelo del valle. Yo también tenía raíces, pero no como aquéllas. Las mías se podían desenterrar con cuidado, a mí se me podía sacudir y soltar, y trasplantarme en el castillo de un rey, o a una torre construida en mármol… infeliz, quizá, pero podría sobrevivir. A ella no había manera de desenterrarla.
—Aprendieron lo que no debían —volvió a decir Linaya—. Pero si nos quedamos, si luchamos, recordaremos lo que no debemos. Y entonces nos convertiríamos… —Se detuvo—. Decidimos que preferíamos no recordar —dijo por fin.
Se inclinó y volvió a llenar su copa.
—¡Aguardad! —exclamé. Le sujeté el brazo antes de que pudiese beber, antes de que pudiese dejarme—. ¿Me podéis ayudar?
—Puedo ayudaros a cambiar —me dijo—. Sois lo bastante profunda para venir conmigo. Podéis crecer conmigo, y estar en paz.
—No puedo —dije.
—Si no venís, estaréis aquí sola. Vuestra pena y vuestro miedo envenenarán mis raíces.
Me quedé en silencio, atemorizada. Estaba empezando a entender: era de aquí de donde procedía la corrupción del Bosque. El pueblo del bosque había cambiado por voluntad propia. Aún vivían, tenían largos y profundos sueños, pero era una vida más cercana a la de los árboles que a la de las personas. No estaban despiertos, ni tampoco vivos y atrapados; no eran seres humanos encerrados tras la corteza e incapaces de renunciar al deseo de salir, jamás.
Pero si no cambiaba, si me mantenía humana, sola y desdichada, mi pena enfermaría su árbol-corazón, exactamente igual que aquéllos tan monstruosos fuera de la arboleda, aunque mi fortaleza lo mantuviese vivo.
—¿No podéis dejarme marchar? —le dije a la desesperada—. Ella me metió en vuestro árbol…
Su rostro se retrajo de dolor. Comprendí entonces que aquélla era la única forma en que me podía ayudar. Ella había desaparecido. Lo que aún vivía de ella en el árbol estaba muy profundo y era lento y extraño. El árbol había encontrado aquellos recuerdos, aquellos momentos, para que ella me pudiese mostrar una salida —su salida—, pero eso era todo cuanto ella podía hacer. Era la única forma que había hallado para sí misma y para todo su pueblo.
Tragué saliva y retrocedí. Dejé caer la mano de su brazo. Me miró un momento más y después bebió. Allí de pie al borde del estanque empezó a echar raíces; se desplegaban las oscuras raíces y se expandían las ramas de plata, se elevaban, ascendían más y más, tan alto como aquel insondable lago en el interior. Se alzó, creció y creció, las flores brotaron en hileras blancas; el tronco se arrugó ligeramente bajo la corteza de ceniza plateada.
De nuevo me encontraba sola en la arboleda. Sin embargo, ahora se habían acallado las voces de los pájaros. Vi entre los árboles a unos cuantos gamos que se alejaban dando brincos, atemorizados, un vistazo fugaz de unas colas blancas y ya se habían ido. Las hojas caían con parsimonia de los árboles, pardas y secas, y crujían bajo los pies con los bordes comidos por la escarcha. El sol se ponía. Me envolví con los brazos, con frío y miedo, y el aliento en bocanadas blancas como nubes, los pies descalzos que se apartaban del suelo congelado con una mueca de dolor. Y no había salida.
Pero a mi espalda surgió una luz, nítida, brillante y familiar: la luz de La invocación. Me di la vuelta con una repentina esperanza, hacia una arboleda cubierta ahora de nieve: el tiempo había vuelto a avanzar. Los silenciosos árboles estaban desnudos, despojados. La luz de La invocación caía como un único haz de luz de luna. El estanque brillaba en plata fundida, y alguien salía de él.
Era la reina Bosque. Salió a rastras hacia la orilla; a su paso dejó en la nieve una franja negra de tierra al descubierto y se vino abajo al borde del agua, aún con su vestido de luto blanco empapado. Se quedó acurrucada sobre un costado para recuperar el aliento, y entonces abrió los ojos. Se alzó lentamente sobre los brazos temblorosos y echó un vistazo a la arboleda, a todos aquellos árboles-corazón nuevos que allí se alzaban, y en su rostro apareció una desorbitada expresión de horror. Hizo un esfuerzo para ponerse de pie. Tenía el vestido embarrado, congelado al tacto de su piel. Se situó en el montículo, mirando la arboleda, y se dio la vuelta despacio para elevar la vista más y más arriba, al gran árbol-corazón que había sobre ella.
Dio unos pasos vacilantes para ascender por el montículo, entre la nieve, y posó las manos en el tronco ancho y plateado del árbol-corazón. Permaneció allí un instante, temblando. Acto seguido se inclinó y apoyó la mejilla en la corteza. No lloró. Tenía los ojos abiertos y vacíos, la mirada perdida.
No sabía cómo se las había arreglado Sarkan para formular La invocación él solo, o aquello que estaba viendo, pero aguardé tensa, con la esperanza de que la visión me mostrase una salida. La nieve caía a nuestro alrededor, brillante en la luz nítida. No me tocaba la piel, sino que caía veloz sobre las huellas de la reina Bosque y volvía a cubrir el suelo de blanco rápidamente. Ella no se movió.
El árbol-corazón agitó con suavidad las ramas, y una de las más bajas se inclinó con delicadeza hacia ella. En la rama había brotado una flor a pesar del invierno. Floreció, se desprendieron los pétalos, y un pequeño fruto verde creció y maduró dorado. Colgaba de la rama hacia ella en un gesto cortés de invitación.
La reina Bosque tomó el fruto. Lo retuvo entre las manos ahuecadas, y en el silencio de la arboleda llegó del río el sonido duro, seco y familiar de un golpe: un hacha que hiende la madera.
La reina Bosque se detuvo con el fruto casi en los labios. Las dos nos quedamos quietas, atentas, a la escucha. Se volvió a oír el golpe seco. Bajó los brazos. El fruto cayó al suelo y desapareció en la nieve. Se recogió las faldas enredadas y bajó corriendo del montículo, dentro del río.
Yo corrí tras ella, y los latidos de mi corazón se acompasaron con los golpes regulares del hacha. Nos condujeron al final de la arboleda. El árbol joven había crecido y se había convertido en un árbol alto y fuerte con unas ramas que se extendían muy amplias. Una de las barcas talladas estaba amarrada a la orilla, y dos hombres estaban talando el otro árbol-corazón. Trabajaban juntos y animados, turnándose con sus pesadas hachas que hacían profundos cortes en la madera. Las astillas grisáceas volaban por los aires.
La reina Bosque dio un grito de horror que corrió entre los árboles como un aullido. Los leñadores se detuvieron, acongojados, aferrados a sus hachas, mirando a su alrededor; y entonces cayó sobre ellos. Los agarró por el cuello con sus manos de largos dedos y los lanzó lejos de ella, al río; salieron a la superficie braceando y tosiendo. La reina cayó de rodillas junto al árbol decaído. Presionó con todos los dedos sobre el corte supurante, como si pudiera cerrarlo, pero el árbol estaba muy malherido como para salvarlo. Ya se inclinaba en un ángulo pronunciado sobre el agua. En una hora, en un día, acabaría cayendo.
La reina Bosque se puso en pie. Aún tiritaba, pero no de frío, sino de ira, y el suelo temblaba con ella. Ante sus pies, una grieta se abrió de repente y se alejó en ambos sentidos a lo largo del límite de la arboleda. Con un paso cruzó sobre la abertura, que se agrandaba, y la seguí justo a tiempo. La barca se desplomó en el abismo y desapareció mientras el río comenzaba a rugir salvaje en su caída y la arboleda se hundía por aquel precipicio protector, en las nubes vaporosas. Uno de los leñadores se resbaló en el agua y se vio arrastrado a la catarata con un grito mientras el otro le daba voces en su intento por agarrarle la mano, demasiado tarde.
El árbol joven se hundió con la arboleda; el árbol quebrado se elevó con nosotras. El segundo leñador consiguió ascender por la orilla, agarrado al suelo que se estremecía. Blandió su hacha ante la reina Bosque cuando ésta se acercó a él, golpeó contra su piel, rebotó despedida con un tañido y saltó de sus manos. Ella no prestó atención. Su rostro era inexpresivo; su mirada, perdida. Agarró al leñador y lo llevó hasta el árbol-corazón herido. Él se revolvía contra la reina, en vano, mientras ella lo empujaba contra el tronco, y del suelo surgieron unos zarcillos que lo sujetaron en el sitio.
El cuerpo del leñador se arqueaba con una expresión de horror en la cara. La reina Bosque retrocedió. Los pies y los tobillos del leñador estaban atados contra el hueco astillado por el que las hachas se habían hundido en el árbol, y ya estaban cambiando: injertándose en el tronco, se le abrían las botas y se caían a pedazos conforme los dedos de los pies se estiraban en forma de nuevas raíces. El forcejeo de sus brazos adquiría la rigidez de las ramas, los dedos de las manos se fundían los unos con los otros. Sus ojos, desorbitados y agónicos, desaparecían bajo una piel de corteza de plata. Corrí hacia él sintiendo pena y horror. Mis manos no lograban aferrarse a la corteza, y la magia no me respondería en aquel lugar, pero no podía aguantar quedarme allí sin más y mirar.
El leñador consiguió entonces inclinarse hacia delante.
—Agnieszka —susurró con la voz de Sarkan, y se desvaneció; su rostro desapareció en un enorme hueco oscuro que se había abierto en el tronco.
Me agarré a los bordes y me lancé al interior del hueco detrás de él, en la oscuridad. Las raíces del árbol eran tupidas, apretadas; el aroma cálido y húmedo de la tierra recién removida me cerraba la nariz, así como el persistente olor a fuego y a humo. Quería volver a salir; no deseaba estar allí. Pero sabía que volver atrás era un error. Me encontraba dentro del árbol. Empujé, apreté e hice fuerza para abrirme paso al frente, contra todo instinto y todo terror. Me obligué a extender las manos y palpar la madera abrasada a mi alrededor; las astillas me perforaban la piel; la marea de savia me tapaba los ojos y me obstruía la nariz, el aire que no era capaz de obtener.
Tenía los orificios nasales llenos de madera, de podredumbre y ardor.
—Alamak —susurré con voz ronca, para atravesar muros, y me abrí paso a través de la corteza y la madera herida por el rayo, y regresé a los restos humeantes de la arboleda-corazón.
Salí sobre el montículo, con el vestido empapado en verde de la savia, el árbol destrozado a mi espalda. La luz de La invocación aún resplandecía frente al agua, y los últimos restos del estanque en forma de charcos brillaban con ella como una luna llena justo sobre el horizonte, con un fulgor que hacía daño a la vista. Sarkan se encontraba al otro lado del estanque, de rodillas. Tenía la boca húmeda, su mano goteaba, y eran las dos únicas partes de su cuerpo que no estaban ennegrecidas de hollín, de tierra y de humo: había ahuecado la mano y se había llevado el agua a la boca. Había bebido del Huso, agua y energía, ambas cosas, para reunir la suficiente fuerza para formular él solo La invocación.
Pero ahora la reina Bosque se encontraba sobre él rodeándole el cuello y asfixiándole con sus largos dedos: la corteza de plata ascendía desde la ribera por sus rodillas y sus piernas mientras él forcejeaba tratando de soltarse de la garganta los dedos de la reina. Ella le liberó y se volvió con brusquedad y un grito de protesta al ver que me había escapado, demasiado tarde. Con un prolongado crujido, sobre mí, la rama grande y quebrada del árbol-corazón se separó del tronco y cayó por fin con estruendo, y dejó una herida abierta y hueca.
Descendí del montículo al encuentro de la reina sobre las piedras húmedas, mientras ella venía furiosa hacia mí.
—¡Agnieszka! —gritó Sarkan con la voz ronca, al tiempo que lanzaba un brazo hacia mí, revolviéndose medio arraigado en la tierra.
Sin embargo, en el instante en que la reina Bosque llegó a mí, se frenó y se detuvo. La luz de La invocación la iluminaba por la espalda: la terrible corrupción en ella, la amarga nube negra de tan larga desesperación. Pero también brillaba sobre mí; sobre mí y a través de mí, y supe que en mi rostro ella veía a otra persona que desde allí la miraba.
Pude ver en ella adónde se había dirigido desde la arboleda: cómo los había dado caza, a toda la gente de la torre, magos, granjeros y leñadores por igual. Cómo había plantado un árbol-corazón corrompido detrás de otro en las raíces de su propio sufrimiento, y así había continuado alimentando ese sufrimiento. Entremezclada con mi horror, sentí que la pena de Linaya se conmovía en mí, profunda y lenta: pena, lamento y arrepentimiento. La reina Bosque también lo vio, y aquello la mantuvo inmóvil ante mí, temblando.
—Los detuve —dijo, y su voz fue como el raspar de una rama contra el cristal de la ventana en la noche, cuando te imaginas que hay algo oscuro fuera de la casa que está arañando para entrar—. Tenía que detenerlos.
No estaba hablando conmigo. Sus ojos miraban más allá de mí, más profundo, al rostro de su hermana.
—Quemaron los árboles. —Suplicaba su comprensión a alguien que había partido mucho tiempo atrás—. Los talaron. Siempre los talarán. Vienen y van como las estaciones, el invierno que no se detiene a pensar un solo instante en la primavera.
Su hermana no tenía ya una voz con la que hablar, pero la savia del árbol-corazón se me aferraba a la piel, y sus raíces eran profundas bajo mis pies.
—Nuestro sino es marcharnos —le dije en voz baja, respondiendo por ambas—. No hemos de quedarnos para siempre.
La reina Bosque me miró por fin, a mí, en lugar de a través de mí.
—No podía irme —me dijo, y supe que lo había intentado.
Había matado al señor de la torre y a sus soldados, había replantado todos los campos con árboles nuevos y había venido hasta aquí con las manos ensangrentadas, a dormir con su pueblo por fin. Pero no había sido capaz de echar raíces. Recordaba lo que no debía, y había olvidado demasiado. Recordaba cómo matar y cómo odiar, y se le había olvidado cómo crecer. Al final, todo cuanto había sido capaz de hacer fue yacer junto a su hermana: sin llegar a soñar, sin llegar a morir.
Alargué la mano y, de la única rama baja suspendida del árbol quebrado, tomé el solitario fruto que aguardaba, dorado y resplandeciente. Se lo ofrecí.
—Yo os ayudaré —le aseguré—. Si queréis salvarla, podéis.
Ella levantó la mirada hacia el árbol astillado y moribundo. Lágrimas de barro caían de sus ojos, espesos arroyuelos marrones que se deslizaban por sus mejillas, una mezcla de polvo, ceniza y agua. Levantó las manos lentamente para recibir el fruto de las mías, sus dedos largos y nudosos como ramas se curvaron cuidadosos en torno a él, con delicadeza, acariciaron los míos y nos miramos la una a la otra. Por un instante, a través de las volutas de humo entre las dos, yo podría haber sido la hija que ella hubiese esperado tener, la niña a medio camino entre la gente de la torre y su propio pueblo; ella podía haber sido mi maestra y mi guía, mostrarme el camino como el libro de Jaga. Quizá no hubiéramos sido nunca enemigas, en absoluto.
Me agaché y cogí para ella un poco de agua, de la última que quedaba clara en el estanque, en una hoja con los bordes rizados hacia arriba. Ascendimos juntas al montículo. Se llevó el fruto a la boca, lo mordió, y el jugo se le escurrió por la barbilla en el goteo de unas pálidas líneas doradas. Cerró los ojos y allí permaneció. Puse la mano sobre ella, sentí odio y sufrimiento como una enredadera estranguladora muy profunda, enmarañada, a través de ella. Puse la otra mano en el árbol de la hermana y busqué el pozo profundo en su interior, la quietud y la calma. El que la alcanzase un rayo no la había cambiado; la quietud permanecería, aunque se hubiera venido abajo el árbol entero, aun cuando los años lo desmoronasen y lo devolviesen a la tierra.
La reina Bosque se inclinó contra la herida abierta y rodeó el tronco ennegrecido con los brazos. Le di las últimas gotas de agua del estanque, las vertí en sus labios y luego le rocé la piel y dije muy bajo, muy simple:
—Vanalem.
Y estaba cambiando. El viento se llevó los últimos restos de su vestido blanco, y la superficie calcinada de su piel abrasada se peló en unos copos negros enormes, y una corteza nueva ascendió del suelo en un remolino a su alrededor, como una falda ancha de plata que llegaba al encuentro del tronco quebrado del viejo árbol y se fundía con él. Abrió los ojos una última vez y me miró con un repentino alivio, y entonces ya no estaba, crecía, y sus pies hundían nuevas raíces sobre las antiguas.
Retrocedí, y una vez sus raíces se hubieron hundido en las profundidades de la tierra, me di la vuelta y eché a correr hacia Sarkan a través del barro del estanque vaciado. La corteza había dejado de ascender sobre él. Entre los dos terminamos de soltarlo y le despegamos la corteza de la piel hasta que sus piernas quedaron libres. Tiré de él para levantarlo de aquel tocón, nos sentamos juntos, y juntos nos dejamos caer en la orilla del riachuelo.
Estaba demasiado exhausta para pensar en nada. Él se miraba las manos con el gesto torcido, casi con resentimiento. Se tambaleó de forma abrupta hacia delante, se inclinó sobre el lecho del río y hundió las manos en la arena húmeda y blanda. Lo observé perpleja durante un rato, y luego me di cuenta de que estaba intentando restaurar el curso del río. Me levanté, estiré las manos y las metí para ayudarle. Pude sentirlo, en el preciso instante en que empecé, la misma sensación que él no había querido tener: la segura percepción de que hacer aquello era lo correcto. El río deseaba seguir aquel curso, alimentar el estanque.
Únicamente hizo falta mover unos cuantos puñados de tierra, y el río discurría ya entre nuestros dedos y despejaba por sí solo el resto del lecho. El estanque comenzó a llenarse una vez más. Nos volvimos a sentar, cansados. A mi lado, él trataba de quitarse el agua y la tierra de las manos, frotándolas con una esquina de su camisa destrozada, sobre la hierba, en los pantalones, y lo que hacía, más que nada, era restregar el barro aquí y allá. Tenía unos semicírculos negros bien incrustados bajo las uñas. Soltó por fin un ruido de exasperación y dejó caer las manos sobre el regazo; estaba demasiado cansado para valerse de la magia.
Me incliné sobre su costado, en el extraño consuelo de su irritación. Un instante después, me rodeó con el brazo de mala gana. El profundo silencio ya volvía a caer sobre la arboleda, como si todo el fuego y la ira que habíamos traído tan sólo llegara a ser una breve interrupción en su paz. La ceniza se había hundido en el lodoso fondo del estanque, que se la había tragado. Los árboles dejaban caer al agua sus hojas abrasadas, y el musgo creció sobre las franjas arrancadas de tierra al desnudo en las que se desplegaban nuevas briznas de hierba. En la cabecera del estanque, el nuevo árbol-corazón se entrelazó con el antiguo, en un abrazo que sellaba la herida irregular. Y ambos echaban pequeñas flores blancas, como estrellas.