26
—Debe de haberle costado reunir hasta el último soldado del sur de Polnya —dijo el barón de las Marismas Amarillas mientras estudiaba el ejército de Marek.
Era un hombre grande, con una barriga que muy probablemente alcanzaba el tamaño de un tonel y que lucía la armadura con la misma facilidad que la ropa. No habría parecido fuera de lugar en la taberna de nuestra aldea.
Acababa de ser convocado a la capital con motivo de los funerales del rey cuando llegó el mensajero de Marek acelerado por la magia, le contó que el príncipe heredero también había muerto, y le dio sus órdenes: pasar al otro lado de las montañas, capturar a Sarkan por estar corrompido y ser un traidor, y tendernos una trampa a mí y a los niños. El barón había asentido, había dado órdenes a sus soldados para que se congregaran, y había esperado a que se fuese el mensajero. A continuación, había marchado sobre el paso con sus hombres y se había ido directo a ver a Sarkan, a contarle que en la capital se estaba produciendo algún tipo de brujería corrompida.
Habían regresado juntos a la torre, y los soldados acampados abajo eran los suyos; se estaban apresurando a fortificar la torre para defenderla.
—Pero no podemos aguantar más de un día, no contra eso. —El barón hizo un gesto con el pulgar a través de la ventana, señalando al ejército que descendía por la ladera de la montaña—. Así que más vale que tengáis algo guardado en la manga. Le dije a mi mujer que escribiese a Marek para decirle que yo había perdido la cabeza y me había corrompido, así que espero que no le corte la suya a ella ni a los niños, pero tampoco me importaría conservar la mía.
—¿Pueden tirar las puertas abajo? —pregunté.
—Sí, si lo intentan el tiempo suficiente —dijo Sarkan—. Y los muros, para el caso. —Señaló un par de carretas de madera que descendían lentamente por la ladera cargadas con los largos cilindros de unos cañones—. Los encantamientos no resistirán de manera indefinida el fuego de los cañones.
Se apartó de la ventana.
—Sabes que ya hemos perdido —me confesó a mí sin rodeos—. Cada hombre que matemos, cada hechizo y cada poción que gastemos, favorecerá al Bosque. Podríamos llevar a los niños con la familia de su madre y armar una nueva defensa en el norte, alrededor de Gidna…
No estaba diciendo nada nuevo, que no supiera ya incluso cuando llegué huyendo como un pajarillo que vuelve a su nido en llamas.
—No —le dije.
—Escúchame —me pidió Sarkan—. Sé que tu corazón está aquí, en este valle. Sé que no puedes desprenderte de él…
—¿Porque estoy vinculada a él? —pregunté, rotunda—. ¿Yo, igual que todas las muchachas que vos escogéis?
Había entrado en su biblioteca dando tumbos, con un ejército pisándome los talones y una docena de personas a nuestro alrededor, y no había tenido tiempo para mantener una conversación, pero aún no lo había perdonado. Me daban ganas de llevármelo a solas y zarandearlo hasta que le saliesen las respuestas, y zarandearlo un poco más por si acaso. Sarkan guardó silencio, y me obligué a dejar a un lado la ardiente ira. Sabía que aquél no era el momento.
—No es ése el motivo —le dije en cambio—. El Bosque podría introducirse en el castillo del rey, en Kralia, a una semana de camino desde aquí. ¿Creéis que hay algún lugar donde podamos llevar a los niños y adonde no llegue el Bosque? Al menos, aquí tenemos una oportunidad de salir victoriosos. Si huimos, si dejamos que el Bosque vuelva a hacerse con todo el valle, jamás reuniremos un ejército, en ninguna parte, que sea capaz de atravesarlo luchando para llegar hasta su corazón.
—Por desgracia —dijo él cortante—, el que sí tenemos se encuentra ahora apuntando en la dirección equivocada.
—Entonces, tenemos que convencer a Marek de que le dé la vuelta —dije.
Kasia y yo nos llevamos a los niños hasta la despensa, el lugar más seguro, y les hicimos un catre con paja y mantas de sobra que había en las estanterías. El tiempo no había tocado las provisiones de la cocina, y todos estábamos lo bastante hambrientos después de nuestro día a la carrera como para que la inquietud nos sofocara el apetito. Cogí un conejo de la despensa fría del fondo y lo puse en una olla con zanahorias, alforfón seco y agua, y le lancé el lirintalem para convertirlo en algo comestible. Lo devoramos todos juntos sin preocuparnos, con unos cuencos, y los niños cayeron casi de inmediato en un sueño, agotados, acurrucados uno al lado del otro.
—Yo me quedaré con ellos —dijo Kasia sentada al lado del catre. Dejó cerca la espada desenvainada, y posó la mano en la cabeza de una dormida Marisha.
Mezclé una simple masa en un cuenco grande, apenas una pasta de harina y sal, y me la llevé arriba, a la biblioteca.
En el exterior, los soldados habían levantado la tienda de Marek: un pabellón blanco con dos faroles mágicos altos plantados en el suelo delante del mismo. Su luz azulada dotaba de un resplandor antinatural a la tela blanca, como si el pabellón entero hubiese descendido de los cielos, e imagino que ésa era la idea. El viento sacudía el estandarte del rey en el punto más alto, el águila roja con el pico y las garras abiertas, coronada. El sol se ponía. La alargada sombra de la cordillera de poniente se extendía lenta sobre el valle.
Un heraldo salió y se situó entre los faroles, con aire oficial y resplandeciente en su uniforme blanco, y una pesada cadena de oro alrededor del cuello que denotaba su cargo. Otra obra de los ardides de Ragostok, que lanzó la voz del heraldo contra los muros de la torre como el estallido de unas trompetas de justicia. Estaba enumerando todos nuestros delitos: corrupción, traición, asesinar al rey, asesinar a la princesa Malgorzhata, asesinar al padre Ballo, conspirar con la traidora Alosha, raptar al príncipe Kasimir Stanislav Algirdon y a la princesa Regelinda Maria Algirdon —me costó un instante percatarme de que se refería a Marisha y a Stashek—, confraternizar con los enemigos de Polnya y otra serie de cosas a partir de ahí. Me alegré de oír que llamaban «traidora» a Alosha: tal vez eso significaba que seguía viva.
La lista finalizaba con la exigencia del regreso de los niños y nuestra inmediata rendición. Acto seguido, el heraldo hizo una pausa para tomar aliento y beber agua; después, comenzó a recitar aquella truculenta letanía desde el principio. Los hombres del barón se arremolinaban inquietos alrededor de la base de la torre, donde estaban acampados, y miraban recelosos hacia nuestras ventanas.
—Sí, Marek se muestra eminentemente fácil de persuadir —dijo Sarkan al entrar en la habitación. Unas tenues manchas de aceite le brillaban en el cuello, en el dorso de la mano y a lo largo de la frente: había estado preparando pociones de sueño y de olvido en su laboratorio—. ¿Qué pretendes hacer con eso? Dudo que Marek vaya a probar una barra de pan envenenada, si ésa era tu idea.
Volqué mi masa sobre la superficie lisa de mármol de la larga mesa. Tenía en mente la vaga idea de los bueyes, el modo en que los había improvisado; se habían desmoronado, pero apenas estaban hechos de barro.
—¿Disponéis de un poco de arena? —le pregunté—. ¿Y tal vez de algunas piezas pequeñas de hierro?
Amasé las virutas de hierro y la arena con mi masa de harina mientras el heraldo entonaba su cántico en el exterior. Sarkan estaba sentado enfrente de mí; su pluma raspaba en el pergamino un extenso hechizo de ilusión y de abatimiento que fundía a partir de sus libros. La arena de un reloj discurría entre nosotros y marcaba el paso del tiempo mientras hervían sus pociones. Unos cuantos soldados del barón aguardaban infelices mientras él trabajaba, cambiando inquietos el peso del cuerpo de un pie al otro en un rincón de la estancia. Sarkan dejó la pluma justo cuando cayeron los últimos granos de arena, en una precisa sincronización.
—Muy bien, venid conmigo —les dijo, y se los llevó al laboratorio para entregarles unos frascos que debían llevar abajo.
Yo, por mi parte, tarareaba las canciones de cocina de mi madre mientras trabajaba, doblando y doblando con un ritmo constante. Pensé en Alosha forjando su espada una y otra vez, dotándola cada vez de un poco más de magia. Cuando mi masa quedó lisa y maleable, partí un fragmento, le di vueltas entre las manos hasta convertirlo en una torre, lo planté en el centro y doblé la masa hacia arriba por un lado para formar el muro de las montañas a nuestra espalda.
Sarkan regresó a la habitación y se quedó mirando mi obra con el ceño fruncido.
—Una maqueta encantadora —dijo—. Estoy seguro de que entretendrá a los niños.
—Venid y ayudadme —le pedí.
Pellizqué la masa blanda para levantar con ella un muro alrededor de la torre y empecé a murmurar un cántico de hechizos de tierra: fulmedesh, fulmishta, una y otra vez con un ritmo constante. Hice un segundo muro más exterior, y después un tercero; seguía entonando mi canto suave. Por la ventana entró un quejido como el de los árboles en un vendaval, procedente del exterior, y el suelo tembló de forma leve bajo nuestros pies: tierra y piedra, que se despertaban.
Sarkan permaneció un rato más observando, con el ceño fruncido. Sentí su mirada en la nuca, el recuerdo acurrucado en mi interior de la última vez que habíamos trabajado juntos en su habitación: rosas y espinas que se extendían frenéticas por todas partes entre nosotros dos. Quería y no quería su ayuda. Deseaba seguir enfadada con él un poco más, pero aún deseaba más la conexión; quería tocarle, quería el incisivo tacto resplandeciente de su magia en mis manos. Mantuve la cabeza baja y continué trabajando.
Se dio la vuelta y se dirigió a uno de sus armarios; trajo un cajoncito lleno de lascas de roca con el mismo aspecto del granito gris de la torre, de diversos tamaños. Empezó a reunir las lascas y con sus largos dedos las fue incrustando en los muros que yo había hecho. Recitó un hechizo de reparación mientras trabajaba, un hechizo para tapar grietas y sellar la piedra. Su magia atravesó el barro con velocidad, vívida y brillante allá donde se rozaba con la mía. Introdujo la piedra en el hechizo y puso los profundos cimientos debajo y nos elevó a mi ardid y a mí, cada vez más alto, como si me colocase escalones bajo los pies para que yo pudiese llevar los muros más y más arriba en el aire vacío.
Atraje su magia a mi ardid pasando las manos de vuelta por los muros mientras mi cántico seguía su curso por debajo de la melodía de su hechizo. Le lancé una mirada rápida. Él no apartaba la vista de la masa al tiempo que intentaba mantener el ceño fruncido, y a la vez se sonrojaba con aquella luz trascendente y elevada que él aportaba a sus complejos ardides: complacido e irritado, tratando de no estarlo.
Fuera, el sol se había puesto. Un tenue resplandor violáceo parpadeó sobre la superficie de la masa como un licor fuerte que se quemase en una cazuela. Apenas lo podía distinguir en la penumbra de la sala. Y entonces el ardid se inflamó como la yesca seca. Se produjo una sacudida, una corriente de magia, pero esta vez Sarkan estaba preparado para la rotura del dique. En el instante en que prendió el hechizo, se apartó bruscamente de mí. En un primer momento alargué los brazos hacia él por puro instinto, pero acto seguido también yo me aparté. Caímos separados en nuestros respectivos cuerpos en lugar de seguir vertiendo magia el uno sobre el otro.
A través de la ventana oímos un crujido como el del hielo en invierno, y se formó un griterío. Dejé atrás a Sarkan a toda prisa, con el rostro ardiendo, para asomarme a echar un vistazo. Los faroles mágicos ante la puerta de la tienda de Marek se mecían lentamente, arriba y abajo como si fuesen los faroles de una barca que ascendiese en el oleaje. El terreno se agitaba como el agua.
Todos los hombres del barón se apresuraron a retroceder contra los muros de la torre. Se desmoronaba su frágil cercado, que era poco más que unos fardos de ramas amontonadas que habían recogido. En aquella luz mágica, vi a Marek salir agachado de su tienda, el cabello y la armadura relucientes, con una cadena de oro —la que lucía el heraldo— agarrada en el puño. A su espalda salió correteando a la fuga una multitud de hombres y de criados: el gran pabellón se estaba viniendo abajo entero.
—¡Apagad las antorchas y las hogueras! —vociferó Marek con un estruendo antinatural.
La tierra gruñó y murmuró por todas partes entre quejidos.
Solya salió del pabellón con todos los demás. Arrancó del suelo uno de los faroles mágicos y lo sostuvo en alto con una palabra que intensificó su luz. El terreno entre la torre y el campamento estaba levantado y abultado, como si fuera una bestia perezosa que se pusiera en pie entre quejidos. Tierra y piedra comenzaron a erguirse en tres altos muros que rodeaban la torre, hechos de piedra recién extraída, llena de vetas blancas y filos cortantes. Marek tuvo que ordenar a sus hombres que apartasen rápidamente el cañón: al elevarse, los muros les retiraban el terreno de debajo de los pies.
El suelo se asentó con un último suspiro. Unos pocos temblores finales se alejaron de la torre, como ondas, y se extinguieron. De los muros caía una pequeña lluvia de polvo y piedrecillas. En aquella luz, el rostro de Marek se veía perplejo y furioso. Por un instante, alzó la mirada directo hacia mí, iracundo; se la sostuve con igual intensidad. Sarkan me apartó de la ventana.
—Provocar la furia de Marek no te servirá para persuadirle más fácilmente —dijo cuando me volví de golpe hacia él, y en mi ira se me olvidó avergonzarme.
Estábamos muy cerca el uno del otro. Él se dio cuenta en el mismo instante que yo. Me soltó con brusquedad y retrocedió. Apartó la mirada y levantó la mano para enjugarse una gota de sudor de la sien.
—Será mejor que bajemos y le contemos a Vladimir que no tiene por qué preocuparse, que no tenemos pensado dejarles caer a él y a todo su ejército al centro de la tierra.
—Podríais habernos avisado con antelación —dijo con sequedad el barón cuando salimos fuera—, pero tampoco me quejaré demasiado. Podemos hacerle pagar por estos muros más de lo que él se puede permitir… siempre que nosotros sí podamos desplazarnos entre ellos. Las piedras nos están cortando las cuerdas. Necesitamos una forma de pasar.
Quería que hiciésemos dos túneles en extremos opuestos, y así obligar a Marek a recorrer combatiendo toda la extensión de los muros si quería atravesar cada uno de ellos. Sarkan y yo nos dirigimos al extremo norte para ponernos manos a la obra. Los soldados ya estaban colocando picas a lo largo del muro, a la luz de las antorchas, con las puntas sobresaliendo hacia arriba; habían colgado capas sobre las varas para hacerse unas tiendecitas en las que dormir. Unos pocos estaban sentados en torno a unas hogueras pequeñas, empapaban carne seca en el agua hirviendo y removían kasha en el caldo para cocinarla. Asustados, se apartaban enseguida de nuestro camino sin que tuviésemos que decir una palabra. Sarkan no parecía percatarse, pero yo no podía evitar sentirme extraña y arrepentida.
Uno de los soldados era un muchacho de mi edad que afilaba las puntas de las picas una por una, laborioso y con mano diestra, con una piedra: seis golpes a cada una, y las terminaba tan rápido como a los dos hombres que las colocaban a lo largo del muro les daba tiempo a volver a por ellas. Tuvo que haberle costado aprender a hacerlo tan bien. No se le veía sombrío ni desdichado. Había escogido ser soldado. Tal vez tuviera una historia que comenzase así: una madre pobre y viuda, en casa, con tres hermanas pequeñas a las que alimentar, y una chica que vivía más abajo en el camino que le sonreía por encima de la valla cuando sacaba el rebaño de su padre todas las mañanas. Así que le había entregado a su madre su soldada y se había marchado a hacer fortuna. Había trabajado duro; tenía la intención de ascender pronto a cabo, y a sargento después de eso: luego volvería a casa con su elegante uniforme, pondría plata en las manos de su madre y le pediría a esa chica que se casara con él.
O tal vez perdería una pierna y regresaría a casa amargado y taciturno para encontrársela casada con un hombre que pudiese trabajar la tierra; o quizá se diese a la bebida para olvidar que había matado a otros hombres en su intento por hacerse rico. Allí también había otra historia; todos ellos las tenían. Todos tenían padres o madres, hermanas o amantes. No estaban solos en el mundo, sin importarles a nadie salvo a ellos mismos. Parecía completamente inapropiado tratarlos como si fueran peniques en un monedero. Quería acercarme y hablar con aquel muchacho, preguntarle su nombre, descubrir cuál era su auténtica historia. Pero aquello habría sido deshonesto, una forma de no herir mis propios sentimientos. Me daba la sensación de que los soldados entendían perfectamente que hacíamos cuentas con ellos: tantos son los que podemos perder sin riesgo; cuántos son demasiados; como si todos y cada uno de ellos no fuesen hombres completos.
Sarkan soltó un bufido.
—¿Qué bien les hará a ellos que te dediques a pasearte por ahí haciéndoles preguntas para enterarte de que aquél es de Debna, y que el padre de éste es un sastre, y que el otro tiene tres niños esperándolo en casa? Para ellos es de mayor ayuda que les construyas unos muros que eviten que los soldados de Marek los maten por la mañana.
—Para ellos es de mayor ayuda que Marek no lo intente, para empezar —le dije, perdiendo la paciencia con que se negase a entenderlo.
La única forma en que podíamos hacer que Marek negociase era lograr que le resultara demasiado costoso abrir una brecha en los muros, y que no quisiera pagar el precio. Pero aun así me enfurecía con él, con el barón, con Sarkan, conmigo misma.
—¿Os queda alguna familia? —le pregunté de sopetón.
—No podría decirte —me contestó—. Era un mendigo de tres años cuando le prendí fuego a Varsha tratando de calentarme en una noche de invierno. Ni se molestaron en buscar a mi familia antes de despacharme hacia la capital. —Hablaba con indiferencia, como si no le importase, como si hubiera soltado amarras del resto del mundo—. No me pongas caritas de pena —añadió—. Eso fue hace un siglo y medio, desde entonces ya han expirado su último aliento cinco reyes… seis reyes —se corrigió—. Ven aquí y ayúdame a encontrar una grieta que podamos abrir.
Para entonces ya había oscurecido por completo, y no había forma de hallar una grieta excepto al tacto. Puse la mano en el muro y casi la retiré de golpe. La piedra murmuraba de forma extraña bajo mis dedos, en un coro de profundas voces. Miré más de cerca. Habíamos elevado algo más que roca desnuda y tierra: había fragmentos rotos de bloques tallados que sobresalían de la tierra, los huesos de la antigua torre ya perdida. Sobre ellos, en algunos lugares, había grabadas palabras ancestrales, apenas visibles y casi desgastadas, pero podía tocarlas aunque no las viese. Retiré las manos y las froté, la una contra la otra. El tacto de mis dedos era polvoriento, seco.
—Hace mucho que se fueron —dijo Sarkan, pero los ecos persistían.
El Bosque había derribado aquella última torre; había devorado y desperdigado a toda esa gente. Quizá hubiera sucedido así también para ellos: tal vez se viesen retorcidos y convertidos en armas los unos contra los otros, hasta que todos ellos estuvieron muertos y las raíces del Bosque pudieron reptar silenciosas sobre sus cadáveres.
Volví a colocar las manos sobre la piedra. Sarkan había encontrado una grieta estrecha en el muro, apenas lo suficiente para meter las yemas de los dedos. La agarramos desde lados opuestos y tiramos al tiempo.
—Fulmedesh —pronuncié mientras él realizaba un hechizo de apertura, y la grieta se ensanchó entre los dos con un ruido similar al de unos platos que se rompen contra un suelo de piedra.
Se desprendió una cascada de piedrecillas. Los soldados extrajeron las rocas sueltas con sus yelmos y las manos protegidas con guanteletes mientras nosotros ensanchábamos aún más la grieta. Cuando terminamos, el túnel era lo bastante ancho para que pasase un hombre con armadura, si se agachaba. Dentro, los tenues reflejos de plata azulada brillaban aquí y allá en la oscuridad. Atravesé aquella ratonera tan rápido como pude y traté de no fijarme en ellos. Los soldados comenzaron a trabajar en la trinchera detrás de nosotros, mientras recorríamos la larga curva del muro hasta el extremo sur para abrir el segundo hueco.
Cuando terminamos el segundo túnel, los hombres de Marek habían empezado a intentarlo con el muro exterior, aunque todavía no muy en serio: estaban lanzando por lo alto unos trapos ardiendo, empapados en aceite de los faroles, con pequeñas protuberancias metálicas que apuntaban en todas direcciones a modo de púas. Sin embargo, aquello casi alegraba más aún a los soldados del barón. Dejaron de mirarnos a Sarkan y a mí como si fuésemos serpientes venenosas y comenzaron a vociferar órdenes y a prepararse para el estado de sitio, un trabajo que conocían de sobra.
Nosotros no teníamos sitio entre ellos, únicamente estorbábamos. Al final, no intenté hablar con ninguno; seguí en silencio al Dragón de regreso a la torre.
Cerró las grandes puertas a nuestra espalda, y el golpe seco de la barrera en los soportes de hierro resonó por el mármol. La entrada y el gran salón seguían igual, aquellos bancos estrechos de madera contra la pared, tan poco acogedores, los faroles colgados de lo alto. Todo tan rígido y tan formal como el primer día en que me paseé por allí con mi bandeja de comida, tan atemorizada y tan sola. Hasta el barón prefería dormir fuera con sus hombres con el tiempo que hacía, templado. Oía sus voces en el exterior a través de las ventanas saeteras, pero apenas perceptibles, como si vinieran de muy lejos. Algunos soldados cantaban juntos una canción, probablemente subida de tono, pero cargada de un alegre ritmo de trabajo. No logré distinguir la letra.
—Por fin tendremos un poco de tranquilidad. —Sarkan dio la espalda a las puertas y se volvió hacia mí.
Se pasó una mano por la frente y se marcó una franja limpia en la fina capa de polvo grisáceo de la piedra que se aferraba a su piel; tenía las manos sucias de un polvillo verde y de rastros iridiscentes de un aceite que brillaba a la luz de los faroles. Se miró las manos con una mueca de desagrado, también las amplias mangas de su camisa de trabajo, que se le desenrollaban.
Por un instante, podíamos haber estado otra vez a solas en la torre, sólo nosotros dos sin ejércitos apostados en el exterior, sin infantes reales ocultos en la despensa, con la sombra del Bosque cayendo sobre nuestras puertas. Se me olvidó que estaba intentando enfadarme con él. Deseaba ir entre sus brazos, descansar la cara en su pecho y respirarlo, humo, ceniza y sudor todo unido; deseaba cerrar los ojos y hacer que me rodease con los brazos. Quería dejarle las marcas de mis manos en el polvo que llevaba encima.
—Sarkan —empecé.
—Lo más probable es que ataquen con las primeras luces del alba —se apresuró a decir y me interrumpió antes de que yo pudiese añadir nada más. Su rostro estaba tan cerrado como las puertas. Se apartó de mí e hizo un gesto hacia las escaleras—. Lo mejor que puedes hacer en este momento es dormir un poco.