22
—Os lo advertí —dijo Alosha sin levantar los ojos del constante tañido de sus golpes de martillo.
Yo me abrazaba las rodillas en un rincón de su fragua, justo detrás del círculo chamuscado en el suelo, donde caían las chispas, y no decía nada. No tenía una respuesta: era verdad, me había advertido.
A nadie le había importado que el propio príncipe Vasily debía de estar corrompido para hacer tal locura; a nadie le había importado que hubiera muerto en el Bosque, un cadáver solitario que alimentaba las raíces del árbol-corazón. A nadie le había importado que todo aquello fuera obra del bestiario. El príncipe Vasily había raptado a la reina y se la había entregado al Bosque. Todo el mundo estaba tan furioso como si lo hubiese hecho ayer, y, en lugar de marchar sobre el Bosque, querían marchar sobre Rosya.
Ya había tratado de hablar con Marek: una pérdida de tiempo. No habían pasado ni dos horas desde que se había indultado a la reina y ya estaba ejercitando a los caballos en el patio de los barracones, ya estaba eligiendo cuáles se llevaría al frente.
—Vendrás con nosotros —me ordenó como si no hubiera duda al respecto, sin apartar siquiera los ojos de las relucientes patas mientras hacía que un caballo castrado, alto y zaino, diese vueltas a su alrededor con una mano en la guía y la otra en un látigo de cola larga—. Solya dice que puedes doblar la fuerza de sus ardides, tal vez más.
—¡No! —me negué—. ¡No os voy a ayudar a matar rosyos! Es al Bosque al que tenemos que combatir, no a ellos.
—Y lo haremos —dijo Marek con naturalidad—. Después de tomar la orilla oriental del Rydva, nos dirigiremos al sur por su vertiente de los montes Jaral y rodearemos al Bosque por ambos lados. Muy bien, nos llevaremos éste —le indicó a su mozo de cuadra y le lanzó la guía; con un experto golpe de muñeca, recogió la oscilante cola del látigo y se volvió hacia mí—. Escucha, Nieshka… —Le fulminé con la mirada, enmudecida; ¿cómo se atrevía a llamarme así, con mi apodo? Pero él me pasó además el brazo por los hombros y continuó avanzando—. Si nos llevamos la mitad del ejército al sur, a tu valle, serán ellos los que crucen el Rydva en tropel a nuestras espaldas y saqueen la misma Kralia. Es probable que ése fuera el motivo por el que se confabularon con el Bosque en un principio. Eso es justo lo que querían que hiciéramos. El Bosque no cuenta con un ejército. Seguirá donde está hasta que nos hayamos encargado de Rosya.
—¡Nadie se confabularía jamás con el Bosque! —le solté.
Se encogió de hombros.
—Si no lo están, aun así lo utilizaron deliberadamente en nuestra contra —dijo—. ¿Cómo crees que le reconforta a mi madre que ese perro de Vasily también muriera, después de haberla entregado a ese infierno sin fin? Y has de ver que da igual que estuviese corrompido de antemano. Rosya no vacilará en aprovechar la oportunidad si nos dirigimos al sur. No podemos volvernos contra el Bosque hasta que hayamos protegido nuestro flanco. No seas tan corta de miras.
Me aparté bruscamente de su abrazo y también de su condescendencia.
—No soy yo quien está siendo corta de miras —le dije a Kasia, echando chispas, mientras cruzábamos deprisa el patio para ir en busca de Alosha, a su fragua. Pero al verme, la maga se limitó a decir: «Os lo advertí», severa pero sin acalorarse.
—El poder que hay en el Bosque no es una bestia con un odio ciego; es capaz de pensar y trazar planes, y trabajar para lograr sus propios fines. Es capaz de ver en el corazón de los hombres, para envenenarlos aún mejor. —Cogió la espada del yunque y la sumergió en el agua fría; una columna de vapor ascendió en grandes bocanadas como si fuese el aliento de alguna bestia monstruosa—. Si no había corrupción alguna, podríais haber imaginado que estaba actuando otra cosa.
Sentada a mi lado, Kasia levantó la cabeza.
—¿Hay… hay otra cosa actuando dentro de mí? —preguntó entristecida.
Alosha hizo una pausa y la miró. Me sorprendí a mí misma conteniendo el aliento, en silencio.
—¿No es esto ya lo bastante malo? Tú, liberada; después la reina liberada, y ahora, ¿toda Polnya y toda Rosya a punto de incendiarse? No podemos prescindir de los hombres que van a enviar al frente —añadió—. Si pudiéramos, ya estarían allí. El rey está dejando el reino desprotegido, y Rosya hará lo mismo para enfrentarse a nosotros. Ganemos o perdamos, la cosecha de este año será mala para todos.
—Y eso es lo que el Bosque ha querido, desde el principio —dijo Kasia.
—Una de las cosas que ha querido —matizó Alosha—. No me cabe la menor duda de que hubiera engullido encantado a Sarkan y a Agnieszka de haber tenido la oportunidad, y a continuación habría devorado el resto del valle de la noche a la mañana. Sin embargo, un árbol no es una mujer; no lleva una sola semilla en su vientre. Un árbol esparce tantas semillas como puede y espera que algunas broten. Ese libro era una de ellas; la reina era otra. Deberían haberla enviado lejos de inmediato, y a ti con ella. —Se volvió de nuevo hacia la fragua—. Demasiado tarde ya para enmendarlo.
—Quizá deberíamos marcharnos directas a casa —le dije a Kasia, y traté de ignorar la añoranza que surgía en mí como una ola ante aquella idea, aquel tirón involuntario. Deseaba creérmelo, mientras decía—: No tengo nada que hacer aquí. Nos iremos a casa, podemos ayudar a quemar el Bosque. Podemos reunir por lo menos un centenar de hombres del valle…
—Un centenar de hombres —dijo Alosha a su yunque con un resoplido—. Sarkan y tú podéis causar algún daño con un centenar de hombres, no lo dudo, pero pagaréis por cada centímetro de terreno que avancéis. Y, entretanto, el Bosque tendrá a veinte mil hombres masacrándose los unos a los otros a orillas del Rydva.
—¡El Bosque va a conseguir eso de todos modos! —le dije—. ¿No podéis vos hacer algo?
—Lo estoy haciendo. —Y Alosha volvió a meter la espada en el fuego una vez más.
Ya lo había hecho cuatro veces en el tiempo que llevábamos allí sentadas con ella, y caí en la cuenta de que aquello no tenía ningún sentido. No había visto a nadie hacer una espada, pero sí me había fijado de sobra en el trabajo del herrero: a todos los niños nos gustaba mirar cuando él le daba golpes a las guadañas y fingía que estaba forjando espadas; cogíamos palos y jugábamos a las batallas alrededor de los vapores de la fragua. De manera que sí sabía que una hoja no se forja una y otra vez, pero Alosha extrajo la espada de nuevo, la colocó sobre el yunque, y advertí que estaba introduciendo hechizos en el acero a golpe de martillo: sus labios se movían ligeramente mientras trabajaba. Era una extraña forma de magia, porque no estaba acabada de por sí; Alosha atrapaba el balanceo de un hechizo y lo dejaba otra vez suspendido antes de volver a sumergir la espada en el agua fría.
La oscura hoja salía goteando, envuelta en una capa de agua. Daba una sensación extraña, de hambre. Al mirar en ella vi una larga caída en el interior de una grieta seca y profunda en la tierra, que se desplegaba sobre unas rocas abruptas. No era como las otras espadas encantadas, las que llevaban los soldados de Marek; ésta deseaba consumir la vida.
—Llevo cien años forjando esta hoja —comentó Alosha al sostenerla en alto. Me fijé en ella, contenta de apartar la mirada de aquel objeto—. La empecé tras la muerte de la Graja y después de que Sarkan se marchase a la torre. A estas alturas, ya hay en ella más hechicería que metal. La espada tan sólo recuerda la forma que antaño tuvo, y no durará más allá de un único golpe, pero eso es todo cuanto le hará falta.
Volvió a meterla en la fragua, y la vimos asentarse en el baño de llamas, una extensa lengua de sombra entre ellas.
—El poder que hay en el Bosque —dijo Kasia despacio con los ojos clavados en el fuego—. ¿Es algo que se pueda matar?
—Esta espada puede matar cualquier cosa —contestó Alosha, y yo la creí—. Mientras seamos capaces de hacerle mostrar el cuello. Para eso, sin embargo —añadió—, necesitaremos más de un centenar de hombres.
—Podemos recurrir a la reina —dijo Kasia de repente. La miré sorprendida—. Sé que hay señores que le deben lealtad a ella en particular: una docena de ellos vino e intentó rendirle honores mientras nos tenían encerradas juntas, pero Sauce no los dejó entrar. La reina debe de contar con soldados que nos podría asignar, en lugar de enviarlos a Rosya.
Y ella, al menos, sin duda querría ver al Bosque abatido. Aunque Marek no me escuchase, ni el rey, ni nadie más en la corte, quizá ella sí lo hiciese.
De manera que Kasia y yo bajamos y nos quedamos esperando a las puertas de la gran sala conciliar: allí estaba la reina de nuevo, formando parte del concilio de guerra. Los guardias me habrían dejado pasar: ahora ya sabían quién era. Me miraron de soslayo, con el rabillo del ojo, nerviosos y a la vez interesados. Como si fuese a brotar de mí más hechicería en cualquier momento, como unos tentáculos contagiosos. Sin embargo, yo no quería entrar; no deseaba verme atrapada en las discusiones de los Magnati y los generales que planeaban la mejor manera de matar a diez mil hombres y cosechar la gloria mientras los cultivos se echaban a perder en los campos. No me iba a poner en sus manos como si fuera otra arma que blandir.
Así que esperamos fuera, y preferimos quedarnos contra la pared mientras salían en tropel los miembros del concilio, una riada de señores y soldados. Me había imaginado que la reina vendría detrás de ellos, con unos sirvientes que la ayudasen a caminar, pero no fue así: salió en el centro de la multitud. Lucía la tiara, aquella en la que Ragostok había estado trabajando. El oro atrapaba la luz, y los rubíes brillaban sobre sus cabellos rubios. Vestía también de seda roja, y todos los cortesanos se arremolinaban en torno a ella, gorriones alrededor de un cardenal. Era el rey quien iba detrás del resto, charlando en voz baja con el padre Ballo y otros dos miembros del concilio, alguna cuestión de última hora.
Kasia me miró. Habríamos tenido que apartar a la gente a empujones para llegar hasta ella… descarado, pero podríamos haberlo hecho; Kasia podía haber abierto paso para las dos. Pero la reina tenía un aspecto tan distinto… La rigidez parecía haberse desvanecido, y también su silencio. Hacía gestos de asentimiento a los señores que la rodeaban, sonreía; volvía a ser uno de ellos, uno de los actores que se movían por el escenario, tan grácil como cualquiera. No me moví. La reina desvió un instante la mirada, casi hacia nosotras. No intenté captar su atención, y en cambio me agarré al brazo de Kasia y la empujé aún más contra la pared, conmigo. Algo me había echado atrás, como el instinto de un ratón en la madriguera, que oye el susurro de las alas del búho en las alturas.
Los guardias desfilaron tras la corte después de echarme un último vistazo, y el pasillo se quedó vacío. Estaba temblando.
—Nieshka. —Kasia me sacudió—. ¿Qué te pasa?
—He cometido un error —le dije. No sabía qué, exactamente, pero había hecho algo mal; sentía una terrible certeza que iba descendiendo sobre mí, como quien ve caer un penique a las profundidades de un pozo—. He cometido un error.
Kasia me siguió por los pasillos, las escaleras estrechas, al final casi a la carrera, de regreso a mi pequeña alcoba. Me observaba preocupada, mientras yo cerraba la puerta con fuerza a nuestra espalda y me apoyaba en ella como una cría que se esconde.
—¿Ha sido la reina? —preguntó Kasia.
La miré allí, de pie en el centro de mi habitación, con la dorada luz del fuego sobre la piel y entre sus cabellos, y por un horrible instante fue una desconocida con el rostro de Kasia: por un momento había traído la oscuridad conmigo. Me aparté de ella y me volví con brusquedad hacia la mesa. Había guardado unas ramas de pino en mi alcoba, para tenerlas cerca. Cogí un puñado de agujas, las quemé en la chimenea e inhalé el humo, aquel olor amargo tan fuerte, y murmuré mi hechizo de limpieza. La sensación extraña se desvaneció. Kasia estaba sentada en la cama, observándome, entristecida. Levanté la mirada hacia ella con abatimiento: había visto la sospecha en mis ojos.
—Eso no es más que lo que yo misma he pensado —dijo ella—. Nieshka, tal vez deberían… a las dos, a la reina y a mí nos deberían… —Se le quebró la voz.
—¡No! —exclamé—. No.
Pero no sabía qué hacer. Me senté ante la chimenea, jadeando asustada, y luego me volví hacia el fuego, de golpe, ahuecando las manos, e invoqué mi antigua práctica de la ilusión, aquella rosa pequeña de obstinadas espinas, las ramas del rosal, zarcillos que crecían con parsimonia sobre los bordes de la pantalla de la chimenea. En un lento cántico, la perfumé y le añadí unas cuantas abejas, y unas hojas en cuyos bordes enroscados se ocultaban las mariquitas; y entonces formé a Sarkan al otro lado de la rosa. Invoqué sus manos bajo las mías: sus cuidadosos dedos, largos y flacos, las suavizadas callosidades de coger la pluma, el calor que irradiaba su piel; y Sarkan cobró forma sobre la chimenea, sentado junto a mí, y estábamos sentados en su biblioteca, también.
Entonaba mi breve hechizo de ilusión en un continuo vaivén, y lo alimentaba con un hilo de magia, constante y plateado. Pese a todo, no era como había sido el árbol-corazón, el día antes. Observaba su rostro, su ceño fruncido y la mirada de sus ojos oscuros, pero en realidad no era él. No era una simple ilusión que necesitase, no era sólo la imagen de Sarkan o un olor siquiera, o un sonido, me percaté. No era ése el motivo por el que había vivido aquel árbol-corazón en la sala del trono. Había surgido de mi corazón, del temor y el recuerdo, de los retortijones de horror en mi vientre.
Tenía la rosa en las manos ahuecadas. Miré a Sarkan al otro lado de los pétalos y me permití sentir sus manos en torno a las mías, los puntos en que las yemas de sus dedos apenas me rozaban la piel y donde la base de las palmas de mis manos descansaba en las suyas. Me permití recordar el alarmante calor de su boca, cómo se arrugaba su seda y su encaje entre nuestros cuerpos, él entero contra mí. Y me permití pensar en mi ira, en todo lo que había aprendido, en los secretos de Sarkan y en todo lo que había ocultado; solté la rosa y agarré las solapas de su abrigo para zarandearlo, para gritarle, para besarle…
Y entonces él pestañeó y me miró, y en algún lugar a su espalda brillaba un fuego. Tenía la mejilla sucia de hollín, motas de ceniza en el pelo, y los ojos enrojecidos; el fuego crepitaba en la chimenea, y era el distante crepitar del fuego en los árboles.
—¿Y bien? —me inquirió, ronco e irritado, y era él—. No podemos hacer esto por mucho tiempo, sea lo que sea lo que estés haciendo; no puedo tener dividida mi atención.
Mis manos se aferraron a la tela: sentí cómo se deshilachaban las puntadas, el tacto de la ceniza en mis manos, ceniza en mis orificios nasales, ceniza en mis labios.
—¿Qué está pasando?
—El Bosque intenta hacerse con Zatochek —me dijo—. Hemos estado quemándolo todos los días, pero ya hemos perdido un kilómetro y medio de terreno. Vladimir ha enviado desde las Marismas Amarillas a todos los soldados de los que podía prescindir, pero no es suficiente. ¿Va a enviar a alguien el rey?
—No —le confesé—. Está… están empezando otra guerra con Rosya. La reina dijo que Vasily de Rosya la entregó al Bosque.
—¿Ha hablado la reina? —preguntó tajante, y sentí que de nuevo me subía por la garganta aquel inquietante latido de temor.
—Pero Solya ha formulado sobre ella un hechizo de visión —le dije con un argumento que iba tan dirigido a mí como a él—. La pusieron a prueba con el chal de Jadwiga. No había nada en ella. No había ni rastro, nadie pudo ver ninguna sombra…
—La corrupción no es la única herramienta con la que cuenta el Bosque —dijo Sarkan—. La tortura común puede quebrar igualmente la voluntad de una persona. Podría haberla dejado marchar a propósito, una vez puesta a su servicio pero sin contaminar a la vista de cualquier magia. O, en lugar de eso, podría haber plantado algo en ella, o cerca de ella. Un fruto, una semilla…
Se detuvo y volvió la cabeza al ver algo que yo no podía ver.
—¡Suéltate! —exclamó de golpe, y dejó ir su magia de forma brusca; me caí de espaldas de la chimenea, y me golpeé contra el suelo en una sacudida dolorosa. El rosal se desmoronó en cenizas sobre el fuego y se desvaneció, y Sarkan con él.
Kasia dio un salto para sujetarme, pero ya me estaba poniendo en pie. «Un fruto, una semilla». Las palabras de Sarkan habían prendido el temor en mí.
—El bestiario —dije—. Ballo iba a intentar purificarlo…
Aún me sentía mareada, aunque me di la vuelta y salí corriendo de la habitación con una urgencia que crecía en mi interior. Ballo iba a hablarle al rey sobre el libro. Kasia corría a mi lado y estabilizaba mis temblorosos pasos.
Percibimos el griterío al descender a toda prisa el primer tramo de la estrecha escalera del servicio. «Demasiado tarde, demasiado tarde», me decían mis pies en su golpeteo contra la piedra. No era capaz de distinguir de dónde procedían los gritos: estaban lejos y resonaban por los pasajes del castillo. Corrí en dirección al Charovnikov y pasé por delante de dos doncellas que se quedaron mirando con la espalda contra la pared mientras arrugaban la ropa que llevaban doblada entre los brazos. Kasia y yo giramos veloces para bajar por la segunda escalera a la planta baja en el preciso instante en que una llamarada blanca de fuego crepitó abajo y proyectó unas sombras nítidas en las paredes.
La luz cegadora se desvaneció, y vi cómo Solya cruzaba volando por delante de la salida de la escalera para estamparse contra una pared con el ruido de un saco húmedo. Bajamos deprisa y lo vimos tirado contra el muro opuesto, inmóvil, con los ojos abiertos y la mirada perdida, sangrando por la nariz y por la boca, y con unos cortes superficiales y ensangrentados atravesándole el pecho.
La cosa que salió reptando del pasillo al Charovnikov casi llenaba el espacio entre el suelo y el techo. Tenía menos de bestia que de un horrible conglomerado de partes: la cabeza como un perro monstruoso, un enorme ojo en medio de la frente y el hocico lleno de bordes afilados e irregulares que parecían cuchillos en lugar de dientes. De su cuerpo, hinchado y protegido por escamas como una serpiente, surgían seis patas musculosas con las garras de un león. Rugió y se abalanzó hacia nosotras tan veloz que casi no pude pensar en moverme. Kasia me agarró y tiró de mí escaleras arriba, y la bestia se agachó y metió la cabeza por la abertura de las escaleras entre dentelladas, mordiscos y aullidos, soltando una espuma verdosa que le bullía en la boca.
—¡Polzhyt! —grité para apartar de un golpe la cabeza de la bestia, que chilló y retrocedió al pasillo cuando una llamarada le quemó el hocico.
Dos flechas gruesas volaron y se le clavaron en el costado con sendos golpes secos y amortiguados en la carne; la bestia se retorció al tiempo que enseñaba los dientes. Detrás de ella, Marek dejó a un lado una ballesta; un secretario real joven, patoso y aterrado que se encontraba junto a él había descolgado una lanza de la pared para dársela y se aferraba a ella, boquiabierto, mirando al monstruo; casi se le había olvidado soltarla cuando Marek se la arrebató de las manos.
—¡Ve a llamar a la guardia! —gritó al muchacho, que dio un respingo y echó a correr.
Marek azuzaba al monstruo con la lanza, apuntándole a la cabeza.
A su espalda estaban abiertas de par en par las puertas de una sala con losetas blancas y negras salpicadas de sangre y tres hombres tirados, muertos, nobles con las ropas desgarradas. El rostro lívido y asustado de un hombre mayor se asomaba por debajo de la mesa de la sala: el secretario de palacio. Otros dos guardias reales yacían muertos más allá, por el pasillo, como si el monstruo hubiese llegado dando saltos desde las entrañas del castillo y hubiera destrozado las puertas para alcanzar a los hombres que había dentro.
O, tal vez, para llegar hasta un hombre en particular: la bestia rugió ante la lanza que la amenazaba, pero se apartó de Marek. Volvió despacio la cabeza, enorme, enseñando los dientes, hacia Solya. Él estaba quieto, con los ojos vidriosos y la mirada fija en el techo mientras los dedos rascaban lentamente el suelo de piedra como si tratasen de aferrarse a este mundo.
Antes de que la bestia pudiese abalanzarse, Kasia voló por encima de mí en un salto enorme, escaleras abajo, rodó, se golpeó contra el muro y se irguió. Cogió otra lanza de la pared y la empujó hacia la cara del monstruo. La bestia canina le dio una dentellada a la empuñadura de la lanza y soltó un aullido: Marek le había hundido su lanza en un costado. Se aproximaba el sonido de las botas y de las voces, más guardias a la carrera y el repentino tañido de aviso de las campanas de la catedral; el paje había dado la alarma.
Vi todas aquellas cosas, y con posterioridad pude contar que habían sucedido, pero en el momento no sentí que estuviesen pasando. Lo único que había era el aliento cálido y apestoso de la bestia que ascendía por las escaleras, y la sangre, y los vuelcos que me daba el corazón; y saber que tenía que hacer algo. La bestia aulló y se volvió hacia Kasia y Solya, y me puse de pie en las escaleras. Las campanas tañían y tañían. Las oía por encima de mi cabeza, allá donde una ventana de la escalera se asomaba a una estrecha franja de cielo, la calima gris perlada de un nublado día de verano.
Extendí la mano y dije:
—¡Kalmoz!
Las nubes en el exterior se apretaron unas contra otras en un oscuro nudo como una esponja, un chaparrón que metía el agua dentro y me salpicaba, y un relámpago restalló a través de la ventana y saltó a mis manos como el siseo de una serpiente luminosa. Lo agarré, cegada, envuelta en una luz blanca y el cántico de un quejido; no podía respirar. Lo lancé escaleras abajo, hacia la bestia. El trueno rugió a través de mí, salí despedida hacia atrás y aterricé extenuada y dolorida en el descansillo, crepitando entre humo y un fuerte olor amargo.
Me quedé tumbada, con temblores por todo el cuerpo y las lágrimas que me caían de los ojos. Las manos me escocían y me dolían, y de ellas se desprendía un humo como el de la niebla de la mañana. No podía oír nada. Cuando se me aclaró la vista, dos doncellas se inclinaban aterrorizadas sobre mí moviendo los labios sin emitir ningún sonido. Sus manos hablaban por ellas, cuidadosas, mientras me ayudaban a levantarme. Me tambaleé al ponerme en pie. Marek y otros tres guardias se encontraban junto a las escaleras, ante la cabeza del monstruo, tanteándolo con cautela. Yacía inmóvil y humeante, una línea negra y chamuscada marcaba su silueta contra las paredes que rodeaban su cuerpo.
—Clávale una pica en el ojo para asegurarnos —dijo Marek, y uno de los guardias le clavó su lanza bien profunda en uno de sus ojos redondos, que ya palidecían. El cuerpo ni se inmutó.
Bajé renqueante las escaleras, con una mano en la pared, y me dejé caer en los escalones que quedaban sobre la cabeza de la bestia. Kasia estaba ayudando a Solya a levantarse; el mago se llevó el dorso de la mano a la cara y se limpió la maraña de sangre sobre la boca, entre jadeos y mirando al monstruo.
—¿Qué demonios es esa cosa? —quiso saber Marek.
Muerta, la bestia tenía un aspecto aún más antinatural: unos miembros que no cuadraban los unos con los otros y que colgaban torcidos del cuerpo, como si una costurera loca hubiera cosido fragmentos de diferentes muñecas.
Yo observaba la bestia desde arriba, el hocico canino, las patas desparramadas, el grueso cuerpo de serpiente, y poco a poco fue surgiendo un recuerdo, una imagen que había visto el día antes con el rabillo del ojo mientras trataba de no leer.
—Un tsoglav —dije. Me volví a levantar dolorida, demasiado rápido, y tuve que agarrarme a la pared—. Es un tsoglav.
—¿Qué? —Solya alzó la vista hacia mí—. ¿Qué es un…?
—Es del bestiario —traté de explicar—. Tenemos que encontrar al padre Ballo… —Me detuve y observé a la bestia, aquel único ojo velado, y de repente supe que no lo íbamos a encontrar—. Tenemos que encontrar el libro —susurré.
Estaba mareada y la cabeza me daba vueltas. Me apresuré y casi me caigo al entrar en el pasillo. Marek me cogió del brazo y me sostuvo, y bajamos al Charovnikov con los guardias lanza en ristre. Las grandes puertas de madera estaban descolgadas y torcidas en la entrada, astilladas, manchadas de sangre. Marek me apoyó contra la pared como si fuese una escalerilla inestable e hizo un gesto con la cabeza a uno de los guardias: entre los dos agarraron una de las pesadas puertas rotas, la levantaron y la quitaron de en medio.
La biblioteca era un desastre de faroles rotos, mesas volcadas y destrozadas, apenas iluminada por unas pocas lámparas. Había estanterías tumbadas sobre los montones que formaban los libros que antes albergaban, destripados. En el centro de la sala, la gigantesca mesa de piedra estaba partida por la mitad, y ambas secciones habían caído hacia el interior. El bestiario aguardaba abierto en el mismo centro, sobre el polvo de la piedra y los escombros, con una última lámpara encendida sobre sus páginas intactas. Había tres cuerpos repartidos por el suelo a su alrededor, quebrados y desechados, perdidos en su mayor parte entre las sombras, pero Marek, a mi lado, se quedó profunda y completamente quieto; inmóvil.
Y entonces dio un salto al frente, al tiempo que gritaba:
—¡Buscad a Sauce! ¡Buscad a…! —Cayó de rodillas junto al más alejado de los cuerpos; guardó silencio al darle la vuelta, cuando la luz incidió en el rostro del hombre: en el rostro del monarca.
El rey estaba muerto.