6

Ayudé al Dragón a recorrer a trompicones el pasillo y la corta distancia hasta mi pequeña alcoba, de cuya ventana aún colgaba la cuerda de vestidos de seda. No cabía la esperanza de bajarlo hasta sus aposentos; ya era un peso muerto cuando lo dejé sobre mi cama. Aún se agarraba el brazo y de algún modo contenía la corrupción, aunque el brillo que rodeaba su mano era cada vez más tenue. Lo acomodé sobre las almohadas y permanecí de pie ante él por un instante, inquieta, esperando que dijese algo, que me dijera qué hacer, pero no habló; sus ojos no percibían nada, tenía la mirada fija en el techo. El pequeño arañazo se había hinchado como la peor picadura de una araña. Respiraba con rápidos jadeos, y el antebrazo tenía un horrible color verdoso por debajo de donde lo agarraba, el mismo color que había teñido la piel de Jerzy. En el extremo de la mano, las uñas se le ennegrecían.

Bajé corriendo a la biblioteca, patinando tanto por los escalones como para arañarme las espinillas y hacerme sangre, pero ni siquiera lo noté. Allí estaban los libros en sus elegantes hileras, como siempre, plácidos y sin inquietarse ante mi necesidad. Algunos de ellos me resultaban ya conocidos: «viejos enemigos», los habría llamado yo, llenos de hechizos y encantamientos que entre mis labios inevitablemente se habrían tergiversado, de páginas temblorosas hasta el desagrado cuando tocaba el pergamino. Me subí a la escalera y los saqué de la estantería de todas formas; los fui abriendo uno por uno, pasando páginas y páginas de listas, todo para nada: la destilación de la esencia de mirto sería de gran utilidad en todo tipo de manejos, pero ahora no me serviría en absoluto, y resultaba exasperante perder un solo segundo ante seis recetas para sellar en condiciones el frasco de una poción.

No obstante, la inutilidad de aquel esfuerzo me ralentizó lo suficiente como para permitirme pensar un poco mejor. Me di cuenta de que no podía esperar hallar la respuesta a algo tan horrible en los libros de hechizos de los que él trataba de enseñarme: como él mismo me había dicho en repetidas ocasiones, estaban llenos de conjuros y trivialidades, cosas que cualquier mago que preciara su ingenio debería ser capaz de dominar casi a la primera. Observé dubitativa las estanterías más bajas, donde el Dragón guardaba los volúmenes que él leía, aquellos de los que me había advertido de forma estricta que me mantuviese alejada. Algunos estaban encuadernados en un cuero nuevo e intacto, repujado en oro; otros eran viejos y prácticamente se desmoronaban; unos eran tan altos como mi brazo; otros, lo bastante pequeños para caber en la palma de mi mano. Los recorrí con los dedos y, en un impulso, extraje uno de tamaño reducido y repleto de hojas de papel insertadas: la cubierta estaba pulida por el uso y lucía una estampación de letras simples.

Se trataba de un cuaderno escrito con una letra pequeña y apretada, de lectura casi imposible a la primera y repleto de abreviaturas. Las hojas sueltas eran anotaciones del Dragón, una o más insertadas entre prácticamente todas las páginas, en las que describía diferentes maneras de formular cada hechizo, con explicaciones de lo que estaba haciendo: aquello parecía más prometedor, al menos, como si su voz me hablase desde el papel.

Había una docena de hechizos para sanar y limpiar heridas… de infecciones y gangrenas, no de un encantamiento de corrupción, pero al menos merecía la pena probar. Leí entero un hechizo que aconsejaba sajar la herida envenenada, emplastarla con romero y cáscaras de limón, y hacer algo que el autor de la nota llamaba «poner el aliento en ello». El Dragón había rellenado cuatro páginas sobre el tema, hasta el último milímetro de papel, y había dibujado unas líneas en las que había anotado cerca de seis decenas de variaciones: tal cantidad de romero fresco o seco; cual cantidad de cáscara de limón con pellejo blanco o sin él; con un cuchillo de acero, con uno de hierro, tal encantamiento y tal otro.

No había escrito cuál de los intentos había funcionado mejor y cuál peor, pero si le había dedicado tanto esfuerzo, tenía que servir para algo. Todo cuanto necesitaba yo ahora era hacerle el suficiente bien como para que me dijese apenas unas palabras, darme alguna indicación. Bajé volando a la cocina y busqué un ramo grande de romero colgante y un limón. Cogí un cuchillo pequeño para pelar legumbres que estaba limpio, varios paños también limpios y un cazo con agua caliente.

Entonces vacilé: mis ojos se habían posado en un cuchillo de carnicero que descansaba sobre la piedra de cortar. Si no podía hacer otra cosa, si no conseguía darle fuerzas para hablar… no sabía si sería capaz, si le podría cortar el brazo; pero había visto a Jerzy en la cama, tan burlón y monstruoso, lejos de aquel hombre triste y tranquilo que me saludaba en la calle con un gesto de la cabeza; había visto la expresión vacía en el rostro de Krystyna. Tragué saliva y cogí el cuchillo de carnicero.

Afilé los dos, decidida a no pensar en nada, y me llevé las cosas escaleras arriba. La ventana y la puerta estaban abiertas, pero aun así, el terrible hedor de la corrupción ya se acumulaba en mi pequeña alcoba. Me revolvía las tripas, tanto físicamente como de pánico. No me veía capaz de ver al Dragón corrompido, su elegante perfil putrefacto, su afilada lengua reducida a gruñidos y aullidos. Su respiración era breve, tenía los ojos medio cerrados. Una terrible palidez en el rostro. Le coloqué los paños bajo el brazo y los até con un cordel. Pelé unas tiras anchas de cáscara de limón, arranqué unas hojas de romero del tallo, las machaqué todas y lo eché todo en el agua caliente para que el aroma dulce y fuerte ascendiera y desalojara el hedor. Luego me mordí el labio, reuní fuerzas y rajé la herida hinchada para abrirla con el cuchillo pequeño. Supuró una bilis espesa y verdosa. Vertí sobre la herida una taza de agua caliente detrás de otra hasta que quedó limpia. Cogí a puñados las hierbas maceradas con limón y las emplasté con fuerza.

Las notas del Dragón no decían nada sobre el significado de echarle el aliento a la herida, así que me incliné y susurré los encantamientos sobre ella, probé uno tras otro con la voz quebrada. Todos parecían incorrectos en mis labios, torpes y cortantes, y nada sucedía. Presa del desánimo, volví a leer aquella escritura tan apretada: había una línea que decía: «Kai y tihas, cantadas como bien parezca, serán de especial virtud». Todos los encantamientos del Dragón tenían sus variantes con aquellas sílabas, aunque entrelazadas con otras para construir unas frases muy largas y complicadas que se me trababan en la lengua. En cambio, me incliné y canté «Tihas, tihas, kai tihas, kai tihas» una y otra vez, y acabé yéndome a la melodía de la canción de cumpleaños que me cantaban cuando era pequeña.

Suena absurdo, pero el ritmo resultaba fácil y reconocible, reconfortante. No tuve ya que pensar en las palabras: me llenaban la boca y se derramaban como el agua de una copa. Se me olvidó recordar las risotadas de Jerzy y aquella inmunda nube verde que había sofocado la luz en su interior. Sólo quedaba el suave movimiento de la canción, el recuerdo de los rostros reunidos a la mesa entre risas. Y entonces fluyó la magia, aunque no del mismo modo en que las lecciones de hechizos del Dragón la extraían de mí de golpe. El sonido del cántico, en cambio, parecía transformarse en un río creado para llevar la magia consigo, y en la orilla me encontraba yo, con un cántaro que jamás se agotaba, vertiendo un fino hilo de plata en la velocidad de la corriente.

Bajo mis manos, la dulce fragancia del romero y el limón ascendía con fuerza y se imponía al hedor de la corrupción. Más y más de aquella bilis comenzó a manar de la herida hasta el punto de llegar a preocuparme, de no ser porque el aspecto del brazo del Dragón mejoraba a ojos vistas: el horrible rastro verdoso perdía intensidad, se reducía la hinchazón de las venas infladas y oscurecidas.

Me estaba quedando sin aliento, pero, además de eso, de algún modo me daba la sensación de haber acabado, de que mi trabajo estaba hecho. Finalicé mi cántico de forma sencilla con una nota ascendente y otra descendente: de todos modos, al final ya sólo tarareaba con los labios cerrados. El destello allá donde él se sujetaba el brazo, por el codo, brillaba ahora más fuerte, más intenso, y de su sujeción surgieron de forma abrupta unas delgadas líneas de luz que le recorrieron las venas y se desplegaron como si fueran ramas. La putrefacción desaparecía: la carne tenía una apariencia saludable, su piel se recuperaba… en su habitual palidez enfermiza de quien no ha visto el sol, pero suya, al fin y al cabo.

Lo observaba con la respiración contenida, sin apenas atreverme a albergar esperanzas, y todo su cuerpo cambió entonces. Tomó aliento una sola vez, más larga y más profunda, parpadeando hacia el techo con una mirada que volvía a ser consciente, y sus dedos liberaron uno por uno la férrea sujeción a la altura del codo. Tal vez se me escapase un sollozo de alivio: incrédula y esperanzada, alcé la vista hacia su rostro con una sonrisa que me empezaba a asomar a los labios y me encontré con la estupefacta indignación que había en sus ojos, fijos en mí.

Se incorporó de las almohadas con esfuerzo. Se quitó del brazo el emplasto de romero y limón y lo mantuvo en el puño con cara de incredulidad. Se inclinó hacia delante y cogió el pequeño cuaderno de la colcha que le cubría las piernas: yo lo había puesto allí para poder leerlo mientras trabajaba. Miró fijamente el hechizo, le dio la vuelta al libro para ver el lomo como si no pudiera creer lo que veían sus ojos, y descargó contra mí:

—Tú, condenada contradicción insensata e imposible, ¿qué demonios has hecho ahora?

Arrodillada, me senté sobre los talones con una cierta indignación: ahora esto, cuando acababa de salvarle no sólo la vida, sino todo lo que él pudiera ser, y acababa de salvar al reino de lo que fuera en lo que el Bosque lo hubiese convertido.

—¿Qué debería haber hecho? —exigí—. ¿Y cómo iba a saber que tenía que hacerlo? Además, ha funcionado, ¿no?

Por alguna razón, aquello únicamente consiguió enfurecerlo casi hasta la incoherencia. Se levantó de mi catre, lanzó el libro a la otra punta de la alcoba y todas las notas volaron por los aires, y salió al pasillo sin mediar palabra.

—¡Podríais agradecérmelo! —grité a su espalda, pero sus pasos se habían desvanecido ya antes de que recordase que el Dragón había sido herido al salvarme a mí la vida, que seguramente se habría obligado a hacer lo indecible con tal de venir a ayudarme.

Aquel pensamiento sólo me puso de peor humor, por supuesto. Y también lo hizo la trabajosa tarea de limpiar mi pequeña alcoba y cambiar la ropa de cama; las manchas no saldrían, y todo apestaba, aunque aquella terrible maldad ya había desaparecido. Decidí por fin utilizar la magia para hacer aquello, y empecé con uno de los hechizos que me había enseñado el Dragón, pero luego cambié de idea y me fui a recoger el cuaderno del rincón. Estaba agradecida a aquel librito y al mago o la bruja que lo hubiera escrito en el pasado, aunque el Dragón no lo estuviera conmigo, y me alegró encontrar, casi al principio, un hechizo para refrescar una habitación: «Tisha, en canto ascendente y descendente, con el trabajo que lo guíe». Lo tarareé mentalmente mientras retiraba la funda húmeda y manchada del colchón. El aire se hizo frío y vigorizante a mi alrededor, pero sin ser en absoluto molesto; cuando hube terminado, la ropa de cama estaba limpia y resplandeciente como recién lavada, y la funda olía como si acabase de salir de un almiar en verano. Volví a montar la cama y me tumbé en ella, casi sorprendida, conforme los últimos jirones de desesperación me abandonaban, y, con ellos, todas mis fuerzas. Apenas fui capaz de taparme con la colcha antes de quedarme dormida.

Desperté despacio, llena de paz y serenidad, bajo la luz del sol que entraba por la ventana, y poco a poco me fui dando cuenta de que el Dragón se encontraba en mi alcoba.

Estaba sentado junto a la ventana, en la pequeña silla de trabajo, fulminándome con la mirada. Me incorporé, me froté los ojos y le miré de igual modo. Mostró en alto el librito, lo tenía en la mano.

—¿Qué te hizo escoger precisamente éste? —quiso saber.

—¡Estaba lleno de notas! —le dije—. Pensé que debía de ser importante.

—No es importante —dijo, aunque no le creí dada la ira que parecía embargarle—. No sirve para nada…, no ha servido en los quinientos años que han pasado desde que fue escrito, y un siglo de estudio no ha conseguido convertirlo en nada que no sea una inutilidad.

—Bueno, hoy no ha sido inútil —dije al tiempo que me cruzaba de brazos.

—¿Cómo sabías cuánto romero utilizar? —me preguntó—. ¿Cuánto limón?

—¡Vos mismo usasteis todo tipo de cantidades en esas tablas! —le dije—. Supuse que no importaba.

—¡Esas tablas eran de fracasos, idiota! —me gritó—. Ninguna de esas cantidades surtió el menor efecto: ni por partes, ni con adiciones, ni con encantamiento alguno… ¿Qué hiciste tú?

Le miré fijamente.

—Empleé lo suficiente para generar un olor agradable, y lo maceré para concentrarlo más. Y utilicé el cántico de la página.

—¡Ahí no hay ningún encantamiento! —exclamó—. Unas sílabas triviales, sin poder…

—Cuando lo canté el tiempo suficiente, hizo que fluyese la magia —le dije—. Lo hice al son de Cumpleaños feliz —añadí. Se puso más rojo e indignado aún.

Se pasó la siguiente hora interrogándome al respecto de cada detalle particular de mi formulación del hechizo, y cada vez se contrariaba más: yo apenas era capaz de responder a ninguna de sus preguntas. Quería las sílabas y las repeticiones exactas, quería saber cuánto me había acercado a su brazo, el número de ramitas de romero y el número de cáscaras de limón. Hice lo que pude para contárselo, pero, incluso conforme lo hacía, me daba la sensación de que todo era incorrecto, y, mientras él escribía airado en sus papeles, por fin le dije:

—Pero si nada de eso importa. —El Dragón alzó una mirada torva hacia mí, y proseguí con incoherencia aunque con convicción—: Sólo es… una forma de hacerlo. No hay una única senda. —Señalé con un gesto hacia sus papeles—. Vos tratáis de hallar un camino donde no lo hay. Es como… es igual que recolectar en los bosques —dije de forma abrupta—. Tenéis que abriros paso entre los matorrales y los árboles, y cada vez es diferente.

Terminé en tono triunfal, complacida por haber encontrado una explicación que me resultase clara y satisfactoria. Él se limitó a dejar la pluma de golpe y a echarse hacia atrás en la silla, enfadado.

—Eso es una bobada —dijo en un tono casi lastimero, y se quedó mirándose el brazo con aire de frustración, como si prefiriese sufrir de nuevo la corrupción antes que valorar la posibilidad de estar equivocado.

Me fulminó con los ojos cuando se lo dije: a aquellas alturas yo también estaba empezando a ponerme un tanto furiosa, estaba sedienta y muerta de hambre, aún vestida con los harapos de Krystyna que me colgaban de los hombros y no me protegían del frío. Harta, me levanté haciendo caso omiso de la expresión de su rostro y le anuncié:

—Bajo a la cocina.

—Fenomenal —soltó él y se marchó enfurecido hacia su biblioteca, pero era incapaz de aguantar un interrogante sin responder.

Antes siquiera de que mi caldo de pollo se hubiese terminado de cocer, apareció de nuevo ante la mesa de la cocina cargado con un volumen distinto, encuadernado en cuero celeste y repujado en plata, grande y elegante. Lo dejó sobre la mesa, junto al tajo de madera.

—Por supuesto —dijo con voz firme—, tienes cierta afinidad por la sanación, y eso te ha llevado a intuir el verdadero hechizo…, aunque no seas ya capaz de recordar los detalles con precisión. Eso explicaría tu incompetencia en general: la sanación es una rama especialmente definida de las artes mágicas. Espero que tu progreso mejore de un modo considerable cuando avancemos y centremos nuestra atención en las disciplinas sanadoras. Comenzaremos con los hechizos menores de Groshno. —Apoyó una mano sobre el tomo.

—No, no lo haremos hasta que haya almorzado —le dije sin hacer una pausa. Estaba cortando zanahorias.

Masculló algo sobre alguna idiota recalcitrante. No le hice caso. Se contentó con permanecer sentado y tomarse el caldo cuando le puse un cuenco delante con una gruesa rebanada de una hogaza de pan que había hecho… el día anterior, caí en la cuenta; apenas había estado fuera de la torre durante una noche y un día. Me parecía un milenio.

—¿Qué ha sido de la quimera? —le pregunté cuchara en mano, mientras comíamos.

—Vladimir no es un necio, gracias al cielo —dijo el Dragón, tras limpiarse los labios con una servilleta que hizo aparecer. Tardé un instante en percatarme de que hablaba del barón—. Después de enviar al mensajero, le puso unas terneras atadas como cebo cerca de la frontera mientras sus piqueros la hostigaban desde todas las demás direcciones. Perdió a diez de ellos, pero consiguió acorralarla a una hora a caballo del paso de la montaña. Pude matarla con rapidez. No era más que una quimera pequeña, apenas tenía el tamaño de un poni.

Sonaba extrañamente serio al respecto.

—Y eso es bueno, ¿verdad?

Me miró con cara de fastidio.

—Era una trampa —me dijo con tono desagradable, como si aquello resultara obvio para cualquier persona sensata—. Buscaba mantenerme alejado mientras la corrupción se apoderaba de todo Dvernik y acababa con la aldea antes de que yo llegase. —Se miró el brazo, abrió y cerró el puño. Se había cambiado de camisa y se había puesto una de lana verde con el puño cerrado en oro. Le cubría el brazo; me preguntaba si debajo le quedaría una cicatriz.

—Entonces —me atreví a decir—, ¿hice bien al ir?

Su expresión era tan agria como una leche que se hubiera dejado al sol en pleno verano.

—Si alguien pudiera decir algo semejante cuando has tirado el equivalente a cincuenta años de mis pociones más valiosas en menos de un día. ¿Alguna vez se te ha ocurrido pensar que si se pudiera disponer de ellas con esa facilidad, le entregaría media docena de frascos al corregidor de cada aldea y me ahorraría la molestia de tener que poner el pie en el valle?

—No pueden ser más valiosas que las vidas de las personas —contraataqué.

—La vida que en un momento dado tienes ante ti no vale un centenar en otro sitio, dentro de tres meses —me dijo—. Escucha, simplona, ahora tengo un frasco de corazón de fuego que se está refinando. Empecé a prepararlo hace seis años, cuando el rey se pudo permitir entregarme el oro necesario para ello, y estará terminado dentro de otros cuatro. Si gastamos todo mi suministro antes de ese momento, ¿acaso crees que Rosya tendrá la deferencia de no incendiar nuestros campos sabiendo que nos moriremos de hambre y pediremos la paz antes de poder devolverles la gentileza? Y cada uno de los frascos que has gastado tiene igualmente su coste. Más aún cuando Rosya cuenta con tres maestros hechiceros capaces de preparar pociones frente a los dos que tenemos nosotros.

—¡Pero no estamos en guerra! —protesté.

—Lo estaremos en primavera —me dijo—, si llega a sus oídos alguna historia sobre un despilfarro de corazones de fuego y pieles de piedra y creen haber adquirido una verdadera ventaja. —Hizo una pausa y, acto seguido, añadió con gravedad—: O si llega a sus oídos alguna historia sobre una sanadora con el poder suficiente para purgar la corrupción, y creen en cambio que la balanza se decantará pronto a nuestro favor, cuando te hayas formado.

Tragué saliva y bajé la mirada a mi cuenco de sopa. Sonaba irreal cuando hablaba de que Rosya declarase la guerra por mí, por las cosas que había hecho o por lo que ellos imaginaban que podría hacer. Recordé, no obstante, el terror que sentí al ver las almenaras encendidas sin estar él, consciente de lo poco que podía hacer para ayudar a mis seres queridos. Aún no me arrepentía, en absoluto, de haberme llevado las pociones, pero no podía seguir fingiendo que daba igual si alguna vez llegaba a aprender un solo hechizo.

—¿Creéis vos que podría ayudar a Jerzy, una vez me haya formado? —le pregunté.

—¿Ayudar a un hombre corrompido por completo? —El Dragón me miró con el ceño fruncido. Pero luego admitió de mala gana—: No deberías haber sido capaz de ayudarme a mí.

Agarré mi cuenco, me bebí de golpe el resto del caldo, lo dejé después a un lado y lo miré, separados por la mesa arañada de la cocina.

—Muy bien —le dije muy seria—. Pongámonos a ello.

Por desgracia, la disposición para aprender magia no equivalía a que se te diera bien. Los hechizos menores de Groshno se me atragantaron por completo, y los conjuros de Metrodora siguieron desde luego sin conjurarse. Tras otros tres días en los que admití que el Dragón me empleara en los hechizos de sanación, todos los cuales me dieron la misma sensación de torpeza e impropiedad de siempre, bajé decidida a la biblioteca a la mañana siguiente con el pequeño cuaderno desgastado en la mano y lo dejé sobre la mesa ante él, que miraba con el ceño fruncido.

—¿Por qué no me enseñáis con esto? —inquirí.

—Porque eso no se puede enseñar —me soltó—. Apenas he sido capaz de codificar los conjuros más sencillos en cualquier formato que resulte utilizable, y ninguno de los ardides más elevados. A pesar de la notoriedad de la autora, en la práctica no tiene casi ningún valor.

—¿A qué os referís con notoriedad? —dije y observé el librito—. ¿Quién lo escribió?

Me frunció el ceño.

—Jaga —dijo, y por un instante me quedé helada e inmóvil.

La vieja Jaga había muerto mucho tiempo atrás, pero apenas había canciones sobre ella, y los bardos las solían cantar con recelo, sólo en verano, a mediodía. Llevaba quinientos años muerta y enterrada, pero eso no le había impedido aparecer en Rosya apenas cuarenta años atrás, en el bautizo del príncipe recién nacido. Convirtió en sapo a seis guardias que intentaron detenerla, durmió a otros dos magos y se dirigió hasta el niño para inclinarse sobre él y observarlo con el ceño fruncido. Se irguió, entonces, y anunció con tono irritado: «He abandonado el tiempo», antes de desvanecerse en una gran nube de humo.

De manera que estar muerta no era un impedimento para que regresara de repente a reclamar su librito de hechizos, pero lo único que hizo el Dragón fue irritarse más con mi expresión.

—Quita esa cara de niña solemne de seis años. Al contrario de lo que sostiene la imaginación popular, está muerta, y te puedo asegurar que cualquier paseo atemporal que se pudiera haber dado con antelación habría tenido un propósito más elevado que ir por ahí espiando los cotilleos sobre su persona. En cuanto a ese libro, empleé una desmedida cantidad de dinero y de esfuerzos en conseguirlo, y me felicité por su adquisición hasta que me percaté de lo irritantemente incompleto que era. Está claro que ella lo utilizaba sólo para refrescarse la memoria: no contiene detalles de verdadera hechicería.

—Los cuatro que he probado yo han funcionado a la perfección —le dije, y él me miró fijamente.

No me creyó hasta que me obligó a formular media docena de los hechizos de Jaga. Eran todos similares: unas pocas palabras, unos cuantos gestos, unas briznas de hierbas y otras cosas. Ningún elemento en particular importaba; no había un orden estricto en los ensalmos. Vi por qué decía él que los hechizos de Jaga no se podían enseñar, porque yo ni siquiera era capaz de recordar lo que había hecho después de formularlos, y mucho menos explicar por qué daba cada paso, pero suponían para mí un alivio indescriptible después de todos aquellos hechizos tan rígidos y exageradamente complicados que él me había impuesto. Mi primera descripción continuaba siendo acertada: me sentía como si me fuese abriendo camino por una zona boscosa que jamás hubiese visto, y las palabras de Jaga eran como las de otra recolectora experimentada que fuese por delante y se volviese para gritarme: «Hay arándanos bajando por la ladera norte», o «Unos champiñones magníficos junto a estos abedules», o «Se pasa bien entre las zarzas de la izquierda». A ella le daba igual cómo llegase hasta los arándanos: se limitaba a indicarme la dirección correcta y dejaba que yo me diese un paseo hasta ellos, tanteando el terreno bajo mis pies.

El Dragón lo odiaba tanto que casi me dio lástima. Acabó situándose de pie a mi lado mientras yo formulaba el ensalmo final y anotaba cada pequeño detalle sobre lo que hacía, incluso el estornudo tras haber inhalado con demasiada fuerza justo encima de la canela, para probar él en cuanto terminaba yo. Resultaba muy extraño observarlo, como si fuera un espejo, halagador, que fuera con retraso: lo hizo todo exactamente igual a como lo había hecho yo, pero con mayor gracilidad, con una perfecta precisión, enunciando cada sílaba que yo había arrastrado, pero no había llegado ni a la mitad cuando ya me había dado cuenta de que no funcionaba. Hice un gesto con la nariz para interrumpirle. Me lanzó una mirada furiosa, así que cedí y le dejé darse cabezazos contra la espesura del bosque, tal y como yo lo veía, y cuando terminó y no sucedió nada, le dije:

—No deberíais haber dicho miko ahí.

—¡Tú lo has dicho! —saltó él.

Me encogí de hombros con impotencia: no dudaba que lo hubiera hecho, aunque para ser totalmente sincera, no lo recordaba. Ahora bien, no era un detalle que fuese importante recordar.

—Era apropiado cuando yo lo pronuncié —le dije—, pero cuando vos lo habéis hecho, ha sido incorrecto. Como si… fuerais siguiendo una senda, pero entretanto hubiese caído un árbol, o hubiera crecido un seto, y vos insistierais en continuar de igual modo en lugar de rodearlo…

—¡No hay setos! —rugió él.

—Supongo que se debe a haber pasado tanto tiempo solo y encerrado —dije pensativa y mirando para otro lado— y a haber olvidado que las cosas vivas no siempre se quedan donde uno las deja.

Me ordenó que saliera de la estancia con una ira desatada.

He de reconocerle un mérito: anduvo malhumorado el resto de la semana y, después, sacó de sus estanterías una pequeña colección de libros de hechizos, polvorientos y sin usar, llenos de caóticos sortilegios como los del libro de Jaga. Todos ellos cayeron encantados en mis manos. El Dragón los hojeó, consultó docenas de referencias en sus otros libros y, con ese conocimiento, me preparó un curso de estudio y prácticas. Me advirtió de todos los peligros de obrar los ardides mayores: de ese hechizo que se te va de las manos a medio camino y monta un estropicio; de perderte en la magia y vagar por ella como en un sueño que pudieras tocar mientras tu cuerpo muere de sed; de intentar un hechizo más allá de tus límites y hacer que agote unas fuerzas que no tenías. Aunque seguía sin ser capaz de entender en absoluto cómo funcionaban los hechizos que me iban a mí, se convirtió en un feroz crítico de mis resultados y me exigió que le dijese de antemano qué pretendía yo que sucediera, y cuando no conseguía predecir el resultado de forma apropiada, me obligaba a trabajar ese mismo hechizo una y otra vez hasta que lograba predecirlo.

En resumen, trató de enseñarme lo mejor que pudo y de aconsejarme en mis traspiés por un bosque que era nuevo para mí, por mucho que para él fuese territorio desconocido. Seguía lamentándose de mi éxito, no por celos, sino por una cuestión de principio: el hecho de que funcionasen mis ardides chapuceros hería su sentido del adecuado orden de las cosas, y fruncía el ceño en la misma medida cuando me salía bien o cuando cometía algún error evidente.

Pasado un mes del inicio de mi nueva formación, él me miraba fijamente mientras yo me afanaba por crear la ilusión de una flor.

—No lo entiendo —dije, o más bien gimoteé, si he de ser sincera: era de una dificultad que rayaba el absurdo. Mis tres primeros intentos se habían quedado con el aspecto de unas flores hechas de jirones de algodón. Ahora había logrado formar una rosa silvestre hasta cierto punto convincente, mientras no trataras de olerla—. Es mucho más fácil cultivarla sin más: ¿por qué molestarse en esto?

—Es una cuestión de escala —precisó—. Te aseguro que resulta considerablemente más sencillo generar la ilusión de un ejército que montar uno de verdad. ¿Cómo es posible que esté funcionando? —me soltó, así como hacía él a veces cuando el evidente espanto de mi magia le presionaba más allá de sus límites—. Ni siquiera mantienes el hechizo… ni cántico, ni gestos…

—Sigo dándole magia. Una gran cantidad de magia —añadí, a mi pesar.

Los primeros hechizos que no arrancaron la magia de mi interior como quien te saca una muela habían sido de un alivio tal que empecé a pensar que lo peor ya había pasado: ahora que entendía cómo tenía que funcionar la magia —dijera lo que dijese el Dragón al respecto— todo sería más sencillo. Pues bien, no tardé en aprender que no. La desesperación y el terror alimentaron mi primer ardid, y mis siguientes intentos resultaron equivalentes a aquellos primeros conjuros que el Dragón había tratado de enseñarme, los hechizos menores que él esperaba que dominase sin esfuerzo. Claro que lo hice, por supuesto, y acto seguido, el implacable Dragón me puso con verdaderos hechizos, y una vez más se volvió todo, si bien no inaguantable del mismo modo, sí extremadamente difícil.

—¿Cómo le estás dando la magia? —me preguntó entre dientes.

—¡Ya he encontrado la senda! —dije—. Yo sólo la sigo. ¿No podéis vos… sentirla? —le pregunté de forma abrupta sin dejar de acunar la flor con la mano, ofreciéndosela a él.

El Dragón frunció el ceño y la rodeó con las palmas.

Vadiya rusha ilikad tuhi —dijo entonces, y una segunda ilusión se desplegó sobre la mía, dos rosas en el mismo espacio: la suya, como era de esperar, contaba con tres anillos de pétalos perfectos y una delicada fragancia—. Trata de igualarla —me dijo distraído con un leve movimiento de los dedos y, en bruscos intervalos, entre los dos acercamos nuestras ilusiones hasta que resultó casi imposible distinguir la una de la otra—. Ah —dijo de forma repentina justo cuando yo comenzaba a atisbar su hechizo casi del mismo modo exacto que aquel extraño mecanismo de relojería que había en el centro de su mesa, todas sus piezas resplandecientes en movimiento.

En un impulso, traté de alinear nuestras obras: me imaginé la suya como la noria de un molino, y la mía como la fuerte corriente que la hace girar.

—¿Qué estás…? —empezó a decir, y de pronto sólo teníamos una rosa, y comenzó a crecer.

Y no sólo la rosa: por las estanterías crecieron los zarcillos en todas direcciones, se enroscaron entre los volúmenes ancestrales y alcanzaron la ventana; las altas y esbeltas columnas que formaban el marco de la puerta desaparecieron entre el surgir de los abedules, que desplegaban como dedos unas largas ramas; musgo y violetas brotaban por todo el suelo; delicados helechos se desperezaban. Se abrían las flores por doquier: flores que no había visto nunca, unos extraños brotes colgantes y otras con puntas afiladas, vivos colores, y la habitación se inundó de su fragancia, con el olor de las hojas machacadas y el acre de las hierbas; miré a mi alrededor con el rostro iluminado de asombro, y mi magia continuaba fluyendo con facilidad.

—¿Os referíais a esto? —le pregunté: la verdad era que no estaba resultando más difícil que crear la sola flor. Él, sin embargo, observaba aquel caos de flores que nos rodeaba, tan sorprendido como lo estaba yo.

Me miró, perplejo y por primera vez inseguro, como si se hubiese topado con algo de improviso. Sus largas y delgadas manos acunaban las mías, y entre los dos sosteníamos la rosa. Cantaba la magia dentro de mí, a través de mí; sentí el murmullo de su poder que de nuevo cantaba la misma tonada. Me sentí de pronto acalorada, en una extraña conciencia de mí misma. Retiré las manos.