15

La mantis plateada dejó caer mi yegua al suelo y escupió la cabeza. Kasia trataba de levantarse y tiraba de mí. Todos fuimos presa del horror por un instante, y el príncipe Marek soltó un grito inarticulado y asestó un golpe con el cuerno a la mantis en la cabeza. Desenvainó la espada.

—¡Cerrad filas! ¡Colocad a los magos detrás de nosotros! —rugió, y espoleó a su caballo para avanzar y situarse entre aquella cosa y nosotros blandiendo su espada ante ella. La hoja le rasgó el caparazón y le arrancó una larga tira translúcida como quien pela una zanahoria.

Aquellos caballos demostraron que realmente valían su peso en plata: no sentían pánico ahora, tal y como le habría sucedido a cualquier bestia, sino que se encabritaban y soltaban coces entre relinchos estridentes. Los cascos impactaban en los caparazones de las mantis con unos golpes que sonaban huecos. Los soldados formaron algo parecido a un círculo alrededor de Kasia y de mí, y el Dragón y el Halcón aproximaron sus monturas a nuestros flancos. Todos los soldados llevaban las riendas entre los dientes; la mitad de ellos ya había desenvainado y formaba un muro de puntas erizadas para protegernos mientras el resto se colocaba primero el escudo en el brazo.

Las criaturas con aspecto de mantis salían de los árboles para rodearnos. Aún costaba verlas en el moteado de luz con los árboles en movimiento, pero habían dejado de ser invisibles. No se movían como los caminantes, rígidos y lentos, sino que avanzaban a paso ligero sobre cuatro patas mientras agitaban las pinzas dentadas de sus patas delanteras.

¡Suitah liekin, suitah lang! —gritó el Halcón, e invocó aquel fuego blanco fulgurante que había utilizado en la torre. Lo lanzó como si fuera un látigo para enroscarlo en las patas delanteras de la mantis más cercana, que se erguía para atrapar a otro soldado. Tiró de la cuerda como un hombre que contuviese a una res que se revuelve, y arrastró a la mantis hacia delante: allá donde el fuego presionaba el caparazón surgía el amargo olor del aceite quemado, crepitando, y se desprendían unos hilos de humo blanco que se elevaban en volutas.

Desequilibrada, la mantis daba dentelladas al aire con sus terribles mandíbulas. El Halcón le tiró de la cabeza con el látigo, y uno de los soldados le asestó un tajo en el cuello.

No me esperaba mucho de aquello: en el valle, nuestras hachas, guadañas y espadas comunes apenas arañaban la piel de los caminantes. Aquella espada, sin embargo, se clavó profunda. Esquirlas de quitina volaron por los aires, y el hombre al otro lado le clavó la punta de su espada en el lugar donde el cuello se le unía a la cabeza. Cargó con su peso contra la empuñadura y hundió el acero. El caparazón de la mantis crujió con estruendo como la pata de un cangrejo, bajó la cabeza, y las mandíbulas quedaron inertes. El cuerpo rezumaba icor sobre la hoja de la espada, humeante, y por un segundo vi el resplandor de unas letras doradas en la neblina, antes de que se volviesen a fundir con el acero.

No obstante, y a pesar de que la mantis moría, su cuerpo entero siguió avanzando, atravesó el círculo y casi tumba al caballo del Halcón. Otra mantis se asomó por la brecha abierta y trató de capturarle, pero el mago agarró las riendas con una mano y controló su montura cuando ésta fue a encabritarse; llevó entonces hacia atrás su látigo de fuego y lo hizo restallar contra la cara de la segunda mantis.

En el suelo con Kasia, apenas podía ver mucho más del combate. Oía al príncipe Marek y a Janos alentar a gritos a los soldados, y el estridente sonido del metal contra los caparazones. Todo era ruido y confusión, y sucedía tan rápido que casi no me daba tiempo ni de respirar, y mucho menos pensar. Con los ojos desorbitados, levanté la vista al Dragón, que se peleaba con su propio caballo, asustado; lo vi gruñir algo para el cuello de su camisa y sacar los pies de los estribos. Le lanzó las riendas a uno de los soldados —un hombre cuyo caballo caía con un terrible corte abierto en el pecho— y desmontó, pie a tierra junto a nosotras.

—¿Qué debo hacer? —le dije a voces. Buscaba en vano un hechizo, a tientas—. ¿Murzhetor…?

—¡No! —me gritó sobre aquella cacofonía. Me agarró por el brazo y me dio la vuelta, mirando al árbol-corazón—. Hemos venido a por la reina. Si nos desgastamos librando una batalla inútil, todo esto habrá sido para nada.

Nos habíamos situado lejos del árbol, pero las mantis nos estaban llevando poco a poco hacia él, nos metían a la fuerza bajo sus ramas, y el olor de sus frutos me quemaba los orificios nasales. El tronco era gigantesco. Jamás había visto un árbol tan grande, ni en el más espeso de los bosques, y su tamaño tenía algo de grotesco, como una garrapata hinchada y llena de sangre.

Una simple amenaza no funcionaría esta vez, aunque hubiera sido capaz de aunar la ira para invocar fulmia: el Bosque no iba a entregar a la reina ni siquiera para salvar un árbol-corazón tan grande, no ahora que sabía que podíamos acabar con el árbol más adelante, al purgarla. No me imaginaba qué le podríamos hacer a este árbol: la corteza lisa brillaba dura como el metal. El Dragón lo observaba con los ojos entrecerrados, mascullando mientras movía las manos, pero antes incluso de que el flujo de la llama saltase e impactara contra la corteza, supe de manera instintiva que no serviría de nada; y tampoco creía que las espadas encantadas de los soldados pudiesen siquiera arañar aquella madera.

El Dragón siguió intentándolo: hechizos de ruptura, de apertura, de frío y de relámpagos, sistemático aun cuando el combate se recrudecía a nuestro alrededor. Buscaba algún punto débil, alguna grieta en la armadura, pero el árbol lo resistía todo, y el olor de sus frutos se intensificó. Habíamos matado a otras dos de aquellas criaturas con aspecto de mantis; cuatro soldados más estaban muertos. Kasia soltó un grito ahogado cuando algo rodó y me golpeó el pie con un ruido sordo; miré hacia abajo y vi la cabeza de Janos, sus claros ojos azules aún clavados en una mirada penetrante con el ceño fruncido. Me aparté de un salto, horrorizada, tropecé y caí de rodillas, asqueada de repente y sin poder evitarlo: vomité sobre la hierba.

—¡Ahora no! —me gritó el Dragón como si hubiese podido controlarlo.

Jamás había visto un combate, no como éste, tal matanza. Los hombres morían como si fueran reses. Sollocé apoyada en el suelo con las manos y con las rodillas, las lágrimas cayeron en la tierra, y entonces agarré las raíces más gruesas que había cerca de mí.

Kisara, kisara, vizh —pronuncié como en un cántico.

Las raíces se agitaron.

Kisara —volví a decir, una y otra vez, y unas gotitas de agua comenzaron a concentrarse en la superficie de las raíces, supurando de ellas y rodando para unirse a otros puntos minúsculos y húmedos, uno tras otro, tras otro. La humedad se extendió y se convirtió en un círculo entre mis manos. Las raíces más delgadas que estaban al aire se arrugaban sobre sí mismas—. Tulejon vizh —susurré persuasiva—. Kisara.

Las raíces empezaron a contorsionarse y a retorcerse en el suelo como lombrices gruesas mientras el agua rezumaba de ellas en finos arroyuelos. Ya tenía barro entre las manos, que se extendía y se alejaba de las raíces más grandes y dejaba más de ellas al descubierto.

El Dragón se arrodilló a mi lado. Entonó un encantamiento que me sonaba vagamente familiar, algo que ya había escuchado en una ocasión: en la primavera posterior al Año Verde —recordé—, cuando vino a ayudar con la recuperación de los campos. Entonces nos trajo agua del Huso en unos canales que se abrieron solos desde el río hasta nuestros asolados y yermos campos. Esta vez, en cambio, los estrechos canales partían del árbol-corazón y, conforme mi cántico extraía el agua de las raíces, se la llevaba lejos de allí; el suelo alrededor de las raíces comenzó a desecarse y desertizarse, y el barro crujió para convertirse en polvo y arena.

Kasia nos agarró entonces a los dos por el brazo y casi nos levantó del suelo, tiró de nosotros a trompicones hacia delante. Los caminantes que habíamos dejado atrás en la arboleda salían ahora al claro, como si hubieran estado aguardando al acecho. La mantis plateada había perdido una pata, pero mantenía su ataque con violentos bandazos de un lado a otro y soltando latigazos con sus extremidades dentadas allá donde una brecha se lo permitía. Aquellos caballos por los que Janos se preocupó ya habían caído prácticamente todos, o habían huido. El príncipe Marek luchaba a pie, hombro con hombro con dieciséis de los suyos en una hilera con los escudos superpuestos formando un muro y con el Halcón lanzando latigazos de fuego desde detrás de ellos, pero nos estaban acorralando, cada vez más cerca del tronco. Las hojas del árbol-corazón se agitaban en el viento en un espantoso susurro más y más fuerte, y ya estábamos casi al pie del árbol. Respiré hondo y casi vuelvo a vomitar a causa del horrible hedor dulzón de sus frutos.

Uno de los caminantes trató de flanquear la línea y asomó la cabeza para vernos. Kasia cogió una espada del suelo, caída de la mano de un soldado, y la blandió formando un enorme arco lateral. La hoja golpeó el costado del caminante y lo astilló con un crujido como el de una rama al quebrarse. Cayó hecho un fardo de convulsiones.

El Dragón tosía a mi lado por el hedor de los frutos, pero retomamos nuestro cántico, a la desesperada, y sacamos más agua de las raíces. Allí, tan cerca del árbol, las más gruesas se resistieron al principio, aunque nuestros hechizos unidos les extrajeron el agua, se la extrajeron al suelo, y la tierra empezó a desmoronarse alrededor del árbol. Las ramas temblaban: el agua comenzaba también a descender por el tronco en densas gotitas teñidas de verde. Las hojas se iban secando y cayendo sobre nosotros como una lluvia, pero entonces oí un terrible chillido: la mantis plateada había atrapado a otro de los hombres que formaban la hilera, y esta vez no lo mató. Le arrancó de un mordisco la mano que sujetaba la espada y a él lo lanzó a los caminantes.

Los caminantes se estiraron, cogieron frutos del árbol y se los metieron en la boca a la fuerza al soldado, que gritaba y se atragantaba entre los caminantes, pero éstos le metieron más y le obligaron a cerrar la boca con churretes de jugo que le caían por la cara. Todo su cuerpo se arqueó y se sacudió mientras lo sujetaban. Lo suspendieron boca abajo sobre la tierra. La mantis le perforó la garganta con una punta afilada de su tenaza, y la sangre manó de él a borbotones y regó como un diluvio las agostadas raíces.

El árbol emitió el sonido de un suspiro, estremecido, al filtrarse por las raíces unas finas líneas rojas que se desvanecían en la plata de su tronco. Yo sollozaba horrorizada al ver cómo el rostro del soldado se le vaciaba de vida, cuando un cuchillo se le clavó en el pecho y se le hundió hasta el corazón: lo había lanzado el príncipe Marek.

Gran parte de nuestro trabajo había quedado deshecho, y los caminantes nos acorralaban a todos, a la espera, y se diría que ávidos: los hombres se fueron juntando entre jadeos. El Dragón masculló una maldición; se volvió hacia el árbol y utilizó otro hechizo, uno que ya le había visto usar para dar forma a sus frascos para las pociones. Lo formuló, alargó la mano hacia la arena desecada alrededor de nuestros pies y empezó a sacar cuerdas y madejas de cristal reluciente. Las lanzó sobre las raíces expuestas, las hojas que caían. A nuestro alrededor comenzaron a prenderse pequeñas hogueras que formaron una neblina de humo.

Yo temblaba, aturdida con tanto horror y tanta sangre. Kasia me empujó detrás de ella, espada en mano, para protegerme aun cuando las lágrimas también rodaban por su rostro.

—¡Cuidado! —gritó, y me di la vuelta para ver cómo se partía una gran rama por encima de la cabeza del Dragón. Le cayó en el hombro con todo su peso y lo lanzó hacia delante.

El Dragón se agarró al tronco de forma instintiva y dejó caer la cuerda que sostenía. Intentó apartarse, pero el árbol ya se estaba apoderando de él, la corteza ya le crecía sobre las manos.

—¡No! —grité y traté de agarrarlo.

Consiguió liberar una mano a costa de la otra, la corteza plateada le ascendió hasta el codo, las raíces salían disparadas del suelo y se le enroscaban en la pierna, atrayéndolo. Le desgarraban la ropa. Cogió una bolsita que llevaba en la cintura, soltó el lazo de un tirón y me puso algo en las manos: borboteaba, un frasco que refulgía en un violeta rojizo. Era el corazón de fuego, una dracma, y el Dragón me sacudió el brazo.

—¡Ahora, insensata! ¡Si me atrapa a mí, estáis todos muertos! ¡Quémalo y echad a correr!

Levanté la vista del frasco y lo miré a él. El Dragón quería que prendiese fuego, me daba cuenta; quería que quemase el árbol… y a él.

—¿Crees que querría vivir así? —me dijo con voz tensa y los dientes apretados, como si estuviera hablando mientras presenciaba el horror: la corteza ya le había engullido una de las piernas y le había ascendido casi hasta el hombro.

Kasia estaba a mi lado, con cara pálida y abatida.

—Nieshka, es peor que morirse. Es peor.

Me quedé con el frasco agarrado en la mano, brillando entre los dedos, y luego le puse la mano en el hombro al Dragón y le dije:

Ulozishtus. El hechizo de purga. Formuladlo conmigo.

Me miró fijamente. A continuación, hizo un gesto breve y brusco de asentimiento.

—Dale a ella el frasco —dijo apretando los dientes. Le entregué a Kasia el corazón de fuego y cogí la mano del Dragón, y pronunciamos juntos el hechizo.

Ulozishtus, ulozishtus —susurré con la constancia del son de un tambor, y él se unió a mí, y recitamos el largo cántico preciso. Sin embargo, no permití que la magia purgativa fluyese: la contuve. En mi mente, había levantado un dique ante su poder, dejé que nuestro hechizo conjunto colmase un inmenso pantano en mi interior mientras el ardid crecía y crecía.

El calor creciente de la magia me llenaba, me quemaba, intenso, casi insoportable. No podía respirar, con los pulmones aplastados contra la caja torácica; el corazón se afanaba por latir. No podía ver: el combate proseguía en algún lugar a mi espalda, sólo como un clamor distante: gritos, el siniestro sonido de los caminantes, el tañido hueco de las espadas. Se acercaba más, cada vez más. Sentí la espalda de Kasia presionada contra la mía; estaba convirtiéndose en un último escudo. El corazón de fuego canturreaba alegre y hambriento en el frasco que ella sostenía, con la esperanza de que lo dejaran salir, la esperanza de devorarnos a todos, casi reconfortante.

Contuve el ardid tanto como pude, hasta que flaqueó la voz del Dragón, y entonces volví a abrir los ojos. La corteza le había ascendido por el cuello hasta la mejilla. Le había sellado la boca, se le arrastraba alrededor del ojo. El Dragón me apretó la mano una vez, y en ese instante vertí la energía a través de él, a través del canal parcialmente formado hasta el árbol devorador.

El Dragón se puso rígido, se le abrieron mucho los ojos y se le perdió la mirada. Tenía la mano aferrada a la mía en un agónico silencio. Acto seguido, la corteza sobre su boca se arrugó y se desprendió escamada como una serpiente monstruosa que mudase la piel, y el Dragón gritó. Me aferré con ambas manos a la suya, mordiéndome el labio contra el dolor de la fuerza brutal con la que me agarraba sin dejar de gritar mientras el árbol se ennegrecía y se chamuscaba a su alrededor, y crepitaban las hojas en llamas por encima de nosotros. Caían como fracciones de ceniza que causaban escozor entre el hediondo olor de los frutos que se cocían y se licuaban. El jugo descendía por las ramas, y la savia salía a presión de los troncos y la corteza en brotes hirvientes.

Las raíces prendieron con la facilidad de la leña bien seca, tanta era el agua que les habíamos extraído. La corteza se soltaba y se desprendía en grandes tiras. Kasia agarró al Dragón por el brazo y tiró de su cuerpo inerte, lleno de ampollas y quemaduras, para apartarlo del árbol. Le ayudé a sacarlo de allí entre la humareda que se estaba formando, y ella se dio entonces media vuelta y volvió a meterse en la neblina. A duras penas pude ver cómo agarraba un trozo de corteza y lo arrancaba en una gruesa lámina; le dio un tajo al árbol con la espada, hizo palanca para abrirlo y se desprendieron más trozos por los lados. Dejé al Dragón en el suelo y fui dando tumbos a ayudarla: el árbol estaba demasiado caliente para tocarlo, pero apoyé en él las manos de todas formas y, tras un instante en busca de una solución, solté de golpe:

¡Ilmeyon! Sal fuera, sal fuera —dije como si fuese Jaga llamando a un conejillo para que saliese de una madriguera para la cena.

Kasia le dio otro tajo que abrió una rendija en la madera, y a través de ella vi una franja del rostro de una mujer, inexpresiva, la mirada de un ojo azul. Kasia introdujo las manos por los bordes de la abertura y empezó a retirar más madera, a quitarla a pedazos, y la reina asomó de repente por el agujero, su cuerpo se inclinó inerte hacia delante y se separó la madera, que quedó hueca con la forma de una mujer, y de su cuerpo cayeron unos fragmentos de tela resecos que se incendiaron nada más asomar la reina por la abertura. Se detuvo y quedó suspendida: la cabeza no se liberaba, sujeta por una maraña de cabello rubio increíblemente largo e incrustado en la madera a su alrededor. Kasia le asestó un tajo descendente a la nube de pelo, y la reina quedó libre y cayó en nuestros brazos.

Estaba tan inerte y pesaba tanto como un tronco. Nos envolvía una espiral de humo y de fuego, y las ramas gemían y se agitaban sobre nosotras: el árbol se había convertido en una columna de llamas. El corazón de fuego rugía con tal fuerza en su frasco que me daba la sensación de poder oírlo físicamente, ansioso por salir y unirse a la llamarada.

Avanzábamos dando tumbos, y Kasia prácticamente nos arrastraba a los tres: a la reina Hanna, al Dragón y a mí. Salimos de debajo de las ramas del árbol, al claro, y caímos al suelo. De todos los soldados, sólo quedaban el Halcón y el príncipe Marek, luchando espalda contra espalda y con una feroz pericia, y la espada de Marek se iluminaba con el mismo fuego blanco que sostenía el Halcón. Los últimos cuatro caminantes se reagruparon. Se lanzaron en una acometida repentina; el Halcón los retuvo con un latigazo de fuego en forma de círculo, Marek escogió uno y saltó a por él entre la llamarada: lo atrapó por el cuello con su puño envuelto en cota de malla y rodeó el cuerpo con las botas, con un pie enganchado por debajo de una de las patas delanteras. Hincó la espada con fuerza entre la base del cuello y el resto del cuerpo, y se retorció en un movimiento casi exacto al de arrancar una ramita del tronco de un árbol, y la estrecha y larga cabeza del caminante se astilló y se partió.

Marek dejó caer el cuerpo entre convulsiones y se volvió a lanzar a través del anillo de fuego —que se extinguía—, antes de que el resto de caminantes pudiera echársele encima. Había otros cuatro muertos tirados en el suelo de la misma forma exacta: al parecer, el príncipe había descubierto un método para matarlos. Al final, los caminantes casi lo atraparon, y Marek se tambaleaba de cansancio. Se había deshecho del yelmo. Bajó la cabeza y se pasó la manga del tabardo por la frente sudorosa, entre jadeos. El Halcón flaqueaba también a su lado. Aunque sus labios no dejaban de moverse, la intensidad del fuego plateado en sus manos disminuía; la capa blanca estaba tirada por los suelos y desprendía humo allá donde caían sobre ella las hojas ardiendo. Los tres caminantes retrocedieron y se prepararon para otra acometida; el Halcón se irguió.

—Nieshka —dijo Kasia para espabilarme en mi mirada perdida, y trastabillé hacia delante con la boca abierta.

Ronca por el humo, sólo conseguí soltar un gruñido irregular. Hice un esfuerzo para volver a coger aliento.

Fulmedesh —conseguí susurrar, o al menos logré sugerir la expresión lo suficiente para dar forma a mi magia al tiempo que me dejaba caer y ponía las manos en el suelo.

La tierra se quebró en una línea que se alejaba de mí, abierta bajo los caminantes. Cuando cayeron, el Halcón lanzó una llamarada de fuego a la grieta, que se cerró con ellos dentro.

Marek se dio la vuelta y de repente echó a correr hacia mí, que me incorporaba dando tumbos. Se deslizó por el suelo con los pies por delante y me barrió las piernas. La mantis plateada había salido de la nube de llamas del árbol-corazón con las alas ardiendo, crepitando en el fuego, en busca de una venganza final. Levanté la vista a aquellos ojos dorados, inhumanos; sus espantosas tenazas cogieron impulso para una nueva acometida. Marek estaba tumbado en el suelo bajo su abdomen. Colocó la espada contra una juntura del caparazón y, de una patada, le hizo perder el apoyo de una de las tres patas que le quedaban. La mantis cayó y se empaló en el acero en el preciso instante en que Marek se levantaba con fuerza: la criatura se sacudió descontrolada, cayó de espaldas, y él le propinó una última coz para sacar la espada y sumarla al fuego voraz del árbol-corazón. La mantis estaba inmóvil.

Marek se volvió y tiró de mí para ponerme en pie. Me temblaban las piernas, todo el cuerpo me tiritaba. No era capaz de mantenerme erguida. Yo siempre había dudado de las historias bélicas, las canciones de las batallas: las peleas ocasionales entre los chicos en la plaza de la aldea siempre acababan en barro, arañazos y hemorragias nasales, mocos y lágrimas, nada elegante ni glorioso, y no veía cómo el hecho de añadir espadas y muerte a la mezcla podía mejorarlas lo más mínimo. Pero no me habría podido imaginar el horror de esto.

El Halcón avanzó a trompicones hasta otro hombre que estaba tirado, acurrucado, en el suelo. Llevaba un frasco con algún elixir en el cinto: le dio un trago al hombre y le ayudó a ponerse en pie. Juntos fueron hasta un tercero al que sólo le quedaba un brazo: le había cauterizado el muñón en el fuego, y yacía aturdido en el suelo, boca arriba. Dos hombres quedaban, de treinta.

El príncipe Marek no parecía abatido. Se pasó de nuevo un brazo por la frente, despreocupado, y se restregó más hollín por la cara. Ya había recobrado el aliento, prácticamente; su pecho se hinchaba y deshinchaba, pero con facilidad, no con los esforzados jadeos que yo apenas lograba dar mientras él cargaba conmigo y me apartaba de las llamas, al cobijo más fresco de los árboles más allá del límite del claro. No me habló. No sé si me reconocía siquiera: tenía los ojos medio vidriosos. Kasia se unió a nosotros con el Dragón cargado al hombro; se mantenía en pie con una incongruente facilidad bajo aquel peso muerto.

Marek pestañeó unas pocas veces más mientras el Halcón traía a los dos hombres hacia nosotros, y por fin pareció reparar en la hoguera del árbol, que se extendía, y las ramas ennegrecidas que caían.

Aumentó la intensidad con la que me sujetaba el brazo hasta volverse dolorosa, me magullaba, y se me clavaban los bordes del guantelete por mucho que yo tratase de soltarlo. Se volvió hacia mí y me sacudió con unos ojos desorbitados de ira y de horror.

—¿Qué has hecho? —me gruñó con voz áspera por el humo, y se quedó muy quieto de repente.

La reina se hallaba ante nosotros, inmóvil, en el resplandor dorado de la luz del árbol en llamas. Tenía el aspecto de una estatua, en el lugar donde Kasia la había colocado de pie, y sus brazos oscilaban en los costados. Su cabello, recortado, era tan rubio como el de Marek, fino y elegante; le flotaba alrededor de la cabeza como una nube. El príncipe la miró con una expresión abierta como el pico de un pajarillo hambriento. Me soltó y alargó una mano.

—¡No la toquéis! —dijo el Halcón, rotundo y ronco a causa del humo—. Traed las cadenas.

Marek se detuvo. No apartó la vista de ella. Por un instante pensé que no lo escucharía; se dio la vuelta y atravesó a trompicones los restos ruinosos del campo de batalla hasta llegar al cadáver de su caballo. Las cadenas que el Halcón le había puesto a Kasia mientras la examinaba estaban envueltas en un trapo en la parte de atrás de su silla de montar. Marek tiró de ellas y las trajo consigo cuando regresó con nosotros. El Halcón tomó el yugo de sus manos, con el trapo, y se dirigió hacia la reina con suma cautela, tan precavido como si se aproximase a un perro rabioso.

Ella no se movió, sus ojos no pestañearon; era como si ni siquiera lo viese. Aun así, el Halcón vaciló, volvió a pronunciar sobre sí mismo el hechizo de protección, colocó el yugo en el cuello de la reina con un solo movimiento veloz y retrocedió. Ella seguía sin moverse. El Halcón volvió a extender la mano, con el paño aún, y le cerró los grilletes en las muñecas, uno detrás del otro. Acto seguido le puso el paño sobre los hombros.

Sonó el estruendo de un terrible crujido a nuestra espalda. Todos nos sobresaltamos como conejillos. El tronco del árbol-corazón se había partido en dos, de arriba abajo, y una enorme mitad empezaba a inclinarse. Cayó con un rugido estrepitoso y aplastó los robles centenarios del borde del claro; una nube de chispas anaranjadas tronó al elevarse del núcleo del tronco. La segunda mitad prendió entera en llamas de forma repentina: se consumió, con un bramido, y las ramas se agitaron una vez más y se quedaron quietas.

El cuerpo de la reina cobró vida con un espasmo agarrotado; las cadenas se rozaron y tintinearon en un quejido metálico cuando ella se movió y se apartó de nosotros dando tumbos con ambos brazos extendidos hacia delante. El paño se le cayó de los hombros, aunque ella no lo advirtió. Se tanteaba el rostro con unas uñas demasiado largas, enroscadas, y se arañaba con un gemido grave e incoherente.

Marek dio un paso al frente y la sujetó por los grilletes de las muñecas. Ella lo apartó de forma convulsiva y con una fuerza antinatural. Luego se detuvo y clavó sus ojos en él. El príncipe trastabilló hacia atrás y recuperó el equilibrio, erguido. Ensangrentado, sucio de hollín y sudor, Marek seguía teniendo el aspecto de un guerrero y de un príncipe; el emblema verde era aún visible en su pecho, la corona sobre la hidra. Ella se quedó observando el emblema, y después miró a Marek. No dijo nada, pero sus ojos no se apartaban de él.

El joven tomó aliento, rápido y áspero, y dijo:

—Madre.