3
Me pasé toda la noche acurrucada en la cama sin pegar ojo, de nuevo en una total desesperación. Pero salir de la torre no se volvería más fácil sólo por que yo lo quisiera con más ganas. Fui hasta los portones a la mañana siguiente y probé por vez primera a levantar el enorme madero atravesado, por muy ridículo que fuese el intento. Por supuesto, no fui capaz de moverlo ni medio centímetro.
Abajo, en la despensa, con la ayuda de una cacerola de mango largo como palanca, levanté la tapa de hierro que cubría el foso de los desperdicios, abrí una rendija y eché un vistazo hacia abajo. En el fondo lucía un fuego; por allí no tenía vía de escape. Volví a colocar en su sitio la tapa de hierro y a continuación recorrí las paredes con las palmas de ambas manos, metiéndolas en todos los rincones oscuros en busca de una abertura, alguna entrada, pero si la había, no la encontré; y entonces la mañana comenzó a descender por las escaleras a mi espalda, una inoportuna luz dorada. Tenía que preparar el desayuno y subir con la bandeja hacia mi sino.
Mientras disponía la comida, el plato de huevos, la tostada, las confituras, no dejaba de mirar una y otra vez el largo cuchillo de carnicero de hoja acerada y reluciente cuyo mango asomaba del tajo hacia mí. Lo había utilizado para cortar carne; sabía lo rápido que era. Mis padres criaban un cerdo todos los años. Había echado una mano en la matanza, sujetado el cubo para la sangre del animal, pero la idea de clavarle un cuchillo a un hombre era algo distinto, inimaginable. Así que no me lo imaginé. Me limité a dejar el cuchillo en la bandeja y subí las escaleras.
Cuando entré en la biblioteca, el Dragón se encontraba de pie junto al alféizar de la ventana, de espaldas a mí y con los hombros tensos de irritación. Puse los platos mecánicamente, uno detrás de otro, hasta que no quedó más que la bandeja; la bandeja y el cuchillo. Llevaba el vestido salpicado de avena y huevo; en un instante me diría…
—Acaba con eso —me dijo— y márchate arriba.
—¿Qué? —dije, carente de expresión. El cuchillo, que seguía debajo de la servilleta, amortiguaba cualquier otro pensamiento, y tardé un instante en comprender que me había indultado.
—¿Acaso te has quedado sorda de repente? —me soltó—. Deja de armar alboroto con esos platos y sal de aquí. Y quédate en tus aposentos hasta que yo te haga llamar.
Tenía el vestido sucio y arrugado, un desastre de lazos enmarañados, pero él ni siquiera se había dado la vuelta para mirarme. Agarré la bandeja y salí volando de la estancia sin que me hicieran falta más excusas. Corrí escaleras arriba y me sentí casi como si fuera volando sin aquella terrible fatiga agarrada de los tobillos. Me metí en mi alcoba, cerré la puerta y me arranqué aquellas galas de seda, me volví a poner mi ropa sencilla y me hundí en la cama hecha un ovillo de alivio como una niña que se acaba de librar de una azotaina.
Y entonces vi la bandeja en el suelo, el cuchillo con la hoja al descubierto, brillante. Vaya. Vaya, pero qué idiota había sido por pensar en ello siquiera. Él era mi señor: si por cualquier horrible casualidad lo hubiese matado, no cabe duda de que me ejecutarían por ello, y probablemente a mis padres conmigo. El asesinato no tenía escapatoria; para eso, mejor haberme tirado por la ventana.
Me volví incluso, y me asomé por la ventana, entristecida, y entonces vi lo que el Dragón había estado observando con tamaño disgusto. Había una nube de polvo en el camino que venía hacia la torre. No era una carreta, sino un gran carruaje cubierto, casi como una casa sobre ruedas: enganchado a un grupo de caballos sudorosos, con dos jinetes cabalgando por delante del cochero, todos ellos con un gabán de color gris y un vivo verde. Cuatro jinetes más lo seguían, con gabanes similares.
El carruaje se detuvo ante las grandes puertas: llevaba un emblema verde, un monstruo con muchas cabezas, y los jinetes y guardias se bajaron veloces de sus monturas y se lanzaron a un enorme ajetreo. Todos dieron un leve respingo cuando las puertas de la torre se abrieron con levedad, aquellas puertas enormes que yo no había logrado mover siquiera. Alargué el cuello para asomarme y vi que el Dragón salía solo de las puertas, al umbral.
De la panza del carruaje salió un hombre que agachó la cabeza: alto, de cabellos dorados, ancho de espaldas, con una capa larga del mismo color verde vivo. Bajó de un salto los escalones que le habían dispuesto, tomó con una mano la espada que otro de sus sirvientes le ofrecía sobre las palmas de las manos y se dirigió a grandes y rápidas zancadas entre sus hombres hacia la puerta mientras la colgaba de su cinto, sin vacilar.
—Detesto más un carruaje que a una quimera —le dijo al Dragón con la suficiente claridad como para que yo escuchase su voz, que llegaba hasta mi ventana imponiéndose a los bufidos y el piafar de los caballos—. Una semana encerrado en esa cosa: ¿cómo es que nunca podéis venir a la corte?
—Vuestra Alteza tendrá que perdonarme —dijo el Dragón con frialdad—. Mis deberes aquí me tienen ocupado.
Por entonces estaba ya tan asomada a la ventana que podría haber caído por accidente, mi temor y mi tristeza olvidados. El rey de Polnya tenía dos hijos, pero el príncipe heredero Sigmund no era más que un joven sensato. Había recibido una buena educación, y se había casado con la hija de un conde regente del norte, lo que había traído consigo un aliado y un puerto de mar. Ya habían asegurado la sucesión al trono con un niño y una niña, por si acaso; se suponía que era un excelente administrador y sería un excelente rey, y nadie se preocupaba por él.
El príncipe Marek resultaba muchísimo más satisfactorio. Había oído no menos de una docena de historias y canciones acerca de cómo había dado muerte a la hidra Vandalus, ninguna de ellas similar a las demás pero todas ellas, me aseguraban, fieles hasta el último detalle; y, además de eso, había matado por lo menos a tres o cuatro o nueve gigantes en la última guerra contra Rosya. En una ocasión, incluso había cabalgado para tratar de matar a un verdadero dragón, sólo que aquello resultó ser que unos campesinos fingieron haber sufrido un ataque y ocultaron las ovejas que decían que se había comido el dragón para librarse de los impuestos. Y él no los ejecutó, sino que castigó a su señor por gravarlos con unos impuestos tan elevados.
El príncipe Marek entró en la torre con el Dragón, y las puertas se cerraron tras ellos; los hombres del príncipe empezaron a acampar en el terreno llano ante las puertas. Regresé al interior de mi pequeña estancia y me paseé en círculos; por fin salí y bajé sigilosa por las escaleras para tratar de escuchar, poco a poco, hasta que oí las voces que salían de la biblioteca. No captaba más de una de cada cinco palabras, pero estaban hablando de las guerras con Rosya, y del Bosque.
No me esforcé demasiado por oírlo; no me importaba gran cosa de qué estuvieran hablando. Era mucho más importante para mí el despertar de una leve esperanza de un rescate: fuera lo que fuese lo que me estaba haciendo el Dragón, aquel horror que me consumía la vida, iba sin duda contra las leyes del rey. Me había dicho que me mantuviese alejada, que me escondiese; ¿y si aquello no era sólo por ser un vergonzoso desastre, un desastre que él podía haber solucionado con una palabra, sino porque no quería que el príncipe supiera lo que estaba haciendo? ¿Y si me lanzaba a suplicar la clemencia del príncipe, y él me sacaba de allí…?
—Basta —dijo el príncipe Marek; su voz irrumpió en mis pensamientos: sus palabras llegaban con mayor claridad, como si se estuviese acercando a la puerta. Sonaba enfadado—. Mi padre, Sigmund y vos no dejáis de quejaros con balidos como las ovejas… No, ya basta. Esto no lo voy a dejar pasar.
Me apresuré a ascender por las escaleras con los pies descalzos y haciendo el menor ruido posible: las alcobas de invitados estaban en el tercer piso, entre el mío y la biblioteca. Me senté en lo alto de la escalera escuchando las botas sobre los escalones, más abajo, hasta que el sonido se apagó. No estaba segura de que fuese capaz de desobedecer al Dragón de forma directa: si me pillaba tratando de llamar a la puerta del príncipe, sin duda me haría algo terrible. Pero ya me estaba haciendo algo terrible. Kasia habría aprovechado la oportunidad, de eso estaba segura; de haber estado allí ella habría ido, habría abierto la puerta, se habría arrodillado a los pies del príncipe y le habría suplicado que la rescatase, no como una cría que lloriquea aterrorizada, sino como una doncella de cuento.
Regresé a mi habitación y ensayé la escena murmurando las palabras mientras el sol ya descendía. Y cuando por fin oscureció y se hizo tarde, bajé silenciosa por las escaleras entre los fuertes latidos de mi corazón. Aún tenía miedo. Primero bajé y eché un vistazo para asegurarme de que no había luz en la biblioteca ni en el laboratorio: el Dragón no estaba despierto. En la tercera planta, el tenue resplandor de un fuego se asomaba anaranjado bajo la puerta de la primera alcoba de invitados, y no pude ni llegar a ver siquiera la puerta de los aposentos del Dragón, que se perdía en las sombras del fondo del pasillo. De todos modos, vacilé en el descansillo y preferí bajar a la cocina.
Me convencí de que tenía hambre. Probé unos bocados de pan y queso para coger fuerzas mientras me encontraba de pie, temblorosa, delante del fuego, y volví a subir las escaleras. Hasta arriba del todo, de regreso a mi alcoba.
En realidad, no era capaz de imaginarme aquello, a mí ante la puerta del príncipe, a mí arrodillada y soltando un elegante discurso. Yo no era Kasia, no era nadie especial. Me habría desecho en lágrimas sin más y habría parecido una lunática, y él me habría echado de allí o, peor, habría llamado al Dragón para que me castigase como era debido. ¿Por qué iba a creerme? ¿A mí, una campesina vestida con un blusón remendado, una criada de baja estofa en la casa del Dragón, que lo despertaba en plena noche con una disparatada historia sobre los tormentos a los que la sometía el gran mago?
Volví desconsolada a mi alcoba y me detuve en seco. El príncipe Marek se hallaba de pie en el centro de la estancia, estudiando el cuadro: había retirado la tela con la que yo lo había cubierto. Se volvió y me miró dubitativo.
—Mi señor, Alteza —dije. Las palabras salieron en un susurro tal que no pudo haberlas oído, salvo como un ruido inarticulado.
No pareció importarle.
—Bien —dijo—, no eres una de sus bellezas, diría yo.
Cruzó la habitación, apenas bastaba un par de pasos: su presencia la hacía parecer más pequeña. Me puso la mano debajo de la barbilla y me volvió la cara de un lado a otro, inspeccionándola. Levanté la vista para mirarle en silencio. Resultaba extraño estar tan cerca de él, abrumador: era más alto que yo, ancho, con el porte de un hombre que prácticamente vivía con la armadura puesta, guapo como un retrato y perfectamente afeitado, recién bañado; su pelo dorado se oscurecía en unos rizos húmedos en la base del cuello.
—Aunque quizá poseas alguna habilidad especial que lo compense, ¿no es así, encanto? Es lo típico en él, ¿verdad?
No sonaba cruel, sólo burlón, y la sonrisa con la que me miraba era de complicidad. Yo no me sentí ofendida, en absoluto, sólo mareada ante tanta atención, como si ya me hubieran salvado sin haber dicho una palabra. Y entonces se rió, me besó y alargó una eficiente mano hacia mis faldas.
Di un respingo como el de un pez que trata de escapar de una red, y me resistí contra él. Era igual que forcejear con las puertas de la torre, imposible; apenas se percató de mi intento. Se volvió a reír y me besó en el cuello.
—No te preocupes, él no puede oponerse —me dijo como si aquélla fuese mi única razón para protestar—. Sigue siendo un vasallo de mi padre, por mucho que le guste quedarse aquí en la soledad de estas remotas tierras como vuestro amo y señor.
No es que se estuviera regodeando al reducirme. Yo permanecía callada, y mi resistencia era más confusa al tratar de apartarlo, casi preguntándome: seguro que no, el príncipe Marek, el héroe, seguro que no podía desearme de verdad. No chillé, no supliqué, y creo que a duras penas se imaginaba que yo me resistiría. Supongo que en una casa corriente de la nobleza, alguna fregona más que dispuesta ya se habría colado en su alcoba y le habría ahorrado la molestia de ir a buscarla. Y es probable que, para el caso, yo misma hubiera estado dispuesta si me lo hubiera pedido abiertamente y me hubiese dado el tiempo necesario para sobreponerme a mi sorpresa y responderle: forcejeaba más como un acto reflejo que por mi deseo de rechazarlo.
Pero él me redujo, y entonces comencé a estar realmente asustada, no tenía más deseo que el de salir de allí; le empujé las manos y dije en un arranque:
—Príncipe, no lo hagáis, por favor, esperad.
Y aunque tal vez no quisiera resistencia, cuando se la encontró, le dio igual: tan sólo se volvió más impaciente.
—Vale, vale, muy bien —me dijo como si yo fuese un caballo al que hubiera que tirar de las riendas y calmar, mientras me sujetaba la mano en un costado.
Mi vestido iba atado con un fajín en un simple lazo; él ya lo había soltado, y acto seguido me subió las faldas.
Yo trataba de volver a bajármelas, de apartarlo de mí, de liberarme: era inútil. Me sujetaba sin esfuerzo. Entonces se llevó la mano a las calzas, y yo, desesperada, dije en voz alta sin pensar:
—Vanastalem.
Me estremecí cuando aquel poder surgió de mí. Bajo sus manos se formó una costra de perlas y la ballena de un corsé como una armadura; él se apartó de golpe y retrocedió al alzarse entre nosotros un muro de faldas de un terciopelo susurrante. Me fui contra la pared, temblando y luchando por recobrar el aliento mientras él me miraba sin parpadear.
Y entonces me dijo, en un tono de voz muy distinto, un tono que yo no era capaz de comprender:
—Eres una bruja.
Me aparté de él como un animal cauteloso; me daba vueltas la cabeza, no conseguía respirar de una manera apropiada. El vestido me había salvado, pero tenía el corsé tan ceñido que me asfixiaba, y arrastraba las faldas, pesadas como si se hubieran formado con el propósito de que fuese imposible quitárselas. Vino hacia mí, despacio, con una mano extendida, al tiempo que decía:
—Escúchame…
Pero yo no tenía la menor intención de escuchar. Agarré la bandeja del desayuno, que seguía sobre mi tocador, y la blandí desaforada hacia su cabeza. El borde retumbó en un sonoro golpe metálico contra su cráneo y se tambaleó. Cogí la bandeja con ambas manos, la levanté y volví a golpear una vez, y otra, ciega y desesperada.
Aún le estaba atizando cuando la puerta se abrió de repente, y allí estaba el Dragón con una magnífica bata larga sobre el camisón y una mirada despiadada en los ojos. Dio un paso al interior de la alcoba y se detuvo con la mirada fija. Yo también me detuve, jadeando, con la bandeja aún alzada a medio blandir. El príncipe había caído de rodillas ante mí. Un río de sangre le corría por el rostro, tenía la frente ensangrentada y llena de heridas y los ojos cerrados. Cayó inconsciente al suelo con un golpe seco, delante de mí.
El Dragón observó la escena, me miró y dijo:
—Tú, idiota, ¿y ahora qué has hecho?
Entre los dos, subimos con esfuerzo al príncipe a mi camastro. Su rostro ya se estaba oscureciendo con las magulladuras: la bandeja, en el suelo, estaba seriamente abollada con la curvatura de su cráneo.
—Espléndido —dijo el Dragón entre dientes al inspeccionarlo: al levantarle los párpados, había en los ojos del príncipe una mirada perdida y extraña, apagada; y el brazo, una vez alzado, cayó inerte de vuelta al catre y se quedó colgando sobre el borde.
Yo le observaba de pie, jadeando contra el corpiño ahora que se había desvanecido la furia y sólo quedaba el horror. Por extraño que pudiera sonar, no estaba preocupada solamente por lo que me pudiera suceder a mí; no quería que el príncipe muriese. En mi cabeza, seguía siendo a medias aquel resplandeciente héroe de leyenda, enmarañado en completa confusión con aquella bestia que acababa de manosearme.
—No está… No está…
—Si no quieres que alguien se muera, no lo aporrees una y otra vez en la cabeza —me soltó el Dragón—. Baja al laboratorio y tráeme el elixir amarillo del frasco transparente que hay en la estantería del fondo. No el rojo, ni el violeta… Y, en la medida de lo posible, intenta no romperlo cuando lo subas por las escaleras a menos que quieras tratar de convencer al rey de que tu virtud bien valía la vida de su hijo.
Colocó las manos sobre la cabeza del príncipe e inició un suave cántico, palabras que me daban escalofríos en la espalda. Recogí las faldas y eché a correr hacia la escalera. Le llevé el elixir en unos instantes, jadeando por las prisas y el confinamiento del corsé, y me encontré con que el Dragón continuaba con su trabajo: no interrumpió su cántico, se limitó a levantar una mano hacia mí con impaciencia, en un gesto abrupto para que me acercase; le posé el frasco en la palma. Consiguió quitar el corcho con los dedos de una mano y vertió un trago en la boca del príncipe.
Aquello olía a rayos, como a pescado podrido; casi me ahogo de náuseas con sólo estar cerca. El Dragón me devolvió el frasco y el corcho con un gesto violento y sin mirarme siquiera, y tuve que contener la respiración para taparlo. Él trataba de cerrarle la mandíbula al príncipe con ambas manos. Aun inconsciente y herido, el príncipe se sacudía e intentaba escupirlo. De alguna manera, el elixir brillaba dentro de la boca, tanto que podía ver la silueta de la mandíbula y los dientes como en una calavera.
Logré volver a cerrar el frasco y me lancé a echar una mano: le tapé la nariz al príncipe con dos dedos y, pasado un instante, por fin tragó. El resplandor descendió por la garganta hacia la barriga. Podía ver cómo se desplazaba por todo el cuerpo, una luz bajo la ropa que se atenuaba conforme se ramificaba por los brazos y las piernas hasta desvanecerse, demasiado tenue para verla.
El Dragón liberó la cabeza del príncipe y dejó de cantar el hechizo. Se apoyó encorvado contra la pared, con los ojos cerrados: parecía agotado como nunca lo había visto. Me puse en pie sin apartarme de la cama, inquieta, sobre ellos dos, y solté finalmente:
—Se va a…
—No gracias a ti —dijo el Dragón, pero con eso bastaba: me dejé caer al suelo sobre mi montón de terciopelo de color crema y hundí la cabeza en la cama, entre los brazos enfundados en un encaje bordado en oro—. Y ahora te pondrás a lloriquear, supongo. —Se inclinó sobre mí—. ¿En qué estabas pensando? ¿Por qué te has puesto ese traje tan ridículo, si no querías seducirlo?
—¡Era mejor que quedarse con el vestido que él me ha desgarrado! —grité, levantando la cabeza, sin llorar en absoluto; para entonces se me habían agotado ya las lágrimas, y todo cuanto me quedaba era ira—. Yo no escogí verme metida en esto…
Me detuve con los ojos clavados en un pesado pliegue de seda entre las manos. El Dragón no estaba cerca en aquel instante, no había obrado magia ninguna ni pronunciado ningún hechizo.
—¿Qué me habéis hecho? —susurré—. El príncipe ha dicho… me ha llamado bruja. Vos me habéis convertido en una bruja.
El Dragón soltó un bufido de desdén.
—Si yo pudiera crear brujas, desde luego que no habría escogido a una campesina tonta como material de trabajo. Contigo no he hecho nada más que tratar de meterte unos tristes conjuros en ese cráneo casi impenetrable a base de repetirlos una y otra vez. —Se irguió un poco en la cama con un resoplido de agotamiento, con gran esfuerzo, no muy distinto del modo en que yo me había esforzado en aquellas terribles semanas mientras él…
Mientras él me enseñaba magia. Todavía de rodillas, levanté la mirada y le observé fijamente, perpleja y aun así empezando a creer contra mi voluntad.
—Pero ¿por qué querríais enseñarme?
—Cuán satisfecho me habría quedado dejando que te pudrieras en esa aldea del tamaño de una moneda, pero mis opciones eran tristemente reducidas. —Ante mi mirada inexpresiva, él respondió con el ceño fruncido—. Quien posee el don ha de ser instruido: así lo exigen las leyes del rey. En cualquier caso, habría sido una idiotez por mi parte dejarte allí plantada como a una ciruela madura hasta que algo saliese del Bosque y te devorase, y se convirtiese en un verdadero y mayúsculo horror.
Mientras yo daba un respingo ante aquella idea, él dirigió su ceño fruncido hacia el príncipe, que acababa de quejarse un poco y se agitaba en su sueño: estaba empezando a despertarse y a levantar una mano grogui para frotarse la cara. Me apresuré a ponerme en pie y me aparté de la cama, alarmada, más cerca del Dragón.
—Escucha —dijo él—. Kalikual. Es mejor que darle una paliza a tu amado hasta dejarlo inconsciente.
Me observó con expectación. Fijé la mirada en él, y después en el príncipe, que se despertaba lentamente, y de nuevo en él.
—Si yo no fuera una bruja —le dije—, si no fuese una bruja, ¿me dejaríais… marcharme a casa? ¿No podríais quitármelo de dentro?
Guardó silencio. Para entonces ya estaba acostumbrada a las contradicciones de su rostro de mago, joven y anciano al mismo tiempo. A pesar de su edad, sólo tenía unos pliegues en las comisuras de los ojos y una sola arruga entre las cejas; unas marcadas líneas alrededor de los labios a base de fruncirlos: nada más. Se movía como un hombre joven, y si la gente se volvía más amable o agradable con la edad, él no lo había hecho, desde luego. Ahora, sin embargo, y por un segundo, su mirada era puramente anciana, y muy extraña.
—No —me dijo, y yo lo creí.
Entonces apartó el tema e hizo un gesto para señalar: al darme la vuelta, me encontré con que el príncipe se estaba incorporando sobre el codo y pestañeando al mirarnos: aún aturdido y sin conciencia de lo que pasaba, pero en ese instante en que lo miraba, su rostro recuperó la chispa de la consciencia al reconocerme.
—Kalikual —susurré.
La energía salió con fuerza de mí. El príncipe Marek volvió a caer sobre las almohadas y cerró los ojos, dormido. Me tambaleé hasta la pared y me deslicé pegada a ella hasta el suelo. El cuchillo de carnicero seguía allí, donde había caído. Lo cogí y por fin lo usé: para cortar el vestido y los cordones del corsé. El vestido se abrió a lo largo de todo el costado, pero al menos pude respirar.
Apoyé la espalda contra la pared con los ojos cerrados por un momento. Luego levanté la vista hacia el Dragón, que se había dado la vuelta, impaciente ante mi fatiga: estaba observando al príncipe, irritado.
—¿No preguntarán por él sus hombres por la mañana? —le dije.
—¿Se te había pasado por la cabeza dejar al príncipe Marek profundamente dormido y encerrado en mi torre de manera indefinida? —dijo el Dragón volviendo la cabeza por encima del hombro.
—Pero entonces, cuando se despierte… —dije, aunque me detuve y le pregunté—: ¿Podríais vos… podéis hacerle olvidar?
—Ah, desde luego —respondió el Dragón—. No notará nada peculiar si se despierta con un dolor de cabeza atroz y un enorme vacío en la memoria.
—Y si… —Me puse de nuevo en pie con esfuerzo, con el cuchillo aún en la mano—. ¿Y si recordase otra cosa? Haberse ido a la cama sin más, en su propia habitación…
—Intenta no ser tan estúpida —dijo el Dragón—. Has dicho que no le has seducido, así que vino aquí con toda la intención. ¿Cuándo se formó esa intención? ¿Esta noche, cuando ya estaba metido en la cama, sin más? ¿O se le ha ocurrido por el camino?: una cama caliente, unos brazos acogedores… Sí, ya me doy cuenta de que los tuyos no lo eran; ya has dado suficientes pruebas de ello —me espetó justo en el momento en que yo había protestado—. Por lo que sabemos, tenía intención de hacerlo ya antes de salir; como una especie de insulto premeditado.
Recordé que el príncipe había dicho del Dragón que aquello era «lo típico en él», como si ya hubiese pensado en ello de antemano, casi como si lo hubiera planeado.
—¿Para insultaros a vos? —le pregunté.
—Él supone que me llevo a las mujeres para obligarlas a prostituirse para mí —contestó el Dragón—. Lo piensa la mayoría de los cortesanos: ellos lo harían, si tuvieran la oportunidad. Así que me imagino que lo vio como una forma de hacerme sufrir una infidelidad. Habría disfrutado haciendo correr la voz por la corte, estoy seguro. Es la típica preocupación con la que pierden el tiempo los Magnati.
Hablaba con desdén, pero no cabía duda de que estaba enfadado cuando irrumpió en la habitación.
—¿Y por qué querría él insultaros? —pregunté con timidez—. ¿No ha venido a… a pediros algo de magia?
—No, ha venido a disfrutar de las vistas del Bosque —dijo el Dragón—. Por supuesto que ha venido a por magia, y yo lo he mandado a dedicarse a lo suyo, que es darles tajos a los caballeros enemigos sin entrometerse en cuestiones que él apenas entiende —bufó—. Ha empezado a creer a sus propios trovadores: quería traer de vuelta a la reina.
—Pero la reina está muerta —dije confundida.
Aquello había supuesto el comienzo de las guerras. El príncipe heredero Vasily de Rosya vino de visita a Polnya en una embajada, hacía ya casi veinte años. Se enamoró de la reina Hanna y huyeron juntos, y cuando los soldados del rey se echaron sobre su pista, ellos se internaron en el Bosque.
Aquél fue el final de la historia: nadie que entrase en el Bosque volvía a salir, no entero e indemne, por lo menos. De cuando en cuando salían ciegos, gritando, y otras veces tan retorcidos y contrahechos que no se les reconocía; y lo peor de todo, en ocasiones salían con su propia cara pero con una pesadilla detrás de ese rostro, con un espantoso daño en su interior.
La reina y el príncipe Vasily no salieron, ni mucho menos. El rey de Polnya culpó al heredero de Rosya de haberla raptado, el rey de Rosya culpó a Polnya de la muerte de su heredero, y desde entonces habíamos tenido una guerra detrás de otra, interrumpidas tan sólo por treguas esporádicas y algún tratado de breve duración.
Aquí, en el valle, hacíamos un gesto negativo con la cabeza al oír la historia; todo el mundo coincidía en que aquello fue cosa del Bosque desde el principio. ¿Huir la reina, con dos niños pequeños como tenía? ¿Para iniciar una guerra contra su propio marido? Si hasta su cortejo había sido famoso; se habían escrito una docena de canciones sobre su boda. Mi madre me cantaba una, los fragmentos que recordaba; ninguno de los músicos ambulantes las interpretaban ya, claro está.
El Bosque tenía que estar detrás de todo aquello. Tal vez alguien los hubiera envenenado a los dos con agua extraída del río justo donde éste se adentraba en el Bosque; tal vez algún cortesano que atravesaba el paso de las montañas hacia Rosya hubiera pasado por accidente una noche bajo los oscuros árboles cerca del lindero y hubiera regresado a la corte con algo más en su interior. Nosotros sabíamos que había sido el Bosque, pero eso no suponía ninguna diferencia. La reina Hanna se había marchado, y lo había hecho con el príncipe de Rosya, así que estábamos todos en guerra y el Bosque, año tras año, se adentraba con sigilo un poco más en cada reino, alimentándose de sus muertes y de todas las que había habido desde entonces.
—No —dijo el Dragón—. La reina no está muerta. Continúa en el Bosque.
Le miré fijamente. Hablaba con total naturalidad, con certeza, aunque yo no hubiese oído nunca hablar de nada por el estilo. Aun así era lo bastante horrible para que me lo creyese: estar atrapada en el Bosque durante veinte años, en una prisión en cierto modo eterna… era de ese tipo de cosas que haría el Bosque.
El Dragón se encogió de hombros e hizo un gesto de desdén con la mano hacia el príncipe.
—No hay forma de sacarla, y si a él se le ocurre entrar, sólo pondría en marcha algo peor —resopló—. Está convencido de que matar a una hidra de un día de vida lo convierte en un héroe.
Ninguna de las canciones había mencionado nunca que la hidra Vandalus fuese una recién nacida: desinflaba la historia algo más que un poco.
—En cualquier caso —siguió el Dragón—, supongo que sí se siente agraviado; sea como sea, los señores y los príncipes detestan la magia, y más aún por la manera tan desesperada en que la necesitan. Sí: una triste venganza de ese tipo es lo más probable.
Me resultaba sencillo creerlo, y entendía el argumento del Dragón. Si el príncipe tenía la intención de gozar de la compañera del mago, fuera quien fuese la muchacha —sentí una oleada de indignación al pensar en Kasia en mi lugar, sin algo de magia involuntaria siquiera que la salvase—, entonces no se habría ido a la cama sin más. Aquel recuerdo no le encajaría bien en la memoria, como una pieza errónea en un rompecabezas.
—No obstante —añadió el Dragón con un ligero tono de condescendencia, como si yo fuera un cachorrillo que ha conseguido dejar de morder un zapato—, tampoco es una idea completamente vana: debería ser capaz de alterar sus recuerdos en el sentido contrario.
Alzó una mano, y yo, desconcertada, le dije:
—¿El sentido contrario?
—Le proporcionaré el recuerdo de haber gozado de tus favores —dijo el Dragón—. Un recuerdo lleno del debido entusiasmo por tu parte y de la satisfacción de engañarme a mí. Estoy seguro de que no le costará nada tragarse eso.
—¿Qué? —dije—. ¿Le haréis…? ¡No! Pensará…, pensará…
—¿Pretendes decirme que te importa lo que piense de ti? —inquirió el Dragón arqueando una ceja.
—Si cree que he yacido con él, ¿qué le impedirá…, qué le impedirá querer hacerlo de nuevo? —le pregunté.
El Dragón me hizo un gesto con la mano.
—Haré que sea un recuerdo desagradable… todo huesos y estridentes risitas pudorosas y virginales, con un final rápido. ¿O acaso posees tú mejores artes? —añadió con mordacidad—. ¿Preferirías quizá que se despertase recordando que hiciste cuanto pudiste para matarlo?
Así que, a la mañana siguiente, pasé por la espantosa experiencia de ver cómo el príncipe Marek se detenía pasadas las puertas de la torre para alzar la vista hacia mi ventana y lanzarme un beso alegre e indiscreto. Yo miraba tan sólo para asegurarme de que se marchaba; fue necesario hacer acopio de toda la prudencia que me quedaba para no tirarle algo a la cabeza, y no me refiero a una prenda de mi favor.
Y no se había equivocado el Dragón al ser cauto: incluso con un recuerdo tan agradable grabado en su memoria, el príncipe vaciló en los escalones del carruaje y volvió a alzar la mirada hacia mí con una ligera arruga en el ceño, como si algo le preocupara, antes de bajar por fin la cabeza y entrar para dejar que le despachasen. Permanecí en la ventana observando cómo se alejaba la polvareda del carruaje por el camino hasta que se desvaneció de verdad, con certeza, detrás de las colinas, y hasta entonces no me retiré y volví a sentirme segura… Una sensación absurda en una torre encantada con el mago oscuro y con la magia acechando bajo mi propia piel.
Me puse el vestido granate y verde y bajé despacio las escaleras hasta la biblioteca. El Dragón se encontraba de nuevo en su silla, el libro abierto en su regazo, y se volvió para mirarme.
—Muy bien —dijo tan agrio como siempre—. Hoy vamos a intentar…
—Esperad —le interrumpí, y él hizo una pausa—. ¿Os importaría decirme cómo convertir esto en algo que pueda ponerme?
—Si a estas alturas no has comprendido aún el vanastalem, no hay nada que yo pueda hacer para ayudarte —me soltó—. Es más, me inclino a considerarte una deficiente mental.
—¡No! No quiero el…, ese hechizo. —Me apresuré a evitar pronunciar la palabra—. No me puedo ni mover metida en estos vestidos, ni abrochármelos sola, ni limpiar nada…
—¿Y por qué no utilizas los conjuros para limpiar? —quiso saber—. Te he enseñado no menos de cinco.
Y yo había hecho todo lo posible por olvidarlos.
—¡Me canso menos frotando! —le respondí.
—Sí, ya te veo dejando tu impronta en el firmamento —contestó con irritación; pero eso no tenía ningún poder para herirme: cualquier magia ya era mala, no sentía el menor deseo de ser una gran bruja poderosa—. Qué criatura tan extraña eres: ¿acaso no sueñan todas las muchachas campesinas con príncipes y trajes elegantes? Intenta degradarlo, entonces.
—¿Qué? —dije yo.
—Elimina parte de la palabra —dijo—. Arrástrala al decirla, mascúllala, algo así como…
—¿Cualquier parte? —pregunté vacilante, pero lo intenté—: ¿Vanalem?
La sensación de la palabra más corta fue mejor en mis labios: más pequeña y, de algún modo, más agradable, aunque tal vez fuera sólo mi imaginación. El vestido se estremeció, y las faldas se desinflaron a mi alrededor en un elegante letnik de lino natural que terminaba a la altura de la pantorrilla, y encima de éste un simple vestido marrón con un fajín verde para ceñirlo. Respiré hondo, encantada: sin arrastrar un peso que tirase de mí desde los hombros hasta los tobillos, sin corsés asfixiantes, sin colas interminables, sencillo, cómodo y fácil. Y además, la magia no me había dejado tan horriblemente exhausta. No me sentía cansada en absoluto.
—Si ya te has arreglado a tu entera satisfacción empezaremos con la composición silábica —dijo el Dragón con un tono de rebosante sarcasmo. Alzó la mano y un libro se le acercó volando desde la estantería.