18
Me llevaron abajo y me metieron en un salón vacío, a falta de un sitio mejor. Los guardias vigilaban en el exterior mientras su capitán se marchaba con mi carta en la mano a averiguar qué se debía hacer conmigo. Las piernas estaban dispuestas a fallarme, pero no había nada en lo que sentarse salvo unos inquietantes sillones situados contra la pared, unas creaciones delicadas y de aspecto frágil pintados de blanco y tapizados en rojo y oro. Habría pensado de cualquiera de ellos que era un trono, de no haber habido cuatro seguidos.
Me apoyé contra la pared, y después probé a sentarme en la chimenea, pero hacía mucho tiempo que no se encendía el fuego allí. Las cenizas estaban muertas, y la piedra fría. Volví a la pared. Volví a la chimenea. Finalmente, decidí que nadie pondría una silla en una estancia con la pretensión de que nadie se sentase en ella, así que me apoyé con delicadeza en el borde de una y me pegué las faldas a las piernas.
En el instante en que me senté, la puerta se abrió y entró una sirvienta, una mujer con un vestido negro impecable, más o menos de la edad de Danka, con los labios fruncidos en un gesto de desaprobación. Me levanté de un salto, culpable. Cuatro largos hilos rojos y relucientes vinieron tras de mí al descoserse del cojín, atrapados en un abrojo que llevaba en la falda, y una astilla larga, afilada y pintada de blanco se me enganchó en la manga y se partió. Los labios de la mujer se fruncieron todavía más, pero se limitó a decir con rigidez:
—Por aquí, por favor.
Me condujo más allá de los guardias, que no parecían muy tristes por verme marchar, de vuelta arriba por otra escalera distinta —ya había visto media docena de ellas en el castillo— y me hizo pasar a una alcoba minúscula como una celda oscura en el segundo piso. Tenía una ventana estrecha que se asomaba al muro de piedra de la catedral: un caño para la lluvia con la forma de una gárgola hambrienta con la boca grande me miraba con aire despectivo. La mujer me dejó allí antes de que me diese tiempo a preguntarle qué hacer a continuación.
Me senté en el camastro. Debí de dormirme, porque en el momento en que tuve mi siguiente pensamiento estaba tumbada, aunque no había sido una decisión intencionada; ni siquiera recordaba haberlo hecho. Me levanté con esfuerzo, todavía cansada y dolorida, pero demasiado consciente de que no tenía tiempo que perder, ni la menor idea de qué hacer. No sabía cómo conseguir que alguien me prestase atención, a menos que me plantase en medio del patio y lanzase por lo alto hechizos de fuego. Dudaba que el rey se sintiera más inclinado a permitirme hablar en el juicio de Kasia por ello.
Lamentaba ahora haberme desprendido de la carta del Dragón, mi única herramienta y talismán. ¿Cómo sabría si la habían entregado? Decidí ir a buscarla: me acordaba de la cara del capitán de la guardia, o al menos de su bigote. No podía haber muchos bigotes como ése ni siquiera en toda Kralia. Me levanté y abrí la puerta de un tirón, salí al pasillo y casi me doy de bruces con el Halcón. Estaba justo levantando la mano hacia el picaporte de mi cuarto. Retrocedió y se apartó con un hábil movimiento como si flotase, nos salvó a los dos y me ofreció una leve y amable sonrisa de la que no me fié lo más mínimo.
—Espero que te sientas descansada —me dijo, y me ofreció su brazo.
No lo tomé.
—¿Qué queréis?
Convirtió el gesto con elegancia en un largo barrido de la mano para invitarme a ir hacia el pasillo.
—Acompañarte al Charovnikov. El rey ha dado la orden de que se te examine para la lista.
Me sentí tan aliviada que no le creí, ni mucho menos. Lo miré de soslayo, casi esperándome algún truco, pero allí se mantuvo de pie con el brazo y una sonrisa, esperándome.
—De inmediato —añadió—, aunque ¿no preferirías tal vez cambiarte primero?
Me hubiera gustado decirle qué podía hacer con su pullita burlona, pero me eché un vistazo: toda llena de manchas de barro, de polvo y de sudor, y debajo de ese desastre una falda de andar por casa que me llegaba justo por debajo de la rodilla y un blusón descolorido de algodón de color pardo, ropas desgastadas que le había mendigado a una niña de Zatochek. No tenía el aspecto de una de las criadas; los sirvientes iban mucho mejor vestidos que yo. En ese tiempo, Solya se había cambiado sus ropajes negros de montar a caballo por una larga túnica de seda negra debajo de un abrigo largo sin mangas bordado en verde y plata, con los cabellos blancos desplegados por encima en una elegante caída. Quien lo hubiese visto a un kilómetro de distancia, lo habría tomado por un mago. Y si no me tomaban a mí por uno, no me permitirían testificar.
«Trata de ofrecer una apariencia respetable», había dicho Sarkan.
Vanastalem me brindó un atuendo en consonancia con el ánimo de mi hosco mascullar: un vestido rígido e incómodo de suntuosa seda roja e infinitos volantes ribeteados en naranja fuego. Me hubiera venido bien un brazo en el que apoyarme, por cierto, al tratar de afrontar las escaleras con aquella falda enorme y sin poder verme los pies, pero rechacé de nuevo con gesto adusto la oferta que Solya reiteró con sutileza y bajé yo sola, despacio, tanteando en busca de los bordes de los escalones con los dedos de los pies calzados a presión.
Se agarró entonces las manos detrás de la espalda y me marcó el paso.
—Los exámenes suelen ser exigentes, por supuesto —comentó despreocupado—. Supongo que Sarkan te ha preparado para ellos. —Me lanzó una mirada ligeramente inquisitiva; no le contesté, pero tampoco pude dejar de arrastrar el labio inferior por debajo de los dientes—. Bueno —prosiguió—, si los encuentras complicados, podemos ofrecer a los examinadores una… demostración conjunta; estoy seguro de que eso les resultaría tranquilizador.
Me limité a lanzarle una mirada fulminante, y no respondí. Estaba segura de que él se atribuiría el mérito de cualquier cosa que hiciésemos. No insistió en la cuestión y continuó sonriendo como si no se hubiera percatado siquiera de mis frías miradas: un pájaro que volaba en círculos en las alturas a la espera de una oportunidad. Me condujo a través de un arco flanqueado por dos guardias altos y jóvenes que me miraron con curiosidad, y entramos en el Charovnikov, el Salón de los Magos.
Disminuí el paso de forma involuntaria al entrar en aquella estancia cavernosa. El techo era como una abertura a los cielos, nubes pintadas que se vertían sobre un firmamento azul con ángeles y santos estirados a lo largo. La luz de la tarde entraba a raudales por unas ventanas enormes. Levanté la vista, deslumbrada, y casi me tropiezo con una mesa, extendí las manos a ciegas para agarrarme a la esquina y rodearla. Todas las paredes se hallaban cubiertas de libros, y una estrecha galería abalconada recorría la estancia de punta a punta y creaba un segundo piso de estanterías aún más altas. A lo largo de éstas, colgaban del techo unas escalerillas con pequeñas ruedas. Grandes mesas de trabajo de roble macizo con el tablero de mármol se alineaban de un extremo a otro de la habitación.
—Esto no es más que un ejercicio para retrasar lo que todos sabemos que se ha de hacer —decía una mujer en algún lugar fuera del alcance de mi vista: era una voz grave, un sonido cálido y encantador, pero había un deje irritado en sus palabras—. No, no me vengáis otra vez con vuestros gimoteos sobre las reliquias, Ballo. Todo hechizo se puede contrarrestar… Sí, incluso uno que se haga sobre el chal de la santa y bendita Jadwiga, y dejad de mostraros escandalizado conmigo por decirlo. Solya se ha embriagado de política para prestarse a semejante empresa, para empezar.
—Vamos, Alosha. Sin duda el éxito disculpa cualquier riesgo —dijo el Halcón con gentileza conforme doblábamos una esquina y nos encontramos a tres magos reunidos ante una gran mesa redonda en un hueco, con una ancha ventana que dejaba entrar el sol de la tarde. Cerré los ojos ante aquella luz, deslumbrada después de atravesar la penumbra de los pasillos del palacio.
La mujer a la que él había llamado Alosha era todavía más alta que yo, con una oscura piel de ébano y unas espaldas tan anchas como las de mi padre, el pelo trenzado muy tenso contra la cabeza. Vestía ropas de hombre: unos pantalones largos de algodón rojo metidos por dentro de unas botas de cuero, y un abrigo de cuero por encima. Las botas y el abrigo eran muy bonitos, repujados con oro y plata en intrincados diseños, pero tenían pinta de usados; qué envidia me dieron, en mi ridículo vestido.
—Éxito —dijo ella—. ¿Así es como llamáis vos a esto, a traer un cuerpo hueco de vuelta a la corte, justo a tiempo para quemarlo en la hoguera?
Apreté los puños. El Halcón, sin embargo, se limitó a sonreír y decir:
—Tal vez sea mejor que posterguemos estas discusiones por el momento. Al fin y al cabo, no estamos aquí para juzgar a la reina, ¿no es así? Querida mía, permíteme que te presente a Alosha, nuestra Espada.
La mujer me miró sin sonreír y con cara de suspicacia. Los otros dos magos eran hombres: uno de ellos, el mismo padre Ballo que había examinado a la reina. Ni una sola arruga le marcaba las mejillas, y su cabello aún lucía castaño por entero, pero de algún modo se las arreglaba para parecer mayor, y las gafas le resbalaban por la nariz en su rostro redondo mientras me miraba de arriba abajo con expresión dubitativa.
—¿Es ésta la aprendiza?
El otro hombre podría haber sido su opuesto, alto y delgado, con un suntuoso chaleco de color vino tinto y bordado en oro de forma compleja, y una expresión de aburrimiento; llevaba el pico de su estrecha barba negra en un meticuloso rizo ascendente. Se encontraba estirado en una silla con las botas apoyadas encima de la mesa. Había una pila de barras cortas y gruesas de oro junto a él, y un saquito de terciopelo negro con un montón de brillantes rojos, minúsculos y relucientes. Estaba manipulando dos barras, y la magia salía de él en un susurro; sus labios se movían ligeramente. Juntaba los extremos del oro, y las barras adelgazaban entre sus dedos para convertirse en una tira estrecha.
—Y éste es Ragostok, el Espléndido —dijo Solya.
El mago no dijo nada, y ni siquiera levantó la cara salvo por un breve vistazo que me captó de la cabeza a los pies y me descartó de una vez y para siempre como algo indigno de su atención. Sin embargo, yo prefería su desinterés a la dura línea de sospecha que formaban los labios de Alosha.
—¿Dónde te encontró Sarkan, exactamente? —inquirió ella.
A aquellas alturas habían oído ya alguna versión del rescate, parecía, pero el príncipe Marek y el Halcón no les habían importunado con las partes de la historia que no les iban bien, y había más cosas que ellos dos desconocían. Entre tartamudeos les ofrecí una torpe explicación de cómo había conocido a Sarkan, con la incómoda sensación de los ojos del Halcón posados en mí, brillantes y atentos. Quería decir lo mínimo posible sobre Dvernik, sobre mi familia; él ya tenía a Kasia como instrumento que utilizar en mi contra.
Tomé prestado el temor secreto de Kasia y traté de dar a entender que mi familia había decidido ofrecerme al Dragón; me aseguré de contarles que mi padre era leñador, lo cual ya sabía que desdeñarían, y no les dije ningún nombre. Hablé de «la corregidora de la aldea» y de «uno de los vaqueros» en lugar de «Danka» y «Jerzy», e hice que sonase como si Kasia fuese mi única amiga, y no la que más quería, antes de contarles su rescate entre titubeos.
—Y supongo que se lo pediste con amabilidad, y el Bosque te la entregó, ¿no? —dijo Ragostok sin levantar la mirada de su trabajo: estaba metiendo a presión los brillantes minúsculos en el oro, con los pulgares, uno detrás de otro.
—El Dragón… Sarkan… —me sentí agradecida por el pequeño impulso que noté, procedente del tronar de su nombre en la lengua—. Él pensó que el Bosque me la había entregado para tender una trampa.
—De manera que por entonces no había perdido del todo la cabeza —dijo Alosha—. ¿Por qué no la sacrificó de inmediato? Él conoce la ley.
—Me… me dejó intentarlo —tartamudeé—. Me permitió que intentase purgarla. Y funcionó…
—O eso te imaginas tú —replicó ella. Hizo un gesto negativo con la cabeza—. Y así es como la pena conduce al desastre. Bien, me sorprende oírlo de Sarkan, pero mejores hombres que él han perdido la cabeza por una muchacha que no tiene ni la mitad de su edad.
No supe qué decir: quería protestar: «No es eso, no hay nada de eso», pero las palabras se me atascaron en la garganta.
—¿Y suponéis que también yo he perdido la cabeza por ella? —preguntó el Halcón con un tono de voz divertido—. ¿Y el príncipe Marek, también?
Alosha lo miró con aire de desprecio.
—Cuando Marek era un crío de ocho años, se pasó un mes llorando y exigiéndole a su padre que se llevase al ejército y a todos los magos de Polnya al interior del Bosque para traer de vuelta a su madre —dijo ella—. Pero ya no es un crío. Tendría que haber sabido que no debía hacerlo, y vos también. ¿Cuántos hombres nos ha costado esta cruzada vuestra? Os llevasteis a treinta veteranos, soldados de caballería, todos de primera, y todos ellos con espadas que salieron de mi fragua…
—Y os hemos traído de vuelta a vuestra reina —afirmó el Halcón con un repentino tono duro y desagradable en la voz—, si es que eso significa algo para vos.
Ragostok soltó un suspiro sonoro y mordaz sin alzar siquiera la mirada de su tiara de oro.
—¿Y qué más da eso ahora mismo? El rey desea que se examine a la muchacha, así que examinémosla ya y acabemos con ello. —Su tono dejaba claro que no creía que fuese a durar mucho.
El padre Ballo carraspeó; alargó la mano para coger una pluma, la introdujo en un tintero y se inclinó hacia mí, mirándome a través de sus pequeñas gafas.
—Pareces bastante joven para que te examinemos. Dime, bonita, ¿cuánto tiempo has estado estudiando con tu maestro?
—Desde la cosecha —dije, y me quedé mirando la incredulidad que mostraban sus ojos.
Sarkan no me había mencionado que los magos solían dedicar siete años al estudio antes de solicitar su admisión en la lista. Y después de pasarme tres horas pifiándola con la mitad de los hechizos que ellos me pedían, y agotándome por el camino, hasta el padre Ballo se inclinaba a creer que Sarkan se había enamorado de mí como un estúpido, o que les estaba gastando algún tipo de broma al enviarme para que me examinasen.
El Halcón no era de ayuda: observaba sus deliberaciones con un leve aire de interés, y cuando le preguntaron qué tipo de magia me había visto utilizar, tan sólo dijo:
—No me considero en condiciones de atestiguarlo… Siempre resulta difícil separar los ardides de un aprendiz de los del maestro, y Sarkan estuvo presente todo el tiempo, por supuesto. Preferiría que hicieseis vuestros propios juicios. —Y acto seguido me miró en un recordatorio de la indirecta que me había hecho en el pasillo.
Apreté los dientes y de nuevo traté de apelar a Ballo: él parecía la mejor oportunidad de lograr alguna simpatía, aunque hasta él estaba empezando a irritarse.
—Señor, ya os lo he dicho. No soy de ninguna utilidad con este tipo de hechizos.
—Estos hechizos no constituyen ningún «tipo» —dijo malhumorado y con los labios fruncidos—. Te hemos encargado de todo, desde la magia sanadora hasta la inscripción, bajo todos los elementos y todas las posibles afinidades. No existe tal categoría que comprenda todos esos hechizos.
—Pero son vuestro tipo de magia. No… no el de Jaga —dije, aprovechando el ejemplo que ellos sin duda conocerían.
El padre Ballo me miró con más dudas aún.
—¿Jaga? ¿Qué diantres te ha estado enseñando Sarkan? Jaga es un cuento folclórico. —Yo clavaba en él la mirada—. Sus obras se tomaron de varios magos reales, se mezclaron con algunas adiciones imaginativas y se exageraron con el paso de los años hasta elevarla a la categoría de mito.
Lo observaba boquiabierta, sin poder hacer nada: él era el único que había mostrado la más mínima cortesía conmigo, y ahora me estaba diciendo que Jaga no era real.
—Bien, esto ha sido una pérdida de tiempo —sentenció Ragostok, a pesar de que no tenía ningún derecho a quejarse por ello: no había dejado de trabajar un instante, y su pieza de joyería ya se había convertido en una amplia tiara con un gran orificio en el centro a la espera de una gema de mayor tamaño. El objeto emitía el leve zumbido de la hechicería que encerraba—. Soltar unos cuantos conjuros no es magia suficiente para considerarla digna de la lista, ni ahora ni nunca. Alosha acertó desde el principio, en cuanto a lo que le ha sucedido a Sarkan. —Me miró de arriba abajo—. Y tampoco es que tenga excusa, aunque sobre gustos no hay nada escrito.
Me sentí avergonzada y furiosa, y más atemorizada aún que furiosa: hasta donde yo sabía, el juicio se podría celebrar por la mañana. Respiré hondo contra la fuerte sujeción de la ballena del corsé, aparté la silla hacia atrás de un empujón y me puse en pie, y bajo las faldas di un pisotón en el suelo y dije:
—Fulmia.
Mi talón rebotó contra la piedra en un golpe que resonó a través de mí y volvió a salir en una oleada de magia. El castillo se estremeció a nuestro alrededor como un gigante dormido, un temblor que hizo tintinear suavemente, unos contra otros, los cristales preciosos colgados de la lámpara sobre nuestras cabezas, y tiró algunos libros de las estanterías con golpes secos.
Ragostok se había puesto en pie de un respingo, había volcado su silla, y la tiara de oro se le había caído de las manos con un ruido metálico. La mirada del padre Ballo recorría los rincones de la estancia, parpadeando en una sorprendida confusión antes de trasladar su asombro hacia mí, como si estuviera seguro de que tenía que haber otra explicación. Permanecí de pie, jadeando, con los puños cerrados con fuerza a ambos costados, resonando aún de la cabeza a los pies, y dije:
—¿Es suficiente esta magia para incluirme en la lista? ¿O tal vez deseáis ver más?
Me miraron fijamente y, en el silencio, oí gritos en el patio exterior, pasos a la carrera. Los guardias miraban hacia el interior con la mano sobre la empuñadura de la espada, y me di cuenta de que acababa de sacudir el castillo del rey, en la ciudad del rey, y de que había alzado la voz a los más altos magos del país.
Al final, sí me incluyeron en la lista. El rey había exigido una explicación sobre aquel temblor de tierra, y le habían contado que fue cosa mía; después de eso, no podían decir al mismo tiempo que no tenía mucho de bruja. Aun así, aquello no los hizo demasiado felices. Podría decirse que Ragostok se ofendió lo suficiente como para guardarme rencor, algo que se me antojaba poco razonable: era él quien me había insultado a mí. Alosha me miró con más suspicacia, como si se imaginase que había estado ocultando mi poder por alguna taimada razón; y al padre Ballo simplemente le disgustaba tener que admitirme, porque me escapaba a su propia experiencia. No es que fuese poco amable, sino que sentía el mismo deseo obsesivo de Sarkan por la explicación de las cosas, pero carecía de su disposición a la flexibilidad. Si Ballo era incapaz de hallar algo en un libro, significaba que aquello no podía ser así, y si lo encontraba en tres libros, significaba que se trataba de la verdad pura y dura. Tan sólo el Halcón me sonreía, con aquel irritante aire de secreta diversión; me podría haber arreglado perfectamente sin sus sonrisas.
Tuve que volver a presentarme frente a ellos en la biblioteca a la mañana siguiente, para la ceremonia del nombramiento. Rodeada de los cuatro, me sentí más sola que en aquellos primeros días en la torre del Dragón, apartada de todo cuanto conocía. El hecho de sentir que ninguno de ellos era mi amigo, o que siquiera me deseasen nada bueno, era peor que estar sola. Si me hubiese caído encima un rayo, se habrían sentido aliviados, o no se hubieran afligido, al menos. Pero estaba decidida a no darle importancia: lo único que de verdad importaba era poder hablar en defensa de Kasia. A esas alturas, ya sabía que nadie le dedicaría uno solo de sus pensamientos: Kasia no importaba.
El nombramiento tenía más pinta de ser otra prueba que una ceremonia. Me colocaron ante una mesa y sacaron un cuenco de agua, tres cuencos con diferentes polvos de color rojo, amarillo y azul, una vela y una campanilla metálica con letras de oro grabadas alrededor. El padre Ballo me situó delante el hechizo del nombramiento en una hoja de pergamino: el ensalmo consistía en nueve palabras largas y enmarañadas, con anotaciones detalladas que ofrecían las instrucciones precisas acerca de la pronunciación de cada sílaba y de cómo se debía acentuar cada palabra.
Lo mascullé entero para mis adentros en un intento por tantear las sílabas importantes, pero éstas se me quedaban inertes en la lengua: el hechizo no quería desmenuzarse.
—¿Y bien? —dijo Ragostok con impaciencia.
Recorrí con esfuerzo el encantamiento entero, de arriba abajo, como un torpe trabalenguas, y comencé a echar polvos en el agua, una pizca aquí y otra allí. La magia del hechizo se formaba con lentitud, a regañadientes. Convertí el agua en un desastre de color pardo, me derramé un poco de cada uno de los tres tipos de polvo en la falda y, finalmente, dejé de intentar obtener algo mejor. Prendí los polvos, entrecerré los ojos para ver algo entre la nube de humo y busqué la campanilla a tientas.
Di entonces rienda suelta a la magia, y la campanilla repicó en mi mano: una nota larga y grave que surgió de un modo extraño de una campanilla tan pequeña; sonó como la gran campana de la catedral que llamaba a maitines todos los días, al alba, por toda la ciudad, un sonido que llenó la sala. El metal zumbaba bajo mis dedos cuando la dejé en la mesa y miré a mi alrededor, expectante; sin embargo, el nombre no se escribió por sí solo en el pergamino, ni surgió con letras en llamas, ni apareció por ningún lado.
Todos los magos parecían molestos, aunque por una vez no fuese conmigo.
—¿Acaso pretende esto ser una broma? —le dijo el padre Ballo a Alosha con cierta irritación.
Alosha tenía el ceño fruncido; alargó la mano hacia la campanilla, la levantó y le dio la vuelta: no tenía badajo ni nada parecido. Todos se quedaron mirándola, y yo los miraba a ellos.
—¿De dónde saldrá el nombre? —pregunté.
—Tenía que haberlo tañido la campana —se limitó a decir Alosha. De nuevo la dejó en la mesa, y la campanilla volvió a sonar muy bajo, como un eco de aquel tañido grave, y Alosha la fulminó con la mirada.
Después de aquello, nadie sabía qué hacer conmigo. Tras permanecer todos de pie en silencio por unos instantes mientras el padre Ballo farfullaba unos ruidos sobre las irregularidades, el Halcón —que aún parecía empeñado en divertirse con todo lo que tuviese que ver conmigo— dijo con tono despreocupado:
—Tal vez nuestra nueva bruja deba escoger su propio nombre.
—A mí me parece más apropiado que nosotros le escojamos un nombre a ella —dijo Ragostok.
Bien sabía yo que no tenía que dejarle participar de ninguna forma en la decisión sobre mi nombre: sin duda acabaría siendo «la Cerdita» o «la Lombriz de tierra». Todo aquello me seguía dando mala espina. Ya había cumplido con la parafernalia de aquel asunto, y de repente supe que no deseaba cambiarme el nombre por otro que fuera dejando una estela de magia a su paso, no más de lo que deseaba ponerme aquel vestido tan elegante con aquella cola a rastras que iba limpiando el polvo por los pasillos. Respiré hondo y dije:
—No hay nada de malo en el nombre que ya tengo.
De manera que fui presentada ante la corte como Agnieszka de Dvernik.
Casi llegué a lamentar mi negativa durante la presentación. Ragostok me había contado —yo creo que con la intención de ser desagradable— que la ceremonia sería algo menor, y que el rey no disponía de demasiado tiempo que dedicar a tales eventos cuando se producían fuera de la temporada correspondiente. Por lo visto, acostumbraban a incluir a los nuevos magos en la lista en la primavera y en el otoño, al mismo tiempo que a los nuevos caballeros. Si Ragostok estaba diciendo la verdad, yo no podía más que agradecerlo, de pie en el fondo de aquel gran salón del trono con una larga alfombra roja extendida ante mí como la lengua descolgada de alguna bestia monstruosa, y la multitud de resplandecientes nobles a ambos lados de ésta, todos ellos con los ojos fijos en mí y susurrándose los unos a los otros detrás de sus voluminosas mangas.
No me sentía en absoluto en mi verdadero ser; casi me hubiera gustado contar con otro nombre, un disfraz a juego con la torpeza y las amplias faldas de mi vestido. Apreté los dientes y comencé a recorrer el interminable salón hasta que llegué ante la tarima y me arrodillé a los pies del rey. Aún parecía cansado, igual que en el patio el día que llegamos. La corona de oro oscuro le ribeteaba la frente, y debía de ser un peso enorme, pero su cansancio no era de un tipo tan simple. Su rostro, debajo de aquella barba castaña y gris, lucía arrugas como las de Krystyna, las arrugas de alguien incapaz de descansar preocupado por el día siguiente.
Envolvió mis manos entre las suyas, y pronuncié con estridencia los términos del juramento de lealtad, trastabillándome con ellos; él me respondió con su extensa y fácil costumbre, retiró las manos y asintió para que me marchase.
Un paje empezó a hacer leves gestos para llamarme desde uno de los laterales del trono, pero me di cuenta de que aquélla era la primera y tal vez la única oportunidad que tendría de pedirle algo al rey.
—Majestad, si lo tenéis a bien —dije mientras intentaba ignorar con todas mis fuerzas las miradas de indignación de todos aquellos que se encontraban lo bastante cerca del trono como para oírme—. No sé si habéis leído la carta de Sarkan…
Uno de los lacayos altos y fuertes que se hallaban junto al trono me agarró inmediatamente del brazo, hizo una reverencia al rey con una sonrisa clavada en el rostro e intentó sacarme de allí a tirones. Planté los pies mascullando una brizna del hechizo de tierra de Jaga y no le hice el menor caso.
—Disponemos de una verdadera oportunidad de destruir al Bosque, ahora —le susurré—, pero Sarkan no cuenta con ningún soldado, y… ¡sí, me voy en un instante! —le dije entre dientes al lacayo, que me tenía ahora sujeta por ambos brazos y trataba de arrancarme de la tarima—. Sólo necesito explicaros…
—Está bien, Bartosh, deja de partirte el espinazo con ella —dijo el rey—. Podemos concederle un momento a nuestra flamante bruja. —Ahora me miraba de verdad, por primera vez, y sonaba ligeramente divertido—. Hemos leído la carta, en efecto. Podía haber contado con alguna que otra línea más. Sobre vos, en particular. —Me mordí el labio—. ¿Qué le pediréis a vuestro rey?
En los labios me temblaba lo que de verdad quería pedirle. «¡Dejad marchar a Kasia!», tenía ganas de gritar. Pero no pude. Sabía que no podía. Aquello era egoísta: lo quería para mí, por los deseos de mi corazón, y no por Polnya. No le podía solicitar eso al rey, quien no había dejado marchar a su propia esposa sin enfrentarse a un juicio.
Mis ojos descendieron de su rostro hasta la punta de sus botas, repujadas en oro, que apenas se curvaban por debajo del reborde de pieles de sus vestiduras.
—Hombres, hombres para combatir al Bosque —susurré—. Todos aquellos de los que podáis prescindir, majestad.
—No resulta sencillo prescindir de ninguno de ellos —dijo. Levantó una mano cuando cogí aliento—. No obstante, veremos qué se puede hacer. Lord Spytko, encargaos de la cuestión. Quizá se pueda enviar una compañía.
Un hombre que se mantenía junto al trono inclinó la cabeza en señal de confirmación.
Me alejé tambaleándome, invadida de alivio —el lacayo me miró con los ojos entrecerrados cuando pasé junto a él—, y atravesé una puerta que había detrás de la tarima. Me condujo a una antecámara más pequeña donde un secretario real —un caballero mayor, riguroso y con cara de fuerte desaprobación— me pidió con frialdad que deletrease mi nombre. Creo que había oído parte de la escena que había montado.
Escribió mi nombre en el encabezamiento de una página de un enorme tomo encuadernado en cuero. Lo observé con atención para asegurarme de que lo escribía bien, e hice caso omiso de su desaprobación, demasiado satisfecha y agradecida como para preocuparme: el rey parecía razonable. Sin duda indultaría a Kasia en el juicio. Me preguntaba si podríamos, incluso, salir cabalgando de allí con los soldados y unirnos a Sarkan en Zatochek para iniciar la batalla contra el Bosque.
—¿Cuándo comenzará el juicio? —pregunté al secretario cuando hubo terminado de escribir mi nombre.
Tan sólo me miró con una cara de incredulidad.
—No tengo forma de saberlo —me dijo, y apartó de mí su mirada para lanzarla hacia la puerta de salida de la habitación, una indirecta tan afilada como las puntas de una horca.
—¿Es que… no debe empezar pronto? —probé.
Su mirada había vuelto a descender sobre la carta. Esta vez levantó la cabeza todavía más despacio, como si no se pudiera creer que aún estuviese allí.
—Empezará —dijo con una pronunciación terriblemente precisa— cuando el rey lo decrete.