17
No se me dio demasiado bien seguir su consejo.
Llevábamos una semana y un día cabalgando hacia la capital, y mi yegua iba dando cabezazos todo el camino: paso, paso, paso y una acometida nerviosa y repentina contra el bocado que me tiraba de las riendas y de los brazos hacia delante hasta dejármelos duros como piedras. Siempre me rezagaba hacia la parte de atrás de nuestra pequeña caravana, y las grandes ruedas forradas de metal del carromato levantaban una fina nube de polvo delante de mí. Mi yegua añadía a su paso unas paradas regulares para estornudar. No habíamos dejado atrás Olshanka y ya iba cubierta de un gris pálido, y el sudor convertía el polvo en unas espesas bandas marrones bajo mis uñas.
El Dragón me había escrito una carta para el rey en los últimos minutos que habíamos pasado juntos. No consistía más que en unas pocas líneas garabateadas a toda prisa en papel barato con una tinta aguada que nos habían prestado los aldeanos, en las que le decía que yo era una bruja, y le solicitaba hombres. Pero la había doblado, se había cortado el pulgar con un cuchillo y había restregado un poco de sangre por el borde, y acto seguido había escrito su nombre en el borrón: «Sarkan», en unas densas letras negras que humeaban por los bordes. Cuando la saqué del bolsillo de mi falda y toqué las letras con los dedos, sentí cercano el susurro del humo y el batir de las alas. Resultaba reconfortante y frustrante al mismo tiempo, conforme los kilómetros de cada día me alejaban del lugar donde debería estar, ayudando a contener al Bosque.
—¿Por qué insistís en llevaros a Kasia? —le pregunté a Marek en un último intento cuando acampamos la primera noche al pie de las montañas, cerca del remolino poco profundo que formaba un arroyo que discurría rápido para unirse al Huso. Pude ver la torre del Dragón hacia el sur, iluminada en naranja por los últimos rayos de la puesta de sol—. Llevaos a la reina, si insistís en ello, y dejadnos regresar a nosotras. Ya habéis visto el Bosque, habéis visto lo que es…
—Mi padre me envió aquí a encargarme de la campesina corrompida de Sarkan —me dijo. Se estaba lavando el cuello y la cabeza con agua—. Él la espera, a ella o su cabeza. ¿Qué prefieres que le lleve?
—Pero él entenderá lo que sucede con Kasia en cuanto vea a la reina —le contesté.
Marek se sacudió el agua y levantó la cabeza. La reina continuaba sentada en el carromato, inmóvil e inexpresiva, mirando al frente, mientras la noche caía a su alrededor. Kasia se hallaba sentada a su lado. Las dos estaban cambiadas, ambas extrañas, erguidas y sin cansancio a pesar de un día entero de viaje; ambas relucían como la madera barnizada. Kasia, sin embargo, tenía la cabeza vuelta hacia Olshanka y el valle, y en su boca y en sus ojos había preocupación y vida.
Las observamos juntos, y entonces Marek se levantó.
—El destino de la reina es también el suyo —sentenció con rotundidad antes de alejarse.
Descargué un golpe en la corriente con frustración, y acto seguido cogí agua con las manos y me lavé la cara. Unos arroyuelos negros de tierra discurrían por mis dedos.
—Qué atroz para ti —dijo el Halcón, que asomó la cabeza detrás de mí sin previo aviso y me hizo salir resoplando de entre las manos—. Dirigirte a Kralia escoltada por el príncipe, aclamada como bruja y heroína. ¡Cuánta miseria!
Me froté la cara con la falda.
—¿Por qué me queréis aquí? Hay otros magos en la corte. Ellos pueden ver por sí mismos que la reina no está corrompida…
Solya meneaba la cabeza como si sintiera lástima de mí, una aldeana estúpida, que no entendía nada.
—¿De verdad lo consideras tan trivial? La ley es categórica: los corrompidos han de morir a fuego.
—Pero el rey la indultará, ¿no? —dije, y salió de mí como una pregunta.
Solya observaba pensativo a la reina, ahora casi invisible, una sombra entre las sombras, y no respondió. Volvió a mirarme.
—Que duermas bien, Agnieszka —susurró—. Aún nos queda un largo camino por recorrer. —Se marchó a unirse a Marek, junto al fuego.
Después de aquello, no dormí bien ni esa noche ni ninguna otra.
La noticia viajaba por delante de nosotros. Cuando atravesábamos las aldeas y los pueblos, la gente dejaba de trabajar para asomarse al camino y mirarnos con los ojos muy abiertos, pero no se acercaban, y mantenían a sus hijos pegados a sus espaldas. Y el último día nos aguardaba una muchedumbre, en el último cruce antes de la gran ciudad del rey.
Por aquel entonces me había olvidado ya de los días y de las horas. Me dolían los brazos, me dolía la espalda, me dolían las piernas. Y el dolor de cabeza era el peor de todos, con una parte de mí unida al valle, estirada sin una forma reconocible e intentando entenderme a mí misma cuando me encontraba tan lejos de cualquier cosa que yo conociese. Incluso las montañas, mis constantes, habían desaparecido. Por supuesto que sabía que había zonas del país sin montañas, pero me había imaginado que aún seguiría viéndolas en algún lugar en la distancia, como la luna. Sin embargo, cada vez que miraba hacia atrás, eran más y más pequeñas, hasta que desaparecieron con un aliento final de colinas encadenadas. Las vastas extensiones de terrenos ricos plantados con grano parecían infinitas en todas las direcciones, llanas e ininterrumpidas, como si la forma del mundo se hubiese vuelto extraña. Allí no había bosques.
Ascendimos una última colina, y en la cima nos encontramos con las vistas de la extensa Kralia, la capital: casas de muros amarillentos con tejados en marrón anaranjado que brotaban como flores silvestres a orillas del ancho y resplandeciente Vandalus, y en medio de ellas Zamek Orla, el castillo de los reyes que se alzaba en ladrillo rojo sobre un afloramiento de roca. Era más grande que cualquier construcción que me hubiera podido imaginar: la torre del Dragón era más pequeña que la menor de las torres del castillo, y parecía haber una docena de ellas apuntando hacia el cielo.
El Halcón se volvió para mirarme, imagino que para ver mi reacción ante la panorámica, pero aquello era tan enorme y tan extraño que ni siquiera abrí la boca. Me daba la sensación de estar mirando una ilustración en un libro, no algo real, y estaba tan cansada que me había quedado reducida a mi cuerpo: el latido sordo y constante en mis muslos, el temblor que me recorría los brazos, la gruesa mugre de polvo que me envolvía la piel.
Abajo, en el cruce de caminos, una compañía de soldados nos esperaba en formación en torno a una gran plataforma que habían levantado en el centro. Sobre ella se encontraba una media docena de sacerdotes y de monjes que flanqueaba a un hombre vestido con el atuendo sacerdotal más asombroso que jamás había visto, violeta oscuro bordado entero de oro. Era de rostro largo y severo, y el gorro alto con forma de doble cono que llevaba acentuaba ese efecto.
Marek se detuvo, observándolos, y me dio tiempo a acercarme a él y al Halcón con el ritmo lento y pesado de mi yegua.
—Parece que mi padre nos ha soltado al viejo ramplón —dijo Marek—. Le impondrá las reliquias a la reina. ¿Nos va a causar esto alguna dificultad?
—No me imaginaría tal cosa —respondió el Halcón—. Nuestro querido arzobispo puede ser algo tedioso, eso os lo garantizo, pero su obstinación no puede ser más beneficiosa en este momento. Jamás permitiría que nadie introdujese una falsa reliquia, y las verdaderas no mostrarán lo que no hay.
Muy indignada ante su irreverencia —¡llamar «viejo ramplón» al arzobispo!—, perdí la oportunidad de preguntar en busca de una explicación: ¿por qué querría alguien mostrar la corrupción si no la había? Marek ya espoleaba a su caballo para que avanzase. El carromato de la reina descendía la colina traqueteando detrás de él, y la multitud de gente que lo veía pasar se apartaba como una ola que se retira de la orilla, para dejar un buen espacio a las ruedas, a pesar de la avidez que había en sus rostros. Vi que muchos de ellos llevaban pequeños amuletos baratos contra el mal y se santiguaban a nuestro paso.
La reina iba sentada sin mirar a ninguna parte ni mover las manos, tan sólo se balanceaba hacia delante y hacia atrás con el rodar del carromato. Kasia se había aproximado a ella. Volvió la cabeza hacia atrás y me lanzó una mirada que correspondí, con los ojos igualmente desorbitados. Jamás habíamos visto tanta gente en nuestra vida. El gentío se agolpaba lo bastante cerca de mí como para rozarme las piernas a pesar de las grandes herraduras metálicas de los cascos de mi yegua.
Cuando nos acercamos a la plataforma, los soldados nos permitieron pasar entre sus filas y después nos rodearon y nos apuntaron con sus lanzas. Alarmada, me di cuenta de que había una estaca gruesa y alta que se elevaba en el centro de la plataforma, y debajo de ella había un montón de paja y yesca. Alargué la mano, asustada, y sujeté al Halcón por una esquina de la manga.
—Deja de parecer un conejillo muerto de miedo, siéntate recta y sonríe —me dijo entre dientes—. Lo último que tenemos que hacer ahora mismo es darles cualquier excusa para que se imaginen que algo va mal.
Marek se comportaba como si ni siquiera viese las puntas de acero afilado a menos de medio metro de su cabeza. Desmontó con una floritura de la capa que había comprado varios pueblos atrás y se dirigió a ayudar a la reina a descender del carromato. Kasia tuvo que ayudarla desde el otro lado y, ante los impacientes gestos del príncipe, bajó detrás de ella.
No lo supe hasta entonces, pero una multitud tan numerosa emite un ruido constante, como el discurrir de un río, un murmullo que ascendía y retrocedía sin descomponerse en voces separadas. Se hizo un completo silencio. Marek condujo a la reina por los escalones hasta la plataforma, con el yugo dorado todavía puesto, y la llevó ante el sacerdote del sombrero alto.
—Mi señor arzobispo —dijo Marek con una voz que surgió alta y clara—. Corriendo grandes peligros, mis acompañantes y yo hemos liberado a la reina de Polnya de las malvadas garras del Bosque. Os encargo ahora que la examinéis de manera exhaustiva, que la pongáis a prueba con todas vuestras reliquias y el poder de vuestro gran oficio: aseguraos de que no hay en ella signo de corrupción que pudiera extenderse e infectar a otros inocentes.
Aquél era, por supuesto, el motivo exacto de que el arzobispo estuviese allí, y no creo que le gustase que Marek hiciera que pareciese como si todo hubiera sido idea suya. Tenía los labios apretados en una fina línea.
—Tened por seguro que lo haré, Alteza —dijo con frialdad, antes de darse la vuelta y hacer un gesto para llamar a alguien.
Uno de los monjes avanzó para situarse a su lado: un hombre de baja estatura y aspecto inquieto, vestido con una simple tela marrón, con el pelo castaño recortado como un tazón alrededor de la cabeza. Sus ojos eran enormes, y pestañeaban detrás de unas grandes gafas de montura dorada. Sostenía una urna grande de madera. La abrió, el arzobispo metió en ella las manos y levantó del interior una fina malla reluciente de oro y plata, casi como una redecilla. El gentío murmuró en señal de aprobación mientras el viento susurraba entre las hojas de la primavera.
El arzobispo sostuvo en alto la redecilla y pronunció una oración, larga y sonora, y acto seguido se dio la vuelta y la dejó caer sobre la cabeza de la reina: la redecilla se asentó en ella con suavidad, se desplegó por los bordes y la cubrió hasta los pies. A continuación, para mi sorpresa, el monje dio un paso al frente y colocó las manos sobre la malla.
—Yilastus kosmet, yilastus kosmet vestuo palta —empezó a recitar, y prosiguió con un hechizo que fluyó por las líneas que formaban la redecilla y las alumbró.
La luz llenó el cuerpo de la reina, entero, por todas partes, y la iluminó. Refulgía sobre la plataforma, con la cabeza erguida, resplandeciente. No era como la luz de La invocación, cuyo brillo era frío y claro. Ésta daba la sensación de regresar a casa tarde en pleno invierno y encontrar una lámpara que luce a través de la ventana, que te llama para que entres: era una luz llena de amor y calidez. Un suspiro recorrió la multitud. Hasta los sacerdotes retrocedieron un instante sólo para admirar a la reina resplandeciente.
El monje mantenía la mano sobre la redecilla, vertiendo la magia de manera constante. Espoleé a mi yegua hasta que de mala gana se acercó al caballo del Halcón, y me incliné en la silla para susurrarle:
—¿Quién es?
—¿Te refieres a nuestro amable Búho? —dijo él—. El padre Ballo. Es el deleite del arzobispo, como te puedes imaginar: no resulta fácil encontrar un mago dócil y manejable.
El Halcón sonaba desdeñoso, pero aquel monje no tenía para mí un aspecto tan manso: parecía preocupado y contrariado.
—¿Y esa redecilla? —pregunté.
—Sin duda habrás oído hablar del velo de santa Jadwiga —dijo el Halcón con tal brusquedad que me quedé boquiabierta.
Era la más sagrada de las reliquias de Polnya. Había oído que sólo sacaban el velo en la coronación de los reyes, para demostrar que estaban libres de toda influencia del mal.
El gentío empujaba ahora a los soldados para que se aproximaran más, e incluso ellos estaban fascinados y levantaban las puntas de las picas en el aire al permitir que les empujasen cada vez más cerca. Los sacerdotes estudiaban a la reina al milímetro, se inclinaban con los ojos entrecerrados para mirarle los dedos de los pies, le extendían los brazos para inspeccionarle los de las manos, y se quedaban mirándole el pelo. Uno detrás de otro, los sacerdotes se incorporaban y le hacían un gesto negativo con la cabeza al arzobispo. Incluso la severidad de su rostro se suavizaba con el reflejo de aquella luz maravillosa.
Una vez terminaron su examen, el padre Ballo levantó el velo con suavidad. Los sacerdotes trajeron otras reliquias, también, que ahora reconocía: el peto de la armadura de san Kasimir aún perforado con un diente del dragón de Kralia al que había matado; el hueso del brazo de san Firan en una urna de oro y cristal, ennegrecido a causa del fuego; el cáliz de oro que san Jacek había salvado de la capilla. Marek fue situando las manos de la reina sobre todas y cada una de ellas, una por una, y el arzobispo rezó sobre ella.
Repitieron todas las pruebas con Kasia, pero la muchedumbre no tenía interés alguno en ella. Todos habían guardado silencio para ver a la reina, aunque se pusieron a hablar, ruidosos, mientras los sacerdotes examinaban a Kasia, el gentío más revoltoso que había visto nunca a pesar de encontrarse ante tantas reliquias sagradas y el arzobispo en persona.
—Poco más se puede esperar del populacho de Kralia —dijo Solya ante mi expresión medio desconcertada.
Había incluso vendedores de bollos que recorrían la muchedumbre ofreciendo a voces panecillos recién horneados, y desde lo alto de mi yegua pude ver a un par de hombres avispados que habían montado un puesto para vender cerveza un poco más adelante, en el camino.
Empezaba a sentirme en medio de una celebración, de una festividad. Y por fin los sacerdotes llenaron de vino el cáliz de oro de san Jacek, y el padre Ballo murmuró sobre él: una tenue voluta de humo se elevó del vino, que se aclaró. La reina se lo bebió entero cuando se lo llevaron a los labios y no cayó al suelo en un ataque. No cambió su expresión en absoluto, pero eso dio igual. Alguien entre la multitud levantó entre salpicones una copa de cerveza y gritó:
—¡Alabado sea Dios! ¡La reina está a salvo!
Toda la gente comenzó a vitorear enloquecida y a empujar hacia nosotros, olvidado cualquier miedo, tan ruidosa que apenas pude oír cómo el arzobispo daba permiso a regañadientes a Marek para llevar a la reina a la ciudad.
El éxtasis de la multitud fue casi peor de lo que habían sido las picas de los soldados. Marek tuvo que apartar a la gente a empujones para llevar el carromato junto a la plataforma, y subir a pulso en él a la reina y a Kasia. Abandonó su caballo, se subió a la carreta de un salto y tomó las riendas. Utilizó el látigo del carretero para apartar a la gente de la cabeza de los caballos con numerosos golpes y de ese modo abrir hueco, y Solya y yo nos vimos obligados a situar nuestras monturas justo detrás del carromato al ver que la turba se volvía a cerrar a nuestra espalda.
Continuaron con nosotros durante los ocho kilómetros que quedaban hasta la ciudad, corriendo detrás y a nuestro lado, y si alguno perdía comba, otros aparecían para acrecentar sus filas. Cuando llegamos al puente sobre el Vandalus, hombres y mujeres adultos habían abandonado ya sus labores cotidianas para seguirnos, y al alcanzar las puertas exteriores del castillo apenas podíamos movernos entre los desaforados vítores de una multitud que se apretaba contra nosotros en todas las direcciones, una masa viva con diez mil voces, todas ellas gritando de alegría. La noticia ya se había propagado: la reina estaba a salvo, la reina no estaba corrompida. El príncipe Marek había salvado por fin a la reina.
Vivíamos todos una canción: ése era el aire que tenía. Yo misma lo sentí así, a pesar incluso de los bamboleos del cabello dorado y corto de la reina, adelante y atrás, con las sacudidas del carromato sin que ella hiciera un esfuerzo por contrarrestarlas, pese a ser consciente de cuán pírrica había sido nuestra victoria y cuántos hombres habían muerto por ella. Había niños que corrían a la altura de mi yegua y me miraban riendo —y no a modo de cumplido, probablemente, porque no era más que un enorme manchurrón con el pelo enmarañado y la falda hecha trizas— pero me daba igual. Yo los miraba y me reía con ellos, de igual modo, y me olvidaba por un momento de mis agarrotados brazos y mis entumecidas piernas.
Marek encabezaba nuestra marcha con una expresión casi exaltada. Supongo que él debió de sentir también que su vida se estaba convirtiendo en una canción. En aquel preciso momento, nadie pensaba en los hombres que no habían regresado. Oleg tenía aún el muñón del brazo fuertemente vendado, pero saludaba al gentío con el otro, con vigor, y lanzaba besos con la mano a todas las muchachas hermosas que veía. La muchedumbre no se redujo ni siquiera después de que hubiésemos atravesado las puertas del castillo: los soldados del rey habían salido de sus barracones y los nobles de sus casas, y lanzaban flores a nuestro paso, y los soldados golpeaban los escudos con las espadas en un aplauso clamoroso.
La reina era la única que no prestaba atención a todo aquello. Le habían retirado el yugo y las cadenas, pero su postura, sentada, no había variado, seguía siendo lo más parecido a una figura tallada.
Tuvimos que formar en fila de a uno para atravesar el arco final que daba paso al patio más interior del castillo propiamente dicho. Era una fortaleza de un tamaño mareante, con arcos que se elevaban en tres alturas desde el suelo con incontables rostros asomados a los balcones que nos miraban sonrientes. Yo correspondía encandilada a la mirada de aquellos rostros, a los estandartes bordados en aquel estallido de color, a las columnas y torreones que me rodeaban por todas partes. El rey en persona se encontraba de pie en lo alto de una escalinata en un lateral del patio. Lucía un manto de color azul sujeto en el cuello con un gran brillante, una piedra roja engarzada en oro con perlas.
El rugido amortiguado de los vítores aún llegaba del exterior de la muralla. Dentro, toda la corte guardó silencio a nuestro alrededor como al comienzo de una obra de teatro. El príncipe Marek había bajado a la reina del carromato, avanzó con ella y le hizo subir las escaleras entre unos cortesanos que se retiraban como la marea a su paso, y la llevó ante el rey. Me di cuenta de que yo misma contenía el aliento.
—Majestad —dijo Marek—. Os devuelvo a vuestra reina.
El sol lucía resplandeciente, y el príncipe parecía un santo guerrero en su armadura y su capa verde, su tabardo blanco. Junto a él, la reina era una silueta rígida y esbelta con su sencillo vestido blanco, su corta melena de cabellos dorados y su piel, mudada y lustrosa.
El rey los observó con el ceño fruncido; su aspecto era más preocupado que exultante. Todos guardábamos silencio, a la espera. Finalmente, el rey tomó aire para hablar, y sólo entonces se inmutó la reina, que levantó despacio la cabeza para mirarle a los ojos. Él la miró fijamente. La reina cerró una sola vez los párpados y, acto seguido, suspiró apenas y se vino abajo tan inerte como un saco. El príncipe Marek tuvo que tirar de ella hacia delante, del brazo, retenerla y sujetarla, o se habría caído por las escaleras.
El rey exhaló, y sus hombros se enderezaron un poco, como si se soltaran de una cuerda y se relajaran. Su voz resonó con fuerza por todo el patio.
—Llevadla a los Aposentos Grises, y enviad a buscar a Sauce.
Los criados ya acudían veloces a sujetarla. Se la llevaron de nuestro lado y la metieron en el castillo como si fuera sobre una ola.
Y con esto, sin más, se puso punto final a la obra. El ruido volvió a crecer en el interior del patio hasta convertirse en un rugido a la par del de la multitud del exterior, todos hablando con todos a lo largo de las tres plantas del patio. La resplandeciente sensación embriagadora me abandonó como si me hubiesen quitado un tapón y me hubieran puesto boca abajo. Demasiado tarde, recordé que no había ido hasta allí en busca de un triunfo. Kasia estaba sentada en el carromato con su vestido blanco de prisionera, sola, condenada; Sarkan se encontraba a cien leguas de distancia, intentando contener al Bosque apartado de Zatochek sin mí; y yo no tenía ni idea de cómo iba a solucionar ninguna de esas dos cosas.
Sacudí los pies y los saqué de los estribos, y me deslicé al suelo sin elegancia ninguna. Las piernas me temblaron cuando cargué mi peso en ellas. Un mozo de cuadra vino a por mi yegua. Permití que se la llevara con cierta mala gana: no era un buen caballo, pero sí una roca bien conocida en aquel océano de extrañeza. El príncipe Marek y el Halcón estaban entrando en el castillo con el rey, y ya había perdido de vista a Tomasz y a Oleg en la multitud, rodeados de otros de uniforme.
Kasia descendía de la parte de atrás de la carreta mientras la esperaba una pequeña compañía de guardias. Me abrí paso a través de la marea de criados y cortesanos y me interpuse entre ella y los soldados.
—¿Qué vais a hacer con ella? —exigí saber, estridente por la preocupación. Debí de parecerles absurda con mis ropas de campesina, polvorientas y andrajosas, como un gorrión trinando ante unos gatos al acecho; ellos no veían la magia en mí, lista para brotar de mi pecho entre rugidos.
Pero, por insignificante que fuese mi aspecto, seguía siendo parte de aquella victoria, del rescate de la reina, y tampoco en ellos se veía una inclinación a la crueldad. El jefe de la guardia, un hombre con los bigotes más enormes que había visto en mi vida, con las puntas enceradas en un rizo tieso, me dijo:
—¿Eres su doncella? No te inquietes. Nos la llevamos para dejarla con la reina, a la Torre Gris, bajo los cuidados de Sauce. Todo se hará conforme a la ley.
Aquello no era muy reconfortante: según la ley, Kasia y la reina tenían que ser ejecutadas de inmediato.
—Está bien, Nieshka —susurró Kasia.
No lo estaba, pero tampoco se podía hacer otra cosa. Los guardias la situaron entre ellos, cuatro hombres delante y cuatro detrás, y se la llevaron desfilando al interior del palacio.
Me quedé mirándolos un instante, extraviada, y entonces me di cuenta de que jamás la encontraría en un lugar tan inmenso si no veía adónde se la llevaban. Di un respingo y eché a correr detrás de ellos.
—Alto ahí —me espetó un guardia en la puerta cuando traté de seguirlos al interior.
—Param param —le dije, sin embargo, tarareándolo como si fuese aquella tonada sobre la mosca minúscula a la que nadie podía atrapar; el guardia parpadeó, y lo dejé atrás.
Seguí a los guardias como un hilo que queda colgando y mantuve mi tarareo para decirle a todo aquel con quien me cruzaba que era demasiado pequeña como para fijarse en mí, que yo no tenía la menor importancia. No resultó difícil. Me sentí tan pequeña e insignificante como cabría imaginar. El pasillo continuaba y continuaba. Había puertas por doquier, gruesas, de madera con adornos de hierro. Criados y cortesanos entraban y salían ajetreados de unas enormes estancias que tenían las paredes forradas de tapices, llenas de muebles tallados y con unas chimeneas de piedra que eran más grandes que la puerta principal de mi casa. De los techos colgaban unas resplandecientes lámparas que rebosaban magia, y en los pasillos había unos lampadarios con esbeltas velas blancas que ardían sin fundirse.
El pasillo terminaba por fin en una pequeña puerta de hierro, con guardias, de nuevo. Los centinelas asintieron a la escolta de Kasia y los dejaron pasar —y, con ellos, al guiñapo que era yo— a una escalera de caracol después de que sus miradas no reparasen en mí. Ascendimos y ascendimos, y a mis cansadas piernas les costó un gran esfuerzo subir cada escalón, hasta que por fin llegamos y abarrotamos un pequeño descansillo circular. Estaba oscuro y olía a humo: no había ninguna ventana, tan sólo una lámpara común de aceite dispuesta en una hornacina tosca en la pared. Brillaba sobre el anodino gris de otra pesada puerta de hierro con una aldaba circular con la forma de la cabeza de un diablillo hambriento que sostenía el aro del llamador en la boca muy abierta. Un extraño escalofrío surgió del hierro, una ráfaga fría de aire que me acarició la piel a pesar de encontrarme pegada a la pared en el rincón detrás de los altos guardias.
El jefe de la guardia llamó, y la puerta se abrió de golpe hacia el interior.
—Le traemos a la otra joven, mi señora.
—Muy bien —dijo la voz resuelta de una mujer.
Los guardias se apartaron para dejar paso a Kasia.
En el umbral de la puerta había una mujer alta y delgada, con unas trenzas enroscadas en un tocado rubio en lo alto de la cabeza. Lucía un vestido de seda azul con una delicada pedrería en el cuello y en la cintura, cuya cola barría el suelo a su paso, aunque las mangas eran prácticas, de un encaje ceñido desde el codo hasta la muñeca. Se hizo a un lado y le pidió a Kasia que entrase con dos impacientes gestos de una de sus largas manos. Di un fugaz vistazo a una estancia grande más allá, alfombrada y cómoda, y vi a la reina sentada erguida en una silla de respaldo recto. Su mirada se perdía a través de una ventana sobre los destellos del Vandalus.
—¿Y qué es esto? —preguntó la dama volviendo la cabeza para observarme.
Todos los guardias se dieron la vuelta y se quedaron mirándome, viéndome. Me quedé de piedra.
—Yo… —tartamudeó el jefe de la guardia con un cierto sonrojo y una veloz mirada a los dos hombres que cerraban el grupo, una mirada que les garantizaba un problema por no haberse fijado en mí—. Ella es…
—Soy Agnieszka —dije—. He venido con Kasia y con la reina.
La dama me lanzó una mirada de incredulidad que reparó en todos y cada uno de los enganchones y de las salpicaduras de barro de mis faldas, incluso las negras, y se quedó atónita al ver que tenía los arrestos para hablar. Miró al guardia.
—¿Es sospechosa de corrupción también? —quiso saber.
—No, mi señora, no que yo sepa —dijo él.
—¿Por qué me la traéis entonces? Ya tengo bastante que hacer aquí.
Regresó a la habitación arrastrando la cola del vestido tras de sí y cerró de un portazo. Otra oleada de frío se me echó encima y se retiró de nuevo hacia el diablillo de la boca de glotón y se llevó de un lengüetazo lo que quedaba de mi hechizo de ocultación. Devoraba la magia, me di cuenta: aquél debía de ser el motivo de que llevasen allí a los prisioneros corrompidos.
—¿Cómo has entrado aquí? —exigió saber el jefe de la guardia, suspicaz, mientras todos ellos me rodeaban y se me echaban encima.
Me hubiese encantado volver a ocultarme, pero no podía hacerlo con aquella boca hambrienta al acecho.
—Soy una bruja —dije.
Sus suspicacias parecieron aumentar. Saqué la carta que aún tenía agarrada en el interior del bolsillo de la falda: el papel estaba más que mugriento, pero las letras chamuscadas del sello todavía humeaban ligeramente.
—El Dragón me entregó una carta para el rey.