9

Él prácticamente me sujetaba cuando tiró de mí a través del muro y regresamos a la antecámara del sepulcro. Una vez pasamos, me dejé caer al suelo junto al montoncito de cenizas de agujas de pino y las miré fijamente, vacía. Casi las odiaba por haberme arrebatado la mentira. Ni siquiera podía llorar; era peor que si Kasia hubiese muerto. El Dragón, de pie a mi lado, me miraba.

—Hay una forma —dije, levantando la vista—. Hay una forma de quitársela. —Era el llanto de una cría, una súplica. Él permaneció en silencio—. Ese hechizo que usasteis conmigo…

—No —respondió el Dragón—. No para esto. El hechizo de purga casi no funcionó contigo. Te lo advertí. ¿Ha intentado persuadirte para que te hagas daño?

Sentí un terrible escalofrío por todo el cuerpo al recordar cómo me ascendía a la cabeza el sabor a ceniza de aquel horrible pensamiento: «Ajenjo hervido con bayas de tejo, un rápido veneno».

—A vos —dije.

Él asintió.

—Cómo le habría gustado eso al Bosque: persuadirte para matarme y después hallar alguna otra forma de atraerte de nuevo a él.

—¿Qué es? —dije—. ¿Qué es esa… cosa que hay en ella? Lo llamamos «el Bosque», pero esos árboles… —De pronto estuve segura de ello—. Esos árboles también están corrompidos, como Kasia. Son donde vive, no lo que es.

—No lo sabemos —me dijo él—. Ya estaba aquí antes de que llegáramos nosotros. Tal vez antes de que llegaran ellos —añadió haciendo un gesto hacia los muros y su extraña inscripción—. Ellos despertaron al Bosque, o lo crearon, y lo combatieron durante un tiempo, pero él los destruyó. Este sepulcro es todo cuanto queda. Aquí se alzaba una torre más antigua. Poco quedaba de ella salvo unas piedras desperdigadas por el suelo cuando Polnya reclamó este valle y volvió a despertar al Bosque.

Guardó silencio. Yo seguía hundida en mí misma, acurrucada en torno a mis rodillas en el suelo. No podía parar de temblar.

—¿Estás preparada para dejar que acabe con esto? —preguntó por fin, con dureza—. Lo más probable es que no quede nada de ella que rescatar.

Quería decirle que sí, quería que desapareciese aquella cosa, que quedara destruida: eso que lucía el rostro de Kasia y que no sólo se valía de sus manos, sino que utilizaba todo cuanto había en su corazón y en su mente para destruir a los seres que ella amaba. Casi no me importaba si Kasia seguía allí dentro. Si lo estaba, no podía imaginar nada más horrible que quedar atrapada en su propio cuerpo, que aquella cosa la trajinara como a una marioneta monstruosa. Y yo no era ya capaz de convencerme a mí misma para seguir dudando del Dragón cuando él decía que Kasia se había ido, lejos del alcance de cualquier magia que él conociese.

Pero yo lo había salvado a él cuando él mismo se consideraba también fuera de toda posibilidad de rescate. Y qué poco sabía yo aún, dando tumbos de un imposible a otro. Me imaginé la angustia de hallar un hechizo, dentro de un mes o un año, que hubiera podido funcionar.

—Todavía no —susurré—. Todavía no.

Si antes había sido una discípula sumida en la indiferencia, ahora resultaba espantosa de un modo completamente distinto. Me adelantaba con los libros y, cuando el Dragón no me veía, cogía los que él no me bajaba de los estantes. Husmeaba en todas partes, en todo cuanto pudiese encontrar. Obraba los hechizos a medias, los descartaba y seguía avanzando. Acometía ardides sin estar segura de contar con la fuerza necesaria. Corría desatada por el bosque de la magia, apartando a empujones las zarzas de mi camino, ajena a los arañazos y la suciedad, sin prestar atención al rumbo que seguía.

Al menos, cada pocos días daba con algo que ofreciese la frágil esperanza suficiente como para convencerme de que merecía la pena probarlo. El Dragón me bajaba a ver a Kasia para que lo intentase siempre que se lo pedía, y lo hacía aunque no hubiese hallado nada que de verdad mereciese la pena probar. Me permitió desmontarle la biblioteca, y no dijo nada cuando derramé aceites y polvos por su mesa. No me presionó para que dejase ir a Kasia. Le odiaba a él y odiaba su silencio con fiereza: sabía que se limitaba a consentir que yo misma me convenciese de que no había nada que hacer.

Kasia —lo que había dentro de ella— no trató de seguir fingiendo. Me miraba con el brillo de los ojos de un pájaro y de tanto en tanto sonreía cuando mis ardides no obraban nada: una sonrisa horrible. «Nieshka, Agnieszka», entonaba en voz baja en ocasiones, una y otra vez, si yo probaba con algún ensalmo, para que me trabase mientras la escuchaba. Salía de allí magullada y mareada hasta los huesos, y volvía a subir despacio las escaleras con lágrimas rodándome por la cara.

La primavera llegó al valle por aquel entonces. Si me asomaba a la ventana, algo que sólo hacía rara vez, siempre veía el alborotado discurrir del Huso, blanco por el deshielo, y una franja de pradera abierta que se extendía desde las tierras bajas y perseguía a la nieve ladera arriba, en las montañas, por ambos lados. Las lluvias barrían el valle en cortinas de plata. Metida en la torre, me consumía. Había mirado en todas las páginas del libro de Jaga, en todos los demás tomos que se adaptaban a mi errática magia, y en cualquier otro volumen que el Dragón hubiera sugerido. Había hechizos de sanación, hechizos de limpieza, hechizos de renovación y de vida. Había probado cualquier cosa que ofreciese la menor esperanza.

En el valle celebraban el Festival de Primavera antes de comenzar la siembra, y la gran hoguera de Olshanka era un montón de leña seca tan alto que podía verlo claramente desde la torre. Estaba sola en la biblioteca cuando escuché los débiles compases de música que traía el viento, y me asomé para ver la celebración. Me pareció que la vida había irrumpido en el valle, y que los primeros brotes se abrían paso en los campos; los bosques se teñían de un verde pálido y difuso por todas las aldeas. Y allá lejos, bajando por estas escaleras de piedra fría, se hallaba Kasia en su sepulcro. Me di media vuelta, crucé los brazos sobre la mesa, apoyé en ellos la cabeza y sollocé.

Cuando la volví a levantar, con la cara manchada de lágrimas, él estaba allí, sentado cerca, mirando por la ventana con expresión sombría. Tenía las manos recogidas en el regazo, los dedos entrelazados, como si se hubiera contenido al ir a extender la mano para tocarme. Había dejado un pañuelo sobre la mesa, delante de mí. Lo cogí, me limpié la cara y me soné la nariz.

—Yo lo intenté una vez —me dijo con brusquedad—. Cuando era joven. Por entonces vivía en la capital. Había una mujer… La mayor belleza de la corte, como es natural. Supongo que ya no le hace daño a nadie decir su nombre, ahora que lleva cuarenta años en la tumba: la condesa Ludmila. —Sus labios se torcieron en una oscura burla.

Casi me quedo boquiabierta mirándole, sin tener la plena seguridad de qué era lo que más me confundía. Él era el Dragón: siempre había estado en la torre y siempre lo estaría, un elemento permanente, como las montañas al oeste. La idea de que alguna vez hubiese vivido en algún otro lugar, de que hubiera sido joven, me resultaba del todo incorrecta; y al mismo tiempo se me atrancaba la idea de que hubiese amado a una mujer que había muerto cuarenta años atrás. Su rostro me resultaba ahora familiar, pero no dejaba de mirarlo sorprendida. Allí estaban aquellas líneas en las comisuras de sus ojos y sus labios, si las buscaba, pero eso era todo cuanto delataba su edad. En todo lo demás, era un hombre joven: las firmes líneas de su perfil, su pelo gris oscuro e inmaculado, sus pómulos tersos por los que no había pasado el tiempo, sus manos largas y gráciles. Traté de convertirlo mentalmente en un joven mago de la corte —casi encajaba en el papel con su elegante vestimenta, detrás de alguna noble encantadora—, y ahí se encallaba mi imaginación. Para mí, lo suyo eran los libros y los alambiques, la biblioteca y el laboratorio.

—Y ella… ¿se corrompió? —pregunté sin poder evitarlo.

—Oh, no —dijo él—. Ella no. Su marido. —Hizo una pausa, y me pregunté si me diría algo más. Nunca me había hablado de sí mismo, ni había dicho nada de la corte salvo para menospreciarla. Sin embargo, pasado un momento prosiguió, y lo escuché fascinada—. El conde había ido a Rosya a negociar un tratado, a través del paso de la montaña. Regresó con unos términos inaceptables y con un hilo de corrupción. Ludmila tenía una curandera en su casa, su niñera, quien supo advertirla: lo encerraron en el sótano, trabaron la puerta con sal y le dijeron a todo el mundo que estaba enfermo.

»A nadie en la capital le parecía extraño que una joven y bella esposa cediera al escándalo mientras su marido, mayor, permanecía recluido y aquejado; y menos a mí, cuando me convirtió en el objeto de su interés. En esa época era todavía lo bastante joven y necio para creer que tanto mi magia como yo podíamos despertar admiración en lugar de inquietud, y ella fue lo bastante lista y decidida como para aprovecharse de mi vanidad. Ya me tenía completamente dominado cuando me pidió que salvase a su esposo.

»Ella tenía una particular destreza para comprender la naturaleza humana —añadió con sequedad—. Me dijo que no podía dejarlo en aquel estado. Se confesó dispuesta a renunciar a su lugar en la corte, a su título, a su reputación, pero mientras él estuviera corrompido, el honor le exigía permanecer encadenada a su lado; sólo si salvaba a su esposo podría liberarla a ella y así podría huir conmigo. Tentó mi egoísmo y mi orgullo: te aseguro que me tenía por un noble héroe al prometer que salvaría al marido de mi amante. Y entonces… ella me dejó verle.

Guardó silencio. Yo apenas respiraba, sentada como un ratoncillo bajo el árbol de un búho, esperando a que siguiera hablando. Su mirada volvió a su interior, sombría, y sentí una especie de reconocimiento: pensé en Jerzy riéndose de mí de forma espantosa desde la cama; en Kasia, abajo, con aquel terrible brillo en los ojos, y supe que aquella misma expresión se reflejaba en mi rostro.

—Me pasé medio año intentándolo —dijo por fin—. En aquella época ya se me consideraba el mago más poderoso de Polnya; pensaba que no había nada que yo no pudiese hacer. Saqueé la biblioteca del rey y la de la Universidad, y herví una veintena de remedios. —Hizo un gesto con la mano hacia la mesa, donde el libro de Jaga descansaba cerrado—. Fue entonces cuando me compré ese libro, entre otros intentos menos inteligentes. Nada sirvió.

Sus labios volvieron a torcerse.

—Y vine aquí. —Señaló la torre con un movimiento circular del dedo—. Por entonces, había otra bruja vigilando el Bosque: la Graja. Pensé que ella podría tener alguna respuesta. Estaba envejeciendo, al final, y la mayoría de los magos de la corte se preocupaban de evitarla; ninguno de ellos deseaba que lo enviasen a sustituirla cuando finalmente muriese. A mí eso no me daba miedo: era demasiado fuerte para que me enviaran lejos de la corte.

—Pero… —dije sorprendida por haber hablado, y me mordí el labio; el Dragón me miró por primera vez, con una de esas cejas arqueadas tan sarcásticas—. Pero al final sí que os enviaron aquí, ¿no? —titubeé.

—No —repuso él—. Yo elegí quedarme. Mi decisión no entusiasmó especialmente al rey en aquella época: prefería mantenerme bajo su atenta mirada, y sus sucesores me han presionado con frecuencia para que regrese. Pero ella… me persuadió. —Volvió a apartar de mí la mirada y la dirigió hacia la ventana, hacia el valle, hacia el Bosque—. ¿Has oído hablar alguna vez de un pueblo llamado Porosna?

Sólo me sonaba vagamente conocido.

—El panadero de Dvernik —recordé—. Su abuela era de Porosna. Hacía una especie de bollo…

—Sí, sí —dijo él impaciente—. ¿Y tienes alguna idea de dónde está?

Busqué a ciegas, en vano: apenas había oído el nombre.

—¿En las Marismas Amarillas? —sugerí.

—No —respondió él—. Estaba a ocho kilómetros camino adelante pasado Zatochek.

Zatochek no estaba ni a tres kilómetros de la franja yerma que rodeaba el Bosque. Era el último pueblo del valle, el último bastión; así había sido durante toda mi vida.

—¿El Bosque se apoderó del pueblo? —susurré.

—Sí —dijo el Dragón.

Se levantó y se dirigió a buscar el gran libro de registro en el que le había visto escribir el día en que vino Wensa a decirnos que se habían llevado a Kasia. Lo trajo a la mesa y lo abrió. Todas y cada una de las enormes páginas estaban divididas en líneas ordenadas, filas y columnas, anotaciones meticulosas como en un libro de cuentas, pero en cada fila figuraba el nombre de una aldea, nombres de personas y cantidades: tantos ha corrompido, cuántos se ha llevado; tantos curados, cuántos sacrificados. Las páginas se hallaban atestadas de anotaciones. Alargué la mano y pasé hacia atrás las hojas, de un pergamino que no había amarilleado, la tinta que se mantenía oscura: sobre ellas había suspendida una tenue magia de preservación. Los años disminuían y las cantidades menguaban conforme retrocedía. En los últimos tiempos se habían producido más incidentes, y de mayor escala.

—Se tragó Porosna la noche que murió la Graja —dijo el Dragón. Extendió el brazo y pasó un grueso bloque de páginas hasta el lugar donde otra persona, con menos orden, había llevado el registro: cada incidente quedaba descrito como una historia, sin más, con una letra más grande y las líneas un tanto temblorosas.

Hoy, un jinete de Porosna: sufren allí unas fiebres con siete enfermos. El jinete no se ha detenido en ninguna aldea. Caía enfermo, él también. Le ha bajado la fiebre con una infusión del azote que la madera consume, y el Séptimo Encantamiento de Ágata ha hecho efecto en la purificación de la raíz del mal. Siete pesas de plata en azafrán han consumido el encantamiento, y quince el azote.

Era la última anotación con aquella letra.

—En aquel momento yo me encontraba de regreso a la corte —dijo el Dragón—. La Graja me había contado que el Bosque estaba creciendo: me pidió que me quedase. Yo me negué, indignado; lo consideraba por debajo de mis méritos. Ella me aseguró que no había nada que hacer por el conde, y me ofendí; le contesté, grandilocuente, que encontraría la manera; que cualquier cosa que hubiera hecho la magia del Bosque, yo la podía deshacer. Me dije que no era más que una vieja necia y débil; que el Bosque estaba invadiendo el valle a causa de su flaqueza.

Me rodeé con los brazos mientras él hablaba, sin levantar la vista del implacable libro de registro, la página en blanco debajo de aquella anotación. Deseé entonces que se callase: no quería oír más. Él trataba de ser amable mostrándome su propio fracaso, y lo único que yo era capaz de pensar era «Kasia, Kasia», un grito en mi interior.

—Hasta donde pude saber más adelante, cuando un emisario desesperado me alcanzó por el camino, la Graja se fue a Porosna con sus provisiones y se agotó sanando a los enfermos. Entonces, por supuesto, fue cuando el Bosque atacó. Ella consiguió enviar a un grupo de niños al pueblo siguiente, e imagino que la abuela de vuestro panadero se encontraba entre ellos. Esos niños relataron la llegada de siete caminantes que trajeron consigo un árbol-corazón de un semillero.

»Aún fui capaz de atravesar los árboles cuando llegué, media jornada después. Habían plantado el árbol-corazón en su cuerpo. Ella seguía viva, si es que se puede decir así. Conseguí darle una muerte rápida, pero es todo cuanto logré hacer antes de verme obligado a salir huyendo. La aldea había desaparecido, y el Bosque había expandido sus fronteras.

»Ésa fue la última gran incursión —añadió—. Ocupé el lugar de la Graja y contuve el avance del Bosque, y desde entonces lo he conseguido, más o menos. Pero él no deja de intentarlo.

—¿Y si vos no hubierais venido? —le pregunté.

—Yo soy el único mago de Polnya lo bastante fuerte como para contenerlo —dijo el Dragón sin una particular arrogancia: era la constancia de un hecho—. Cada varios años pone a prueba mis fuerzas, y hace un intento serio una vez cada década, más o menos, como este último asalto a tu aldea. Dvernik no es más que una pequeña villa a las afueras del lindero del Bosque. Si hubiera conseguido matarme o corromperme allí y colocar un árbol-corazón, para cuando hubiese llegado otro mago el Bosque ya se habría tragado tu aldea y Zatochek, y se encontraría en el umbral del paso del este hacia las Marismas Amarillas. Y habría continuado desde allí, de tener la oportunidad. Si yo les hubiese permitido enviar a un mago más débil cuando murió la Graja, a estas alturas todo el valle estaría invadido.

»Eso es lo que está sucediendo en el lado de Rosya. Han perdido cuatro aldeas en la última década, y otras dos antes de eso. El Bosque llegará al paso del sur hacia la provincia de Kyeva en el siguiente avance, y entonces… —Se encogió de hombros—. Entonces sabremos si es capaz de extenderse por un paso montañoso, supongo.

Permanecimos sentados en silencio. En sus palabras vi el Bosque marchando lenta pero inexorablemente sobre mi hogar, por todo el valle, por todo el mundo. Me imaginé asomándome a las ventanas de la torre y viendo una interminable arboleda oscura, sitiada; un aborrecible océano susurrante en todas las direcciones, moviéndose con el viento. Ningún otro ser vivo a la vista. El Bosque los estrangularía a todos y se los llevaría a rastras bajo sus raíces. Como había hecho con Porosna. Como había hecho con Kasia.

Las lágrimas se me deslizaban por la cara en un llanto pausado. Estaba demasiado desconsolada para llorar más. La luz del exterior se apagaba, los faroles embrujados no se habían encendido aún. El rostro del Dragón se había abstraído, la mirada perdida, y en el crepúsculo resultaba imposible descifrar lo que decían sus ojos.

—¿Qué fue de ellos? —le pregunté para llenar el silencio, sintiéndome vacía—. ¿Qué fue de ella?

Volvió en sí.

—¿De quién? Ah, ¿Ludmila? —dijo al regresar de su ensueño. Hizo una pausa—. Cuando volví a la corte por última vez —prosiguió por fin—, le dije que no había nada que hacer por su marido. Llevé a otros dos magos de la corte para que atestiguaran que su corrupción era incurable. Se quedaron bastante consternados por el hecho de que yo lo hubiese mantenido vivo durante tanto tiempo, para empezar, y permití que uno de ellos le diese muerte. —Se encogió de hombros—. Sucedió que ellos lo utilizaron para sacar tajada: hay algo más que un poco de envidia entre los encantadores. Le sugirieron al rey que había que enviarme aquí como castigo por haber ocultado la corrupción. Su intención era que el rey rechazase ese castigo y se decidiese por otra cosa, alguna bobada o una nimiedad intrascendente, supongo. Se quedarían planchados cuando anuncié que me marchaba con independencia de lo que nadie pensara al respecto.

»Y a Ludmila… no volví a verla. Intentó arrancarme los ojos cuando le conté que tuvimos que dar muerte a su marido, y sus comentarios en aquel momento me quitaron rápidamente las ilusiones respecto a lo que de verdad sentía por mí —añadió con sequedad—. Pero heredó las tierras y se volvió a casar unos años después con un duque menor; le dio tres hijos y una hija, y vivió hasta los setenta y seis años como la principal matrona de la corte. Creo que los bardos me convirtieron a mí en el villano de la historia, y a ella en la noble esposa fiel que trataba de salvar a su marido a toda costa. Tampoco es que fuera falso, supongo.

Fue entonces cuando me percaté de que ya conocía la historia. La había oído cantar. Ludmila y el Encantador, sólo que en la canción, la valiente condesa se disfrazaba de campesina anciana y cocinaba y limpiaba para el mago que le había arrebatado el corazón a su marido, hasta que lo encontró en su casa metido en una caja, lo recuperó y le salvó. Me escocían los ojos con unas lágrimas ardientes. En las canciones, nadie estaba encantado hasta el punto de no poder salvarse. El héroe siempre los salvaba. No había una triste escena en una bodega oscura donde la condesa llorase y gritase protestando mientras tres magos daban muerte al conde y después utilizaban esa muerte para hacer política en la corte.

—¿Estás lista para dejarla ir? —dijo el Dragón.

No lo estaba y lo estaba. Me sentía tan cansada… No aguantaba seguir bajando aquellas escaleras para ver a aquella cosa que se asomaba al rostro de Kasia. No la había salvado, ni mucho menos. Ella seguía en el Bosque, aún consumida. Pero fulmia continuaba estremeciéndose en mis entrañas, muy hondo, a la espera, y si le daba el sí al Dragón —si me quedaba aquí con la cabeza escondida entre los brazos y le dejaba marchar para regresar después y decirme que estaba hecho—, pensé que podría salir de mí entre rugidos y derribar la torre a nuestro alrededor.

Busqué por todos los estantes, a la desesperada: los interminables libros con sus lomos y cubiertas como los muros de una ciudadela. ¿Y si uno de ellos guardase aún el secreto, el truco que la liberase? Me levanté y posé las manos sobre ellos, letras estampadas en oro que nada significaban bajo la ceguera de mis dedos. La invocación de Luthe me atrapó de nuevo, aquel bello tomo de cuero que cogí prestado tanto tiempo atrás y al hacerlo enfurecí al Dragón, antes de que supiese nada de la magia, antes de ser consciente de lo mucho y de lo poco que podía hacer. Puse las manos sobre él.

—¿Qué invoca?, ¿un demonio? —pregunté de forma abrupta.

—No seas ridícula —dijo el Dragón con impaciencia—. Lo de llamar a los espíritus no es más que charlatanería. Resulta muy fácil afirmar que has invocado algo invisible e incorpóreo. La invocación no hace algo tan trivial. Invoca… —hizo una pausa, y me quedé sorprendida al ver que le costaba encontrar las palabras— la verdad —dijo por fin, encogiendo a medias los hombros como si aquello fuese inadecuado e incorrecto, pero lo más cerca que podía llegar.

Yo no entendía cómo se podía invocar la verdad, a menos que se refiriese a ver más allá de algo que fuese mentira.

—Entonces ¿por qué os enfadasteis tanto cuando empecé a leerlo? —quise saber.

Me fulminó con la mirada.

—¿Acaso te parece un ardid trivial? Creí que algún otro encantador de la corte te había asignado una tarea imposible con la intención, por su parte, de que hicieras saltar por los aires el tejado de la torre una vez hubieses consumido todas tus fuerzas y tu ardid se viniese abajo para hacerme así parecer un necio incompetente al que no se le puede confiar un aprendiz.

—Pero eso me habría matado —le dije—. ¿Pensabais que alguien de la corte…?

—¿Sacrificaría la vida de una campesina con media onza de magia para apuntarse una victoria sobre mí, tal vez para ver cómo me ordenaban regresar humillado a la corte? —dijo el Dragón—. Por supuesto. La mayoría de los cortesanos sitúan a los campesinos un solo escalón por encima de las vacas, y algo por debajo de sus caballos favoritos. Están absolutamente encantados con sacrificar a un millar de los vuestros en una escaramuza con Rosya por cualquier ventaja menor en las fronteras; ni pestañearían. —Apartó aquella brutalidad con un gesto de la mano—. En cualquier caso, no esperaba que lo consiguieses, claro.

Miré fijamente el libro en el estante. Recordé cómo lo leí, la sensación de satisfacción asegurada, y en un gesto brusco lo saqué de la estantería y me volví hacia él con el libro apretado contra mi cuerpo. El Dragón me miró con cautela.

—¿Podría ayudar a Kasia? —le pregunté.

Abrió los labios para negarlo, lo noté; pero luego vaciló. Se fijó en el libro con el ceño fruncido y en silencio.

—Lo dudo —dijo por fin—. Aunque La invocación es… una obra extraña.

—No puede causar ningún daño —dije, pero eso me granjeó una mirada de irritación.

—Puede causarlo, ciertamente —dijo él—. ¿Acaso no has oído lo que te acabo de decir? Se ha de invocar el libro entero de una sola sentada para obrar el hechizo, y si no cuentas con la fuerza para hacerlo, todo el edificio del hechizo se derrumbará, de manera desastrosa, cuando te quedes exhausta. Lo he visto formular una sola vez, a tres brujas juntas, cada una de ellas discípula de la anterior, pasándose el libro entre sí para leerlo. Casi las mata, y no eran en absoluto débiles.

Bajé la vista hacia el libro, dorado y grueso, que descansaba en mis manos. No dudaba del Dragón. Recordé cómo me había gustado el sabor de aquel libro en la lengua, el modo en que había tirado de mí. Respiré hondo y dije:

—¿Lo formularíais conmigo?