16

Ella no le respondió. Marek aguardó con los puños cerrados y los ojos clavados en su rostro, pero la reina no respondió.

Permanecimos en silencio, agobiados, respirando aún el humo del árbol-corazón, de los cadáveres de los hombres y las criaturas del Bosque que continuaban quemándose. El Halcón recobró por fin la compostura y avanzó renqueante. Levantó las manos hacia el rostro de la reina y vaciló un segundo, pero ella no se inmutó ante él. Le puso las manos en las mejillas y la volvió hacia él. La examinó, y sus pupilas se expandieron y se contrajeron, cambiaron de forma; el color de sus iris pasó del verde al amarillo y después al negro.

—No hay nada. No encuentro en ella ninguna corrupción, en absoluto —dijo con voz ronca y dejó caer las manos.

Pero tampoco había ninguna otra cosa. No nos miraba, y si lo hacía, era peor aún; la desorbitada mirada de sus ojos no veía nuestros rostros. Marek permanecía inmóvil, respirando en fuertes jadeos, sin quitarle la vista de encima.

—Madre —volvió a decir—. Madre, soy Marek. He venido a llevaros a casa.

El rostro de la reina no cambió. El horror inicial se había desvanecido. Sus ojos miraban extraviados ahora, vacíos, estaba hueca por dentro.

—Una vez hayamos salido del Bosque… —empecé, pero mi voz pereció en la garganta. Me sentía rara, con náuseas. ¿Llegabas alguna vez a salir del Bosque, si habías pasado veinte años dentro?

Pero Marek aceptó la sugerencia.

—¿Por dónde? —quiso saber mientras volvía a envainar la espada.

Me pasé una manga por la cara para apartar la ceniza. Me miré las manos, agrietadas, con ampollas y manchadas de sangre. El todo, de una parte.

Loytalal —susurré a mi sangre—. Llévame a casa.

Los conduje al exterior del Bosque lo mejor que pude. No sabía qué haríamos si nos encontrábamos con otro caminante, y mucho menos con otra mantis. Distábamos mucho de aquella flamante compañía que se había adentrado a caballo en el Bosque por la mañana. En mi mente, nos imaginaba como a una partida de recolectores que atravesaba silenciosa los bosques camino a casa antes de la puesta de sol, e intentaba no espantar a un solo pájaro. Escogí nuestro camino con sumo cuidado entre los árboles. No teníamos ninguna posibilidad de abrirnos paso, así que nos tocó limitarnos a seguir las pistas de los venados y el sotobosque menos espeso.

Nos escabullimos del Bosque media hora antes del anochecer. Salí renqueante del cobijo de los árboles, todavía siguiendo el resplandor de mi hechizo: «A casa, a casa», repetía mentalmente una y otra vez, una cantinela. La línea del resplandor trazaba una curva hacia el sur y el oeste, hacia Dvernik. Mis pies continuaron llevándome tras ella, a través de la franja estéril de terreno asolado y al interior de un muro de hierbas altas que acabó por espesarse tanto como para detenerme. Por encima de la hierba, al erguir despacio la cabeza, se alzaron unas pendientes arboladas como un muro en la distancia, envueltas en una neblina parda por la puesta de sol, que se desparramaba sobre ellas.

La cordillera del norte. Habíamos salido no muy lejos del paso de las montañas desde Rosya. Aquello tenía un cierto sentido, si la reina y el príncipe Vasily iban huyendo hacia Rosya y fueron capturados y arrastrados al Bosque desde allí. Pero eso significaba que nos encontrábamos a kilómetros y kilómetros de distancia de Zatochek.

El príncipe Marek salió del Bosque detrás de mí con la cabeza baja, los hombros caídos como si fuera tirando, a rastras, de una pesada carga. Los dos soldados lo seguían desmadejados. Se habían quitado las cotas de malla y las habían abandonado en algún lugar dentro del Bosque; también los cintos con las espadas. Sólo Marek continuaba con la armadura y la espada todavía en la mano, pero cuando llegamos a las hierbas altas se hundió sobre sí mismo, de rodillas, y así permaneció sin moverse. Los soldados llegaron hasta él y cayeron a ambos lados, de bruces, como si la estela del príncipe hubiera ido tirando de ellos.

Kasia pisoteó la hierba para hacer sitio y dejó al Dragón en el suelo a mi lado. Estaba inerte y quieto, con los ojos cerrados. Tenía abrasado el costado derecho, con ampollas por todas partes, rojo, refulgía terriblemente, sus ropajes destrozados y quemados, separados de la piel. Jamás había visto unas quemaduras tan espantosas.

El Halcón se dejó caer al suelo al otro lado del Dragón. Sujetaba un extremo de la cadena que llegaba hasta el yugo en el cuello de la reina; tiró de ella, y la reina se detuvo también, de pie, inmóvil y sola en la franja de terreno arrasado que rodeaba el Bosque. En su rostro había la misma quietud inhumana que había mostrado el de Kasia, pero peor, porque nadie miraba a través de sus ojos. Era como llevar detrás a una marioneta. Cuando tirábamos de la cadena hacia delante, ella caminaba en el balanceo de unas zancadas rígidas de títere, como si no supiera muy bien ya cómo utilizar los brazos y las piernas, como si no se flexionaran como es debido.

—Tenemos que alejarnos más del Bosque —dijo Kasia. Nadie le respondió, ni se movió; para mí fue como si estuviese hablando desde muy lejos. Me cogió con cuidado por el hombro y me zarandeó—. Nieshka —me apremió.

No contesté. El cielo se sumergía en el crepúsculo, y los mosquitos del comienzo de la primavera bullían a nuestro alrededor, me zumbaban quejumbrosos en el oído. Ni siquiera fui capaz de levantar la mano para ahuyentar a uno grande que se me había posado en el brazo.

Kasia se irguió y nos miró a todos, indecisa. No creo que quisiera dejarnos allí solos, en el estado en el que nos hallábamos, pero tampoco había mucha elección. Se mordió el labio, se arrodilló delante de mí y me miró a los ojos.

—Me voy a Kamik —dijo—. Creo que está más cerca que Zatochek. Correré todo el camino. Aguanta, Nieshka, volveré en cuanto pueda encontrar a alguien.

Me limité a mirarla, sin más. Kasia vaciló, metió la mano en el bolsillo de mi falda y sacó el librito de Jaga. Me lo puso en las manos. Cerré los dedos alrededor del libro, pero no me moví. Se dio la vuelta y se metió entre las hierbas altas a base de tajos, abriéndose paso y siguiendo las últimas luces en el oeste.

Me quedé sentada en la hierba como un ratoncillo de campo, sin pensar en nada. Se desvaneció el sonido de la lucha de Kasia para abrirse camino. Seguía con los dedos el cosido del libro de Jaga, los suaves rebordes del cuero, absorta, sin dejar de mirarlo. El Dragón yacía inmóvil a mi lado. Sus quemaduras empeoraban, y su piel se llenaba de ampollas translúcidas. Abrí lentamente el libro y pasé las páginas. «Bueno para las quemaduras, mejor con telarañas de buena mañana y un poco de leche», decía aquella lacónica página sobre uno de sus remedios más simples.

No tenía telarañas ni leche, pero después de pensar un poco en mi embotamiento, estiré la mano hacia uno de los tallos quebrados de hierba que nos rodeaban y le extraje unas pocas gotas lechosas de color verde sobre un dedo. Las froté entre el índice y el pulgar.

Iruch, iruch —murmuré, ascendiendo y descendiendo como si acunase a un niño, y empecé a pasar la yema del dedo con suavidad por las peores ampollas que tenía, una detrás de otra. Todas temblaban y comenzaban a reducirse lentamente en lugar de hincharse, y desaparecía la irritación roja en peor estado.

El ardid hizo que me sintiera… no mejor, exactamente, sino más limpia, como si estuviese echando agua sobre una herida. Seguí entonando aquel canto una y otra vez.

—Deja de hacer ese ruido —se quejó el Halcón, que alzó la cabeza mientras resoplaba.

Alargué la mano y le agarré la muñeca.

—El hechizo de Groshno para las quemaduras —le dije: era uno de los encantamientos que el Dragón había tratado de enseñarme en la época en que insistía en considerarme una sanadora.

El Halcón guardó silencio, y después empezó a decir con la voz ronca:

Oyideh viruch. —El comienzo del encantamiento.

Iruch, iruch —regresé yo a mi canturreo mientras tanteaba su hechizo, frágil como una rueda de palos hecha con tallos de heno en lugar de madera, y anclé mi magia a su canto.

Se detuvo de golpe. Conseguí mantener intacto el ardid el tiempo suficiente para aguijonear al Halcón y hacer que lo retomase.

No era ni mucho menos lo mismo que formular un hechizo con el Dragón. Esto era igual que intentar empujar al unísono con una mula vieja y tozuda que no me gustaba demasiado, con unos dientes duros y despiadados que aguardaban para morderme. Trataba de ocultarme del Halcón incluso mientras continuaba con el hechizo. Sin embargo, una vez que él cogió el hilo, el ardid comenzó a crecer. Las quemaduras del Dragón empezaron a desvanecerse con rapidez en la piel nueva, excepto una cicatriz brillante y horrible que le descendía retorciéndose por el centro del brazo y el costado, el lugar donde habían estado las peores ampollas.

La voz del Halcón cobraba fuerza a mi lado, y a mí también se me aclaró la cabeza. La energía corría a través de los dos, ascendía como una marea renovada, y él hizo entonces un gesto negativo con la cabeza al tiempo que parpadeaba. Giró la mano y me agarró la muñeca para hacerse conmigo, en busca de más de mi magia. Me solté con una sacudida instintiva, y perdimos el hilo del ardid. Pese a ello, el Dragón ya se incorporaba apoyado en las manos, con el pecho agitado en busca de aire. Tosió unos pegotes de hollín negro y húmedo que salieron de sus pulmones. Cuando remitió el ataque de tos, volvió a apoyarse exhausto en las manos, se limpió la boca y levantó la mirada. La reina continuaba de pie en el terreno asolado, cerca, como una columna luminosa en la oscuridad.

Se frotó los ojos.

—De todas las empresas descabelladas habidas y por haber… —bramó, tan ronco que apenas pude entenderlo, y de nuevo dejó caer las manos.

Se estiró para cogerme del brazo, y le ayudé a ponerse en pie. Estábamos solos en el frescor de aquel mar de hierba.

—Tenemos que regresar a Zatochek —recordó—. A por el material que dejamos allí.

Me quedé mirándole apática ahora que volvían a fallarme las fuerzas conforme retrocedía la magia. El Halcón ya se había dejado caer de nuevo, hecho un ovillo. Los soldados empezaban a tiritar y a sufrir convulsiones con los ojos muy abiertos, como si estuviesen viendo otras cosas. Incluso Marek permanecía inmóvil como una roca silenciosa, repantigado entre ellos.

—Kasia ha ido a buscar ayuda —le dije por fin.

Miró a su alrededor, al príncipe, a los soldados, a la reina; de nuevo a mí y al Halcón, a lo que quedaba de nosotros. Se frotó la cara.

—Muy bien —dijo—. Ayúdame a tumbarlos rectos boca arriba. La luna está casi en lo más alto.

Forcejeamos con el príncipe Marek y los soldados para tumbarlos rectos en la hierba, los tres con la mirada perdida en el cielo. Una vez conseguimos aplastar la hierba a su alrededor, agotados, la luna les brilló en el rostro. El Dragón me colocó entre el Halcón y él. No teníamos fuerza suficiente para una purga completa: el Dragón y el Halcón se limitaron a entonar unas pocas rondas del hechizo de protección que habíamos utilizado por la mañana, y yo tarareé mi pequeño hechizo de limpieza:

Puhas, puhas, kai puhas.

Parecía que algo de color había retornado a sus rostros.

Kasia regresó menos de una hora más tarde sentada a las riendas de una carreta de leñador, con expresión dura en el rostro.

—Siento haber tardado tanto —dijo con brevedad; no pregunté cómo había conseguido la carreta. Sabía lo que habría pensado la gente al verla llegar en la dirección del Bosque y con el aspecto que tenía.

Tratamos de ayudarla, pero tuvo que hacer la mayor parte del trabajo ella sola. Subió al príncipe Marek y a los dos soldados a la carreta, y a continuación nos empujó a nosotros tres. Nos sentamos en la parte de atrás, con las piernas colgando por fuera. Kasia fue hasta la reina y se interpuso entre ella y los árboles para interrumpir la línea de su visión. La reina la miró con la misma inexpresividad.

—Ya no estáis allí dentro —le dijo Kasia a la reina—. Sois libre. Somos libres.

La reina tampoco respondió a Kasia.

Estuvimos una semana en Zatochek, todos nosotros tumbados en camastros en un cobertizo a las afueras de la aldea. No recuerdo nada desde el momento en que me quedé dormida en la carreta hasta que me desperté tres días después en el cálido y tranquilizador aroma del heno, con Kasia junto a mi lecho, frotándome la cara con un paño húmedo. El horrible sabor dulzón melífero del elixir purgativo del Dragón me empastaba la boca. Cuando tuve la fuerza suficiente para levantarme renqueando de mi catre, más tarde aquella mañana, me sometió a otra ronda de purga y me obligó a hacerle una a él.

—¿La reina? —le pregunté cuando nos sentamos más adelante en un banco al aire libre, los dos hechos unos guiñapos.

Hizo un gesto con la barbilla, y la vi: se encontraba a la sombra al otro lado del claro, sentada en silencio en un tocón bajo un sauce. Aún llevaba puesto el yugo encantado, pero alguien le había traído un vestido blanco. No había en él una sola mota ni mancha; incluso el dobladillo estaba limpio, como si no se hubiese movido del sitio desde que se lo puso. Su bello rostro era tan inexpresivo como un libro en blanco.

—Bueno, ya es libre —dijo el Dragón—. ¿Merecía esto la vida de treinta soldados?

Lo dijo de forma despiadada, y me envolví en mis propios brazos. No quería pensar en aquella batalla de pesadilla, en la matanza.

—¿Los dos soldados? —pregunté en un susurro.

—Vivirán —contestó—. Y también lo hará nuestro maravilloso principito: una fortuna mayor de lo que se merece. El influjo del Bosque sobre ellos era débil. —Se ayudó con las manos para ponerse en pie—. Ven: los estoy purgando por fases. Es la hora de otra ronda.

Dos días más tarde, el príncipe Marek era él mismo de nuevo, con una velocidad que me hacía sentir apática, además de una amarga envidia: se levantó de la cama por la mañana, y a la hora de comer ya estaba devorando un pollo asado entero y haciendo ejercicio. Yo apenas era capaz de saborear los pocos bocados de pan que me obligaba a tragar. Verle hacer flexiones en la rama de un árbol, arriba y abajo, me hacía sentir aún más como un trapo lavado y tendido demasiadas veces. Tomasz y Oleg también estaban despiertos, los dos soldados; por entonces ya me había aprendido sus nombres, avergonzada de no haber conocido el de ninguno de los que habíamos dejado en el camino.

Marek intentó que la reina comiese algo. Ella se quedó mirando al plato que le ofrecía, y no masticó cuando él le metió en la boca algún trozo de carne. Probó entonces con un cuenco de gachas. La reina no lo rechazó, pero tampoco ayudó. Marek tenía que meterle la cuchara en la boca como una madre con un niño que está aprendiendo a comer. El príncipe insistió con severidad pero, una hora después, cuando apenas había conseguido hacerle tragar una docena de cucharadas, se levantó y arrojó el cuenco y la cuchara con furia contra una roca, con las gachas y los trozos de cerámica volando por los aires. Se marchó airado. La reina tampoco pestañeó ante aquello.

Yo estaba en el umbral de la puerta del cobertizo, observando apenada. No lamentaba haberla sacado de allí: por lo menos, el Bosque ya no la atormentaba, devorada hasta no quedar nada de sí misma. Sin embargo, aquella horrorosa vida a medias que quedaba en ella parecía peor que la muerte. No estaba enferma, ni deliraba como lo había hecho Kasia en aquellos primeros días tras la purga. Se diría, simplemente, que no quedaba de ella lo bastante como para sentir o pensar.

A la mañana siguiente, Marek se acercó a mí por detrás y me agarró por el brazo mientras caminaba de regreso al cobertizo con un cubo de agua del pozo; me sobresalté alarmada y derramé el agua sobre los dos al tratar de soltarme. Él hizo caso omiso tanto del agua como de mis esfuerzos.

—¡Basta ya de esto! —me espetó—. Son soldados; estarán bien. Ya lo estarían, si el Dragón no continuase llenándoles la barriga de pociones. ¿Por qué no habéis hecho nada por ella?

—¿Qué imagináis que se puede hacer? —dijo el Dragón, al tiempo que salía del cobertizo.

Marek se dio la vuelta hacia él.

—¡Necesita que la sanen! No le habéis administrado un solo frasco, cuando los tenéis de sobra…

—Si hubiera en ella corrupción alguna que purgar, la purgaríamos —dijo el Dragón—. No se puede sanar la ausencia. Consideraos afortunado de que no se quemase con el árbol-corazón, si es que deseáis llamarlo fortuna y no una lástima.

—Una lástima que no ardierais vos, si ése es todo el consejo que tenéis —escupió Marek.

La mirada del Dragón refulgía con lo que a mí se me antojaba una docena de respuestas cortantes, pero apretó los labios y se las guardó. Marek rechinaba los dientes, y a través de la sujeción de su mano pude sentir una aguda tensión, un temblor como el de un caballo espantado, a pesar de haberse mantenido firme como una roca en aquel terrible claro, rodeado de muerte y peligros por todas partes.

—No queda en ella corrupción alguna —dijo el Dragón—. En cuanto a lo demás, sólo el tiempo y la sanación ayudarán. Nos la llevaremos de vuelta a la torre en cuanto haya terminado de purgar a vuestros hombres y sea seguro dejar que se mezclen con el resto de la gente. Veré qué más se puede hacer. Hasta entonces, sentaos con ella y hablad de cosas familiares.

—¿Hablar? —Marek me soltó el brazo de un empujón, y me salpicó más agua en los pies mientras él se marchaba airado.

El Dragón me cogió el cubo de la mano, y lo seguí de regreso al interior del cobertizo.

—¿Podemos hacer algo por ella? —le pregunté.

—¿Qué se puede hacer con una tabula rasa? Démosle un tiempo y tal vez la reina escriba algo nuevo en ella. En cuanto a recuperar lo que fuera que ella fuese antes… —Hizo un gesto negativo con la cabeza.

Marek se sentó junto a la reina durante el resto del día; en ocasiones, al salir del cobertizo, captaba algún vistazo fugaz de su expresión endurecida, la cabeza baja, pero al menos parecía aceptar que no se iba a producir una cura milagrosa y repentina. Aquella tarde, se puso en pie y se marchó a Zatochek a hablar con el corregidor de la aldea; al día siguiente, cuando Tomasz y Oleg pudieron al fin caminar por sí solos por lo menos hasta el pozo, ida y vuelta, los cogió por los hombros con fuerza y dijo:

—Mañana por la mañana encenderemos una pira por los demás, en la plaza de la aldea.

Vinieron unos hombres de Zatochek a traernos caballos. Recelaban de nosotros, y no podía culparlos. El Dragón había enviado el aviso de que procedíamos del Bosque, y les había dicho dónde mantenernos y qué signos de corrupción buscar, pero, aun así, no me habría sorprendido que hubieran venido con antorchas para quemarnos a todos dentro del cobertizo. Por supuesto que, de habernos poseído el Bosque, habríamos hecho cosas peores que quedarnos sentados en silencio en un cobertizo, exhaustos, durante una semana.

El propio Marek ayudó a Tomasz y a Oleg a montar en sus sillas antes de subir a la reina a la suya, una yegua parda y tranquila de unos diez años. Se sentó agarrotada e inflexible; el príncipe tuvo que meterle los pies en los estribos, primero uno y después el otro. Se detuvo y la miró desde el suelo: las riendas flojas en sus manos engrilletadas en el mismo sitio en que él las había puesto.

—Madre —lo intentó de nuevo.

Ella no lo miró. Pasado un instante, la mandíbula de Marek se endureció. Cogió una cuerda y preparó una guía para la yegua de la reina, la enganchó a su propia silla y fue mostrándole el camino.

Cabalgamos detrás de él hasta la plaza y nos encontramos con una pila de leña muy alta, preparada y a la espera, con maderas bien secas, y a toda la aldea con sus mejores galas, de pie, en el extremo opuesto. Llevaban antorchas en las manos. No conocía bien a nadie de Zatochek, aunque venían de tanto en tanto en los días de mercado en la primavera. Varios rostros remotamente familiares me miraban entre el gentío, como fantasmas de otra vida a través de la tenue neblina del humo, mientras yo me encontraba frente a ellos, con un príncipe y unos magos.

Marek cogió una antorcha: se situó al lado del montón de leña con la tea levantada en el aire y nombró a todos los hombres que habíamos perdido, uno por uno, y a Janos el último. Hizo un gesto a Tomasz y a Oleg para que se aproximasen, y, juntos los tres, dieron un paso al frente e introdujeron las antorchas entre la leña amontonada. El humo me escocía en los ojos y en la garganta, que apenas se me había curado, y el calor resultaba espantoso. El Dragón observó cómo prendía el fuego y se dio media vuelta: yo sabía que no valoraba mucho que el príncipe se dedicase a honrar a los hombres a los que él mismo había conducido a la muerte. Pese a ello, oír todos sus nombres soltó algo dentro de mí.

La hoguera ardió un largo rato. Los aldeanos sacaron comida y cerveza, lo que tenían, y nos lo pusieron en las manos. Me deslicé con Kasia a un rincón y bebí demasiadas copas de cerveza para enjuagarme la boca de miseria, de humo y del sabor del elixir purgativo, hasta que nos recostamos por fin la una en la otra y lloramos sin hacer ruido; tuve que agarrarme yo a Kasia, porque ella no se atrevía a sujetarme con fuerza.

La bebida me hizo sentir más leve y más apática al mismo tiempo, me dolía la cabeza, y sorbía la nariz entre las mangas de mi vestido. En la otra punta de la plaza, el príncipe Marek hablaba con el corregidor de la aldea y con un joven carretero de mirada desorbitada. Se encontraban junto a un bonito carromato verde, recién pintado, con una reata de cuatro caballos cuyas crines y colas lucían un torpe trenzado de lazos también verdes. La reina ya estaba sentada en el carromato, acomodada sobre un lecho de paja, con una capa de lana sobre los hombros. Las cadenas doradas del yugo encantado atrapaban la luz del sol y refulgían en contraste con su vestimenta.

Parpadeé varias veces deslumbrada por el sol, y cuando comencé a entender lo que estaba viendo, el Dragón ya cruzaba la plaza a grandes zancadas, e inquirió al príncipe:

—¿Qué estáis haciendo?

Me levanté y me dirigí hacia ellos.

El príncipe Marek se dio la vuelta justo cuando llegué yo.

—Disponer un transporte que lleve a la reina a casa —dijo en tono cordial.

—No seáis absurdo. La reina requiere sanación…

—Que puede recibir en la capital tanto como aquí —dijo el príncipe Marek—. No voy a optar por permitiros encerrar a mi madre en vuestra torre hasta que tengáis a bien dejarla salir de nuevo, Dragón. No os imaginéis que he olvidado vuestras reticencias a la hora de acompañarnos.

—Parecéis dispuesto a olvidar otra gran cantidad de cosas —le contestó el Dragón en un tono desagradable—. Como vuestro voto de asolar el Bosque entero hasta Rosya, si teníamos éxito.

—No he olvidado nada —dijo Marek—. No dispongo de hombres que os ayuden ahora. ¿Qué mejor manera de conseguiros esos hombres que necesitáis que regresar a la corte y solicitárselos a mi padre?

—Lo único que podéis hacer en la corte es pasear a esa marioneta hueca y haceros llamar héroe —dijo el Dragón—. ¡Enviad a alguien a buscar a esos hombres! No nos podemos marchar ahora, es muy simple. ¿Acaso pensáis que el Bosque no dará respuesta a lo que hemos hecho, si nos marchamos y dejamos el valle indefenso?

Marek mantuvo la sonrisa, pero le temblaba en el rostro, y su mano se abría y se cerraba sobre la empuñadura de su espada. El Halcón se interpuso con habilidad entre los dos y colocó la mano en el brazo del príncipe.

—Alteza —le dijo—, aunque su tono es censurable, Sarkan no se equivoca.

Por un instante pensé que el Halcón tal vez lo entendía ahora; quizá había sentido por sí mismo la malicia del Bosque lo suficiente como para darse cuenta de la amenaza que suponía. Miré al Dragón con una sorprendente esperanza, pero su rostro se estaba endureciendo antes incluso de que el Halcón se volviese hacia él con la cabeza inclinada en un gesto grácil.

—Creo que Sarkan coincidirá en que, a pesar de los dones que él posee, Sauce le supera en las artes de la sanación, y reconocerá que ella será capaz de ayudar a la reina, si es que alguien puede hacerlo. Además, él se debe a su juramento de contener al Bosque: no puede abandonar el valle.

—Muy bien —dijo el príncipe Marek de inmediato a pesar de hablar rechinando los dientes: era una respuesta ensayada. Lo habían preparado entre los dos, me percaté con una creciente indignación.

—Y vos, Sarkan, por vuestra parte —añadió el Halcón—, debéis ser consciente de que el príncipe Marek no puede dejaros a la reina Hanna y a esta joven campesina vuestra. —Señaló a Kasia, de pie a mi lado—. Ambas han de ir a la capital de inmediato, por supuesto, y enfrentarse a su juicio por corrupción.

—Astuta maniobra —me dijo el Dragón después—. Y efectiva. Está en lo cierto: no tengo derecho a abandonar el valle sin el permiso del rey, y, por ley, en sentido estricto, ambas se han de someter a juicio.

—¡Pero tampoco tiene por qué ser en este preciso instante! —exclamé, y lancé una mirada veloz a la reina, sentada en el carromato, lánguida y en silencio, mientras los aldeanos apilaban un exceso de víveres y mantas a su alrededor, más de lo que hubiéramos necesitado si fuéramos y volviésemos de la capital tres veces seguidas sin detenernos—. ¿Y si nos la llevamos ahora a la torre, sin más… a ella y a Kasia? Seguro que el rey lo entendería…

El Dragón resopló.

—El rey es un hombre razonable. No le habría importado en absoluto si me hubiese llevado a la reina con discreción durante un período de convalecencia, lejos de las miradas de la gente, antes de que nadie la hubiese visto o supiese con seguridad que había sido rescatada, pero ¿ahora? —Hizo un gesto para señalar a los aldeanos. Se habían congregado todos en un círculo amplio cerca del carromato, a una distancia segura, para ver a la reina y cuchichearse fragmentos de su historia los unos a los otros—. No, pondría grandes objeciones a que desafiase la ley del reino abiertamente, delante de testigos.

Se volvió entonces hacia mí y me dijo:

—Y yo tampoco puedo ir. El rey podría permitirlo, pero el Bosque no.

Le sostuve la mirada, vacía.

—No puedo dejar que se lleven a Kasia —dije casi como en una súplica.

Sabía que aquél era mi sitio, donde hacía falta, pero permitir que se llevaran a Kasia a rastras a la capital para aquel juicio, con una ley que decía que la podían matar… Y no confiaba en el príncipe Marek, salvo en que haría lo que mejor le viniese a él.

—Lo sé —dijo el Dragón—. Y tampoco nos viene mal. No podemos lanzar otro ataque contra el Bosque sin soldados, y una buena cantidad de ellos. Así que tendrás que obtenerlos tú del rey. Diga lo que diga, Marek no está pensando en nada que no sea la reina, y tal vez Solya no sea malvado, pero le gusta ser demasiado listo, más de lo que sería deseable.

—¿Solya? —le pregunté, por fin.

El nombre me produjo una extraña sensación en la lengua, en movimiento, como la sombra elevada de un ave, en círculos; en el momento justo de pronunciarlo, sentí el roce de una mirada penetrante.

—Quiere decir «halcón» en la lengua de los hechizos —dijo el Dragón—. También te darán un nombre a ti antes de ser confirmada en la lista de magos. No permitas que lo pospongan hasta después del juicio; de lo contrario, no tendrás derecho a testificar. Y escúchame: lo que has hecho aquí lleva un poder implícito, de otro tipo. No permitas que Solya se adjudique todo el mérito, no seas tímida a la hora de utilizarlo.

No tenía ni idea de cómo llevar a cabo ninguna de las instrucciones que me estaba lanzando: ¿cómo se suponía que iba a persuadir al rey para que nos diese soldados? Marek ya estaba llamando a Tomasz y a Oleg para que montasen, y tampoco me hacía falta que el Dragón me dijese que lo iba a tener que descubrir por mi cuenta. Tragué saliva y asentí, en cambio, y a continuación le dije:

—Gracias…, Sarkan.

Su nombre sabía a fuego y a alas, a volutas de humo, a sutileza y a fuerza, y al rasposo susurro de las escamas. Me miró y me dijo, con frialdad:

—No te metas en ningún atolladero y, por difícil que te resulte, trata de ofrecer una apariencia respetable.