27

Qué consejo tan perfectamente sensato. Me cayó en el estómago como un nudo indigerible. Bajé a la despensa a tumbarme con Kasia y los niños y me acurruqué en silencio, airada. A mi espalda llegaba su respiración, leve y constante. El sonido tendría que haber resultado reconfortante; en cambio, me provocaba: «¡Ellos están dormidos, y tú no!». El suelo de la despensa no era capaz de calmar el ardor de mi piel.

A mi cuerpo no se le había olvidado aquel día interminable; me había despertado aquella mañana al otro lado de las montañas, y aún escuchaba el retumbar de los cascos de los caballos sobre la piedra detrás de mí, acercándose, la tensión del pánico en mi aliento al forcejear con las costillas mientras corría con Marisha en brazos. Tenía magulladuras en los lados de las piernas, allá donde me habían golpeado los talones de la niña. Tendría que estar exhausta, pero la magia continuaba viva y vibrante en mi seno, demasiada magia sin un sitio adonde ir, como si yo fuese un tomate pasado que quisiera reventar su propio pellejo tan sólo por sentir el alivio, y había un ejército a nuestras puertas.

No creía que Solya hubiese pasado la noche preparando defensas y hechizos de sueño. Inundaría nuestras trincheras con fuego blanco y le diría a Marek hacia dónde apuntar los cañones para poder matar al mayor número de hombres. Era un mago dedicado a las artes de la guerra; había estado en docenas de batallas, y Marek tenía a su espalda al ejército de Polnya entero, seis mil hombres frente a nuestros seiscientos. Si no los deteníamos; si Marek atravesaba los muros que habíamos levantado y tiraba las puertas abajo, nos mataría a todos y se llevaría a los niños…

Retiré las sábanas de golpe y me levanté. Los ojos de Kasia se abrieron tan sólo un instante y se volvieron a cerrar. Me escabullí a sentarme junto a las cenizas en la chimenea, tiritando. No podía dejar de pensar una y otra vez en lo fácil que sería perder, en el avance oscuro y terrible del Bosque sobre el valle, una ola verde que lo engulliría todo. Intenté no verlo, pero en mi cabeza se irguió un árbol-corazón en la plaza de Dvernik, y se extendió tan monstruoso como aquel terrible árbol de Porosna tras los límites del Bosque, y todos mis seres queridos quedaron enredados bajo sus raíces, sujetos por ellas.

Me levanté y huí de mi propia imaginación, escaleras arriba. En el gran salón, las ventanas saeteras estaban oscuras; afuera no había ni un solo compás de una canción que se pudiese filtrar. Todos los soldados estaban dormidos. Continué ascendiendo, más allá del laboratorio y de la biblioteca, detrás de cuyas puertas parpadeaban unas luces azules, verdes y violetas. Sin embargo, ambas salas estaban vacías; no había nadie allí a quien pudiese gritar, nadie que me contestase con las mismas formas y me dijese que me estaba portando como una necia. Subí otro tramo de escaleras y me detuve al borde del siguiente descansillo, cerca de los flecos del extremo de la larga alfombra. Un leve resplandor asomaba por debajo de la puerta más lejana, en la otra punta del pasillo. Nunca había ido hacia allí, hacia los aposentos privados de Sarkan. Era la cueva del ogro, o una vez lo fue.

La alfombra era gruesa y oscura, con un diseño bordado en hilo de oro. Todo el dibujo era una sola línea: empezaba en una espiral apretada como el rizo de la cola de un lagarto. La línea dorada se hacía más ancha conforme se desplegaba y, a continuación, se retorcía de aquí para allá a lo largo de la alfombra casi como un sendero que se adentraba en las sombras del pasillo. Los pies se me hundían profundos en la blanda lana. Seguí la línea dorada que se abría bajo mis pies y adquiría un dibujo como de escamas, con un tenue resplandor. Llegué ante las alcobas de invitados, un par de puertas enfrentadas, y, pasadas éstas, el pasillo se oscureció a mi alrededor.

Caminaba atravesando una especie de presión, un viento que soplaba en mi contra. El dibujo de la alfombra adquiría formas más definidas. Pasé por encima de una gran extremidad con zarpas de marfil, sobre el barrido de unas alas de un dorado pálido y veteadas en un pardo oscuro.

El viento se tornó más frío. Las paredes desaparecieron, se fundieron en parte en la oscuridad. La alfombra se ensanchó hasta llenar todo el pasillo hasta donde me alcanzaba la vista y continuaba más allá. Su tacto ya no era el de la lana. Me encontraba sobre una superposición de escamas, suaves como el cuero, que ascendían y descendían bajo mis pies desnudos. El sonido de una respiración retumbaba procedente de las paredes de una caverna que no alcanzaba a ver. En un terror instintivo, el corazón se me quería salir del pecho. Mis pies querían darse la vuelta y echar a correr.

En cambio, cerré los ojos. Por aquel entonces ya conocía la torre, cuán largo tenía que ser el pasillo. Di tres pasos más sobre el lomo escamoso, y luego me volví y alargué la mano en busca de la puerta que yo sabía que estaba allí. Mis dedos hallaron un picaporte, cálido metal bajo mis yemas. De nuevo abrí los ojos, y me encontré de vuelta en el pasillo, ante una puerta. Unos pocos pasos más allá terminaban el pasillo y la alfombra. El diseño dorado se volvía sobre sí mismo, y un ojo verde y brillante me miraba desde una cabeza llena de hileras de dientes de plata que aguardaba a todo aquel que no supiese dónde darse la vuelta.

Abrí la puerta. Cedió silenciosa. La habitación no era grande. La cama era pequeña y estrecha, con un dosel de cortinas de terciopelo rojo; había una única silla ante la chimenea, de una maravillosa talla, solitaria; a su lado, un único libro sobre la mesilla junto a una copa de vino a medio beber. El fuego había quedado reducido al destello de unos rescoldos, y las lámparas estaban apagadas. Fui hasta la cama y abrí la cortina. Sarkan estaba dormido, tirado en la cama todavía con sus pantalones bombachos y su camisa suelta; únicamente se había quitado el abrigo. Permanecí allí, sujetando la cortina. Se despertó con un parpadeo hacia mí, desprotegido por un instante, demasiado sorprendido para indignarse, como si jamás hubiese imaginado que alguien pudiera entrar en su alcoba sin llamar. Parecía tan perplejo que se me pasaron las ganas de gritarle.

—¿Cómo has…? —dijo, se incorporó sobre un codo, y por fin emergió la indignación.

Lo empujé de nuevo sobre la cama y le besé. Él emitió un sonido de sorpresa contra mis labios, me sujetó por los brazos y me apartó.

—Escúchame, criatura imposible —me dijo—. Soy más de un siglo mayor que…

—Venga, callaos ya —le dije, impaciente; de todas las excusas que podía haberme puesto… Trepé por el lado de la alta cama y me subí encima de él; cedió el grueso lecho de plumas. Le clavé la mirada—. ¿Queréis que me vaya?

Sus manos se tensaron en mis brazos. No me miraba a la cara. No dijo nada por un momento.

—No.

Y entonces tiró de mí hacia él, sus labios dulces y febriles se lo llevaron todo por delante. No tuve ya que seguir pensando. El árbol-corazón se incendió con el crepitar de un rugido y desapareció. Sólo quedaba el calor de sus manos que se deslizaban por el escalofrío de mis brazos desnudos y de nuevo me estremecían. Me rodeaba con un brazo, sujeta con fuerza. Me cogió por la cintura y me levantó la blusa suelta que llevaba. Agaché la cabeza para pasarla, me liberé los brazos de las mangas, y el pelo se me derramó por los hombros; él soltó un gruñido, hundió la cara en la maraña de mis cabellos y me besó a través del pelo: la garganta, los hombros, los pechos.

Me aferré a él, sin aliento, feliz y llena de un terror inocente que carecía de complicaciones. No se me había ocurrido que él sería… su lengua se deslizó sobre mi pezón y lo atrajo entre sus labios; di un leve respingo y me agarré a sus cabellos de un modo probablemente doloroso. Se apartó, y sentí el frío repentino como una sacudida cortante sobre la piel.

—Agnieszka —me dijo en voz baja, profunda, casi con un deje de desesperación, como si aún quisiera gritarme y no pudiese.

Hizo que rodásemos y nos diésemos la vuelta en la cama, y me dejó caer sobre las almohadas, debajo de él. Agarré con los puños su camisa y tiré de ella, frenética. Se incorporó, se la quitó por la cabeza y la tiró, y yo me recosté y me quedé mirando el dosel mientras él me subía el exasperante montón de ropa que formaban mis faldas. Sentía una avidez desesperante, el apremio de sus manos. Durante tanto tiempo había intentado no recordar aquel momento perfecto, impactante, en que su pulgar se había deslizado entre mis piernas; pero cómo lo recordaba. Me rozó y de nuevo me atravesó aquella dulce sacudida. Me estremecí entera, intensamente, y de forma instintiva cerré con fuerza los muslos en torno a su mano. Quería decirle que fuera más rápido, que fuera más despacio, que hiciera ambas cosas al mismo tiempo.

La cortina se había vuelto a cerrar. Estaba inclinado sobre mí, y sus ojos apenas eran un brillo en aquel espacio cerrado y oscuro de la cama, y su silencio era atroz, mientras observaba mi rostro. Aún fue capaz de rozarme con el pulgar, sólo un poco. Me tocó una sola vez. Un ruido ascendió desde el fondo de mi garganta, un suspiro o un quejido, y él se inclinó y me besó como si quisiera devorarlo, atraparlo en su propia boca.

Volvió a mover el pulgar, y dejé de hacer fuerza con las piernas. Me agarró de los muslos y los apartó, me levantó la pierna alrededor de su cintura; todavía me observaba con mirada hambrienta.

—Sí —le dije, con urgencia, tratando de moverme con él; pero él siguió acariciándome con los dedos—. Sarkan.

—Un poco de paciencia no es mucho pedir, sin duda —dijo, con un brillo en sus ojos negros.

Lo fulminé con la mirada, pero él volvió a acariciarme entonces, con suavidad, e introdujo los dedos en mí; trazó una larga línea entre mis muslos una y otra vez, en círculos en la parte alta. Él me estaba planteando una pregunta cuya respuesta yo desconocía, hasta que la supe; me contraje de repente y me incorporé, retorcida y húmeda contra sus manos.

Volví a caer contra los almohadones, temblando; me llevé las manos a la cabeza, a la enredada maraña de pelo, y las presioné contra la frente húmeda, jadeando.

—Oh —suspiré—. Oh.

—Ahí lo tienes —dijo él, complacido consigo mismo y con suficiencia, y me incorporé y le empujé hacia atrás, hacia los pies de la cama.

Cogí la cintura de sus pantalones —¡aún los llevaba puestos!—, y dije:

Hulvad.

Se fundieron en el aire de un tirón, y lancé mis faldas detrás de ellos. Yacía desnudo debajo de mí, largo, delgado y con los ojos en un guiño repentino, las manos en mis caderas, la sonrisita desaparecida ya de su rostro. Me subí en él.

—Sarkan —repetí, y retuve el humo y el trueno de su nombre en mis labios como si fuese un premio, y me deslicé sobre él.

Sus ojos se cerraron con fuerza, apretados; casi como si le doliese; yo sentía un maravilloso peso en todo mi cuerpo, recorrido aún por el placer en unas ondas cada vez más amplias, una especie de dolor tenso. Me gustaba sentirlo profundo en mí. Él jadeaba en largas respiraciones entrecortadas. Sus pulgares me presionaban con fuerza en las caderas.

Me agarré a sus hombros y me balanceé contra él.

—Sarkan —le dije de nuevo; lo desplegué por mi lengua y exploré todos sus oscuros y extensos recovecos, lugares ocultos en las profundidades; él gimió sin poder evitarlo y surgió, contra mí. Le envolví la cintura con las piernas, aferrada, y él me rodeó con fuerza con un brazo, me dio la vuelta y me dejó en la cama.

Me quedé cómodamente acurrucada contra su costado para caber en la pequeña cama, conteniendo el aliento. Tenía su mano en el pelo, y su rostro miraba el dosel sin parpadear, con un extraño desconcierto, como si no fuese capaz de recordar cómo había sucedido todo aquello. Mis brazos y piernas estaban cargados de sueño, pesados como si hiciera falta un torno para levantarlos. Me apoyé contra él y por fin le pregunté:

—¿Por qué nos lleváis?

Sus dedos me tocaban distraídos el cabello y me deshacían los enredos. Se detuvieron. Pasado un instante, suspiró bajo mi mejilla.

—Estáis unidas al valle, todas vosotras; habéis nacido y crecido aquí —me dijo—. Os controla. Pero eso es, a su vez, un canal hacia él, y yo lo puedo utilizar para desviar parte de la fuerza del Bosque.

Levantó la mano y la desplazó plana en el aire sobre nuestras cabezas, y tras el barrido de la palma de su mano surgió un fino entramado de plata: una versión escueta del cuadro de mi habitación, un mapa de líneas de magia que discurrían por el valle. Seguían la larga y brillante senda del Huso y todos sus pequeños afluentes que procedían de las montañas, con estrellas relucientes en lugar de Olshanka y de todas nuestras aldeas.

Aquellas líneas no me sorprendieron, en cierta manera: me daba la sensación de que eran algo que siempre había sabido que estaba allí, bajo la superficie. El chapoteo del cubo de agua que ascendía por el pozo, profundo, en la plaza de Dvernik; el murmullo del Huso y la velocidad de sus rápidos en verano. Estaban llenos de magia, de energía, allí, para ser extraída. Y así, él había cortado las vías de irrigación para alejar la mayor cantidad antes de que el Bosque pudiera apoderarse de ella.

—Pero ¿por qué necesitabais a una de nosotras? —le pregunté, todavía intrigada—. Podíais haber… —Hice un gesto ahuecando las manos.

—No sin estar vinculado yo mismo al valle —dijo, como si aquello fuese toda la explicación del mundo. Me quedé muy quieta contra él, presa de una creciente confusión—. No hace falta que te alarmes —añadió, con sequedad, en un terrible malentendido—. Si conseguimos sobrevivir al día de hoy, encontraremos la manera de desenmarañarte de él.

Recorrió las líneas plateadas con la palma de la mano y las barrió de nuevo. Nos quedamos callados; yo no sabía qué decir. Pasado un rato, su respiración se niveló bajo mi mejilla. La profunda oscuridad del pesado terciopelo de las cortinas nos encerraba por todas partes, como si yaciésemos en el interior de las murallas de su corazón. No sentía ya el puño de acero del temor, pero sentía dolor en su lugar. Unas pocas lágrimas me picaban en los ojos, me quemaban y me escocían, como si estuvieran tratando de llevarse a rastras una astilla pero no fuesen las suficientes para conseguirlo. Casi deseé no haber subido las escaleras.

No había pensado en realidad sobre el después, después de haber parado al Bosque y haber sobrevivido; parecía absurdo pensar en después de algo tan imposible. Sin embargo, ahora me daba cuenta de que sin haberme parado realmente a pensarlo, casi me había imaginado que tendría un lugar en la torre. Mi pequeña habitación arriba, un alegre trajín por el laboratorio y la biblioteca, atormentar a Sarkan como un fantasma desordenado que le dejaba los libros fuera de sitio y abría sus grandes puertas de par en par, y que le obligaba a acudir al festival de primavera y a quedarse el tiempo suficiente para uno o dos bailes.

Sin necesidad de expresarlo en palabras, yo sabía que ya no había un sitio para mí en la casa de mi madre. Pero también sabía que no deseaba pasar mis días vagando por el mundo en una casucha levantada sobre unas patas, tal y como las historias contaban de Jaga, ni tampoco en el castillo del rey. Kasia había deseado ser libre, había soñado con todo el ancho mundo abierto para ella. Yo jamás lo había hecho.

Pero tampoco podía quedarme allí con él. Sarkan se había encerrado en su torre; nos había llevado a una detrás de otra; había utilizado nuestra conexión, y todo para no tener que establecer él la suya. Había un motivo por el cual él nunca bajaba al valle. No me hacía falta que me dijese que no podía ir a Olshanka y bailar en corro sin echar él sus propias raíces, y que no las quería. Se había mantenido apartado durante un siglo detrás de estos muros llenos de una magia ancestral. Quizá me dejase entrar, pero también querría volver a cerrar las puertas a mi espalda. Él ya lo había hecho antes, al fin y al cabo. Yo me había fabricado una cuerda con vestidos de seda y con magia para salir, pero no podía obligarle a saltar por la ventana si él no quería hacerlo.

Me incorporé y me aparté de él. Su mano se había deslizado de mis cabellos. Abrí las sofocantes cortinas de la cama, me levanté y me llevé conmigo una de las sábanas para envolverme en ella. Me acerqué a la ventana, empujé los postigos para abrirlos y saqué la cabeza y los hombros al aire de la noche, buscando la brisa en la cara. Pero ésta no vino; el aire estaba quieto alrededor de la torre. Muy quieto.

Me mantuve con las manos apoyadas en el alféizar de la ventana. Estábamos en plena noche, aún oscuro, la mayor parte de las hogueras se habían extinguido o las habían sofocado para pasar la noche. No podía ver nada en el suelo. Traté de escuchar las ancestrales voces de la piedra de los muros que habíamos construido, y las oí murmurar, alteradas.

Volví corriendo a la cama y zarandeé a Sarkan para despertarlo.

—Algo va mal —le dije.

Nos vestimos con prisas, y vanastalem me envolvió en unas faldas limpias desde los tobillos y me acordonó un corpiño nuevo en la cintura. Él tenía una burbuja de jabón entre las manos ahuecadas, una versión reducida de uno de sus centinelas, y le estaba dando un mensaje.

—Vlad, despertad a vuestros hombres, rápido: están intentando algo al abrigo de la noche.

Lo sopló por la ventana y echamos a correr. Cuando llegamos a la biblioteca, las antorchas y los faroles ya se estaban encendiendo abajo, en las trincheras.

No había prácticamente ninguna en el campamento de Marek, sin embargo, salvo las que llevaban los escasos soldados de guardia y un farol que iluminaba el interior del pabellón.

—Sí —dijo Sarkan—. Está haciendo algo.

Se volvió hacia la mesa: había desplegado media docena de libros de magia defensiva. Yo permanecí en la ventana y miré hacia abajo con el ceño fruncido. Podía sentir una acumulación de magia que tenía el aroma de Solya, pero había algo más, algo que se movía lento y profundo, no podía ver nada todavía, tan sólo unos pocos guardias haciendo sus rondas.

Dentro del pabellón de Marek, una silueta pasó entre el farol y la pared de la tienda, y proyectó una sombra sobre ésta, un rostro de perfil: la cabeza de una mujer con el pelo recogido y los afilados picos de la tiara que llevaba. Retrocedí de la ventana de un salto, jadeando, como si me hubiese visto. Sarkan levantó los ojos hacia mí, sorprendido.

—Está aquí —le expliqué—. La reina está aquí.

No hubo tiempo de pensar en lo que eso significaba. Los cañones de Marek rugieron con unas bocanadas de fuego anaranjado, y se desprendieron unas nubes de polvo cuando los primeros proyectiles se estamparon en el muro exterior. Oí a Solya dar un fuerte grito, y una luz refulgió por todo el campamento de Marek: los hombres estaban lanzando rescoldos en unos lechos de paja y yesca que habían dispuesto formando una línea.

Una muralla de llamas se elevó para enfrentarse a mi muro de piedra, y Solya se encontraba detrás de ella: su túnica blanca manchada de luz naranja y roja que surgía de sus brazos completamente abiertos. Su rostro se tensaba en un gesto de esfuerzo, como si estuviese levantando algo muy pesado. El rugido del fuego tapaba sus palabras, pero estaba formulando un hechizo.

—Intenta hacer algo con ese fuego —me pidió Sarkan, después de echar un vistazo hacia abajo.

Regresó veloz a su mesa y sacó uno de entre la docena de manuscritos que había preparado el día anterior, un hechizo para atenuar el fuego de los cañones.

—Pero ¿qué…? —empecé a decir, aunque él ya estaba leyendo una extensa maraña de sílabas que fluía como si fuera música, y me quedé sin tiempo para más preguntas.

En el exterior, Solya flexionó las rodillas y levantó los brazos con esfuerzo como si estuviese lanzando una enorme bola. La muralla de llamas saltó entera en el aire, se curvó sobre el muro y cayó al interior de la trinchera, donde se agazapaban los hombres del barón.

Sus gritos y sus voces se elevaron con el crepitar de las llamas, y me quedé paralizada por un instante. El cielo estaba despejado, demasiado limpio, lleno de estrellas de punta a punta, sin una sola nube a la que pudiese arrancarle la lluvia. Corrí a por la jarra de agua del rincón, desesperada: pensé que tal vez, si era capaz de convertir una nube en una tormenta, también podría lograr que una gota creciese para convertirse en una nube.

Vertí agua en mi mano ahuecada, susurré el hechizo de la lluvia sobre ella y le dije a las gotas de agua que podían ser una lluvia, que podían ser una tormenta, el manto de un diluvio, hasta que un charco brilló en la palma de mi mano como azogue sólido. Lancé mi puñado de agua por la ventana y sí se convirtió en lluvia: un amago de un trueno y un solo borbotón de agua que descendió directo sobre la trinchera y sofocó el fuego en una zona.

Mientras tanto, los cañones continuaban rugiendo. Sarkan se encontraba ahora junto a mí, ante la ventana, sujetando el escudo contra ellos, pero cada golpe seco impactaba contra él como un puñetazo. El fuego anaranjado le iluminaba el rostro desde abajo, brillaba en sus dientes apretados con el gruñido de cada sacudida. Me hubiera gustado hablar con él entre una andanada y la siguiente, preguntarle si nos estaba yendo bien… No sabía decir si nos iba bien a nosotros, o si les iba bien a ellos.

Pero el fuego en la trinchera seguía ardiendo. Continué lanzando lluvia, aunque convertir en lluvia unos puñados de agua era una labor complicada, y se fue complicando más conforme avanzaba. El aire a mi alrededor se resecó, se me cuarteaba la piel y el cabello como si me estuviese apoderando de toda la humedad que me rodeaba, y los torrentes sólo golpeaban una parte del fuego cada vez. Los hombres del barón estaban haciendo cuanto podían para ayudar, golpeaban las llamas con las capas empapadas en el agua que corría por el suelo.

Entonces rugieron los dos cañones juntos. Sin embargo, en esta ocasión los proyectiles de hierro que volaban relucían con un fuego azul y verde, y ambos dejaron una estela como un par de cometas. Sarkan salió despedido con fuerza contra la mesa, y el borde se le clavó en el costado. Se tambaleó entre toses, roto el hechizo. Las dos esferas atravesaron su escudo y se hundieron en el muro casi con lentitud, como al clavarle un cuchillo a una fruta que aún está verde. Fue casi como si la roca se fundiese a su alrededor, con un resplandor rojo en los bordes. Las esferas desaparecieron en el interior del muro y, acto seguido, reventaron con dos rugidos sordos. Salió por los aires una nube de tierra, los fragmentos de roca volaron con tal fuerza que los oí golpear contra los muros de la propia torre, y justo en el centro del muro se desmoronó un orificio.

Marek levantó la lanza en el aire y rugió:

—¡Adelante!

No entendía cómo podría obedecerle alguien: a través de aquella abertura irregular, el fuego continuaba silbando y saltando a pesar de todo mi esfuerzo, y los hombres seguían gritando al quemarse. Aun así su ejército le obedeció: un torrente de soldados cargó lanzas en ristre en la cintura sobre el caos en llamas de la trinchera.

Sarkan se levantó de la mesa y regresó a la ventana mientras se limpiaba un hilo de sangre de la nariz y el labio.

—Ha decidido despilfarrar —dijo muy serio—. Cada una de esas balas de cañón tardó diez años en forjarse. Polnya cuenta con menos de diez de ellas.

—¡Necesito más agua! —exclamé, cogí a Sarkan de la mano y tiré de él hacia mí, al hechizo.

Podía sentir su deseo de protestar: no tenía un hechizo preparado para ajustarse al mío. A pesar de ello, masculló irritado para el cuello de su camisa y me ofreció un simple conjuro, uno de aquellos primeros que había tratado de enseñarme y que había de servir para llenar un vaso con el agua del pozo de debajo de nosotros. Cuánto le fastidiaba que o bien le derramase el agua por toda la mesa o bien apenas lograra un goteo en el vaso. Cuando pronunció el hechizo, el agua ascendió con ondulante suavidad hasta el mismo borde de la jarra; entoné mi hechizo de lluvia a la jarra entera y al pozo de abajo, a toda aquella agua fresca y durmiente, y a continuación lancé con fuerza la jarra por la ventana.

Por un instante no pude ver nada: el aullido del viento me sopló la lluvia en los ojos y por todo el rostro, la bofetada de un cortante chaparrón de invierno. Me limpié la cara con las manos. Abajo, en la trinchera, un aguacero había sofocado las llamas por completo, sólo quedaba el parpadeo de algunos huecos pequeños, y los hombres con armadura de ambos lados se resbalaban y caían al suelo en aquel torrente repentino que les llegaba por los tobillos. El barro goteaba en el orificio del muro, y, una vez apagado el fuego, los hombres del barón se arremolinaban en la brecha con sus picas y la llenaban de puntas afiladas que hicieron retroceder a los hombres que trataban de entrar. Me dejé caer aliviada sobre el alféizar de la ventana: habíamos parado el fuego de Solya, habíamos detenido el avance de Marek, que ya había consumido mucha magia, sin duda más de la que podía permitirse, y aun así le habíamos parado los pies; seguramente, ahora se pensaría mejor lo de…

—Prepárate —dijo Sarkan.

Solya estaba formulando otro hechizo. Extendió las manos en el aire, inclinadas hacia delante, con todos los dedos extendidos y con los ojos mirando en la misma dirección que los dedos, y unas líneas plateadas surgieron de cada dedo y se dividieron en tres. Las líneas trazaron un arco sobre el muro y descendieron al otro lado, cada una de ellas sobre un objetivo distinto: el ojo de un hombre, una rendija de la armadura en el cuello de otro, el codo del brazo que sostenía una espada, un punto justo sobre el corazón.

No parecía que aquellas líneas hiciesen nada, hasta donde yo podía ver. Estaban suspendidas en el aire, sin más, apenas visibles en la oscuridad. Docenas de arcos vibraron entonces al unísono: Marek tenía tres líneas de arqueros en formación detrás de sus soldados de infantería. Las flechas quedaron atrapadas en las líneas de color plateado y las recorrieron hasta el blanco.

Alcé una mano, un inútil gesto de protesta. Las flechas siguieron su curso por el aire. Treinta hombres cayeron a una, tumbados de golpe, todos ellos defensores de la brecha. Los de Marek se abrieron paso a través de la brecha y entraron en tromba a la trinchera, y el resto de su ejército se aglomeró para entrar detrás de ellos. Empezaron por tratar de obligar a los hombres del barón a retroceder hacia el primer pasadizo.

Se luchaba con crudeza por cada centímetro. Los hombres del barón habían dispuesto un macizo puntiagudo de lanzas y espadas hacia el exterior, por delante de ellos, y en aquel espacio tan estrecho, los de Marek no podían llegar hasta ellos sin abalanzarse sobre las hojas. Pero Solya lanzó otra descarga de flechas por encima de los muros, hacia los defensores. Sarkan se había apartado y estaba removiendo sus papeles en busca de un hechizo para responder a éste, pero no lo iba a encontrar a tiempo.

Volví a sacar la mano por la ventana, aunque esta vez probé con el hechizo que el Dragón había utilizado para traer a Kasia a la torre desde la ladera de la montaña.

Tual, tual, tual —llamé a aquellas cuerdas con la mano extendida, y éstas se me enredaron en los dedos con un rasgueo. Me asomé por la ventana y las lancé lejos, hacia abajo, a la zona superior del muro. Las flechas las siguieron y golpearon contra la piedra para caer repicando amontonadas.

Por un instante creí que la luz plateada se me había adherido a la mano y se me reflejaba en la cara. Sarkan me alertó entonces con un grito. Una docena de hilos plateados apuntaba a través de la ventana, directa a mí, al cuello, al pecho, a los ojos. Tuve tan sólo un segundo para agarrar los hilos en un ramillete y tirarlos a ciegas para quitármelos de encima. La descarga de flechas zumbó entonces por la ventana e impactó allá donde había lanzado las líneas: en la librería, en el suelo y en la silla, profundamente clavadas con la vibración del extremo emplumado.

Me quedé mirándolas, a todas, demasiado sobresaltada para sentir miedo en un principio, sin llegar a entender que casi me había alcanzado una docena de flechas. En el exterior, los cañones rugían. Ya había empezado a acostumbrarme al ruido; di un respingo de forma automática, sin mirar, fascinada aún en parte por lo cerca que habían pasado las flechas. De repente, Sarkan estaba volcando a pulso la mesa entera; los papeles salieron volando cuando ésta se estampó contra el suelo con el suficiente peso para que temblasen las sillas. De un tirón, me agachó detrás de ella. El agudo silbido de una bala de cañón se aproximaba cada vez más.

Tuvimos todo el tiempo del mundo para ser conscientes de lo que iba a suceder, pero no el suficiente como para hacer algo al respecto. Me acurruqué bajo el brazo de Sarkan con los ojos clavados en la parte baja de la mesa, por donde se asomaban unas ranuras de luz, a través de los pesados maderos. La bala del cañón atravesó entonces el alféizar de la ventana, y los paneles abiertos de cristal se hicieron añicos con estruendo. La bala siguió rodando hasta que la pared de piedra la detuvo con un golpe seco, reventó en pedazos, y un humo gris ascendió en ebullición.

Sarkan me cubrió con la mano la nariz y la boca. Contuve la respiración; reconocí el hechizo de piedra. Mientras la niebla gris se desplegaba lentamente hacia nosotros, Sarkan hizo el gesto de un gancho hacia el techo, y una de sus esferas centinela descendió flotando a su mano. Le abrió la piel con un pellizco, hizo un orificio, y, con otro gesto mudo y autoritario, dirigió el humo gris al interior de la esfera hasta que todo quedó encerrado, arremolinándose como una nube.

Los pulmones se me reventaban antes de que él terminase. El viento silbaba ruidoso a través del agujero en la pared, los libros desparramados, las páginas arrancadas se sacudían ruidosas. Empujamos la mesa contra el orificio para evitar caernos por la ventana. Sarkan recogió un fragmento de la bala de cañón con un trapo y lo sostuvo junto al centinela, como si le ofreciese un rastro a un sabueso.

Menya kaizha, stonnan olit —le dijo al centinela y con un empujón lo soltó al aire de la noche. Se alejó a la deriva, y su color gris se fundió en una simple voluta de niebla.

Todo aquello no pudo haber transcurrido en más de unos pocos minutos, no más de lo que yo era capaz de aguantar la respiración. Sin embargo, más soldados de Marek atestaban la trinchera y obligaban a los hombres del barón a retroceder hacia el primer túnel. Solya había lanzado otra descarga de flechas y les había dejado más espacio, pero, más que eso, Marek y sus caballeros cabalgaban detrás de ellos, justo fuera del muro, y espoleaban a los hombres para que avanzasen: vi como utilizaban los látigos y las lanzas contra sus propios soldados y los empujaban a través de la brecha.

Los que se encontraban en primera línea se veían prácticamente abalanzados contra las hojas de los defensores, de un modo horrible. Otros soldados presionaban desde detrás de éstos, y, poco a poco, los hombres del barón tenían que ceder terreno como un corcho que a la fuerza sale de una botella. La trinchera ya estaba sembrada de cadáveres… tantísimos, apilados unos encima de otros. Los soldados de Marek se subían incluso encima de ellos para disparar flechas desde arriba a las tropas del barón, como si no les importase el hecho de estar pisando los cadáveres de sus propios compañeros caídos.

Desde la segunda trinchera, los hombres del barón comenzaron a lanzar por encima del muro las esferas de poción de Sarkan. Éstas caían en reventones azules, nubes que se propagaban entre los soldados; los hombres que quedaban atrapados en la neblina caían de rodillas o se iban al suelo de golpe con la mirada perdida, hundidos en un sueño. Sin embargo, detrás llegaban más soldados que se subían encima de ellos y los pisoteaban como a hormigas.

Sentí un horror desmedido al verlo, tan irreal.

—Hemos juzgado mal la situación —dijo Sarkan.

—¿Cómo es capaz de hacer eso? —le pregunté con la voz temblorosa. Se diría que Marek estaba tan decidido a vencer que no le importaba lo caros que vendiésemos los muros; pagaría cualquier precio, lo que fuese, y los soldados le seguirían a la muerte, sin fin—. Tiene que estar corrompido… —No era capaz de imaginarme qué otra cosa le haría despilfarrar así la vida de sus propios hombres, como si de agua se tratase.

—No —dijo Sarkan—. Marek no está luchando para hacerse con la torre. En realidad está luchando para hacerse con el trono. Si cae ahora derrotado ante nosotros, le haremos parecer débil ante los Magnati. Está acorralado.

Lo entendí sin querer comprenderlo. Marek daría todo cuanto tenía. Ningún precio sería demasiado alto. Todos los hombres y la magia que ya había empleado únicamente lo empeoraban, como un hombre que sigue tirando el dinero a la basura porque no soporta dar por mal empleado lo que ya ha perdido. No podríamos limitarnos a contenerlo. Tendríamos que combatirlo hasta el último hombre, y aún le quedaban miles de ellos por lanzar a la batalla.

Los cañones rugieron una vez más, como si quisieran interrumpir la terrible conciencia de aquel hecho, y entonces se silenciaron, de una bendita y repentina manera. El centinela flotante de Sarkan se había lanzado sobre ellos y había reventado contra el hierro candente. La docena de hombres que los manejaban se habían quedado petrificados como estatuas. Un hombre estaba de pie delante del cañón de la izquierda, introduciendo una vara por la embocadura; otros estaban inclinados sobre las amarras del cañón de la derecha, tirando de él para colocarlo de nuevo en su sitio; otros tenían balas de cañón o sacos aún en las manos: un monumento a una batalla que no había concluido.

Marek ordenó de inmediato a otros hombres que fuesen a apartar las estatuas de los cañones. Empezaron a retirarlas a rastras y a empujones, tirándolas al suelo. Di un respingo cuando vi que uno de ellos destrozaba los dedos de las estatuas para arrebatarles las cuerdas: me daban ganas de gritarle que aquellos hombres convertidos en piedra seguían vivos. Pero pensé que a Marek tampoco le importaría.

Las estatuas pesaban mucho, y la tarea se ralentizaba, así que tuvimos un breve respiro del fuego de artillería. Recobré el equilibrio y me volví hacia Sarkan.

—Si le ofreciéramos la rendición —probé—, ¿nos escucharía?

—Ciertamente —dijo Sarkan—. Nos ejecutaría de inmediato, y también podrías cortarle tú misma el cuello a los niños, ya puestos a entregarlos, pero sí, le complacería mucho escucharnos. —Ahora fue él quien se encargó de abortar el hechizo de las flechas: señaló y formuló un encantamiento de extravío, y otra descarga de flechas guiadas por las líneas de plata se estrelló contra el muro exterior. Sacudió la mano y la muñeca, mirando hacia abajo—. Por la mañana —dijo por fin—. Aunque Marek esté dispuesto a destruir su ejército entero, los hombres no pueden luchar eternamente sin un descanso, sin comer ni beber. Si somos capaces de contenerlos hasta que amanezca, tendrá que retirarlos un rato. Tal vez entonces esté dispuesto a parlamentar. Si somos capaces de contenerlos hasta el amanecer.

El amanecer parecía muy lejano.

El ritmo de la batalla amainó durante un rato. Los hombres del barón ya se habían retirado por completo a la segunda trinchera, y habían llenado el pasadizo de cadáveres para que las tropas de Marek no pudieran seguir avanzando. Marek cabalgaba de un lado a otro por el muro exterior, impaciente, furioso, a punto de estallar, observando mientras sus hombres se afanaban por poner los cañones de nuevo a disparar. Cerca de él, Solya lanzaba descargas de flechas sobre la segunda trinchera a un ritmo constante.

Lanzar las flechas suponía para él un hechizo más sencillo que para nosotros rechazarlas. Las puntas de flecha eran obra de Alosha. Deseaban abrirse paso hasta la carne, y él se limitaba a mostrarles el camino que debían seguir. Mientras tanto, nosotros intentábamos desviarlas de su propósito y combatíamos no sólo la magia de él, sino también la de ella: la fuerza de su voluntad, los golpes de martillo que habían imbuido el hierro de magia y determinación, e incluso el vuelo natural de las flechas. Apartarlas era un trabajo constante y agotador, y entretanto Solya lanzaba sus guías plateadas al aire con cómodos movimientos del brazo, como quien siembra los campos. Sarkan y yo nos teníamos que turnar y nos ocupábamos de una descarga cada vez; cada una, un esfuerzo. No disponíamos de tiempo ni de fuerzas para ningún otro ardid.

Había un ritmo natural en aquel trabajo: arrastrar una descarga de flechas como si tirases de una pesada red de pesca, y después una pausa para beber un sorbo de agua y descansar durante el turno de Sarkan; entonces volvía a la ventana. Pero Solya rompía el ritmo una y otra vez. Mantenía las descargas espaciadas con el peor intervalo posible, exacto: lo bastante seguidas para que no pudiésemos sentarnos entre una y otra sin tener que dar un bote de la silla, y de vez en cuando dejaba pasar un poco más de tiempo, o nos lanzaba las flechas a nosotros, o enviaba dos descargas en una rápida secuencia.

—No puede tener un suministro infinito de flechas. —Me apoyé contra la pared, agotada y dolorida.

Con los arqueros había unos muchachos que iban a buscar las flechas desperdigadas, las arrancaban de los cadáveres y de los muros contra los que habían impactado, y las llevaban de vuelta para dispararlas de nuevo.

—No —dijo Sarkan, un tanto distante y abstraído, se había retirado a su interior por el agotamiento constante de la magia—. Pero mantiene las descargas reducidas. Es probable que tenga suficientes para que le duren hasta el amanecer.

Sarkan salió un instante de la habitación después de su turno, y trajo un tarro sellado de cristal del laboratorio, lleno de cerezas en sirope. Tenía siempre un samovar de plata en la mesa del rincón del fondo de la biblioteca, que jamás se quedaba sin té: había sobrevivido a los destrozos del proyectil del cañón, aunque la delicada copa de cristal se había caído y se había hecho añicos. Sirvió el té en dos cuencos de medir y me ofreció el tarro de cerezas.

Eran las cerezas ácidas de color vino tinto de los huertos de las afueras de Viosna, a medio camino bajando por el valle, conservadas en azúcar y en licor. Metí dos cucharaditas colmadas y lamí la cuchara hasta dejarla limpia, con glotonería. Me sabían a mi hogar y a la magia lenta del valle que reposaba en ellas. Sarkan sólo sacó tres cerezas para él, reacio y comedido, y raspó la cuchara en el borde del tarro como si estuviera teniendo cuidado —aun entonces— de no pasarse. Aparté la vista y me tomé el té encantada, rodeando el cuenco con ambas manos. Era una noche cálida, pero yo sentía escalofríos.

—Túmbate y duerme un poco —dijo Sarkan—. Es probable que Marek intente un último ataque justo antes del alba.

Al final, los cañones habían vuelto a disparar, pero sin causar grandes daños: supuse que todos los hombres que realmente sabían manejarlos habían caído atrapados en el hechizo de piedra. Varios proyectiles se habían quedado cortos y habían descendido sobre las propias filas de Marek, o habían volado demasiado lejos, mucho más allá de la torre. Los muros resistían. Los hombres del barón habían cubierto la segunda trinchera con picas y varas de lanzas, y habían extendido sus mantas y tiendas sobre ellas como ayuda para ocultarse de las descargas de flechas.

Me sentía abotargada incluso después del té, cansada y desgastada como un cuchillo que se ha usado para cortar madera. Doblé una vez la alfombra para hacer un catre, y qué bien me sentía allí tumbada, pero el sueño no venía. Aquellas balizas plateadas para las flechas iluminaban la parte alta del marco de la ventana en largos intervalos entrecortados. El murmullo de la voz de Sarkan, desviándolas, parecía lejano. Su rostro estaba en penumbra; el perfil, nítidamente delineado contra la pared. El suelo de la torre bajo mi mejilla y mi oreja temblaba ligeramente con el combate, como las zancadas pesadas y lejanas de un gigante que se acerca.

Cerré los ojos y traté de no pensar en nada salvo en mi respiración. Tal vez me quedé dormida un momento; entonces me incorporé de golpe al despertarme de un sueño en que caía. Sarkan miraba hacia abajo a través de la ventana rota. Las descargas de flechas habían parado. Me levanté del suelo y me uní a él.

Los caballeros y los criados se arremolinaban en torno al pabellón de Marek como abejas alteradas. La reina había salido de la tienda. Iba protegida con una camisa de cota de malla sobre un simple vestido blanco, y llevaba una espada en una mano. Marek espoleó al caballo para acercarse a ella; se inclinó hacia abajo, hablando; ella levantó la vista hacia él con una mirada dura y clara como el acero.

—¡Le entregarán los niños al Bosque igual que Vasily hizo conmigo! —le gritó a Marek, y su voz resonó lo bastante alto para oírla—. ¡Antes, tendrán que descuartizarme!

Marek vaciló, y luego se bajó del caballo y pidió su escudo; desenvainó la espada. El resto de sus caballeros ya estaba desmontando junto a él, y Solya se hallaba a su lado. Miré a Sarkan con impotencia. Casi tenía la sensación de que Marek merecía morir, después de haber conducido a tantos de sus hombres a la muerte; pero si eso era lo que él realmente creía, si pensaba que pretendíamos hacer algo tan horrible a los niños…

—¿Cómo puede creer tal cosa? —pregunté.

—¿Cómo se ha podido convencer a sí mismo de que todo lo demás ha sido una coincidencia? —dijo Sarkan, que ya se encontraba ante sus librerías—. Es una mentira que encaja con sus deseos.

Extrajo un tomo de la estantería con ambas manos, un libro enorme, de casi un metro de alto. Alargué las manos para ayudarle y las retiré de golpe, de forma involuntaria: estaba encuadernado en una especie de cuero ennegrecido, espantoso al tacto, pegajoso como si no quisiera desprenderse de los dedos.

—Sí, lo sé —dijo Sarkan cargando con él hasta su sillón de lectura—. Es un texto nigromántico; es horrible. Pero prefiero perder a los muertos dos veces antes que perder más vivos.

El hechizo estaba escrito con una letra extensa y anticuada. Traté de ayudarle a leerlo, pero no pude; me repelían incluso las primeras palabras. La raíz de aquel hechizo era la muerte; el hechizo era muerte desde el principio hasta el fin. No podía soportar mirarlo siquiera. Sarkan frunció el ceño ante mi angustia e irritación.

—¿Te has vuelto una mojigata? —me inquirió—. No, desde luego que no. ¿Qué diablos te pasa? Olvídalo; ve e intenta retrasarlos.

Me aparté de un salto, ansiosa por alejarme de aquel libro, y me acerqué deprisa a la ventana. Cogí fragmentos de piedra rota y escombros del suelo y probé el hechizo de lluvia con ellos, igual que había hecho con la jarra de agua. Sobre los soldados de Marek cayó un diluvio de tierra y guijarros. Tuvieron que protegerse, se cubrieron la cabeza con las manos, pero la reina no se detuvo prácticamente. Marchó a través de la brecha en el muro; trepó sobre los cadáveres, y el dobladillo de su vestido se empapó de sangre.

Marek y sus caballeros salieron por delante de ella sujetando los escudos sobre la cabeza. Les lancé unas piedras más pesadas, fragmentos más grandes que se convirtieron en pedruscos, pero aunque algunos de ellos se tambaleasen y cayesen de rodillas, la mayoría se mantuvo a salvo, agazapados bajo los escudos. Llegaron al pasadizo, comenzaron a agarrar los cadáveres y a quitarlos de en medio a rastras. Los hombres del barón trataban de alcanzarlos con las lanzas. Algunos caballeros de Marek detuvieron los golpes con el escudo y con la armadura. Otros no: cayó media docena de ellos, cuerpos cubiertos de una brillante armadura que caían muertos de espaldas, inertes. Pero siguieron presionando, se abrieron hueco a la fuerza, y la reina entró.

No pude ver el combate dentro del túnel, pero acabó rápido. Corrió la sangre desde el pasadizo, negra a la luz de las antorchas, y la reina salió por el otro lado. Tiró al suelo la cabeza de un hombre que llevaba agarrada en la mano libre, un corte limpio en el cuello. Los defensores, atemorizados, comenzaron a retroceder ante ella. Marek y sus caballeros se desplegaron en torno a la reina matando y dando tajos, y detrás de ellos entraron en la trinchera los soldados de infantería. Solya atacaba con ríos blancos de magia crepitante.

Los hombres del barón empezaron a ceder terreno con rapidez, tropezándose ellos solos al apartarse de la reina. Me había imaginado a Kasia con una espada, aquel mismo tipo de horror. La reina alzaba su acero una y otra vez, lo clavaba y daba tajos con un brutal pragmatismo, y ninguna de las hojas del enemigo la traspasaba. Marek gritaba órdenes. Desde el interior, los hombres del barón se habían subido a lo alto del último muro y desde allí trataban de disparar a la reina, pero las flechas no eran capaces de atravesarle la piel.

Me di la vuelta y arranqué una de las flechas de emplumado negro que se había clavado en la librería, una de las flechas que Solya me había disparado a mí, hecha por Alosha. La llevé hasta la ventana y me detuve. Me temblaban las manos. No veía qué otra cosa podía hacer. Ninguno de ellos podía detenerla. Pero… si mataba a la reina, Marek nunca nos escucharía, jamás; podría matarlo a él también, para el caso. Si mataba a la reina…, me sentí extraña y mareada ante la idea. Se la veía pequeña y lejana, en el suelo, como una muñeca, no una persona, subiendo y bajando el brazo.

—Un momento —dijo Sarkan.

Retrocedí, indultada de tener que hacerlo y feliz por ello, aunque me tuve que tapar los oídos mientras él recitaba las extensas y escalofriantes palabras de su hechizo. Un viento salió soplando por la ventana y me acarició la piel como la palma de una mano húmeda, aceitosa, con un olor a hierro y a putrefacción. Siguió soplando, constante y atroz, y abajo, en las trincheras, los innumerables cadáveres se agitaron y comenzaron a levantarse despacio.

Dejaron sus espadas en el suelo. No necesitaban armas. No intentaban hacer daño a los soldados, se limitaban a extender las manos vacías y a agarrarlos, dos o tres con cada hombre. En las trincheras había ya más hombres muertos que vivos, y todos los muertos servían al hechizo del Dragón. Los soldados de Marek les daban tajos y les hacían cortes, frenéticos, pero los muertos no sangraban. Sus decaídos rostros carecían de expresión, indiferentes.

Algunos de ellos recorrieron la trinchera con paso lento para sujetar a los caballeros y a la reina por los brazos y las piernas. Pero ella se los quitó de encima, y los caballeros, con su armadura, los despedazaron con los mandobles. Los hombres del barón estaban tan horrorizados con aquel hechizo como los de Marek; se alejaban como podían de los muertos tanto como de la implacable reina. Y ella avanzó contra ellos. Los muertos estaban conteniendo al resto del ejército, y los hombres del barón acababan con los caballeros que la rodeaban, pero ella no se detuvo.

No quedaba blanco en su vestido. Estaba ensangrentado desde el suelo hasta la rodilla; su camisa de cota de malla estaba teñida de rojo. Tenía rojos los brazos y las manos, la cara salpicada. Bajé la mirada a la flecha y toqué la magia de Alosha: sentí los deseos de la flecha de volver a volar, de buscar el calor del tejido vivo. Había una mella en la punta de la flecha; la suavicé con los dedos, presionando el acero para dejarlo plano tal y como había visto a Alosha trabajar su espada. Introduje en ella algo más de magia y sentí cómo ganaba peso en mi mano, llena de muerte.

—En el muslo —le dije a la flecha, aterrada con el asesinato. Aquello bastaría, desde luego, para detener a la reina. Apunté hacia ella y la lancé.

La flecha cayó en picado, en un vuelo recto, silbando alegre. Impactó en la pierna de la reina, en la parte alta del muslo, y atravesó la cota de malla. Y ahí quedó clavada, asomando la mitad a través de la malla. No hubo ninguna sangre.

La reina arrancó la flecha y la tiró a un lado. Levantó los ojos hacia la ventana, una breve mirada. Me trastabillé hacia atrás. Ella regresó a la matanza.

Me dolía la cara como si me hubiese golpeado, con una nítida presión vacía sobre el puente de la nariz, familiar.

—El Bosque —dije en voz alta.

—¿Qué? —dijo Sarkan.

—El Bosque —repetí—. El Bosque está en ella.

Todos los hechizos que habíamos formulado sobre la reina, todas las purgas, las reliquias sagradas, todos los exámenes: ninguno importaba. De repente estaba segura. Aquella mirada era la del Bosque. El Bosque había encontrado una forma de ocultarse.

Me volví hacia él.

La invocación —le dije—. Sarkan, se lo tenemos que mostrar a Marek y a Solya, a todos sus hombres. Si ven que el Bosque se ha apoderado de ella…

—¿Y piensas que se lo creerán? —me preguntó. Miró por la ventana y, pasado un momento, dijo sin embargo—: Muy bien. Ya hemos perdido los muros en cualquier caso. Meteremos a los supervivientes en la torre. Y esperemos que las puertas aguanten lo suficiente para que nos dé tiempo a formular el hechizo.