14

Los soldados se reían con despreocupación unos con otros cuando abandonamos Dvernik en el silencio previo al amanecer de la mañana siguiente. Se habían armado, y todos tenían un aspecto espléndido con sus relucientes cotas de malla, el balanceo vertical de los yelmos emplumados y sus largas capas verdes, los escudos pintados y suspendidos de las sillas de montar. Y ellos también lo sabían, orgullosos a lomos de sus caballos por los senderos oscuros, e incluso éstos llevaban la cabeza alta. No era fácil, desde luego, hacerse con treinta pañuelos en una aldea pequeña, así que la mayoría de los hombres llevaban el cuello y la cara envueltos —tal y como el Dragón había ordenado— en bufandas de invierno, de lana gruesa y rasposa. Estropeaban su cuidada pose y cada dos por tres metían por debajo la mano para rascarse involuntariamente.

Crecí a lomos del caballo de tiro de mi padre, un animal grande y lento que sólo volvía la cabeza para mirarme levemente sorprendido si me ponía a hacer el pino sobre sus anchas grupas, y que no quería saber nada de trotar, y mucho menos de un medio galope. El príncipe Marek nos había subido a los caballos de refresco que habían traído sus caballeros, y éstos eran unos animales totalmente distintos. Una vez que tiré por accidente de las riendas de un modo incorrecto, mi yegua se encabritó mientras sacudía las patas delanteras y avanzaba a saltos con las dos traseras, conmigo asustada y agarrada a sus crines. Tardó un rato en calmarse, por razones igualmente impenetrables para mí, y fue brincando muy satisfecha consigo misma. Al menos hasta que dejamos atrás Zatochek.

No había un lugar concreto en el que terminase el camino del valle. Supongo que antes llegaba mucho más lejos… hasta Porosna, y tal vez hasta alguna otra aldea sin nombre, más alejada y engullida mucho tiempo atrás. Sin embargo, antes de que el crujido del molino del puente de Zatochek se hubiese desvanecido del todo a nuestra espalda, las hierbas y los arbustos empezaron a comerse el camino aquí y allá, y un kilómetro y medio más adelante costaba distinguirlo ya bajo nuestros pies. Los soldados seguían riendo y cantando, pero tal vez los caballos fueran más sabios que nosotros. Redujeron la marcha sin ninguna señal de sus jinetes. Soltaban sonoros bufidos nerviosos, agitaban la cabeza, apuntaban las orejas erguidas hacia delante y hacia atrás, y su piel se sacudía con escalofríos de puro nervio, como si las moscas los estuviesen importunando. Pero no había moscas. Más adelante aguardaba el muro de árboles sombríos.

—Deteneos aquí —dijo el Dragón, y, como si le hubieran entendido y estuviesen encantados con tener una excusa, los animales se detuvieron casi de inmediato, todos ellos—. Bebed un poco de agua y comed algo, si queréis. Que nada más os atraviese los labios una vez estemos bajo los árboles.

Y bajó de su caballo.

Yo desmonté del mío, con mucha precaución.

—Me la llevo —me dijo uno de los soldados, un muchacho rubio de rostro amable y redondeado que tan sólo estropeaba una nariz rota por dos sitios. Le chasqueó la lengua a mi yegua, animado y competente. Todos los hombres se llevaban a sus monturas a beber del río, y se pasaban unas barras de pan y unas cantimploras que contenían licor.

El Dragón me hizo un gesto para que me acercase.

—Ponte tu hechizo de protección, tan denso como sepas —dijo—. Y después trata de aplicárselo a los soldados, si puedes. Yo os pondré otro encima.

—¿Impedirá que las sombras entren en nosotros? —dije dubitativa—. ¿Incluso dentro del Bosque?

—No. Pero sí las ralentizará. Hay un cobertizo justo a las afueras de Zatochek: lo mantengo provisto de purgativos ante una posible necesidad de entrar en el Bosque. En cuanto volvamos a salir, iremos allí y nos los administraremos. Diez veces, por muy segura que estés de encontrarte limpia.

Observé a la multitud de jóvenes soldados, charlando y riendo mientras se comían el pan.

—¿Tenéis suficiente para todos ellos?

Les dirigió una fría mirada de certeza, como el barrido de una guadaña.

—Para tantos de ellos como queden —me dijo.

Sentí un escalofrío.

—Todavía pensáis que no es una buena idea. Incluso después de Jerzy.

Del Bosque aún se elevaba una tenue columna de humo, procedente de allí donde se había quemado el árbol-corazón: lo habíamos visto el día anterior.

—Es una idea espantosa —dijo el Dragón—. Pero dejar que Marek os lleve ahí dentro a Solya y a ti sin mí es un plan todavía peor. Al menos yo tengo alguna idea de qué nos podemos esperar. Ven, no disponemos de mucho tiempo.

Kasia me ayudó en silencio a recoger agujas de pino para mi hechizo. El Halcón ya estaba creando por su cuenta un complejo escudo alrededor del príncipe Marek, como un muro resplandeciente de ladrillos que ascendía, uno sobre otro, hasta que lo levantó por encima de la cabeza del príncipe y refulgió entero, como un todo, para contraerse sobre él. Si miraba a Marek de costado, podía atisbar el tenue brillo del muro adherido a su piel. El Halcón colocó otro sobre sí mismo. Me di cuenta de que, sin embargo, no lo hizo con ninguno de los soldados.

Me arrodillé y prendí una humareda con mis agujas y ramas de pino. Cuando el humo llenaba el claro, amargo y reseco, miré al Dragón.

—¿Formuláis el vuestro ahora? —le pregunté.

Noté que el hechizo del Dragón se me asentaba sobre los hombros como cuando te pones un abrigo grueso delante de la chimenea: me picaba y me sentía incómoda, y me hizo pensar en el motivo de su necesidad. Tarareé mi hechizo con los labios cerrados, siguiendo su cántico, e imaginé que terminaba de abrigarme contra lo más crudo del invierno: no sólo era un abrigo, sino mitones, bufanda de lana, gorro con las orejeras abrochadas, pantalones de punto sobre las botas y velos por encima de todo ello, cómoda y abrigada, sin dejar una rendija por la que se pudiera colar el aire frío.

—Colocaos todos el pañuelo —dije, sin apartar la mirada de mi humareda, y por un instante se me olvidó que estaba hablando con hombres adultos, soldados; y lo que resultó más extraño es que hicieron lo que dije. Empujé el humo a mi alrededor de forma que impregnase la lana y el algodón de sus pañuelos y llevase consigo la protección.

La última de las agujas se deshizo en ceniza. El fuego se extinguió. Me puse en pie un tanto inestable, tosiendo a causa del humo, y me froté los ojos, lagrimosos. Después de parpadear, di un respingo: el Halcón me estaba mirando, ávido y penetrante, aun sin dejar de llevarse un pliegue de la capa a la boca y la nariz. Me di la vuelta a toda velocidad y me marché al río a beber y a lavarme el humo de las manos y la cara. No me gustaba la manera en que sus ojos trataban de atravesarme la piel.

Kasia y yo compartimos una barra de pan: la familiar barra diaria del panadero de Dvernik, crujiente, dorada y un pelín amarga, el sabor de todas las mañanas en casa. Los soldados guardaban las cantimploras, se sacudían las migas y regresaban a sus caballos. El sol había asomado sobre los árboles.

—Muy bien, Halcón —dijo el príncipe Marek cuando todos nos encontramos de nuevo a lomos de nuestros caballos. Se quitó el guantelete. Llevaba un anillo por encima de la primera falange del dedo meñique, una delicada banda de oro incrustada con pequeños brillantes azules; el anillo de una mujer—. Mostradnos el camino.

—Situad el dedo pulgar sobre el anillo —dijo el Halcón, que se inclinó desde su propio caballo, pinchó la yema del dedo de Marek con un alfiler de pedrería y lo apretó. Una gruesa gota de sangre cayó sobre el anillo y tiñó de rojo el oro mientras el Halcón murmuraba un hechizo de búsqueda.

Las piedras azules se tornaron de un morado oscuro. Una luz violácea brilló en torno a la mano del príncipe, y aún siguió luciendo cuando se volvió a poner el guantelete. Levantó el puño ante sí y lo desplazó de un lado a otro: resplandeció cuando lo dirigió hacia el Bosque. Nos condujo hacia delante, y, uno detrás de otro, nuestros caballos cruzaron las cenizas y se adentraron en la oscura arboleda.

En primavera, el Bosque era un lugar distinto al del invierno. Daba la sensación de estar alerta, despierto. Se me erizó la piel al sentir unos ojos vigilantes a nuestro alrededor en cuanto me tocaron las primeras sombras de las ramas. El golpeo de los cascos de los caballos en el suelo sonaba amortiguado al pasar por el musgo y el sotobosque, bordeando zarzas que se estiraban hacia nosotros con unas largas espinas. Unas aves oscuras y silenciosas iban veloces, casi invisibles, de árbol en árbol y nos marcaban el paso. Tuve la repentina seguridad de que, de haber venido sola en primavera, no habría llegado hasta Kasia; no sin pelea.

Ese día, sin embargo, cabalgábamos rodeadas por treinta hombres, todos ellos protegidos con armaduras. Los soldados llevaban largos espadones, antorchas y sacos de sal, tal y como había ordenado el Dragón. Los que cabalgaban en cabeza daban tajos a los matorrales y ensanchaban las sendas al abrirnos camino entre ellos. El resto iba quemando a su paso las zarzas a ambos lados y echaban sal en la tierra del sendero a nuestra espalda para poder retirarnos por el mismo camino por el que habíamos llegado.

Pero sus risas se habían extinguido. Cabalgábamos en silencio salvo por el tintineo amortiguado de los arneses, los golpes secos de los cascos de los caballos en la senda sin vegetación y el murmullo de alguna palabra entre unos y otros aquí y allá. Los animales ni siquiera soltaban ya un leve relincho; observaban los árboles con unos grandes ojos enmarcados en blanco. Todos nos sentíamos perseguidos.

Kasia cabalgaba a mi lado, y llevaba la cabeza baja, muy inclinada sobre el cuello de su caballo. Conseguí alargar la mano y cogerle los dedos.

—¿Qué ocurre? —le pregunté en voz baja.

Apartó la mirada del sendero y señaló hacia un árbol en la distancia, un viejo roble ennegrecido por la caída de un rayo años atrás; con el musgo que se descolgaba de sus ramas muertas, era como una anciana encorvada que se extendiese las faldas para hacer una reverencia.

—Recuerdo ese árbol —me dijo. Dejó caer la mano y miró al frente, entre las orejas de su caballo—. Y aquella piedra roja que hemos pasado, y la zarza gris… Lo recuerdo todo. Es como si no me hubiese marchado. —Ella también susurraba—. Es como si jamás me hubiese ido, y no sé si tú eres real, siquiera, Nieshka. ¿Y si sólo he estado teniendo otro sueño?

Le apreté la mano. No sabía cómo reconfortarla.

—Hay algo cerca —dijo—. Algo ahí delante.

El capitán la oyó y se dio la vuelta.

—¿Algo peligroso?

—Algo muerto —respondió ella, y su mirada descendió sobre la silla, seguía con las manos aferradas a las riendas.

La luz se hacía más intensa a nuestro alrededor, y el sendero se ensanchaba bajo los cascos de los caballos, cuyas herraduras sonaban con un golpeteo hueco. Miré hacia abajo y vi unos adoquines semienterrados bajo el musgo que se había levantado. Di un respingo cuando volví a alzar los ojos: en la distancia, entre los árboles, una cara gris me miraba fijamente con un enorme ojo hueco sobre una boca amplia y rectangular: un granero vacío, derruido por dentro.

—Salid del sendero —dijo el Dragón con rotundidad—. Rodeadla: al norte o al sur, da igual, pero no atraveséis la plaza, y no os detengáis.

—¿Qué sitio es éste? —preguntó Marek.

—Porosna —dijo el Dragón—. O lo que queda de ella.

Hicimos girar a los caballos y fuimos al norte, abriéndonos paso entre las zarzas y las ruinas de unas casas pequeñas y pobres vencidas sobre sus vigas y con los tejados de paja hundidos. Intenté no mirar al suelo. El musgo y la hierba lo cubrían en una capa espesa, y los árboles jóvenes y altos se estiraban en busca del sol y ya se extendían sobre nuestras cabezas para quebrar los rayos del sol en un moteado cambiante y en movimiento. Pero aún quedaban siluetas medio enterradas debajo del musgo, una mano de hueso que irrumpía de la tierra aquí y allá, las blancas falanges que asomaban del suave alfombrado verde que atrapaba la luz y resplandecía frío. Por encima de las casas, si miraba hacia el lugar donde habría estado la plaza de la aldea, se extendía un vasto y reluciente baldaquino de plata, y podía oír el lejano susurro de las hojas de un árbol-corazón.

—¿No podríamos hacer un alto y quemarlo? —susurré al Dragón, tan bajo como pude.

—Ciertamente —dijo él—, si utilizásemos un corazón de fuego y nos retirásemos de inmediato por donde llegamos. Sería lo más inteligente.

No mantuvo la voz baja, pero el príncipe Marek tampoco se dio la vuelta, aunque sí nos miraron algunos de los soldados. Los caballos estiraban el cuello, temblando, y aceleramos el paso para dejar a los muertos atrás.

Nos detuvimos un poco más tarde para dar un descanso a los animales. Todos estaban cansados, tanto por el temor como por el esfuerzo. El sendero se había ensanchado al rodear unos terrenos pantanosos en el final de un arroyo primaveral que se secaba ahora que había terminado el deshielo. Aún borboteaba un pequeño reguero que formaba un estanque de agua clara sobre un lecho de roca.

—¿Es seguro permitir que beban los caballos? —le preguntó el príncipe Marek al Dragón, que se encogió de hombros.

—Para el caso… —dijo—. No es mucho peor que hacerles respirar bajo los árboles. De todas formas, tendréis que sacrificarlos a todos después de esto.

Janos se había bajado ya de su montura; le había puesto una mano sobre el hocico para calmar al animal. Volvió la cabeza de golpe.

—¡Son caballos de batalla adiestrados! Valen su peso en plata.

—Y el elixir purgativo vale su peso en oro —dijo el Dragón—. Si tan encariñado estás con ellos, no deberías haberlos traído al Bosque. Pero tampoco te aflijas demasiado. Lo más probable es que no se te llegue a plantear la cuestión.

El príncipe Marek le lanzó una dura mirada, pero no se lo discutió; en cambio, se llevó a Janos aparte y habló con él.

Kasia se había alejado y se encontraba de pie al borde del claro, por donde discurrían unas huellas de venado; apartaba la vista del estanque. Me preguntaba si ya habría visto también aquel sitio en el vagar de su largo encierro. Su mirada se perdía en la oscuridad de los árboles. El Dragón pasó cerca de ella; la miró y dijo algo; vi que Kasia volvía la cabeza hacia él.

—Me pregunto si sabes lo que él te debe —dijo el Halcón a mi espalda, de forma inesperada.

Me sorprendí y volví la cabeza. Mi yegua bebía sedienta. Cogí las riendas y me aproximé un poco al calor de su costado. No dije una palabra.

El Halcón tan sólo arqueó una de sus finas, pulcras y negras cejas.

—El reino no dispone de una cantidad ilimitada de magos. Por ley, el don te sitúa más allá del vasallaje. Ahora tienes derecho a ocupar un lugar en la corte, y al patrocinio del propio rey. Jamás te deberían haber retenido en este valle, para empezar, y mucho menos tratarte como a una esclava.

Señaló mis ropas con un gesto de la mano, hacia arriba y hacia abajo. Me había vestido igual que si fuera a recolectar a los bosques, con unas botas altas para el barro, unos pantalones sueltos de arpillera cosida y un blusón amplio de color marrón encima de todo ello. Él seguía luciendo su capa blanca, aunque la malicia del Bosque era más fuerte que el hechizo, fuera el que fuese, que había utilizado para mantenerla impoluta en los bosques ordinarios; tenía hilos enganchados por el borde.

Malinterpretó mi expresión vacilante.

—Tu padre es un campesino, supongo.

—Leñador —precisé.

Hizo un gesto con la mano, como si quisiera decir que no había la menor diferencia.

—Entonces no sabes nada de la corte, imagino. Cuando el don surgió en mí, el rey elevó a mi padre a la condición de caballero, y cuando finalicé mi formación, le concedió una baronía. No será menos generoso contigo. —Se inclinó hacia mí, y mi yegua soltó un bufido de burbujas en el agua cuando yo me apreté contra ella—. Da igual lo que hayas oído al crecer en este lugar olvidado, Sarkan no es el único mago eminente de Polnya. Te aseguro que no tienes por qué sentirte atada a él tan sólo por el hecho de que haya encontrado una manera… interesante de valerse de ti. Tengo la certeza de que hay otros magos a los que te podrías aproximar. —Extendió una mano hacia mí e hizo surgir una llama en espiral sobre la palma con el murmullo de una palabra—. ¿No te gustaría probar, quizá?

—¿Con vos? —le solté de un modo nada diplomático; sus ojos se entrecerraron ligeramente por las comisuras. No obstante, no lo lamenté en absoluto—. ¿Después de lo que le habéis hecho a Kasia?

Adoptó una pose de sorpresa ofendida, como quien se pone una segunda capa.

—Os he hecho un favor a las dos. ¿Acaso crees que alguien habría estado dispuesto a aceptar la palabra de Sarkan sobre su cura? Podríamos ser caritativos y llamar excéntrico a tu mecenas por encerrarse aquí lejos y venir a la corte únicamente cuando se le hace llamar, negro como un cielo de tormenta y lanzando advertencias sobre unos desastres inevitables que, no se sabe muy bien por qué, jamás se producen. No cuenta con ningún amigo en la corte, y los pocos que se ponen de su lado son los mismos agoreros que insistían en dar inmediata muerte a tu amiga. De no haber intervenido el príncipe Marek, el rey habría enviado a un verdugo en su lugar, y habría convocado a Sarkan a la capital para responder del delito de haberla dejado vivir tanto tiempo.

Él había venido para convertirse justo en aquel verdugo, pero se diría que no iba a permitir que aquello se interpusiera en sus afirmaciones de haberme hecho un favor. No sabía cómo responder a algo tan descarado; lo único que habría conseguido habría sido un resoplido, pero el Halcón tampoco me forzó a llegar a ese punto. Se limitó a hablarme en un tono de amabilidad que sugería que yo no estaba siendo razonable.

—Piensa un poco en lo que te he dicho. No te culpo por tu ira, pero no permitas que eso te haga rechazar un buen consejo.

E hizo una reverencia de cortesía. Se retiró con elegancia justo cuando Kasia se unía a mí. Los soldados regresaban a sus caballos.

Su expresión era más sobria, y se frotaba los brazos. El Dragón se había ido a montar en su caballo; le eché un vistazo mientras me preguntaba qué le habría dicho a Kasia.

—¿Estás bien? —quise saber.

—Me ha dicho que no tema seguir estando corrompida —contestó. Sus labios temblaron en la sombra de una sonrisa—. Me ha dicho que, si puedo sentir miedo ante ello, es probable que no lo esté. —Entonces, de un modo más sorprendente aún, añadió—: Me ha dicho que sentía haberme causado miedo… de ser elegida, quiero decir. Ha dicho que no volverá a llevarse a nadie.

Yo le había gritado por aquel motivo; en ningún momento esperé que lo hubiese escuchado. Me quedé mirando a Kasia, pero no tuve tiempo de preguntarme nada: Janos, que ya había montado, echó un vistazo a sus hombres y dijo de repente:

—¿Dónde está Michal?

Hicimos recuento de hombres y monturas, y lo llamamos a voces en todas las direcciones. No hubo respuesta, ni rastro de ramas quebradas u hojas que se sacudiesen y nos mostrasen hacia dónde había ido. Lo habían visto hacía apenas unos instantes, esperando para dar de beber a su caballo. Si el Bosque lo había raptado, había sido sin hacer ruido.

—Suficiente —dijo por fin el Dragón—. Se ha ido.

Janos miró al príncipe en señal de protesta, pero, pasado un instante de silencio, Marek dijo por fin:

—Continuamos. Cabalgad en fila de a dos y no os perdáis de vista los unos a los otros.

Con una expresión dura e infeliz, Janos se volvió a cubrir la nariz y la boca con la bufanda e hizo un gesto con la cabeza a los dos primeros soldados, que en un instante retomaron la marcha por el sendero. Continuamos adentrándonos en el Bosque.

Bajo las ramas, resultaba difícil decir qué hora era, cuánto tiempo llevábamos a caballo. Había en el Bosque un silencio atroz: sin el zumbido de insectos, ni siquiera el ocasional crujido de una ramita bajo las patas de un conejo. Nuestros propios caballos apenas hacían ruido, sus cascos se apoyaban en musgo blando, hierba y plantones en vez de tierra. El sendero se acababa. Los hombres de delante tenían que apartar la maleza constantemente para ofrecernos una vía por la que pasar.

Llegó hasta nosotros entre los árboles el tenue sonido del correr del agua. El sendero se abría de nuevo de forma abrupta. Hicimos un alto; me erguí sobre los estribos y, por encima de los hombros del soldado de delante, pude ver apenas un claro entre los árboles. Estábamos de nuevo a orillas del Huso.

Salimos de la arboleda a menos de medio metro sobre el río, en una orilla en suave pendiente. Los árboles y la maleza se inclinaban sobre el agua, unos sauces descolgaban sus largas y frondosas ramas entre los densos juncales que se apiñaban al borde del río, en la maraña de raíces expuestas de los árboles, pálida en contraste con el suelo húmedo. El Huso era lo bastante ancho para que la luz del sol irrumpiese en el centro a través del dosel de árboles entrelazados. Brillaba en la superficie del río sin traspasarla, y supimos que había transcurrido la mayor parte del día. Nos sentamos en silencio un rato largo. Había algo que no encajaba en aquella manera de toparnos con el río, atravesando nuestro camino. Habíamos cabalgado hacia el este, deberíamos haber ido en paralelo.

Cuando el príncipe Marek levantó el puño hacia el agua, el resplandor violeta brilló con fuerza y nos indicó que cruzásemos al otro lado, pero el agua se desplazaba rápida, y no podíamos saber cuán profundo era. Janos lanzó al río una ramita de uno de los árboles: la corriente la arrastró de inmediato y desapareció casi de golpe bajo un ligero y lustroso oleaje.

—Buscaremos un vado —dijo el príncipe Marek.

Dimos la vuelta y continuamos cabalgando en fila de a uno a lo largo del río con los soldados abriendo paso en la vegetación para ofrecer un punto de apoyo en la orilla a los caballos. No hubo ni rastro de huellas de animales que descendiesen a la orilla, y el Huso discurría sin estrecharse nunca. Aquí era un río distinto al del valle, rápido y silencioso bajo los árboles, y ensombrecido por el Bosque tanto como nosotros. Sabía que el río no llegaba a salir nunca por el otro lado, en Rosya; se desvanecía en algún lugar de las profundidades del Bosque, engullido en algún sitio oscuro. Aquí, ante su amplia y oscura extensión, resultaba casi imposible creerse aquello.

En algún lugar a mi espalda, uno de los hombres suspiró profundamente. Era un sonido de alivio, como si estuviera dejando en el suelo una pesada carga. Fue muy sonoro en el silencio del Bosque. Me di la vuelta. La bufanda se le había apartado del rostro: era el joven soldado amable de la nariz rota, el que se había llevado a mi yegua a abrevarla. Extendió una mano con el cuchillo desenvainado, el metal afilado y reluciente, sujetó la cabeza del hombre que cabalgaba delante de él y le cortó el cuello con un tajo profundo, de oreja a oreja.

El otro soldado murió sin hacer ruido. La sangre salpicó el cuello del animal y las hojas. El caballo se encabritó, relinchó desatado y, tras desplomarse el hombre de su lomo, salió dando tumbos por la maleza y desapareció. El joven soldado con el cuchillo seguía sonriendo. Se tiró de su caballo, al agua.

Nos quedamos paralizados ante lo repentino de la situación. Por delante de mí, el príncipe Marek dio un grito, se bajó de un salto de su montura, y sus botas dejaron un surco en la tierra al deslizarse por la pendiente hasta la orilla. Estiró el brazo y trató de cogerle la mano al soldado, pero éste no se la ofreció a él. Pasó por delante del príncipe, boca arriba, flotando como un madero a la deriva con la capa y la bufanda en una estela sobre el río, detrás de él. Las botas se le llenaron de agua, y las piernas ya se le empezaban a hundir, y, acto seguido, era todo el cuerpo el que estaba sumergido. Vimos una última imagen pálida y fugaz de su rostro redondeado, mirando hacia el sol. El agua se cerró sobre su cabeza, sobre su nariz rota; la capa se hundió en un último bucle verde. El soldado había desaparecido.

El príncipe Marek se había puesto de nuevo en pie. Permaneció abajo, en la orilla, mirando, agarrado al estrecho tronco de un plantón para no perder el equilibrio, hasta que el soldado se hundió. A continuación, se dio la vuelta y trepó pendiente arriba. Janos había desmontado y sujetaba las riendas del caballo de Marek; le ofreció el brazo al príncipe para ayudarle a subir. Otro de los soldados había cogido las riendas del otro animal que ahora iba sin jinete; estaba temblando y resoplaba, pero se mantenía quieto. Todo volvió a quedar en silencio. El río seguía bajando, las ramas continuaban suspendidas, el sol brillaba en la superficie del agua. No escuchamos un solo ruido del caballo que se había escapado. Era como si nada hubiese sucedido.

El Dragón hizo retroceder a su caballo en la fila y bajó la mirada al príncipe Marek.

—Al anochecer se habrá ido el resto —dijo sin rodeos—, si es que no lo habéis hecho vos también.

Marek levantó la cabeza y lo miró con una expresión por primera vez abierta y falta de confianza; como si acabase de ver algo que iba más allá de su entendimiento. Observé cómo el Halcón, junto a ellos, echaba la vista hacia atrás, sobre la hilera de hombres, sin pestañear, como si su penetrante mirada tratase de ver algo invisible. Marek lo miró; el Halcón le correspondió e hizo un gesto de asentimiento muy leve, una señal de confirmación.

El príncipe se subió a la silla de montar y se dirigió a los soldados que iban por delante de él.

—Abridnos un claro.

Los soldados comenzaron a limpiar la maleza a nuestro alrededor; se les unieron los demás, que iban quemando y echando sal al pasar, hasta que tuvimos limpio el suficiente espacio para reunirnos todos. Los caballos se mostraban ansiosos por meter la cabeza y apretarse los unos contra los otros.

—Muy bien —dijo Marek a los soldados, cuyas miradas se clavaban en él—. Todos sabéis por qué estáis aquí. Todos habéis sido cuidadosamente seleccionados. Sois hombres del norte, los mejores que tengo. Todos vosotros me habéis seguido ante la hechicería de Rosya y habéis formado conmigo un muro contra las cargas de su caballería; no hay uno solo entre vosotros que no luzca las cicatrices de la batalla. Antes de partir, os pregunté a todos si cabalgaríais conmigo al interior de este sombrío lugar; todos dijisteis que sí.

»Bien, no os juraré ahora que os sacaré de aquí con vida; pero tenéis mi juramento de que todo hombre que salga conmigo recibirá los honores que esté en mi mano concederle, y a todos se os hará caballeros terratenientes. Vadearemos el río por aquí, ahora, lo mejor que podamos, y seguiremos cabalgando juntos: a la muerte o tal vez algo peor, pero lo haremos como hombres, y no como ratoncillos asustados.

A esas alturas ya debían de saber que el propio Marek ignoraba lo que iba a ocurrir; que no se había preparado para las sombras del Bosque. Pero sí pude ver que sus palabras retiraron algo de aquella sombra de sus rostros: un brillo se apoderó de ellos, un profundo aliento. Ninguno de los soldados pidió regresar. Marek cogió el cuerno de caza de la silla de montar. Era un objeto largo, de metal, pulido y reluciente, enroscado sobre sí mismo. Se lo llevó a la boca y sopló con todas sus fuerzas en un estruendo marcial con el que no tenía por qué darme un vuelco el corazón, pero lo hizo: estridente y altisonante. Los caballos piafaron y movieron las orejas hacia delante y hacia atrás, y los soldados desenvainaron las espadas y rugieron al son de aquella nota. Marek dio media vuelta a su montura y nos condujo en una carga al galope por la pendiente, al agua fría y oscura, y todos los demás caballos lo siguieron.

El río me golpeó en las piernas como una sacudida cuando nos zambullimos en él formando una espuma que apartaba el ancho pecho de mi yegua. Continuamos avanzando. El agua me ascendía por las rodillas, sobre los muslos. Mi yegua llevaba la cabeza muy alta, resoplando mientras las patas golpeaban el lecho del río sin dejar de avanzar y de intentar hacer pie en el fondo.

En algún lugar detrás de mí, un caballo tropezó y perdió pie. El agua lo tumbó de golpe y lo echó contra el caballo de otro soldado. El río los barrió y se los tragó enteros. No nos detuvimos, no había forma de pararse. Busqué a ciegas un hechizo, pero no se me ocurría nada: el agua rugía, y ya habían desaparecido.

El príncipe hizo sonar de nuevo el cuerno: su caballo y él ascendían por la otra orilla dando bandazos, y Marek lo espoleó para que continuase y se adentrara en los árboles. Uno a uno fuimos saliendo del río, empapados, y continuamos avanzando sin detenernos: todos al galope a través de la maleza, siguiendo el fulgor violáceo del resplandor de Marek, más adelante, siguiendo la llamada de su cuerno. Los árboles nos azotaban al pasar. El sotobosque era menos denso en aquel lado del río, los troncos más grandes y más distanciados. Ya no cabalgábamos en fila: veía a algunos de los demás caballos esquivando los árboles a mi altura mientras volábamos, mientras escapábamos, conforme huíamos tanto como cargábamos al ataque. Había dado las riendas por perdidas, y ahora me agarraba sin más a mi caballo con los dedos enredados en sus crines, inclinada sobre su cuello y apartada de los latigazos de las ramas. Pude ver a Kasia cerca de mí, y el brillo fugaz de la capa blanca del Halcón por delante.

La yegua jadeaba bajo mi peso, se estremecía, y supe que no podría aguantar; hasta los caballos de batalla más fuertes y adiestrados perderían pie al cabalgarlos así después de atravesar las frías aguas de un río.

Nen elshayon —le susurré al oído—. Nen elshayon. —Y le insuflé unas pocas fuerzas, un poco de calor.

La yegua irguió la magnífica cabeza y la sacudió agradecida, y cerré los ojos y traté de que llegara a todos los demás, diciendo «Nen elshayine» mientras extendía una mano hacia el caballo de Kasia como si lanzase una cuerda.

Sentí que enganchaba aquel lazo imaginario; lancé más de ellos, y los caballos se fueron juntando y corriendo de nuevo con más facilidad. El Dragón me dirigió una fugaz mirada hacia atrás, sobre el hombro. Seguimos avanzando, cabalgando detrás del sonido del cuerno, y por fin empecé a ver que algo se movía entre los árboles. Eran caminantes, muchos, y venían muy rápido hacia nosotros moviendo al unísono aquellas patas suyas que eran como palos. Uno de ellos estiró un largo brazo y arrancó a un soldado de su montura, pero los estábamos dejando atrás, como si no se esperasen nuestra carga en tropel. Atravesamos juntos un muro de pinos, salimos a un amplio claro con un salto de los caballos para salvar una barrera de maleza, y nos encontramos ante un monstruoso árbol-corazón.

El tronco era más grueso que el costado de un caballo, y se elevaba en una inmensidad de ramas que se expandían cargadas de unas hojas de un pálido color verde plata y unos pequeños frutos dorados que desprendían un hedor terrible. Y desde debajo de la corteza nos miraba un rostro humano cubierto y difuminado hasta convertirse en una mera sugestión, con las manos cruzadas sobre el pecho como un cadáver. Dos grandes raíces se bifurcaban al pie del árbol, y en el hueco que quedaba entre ellas descansaba un esqueleto prácticamente sepultado por el musgo y las hojas en estado de descomposición. Una raíz más pequeña se retorcía y salía a través de una de las órbitas de los ojos, y la hierba se alzaba por entre las costillas y los fragmentos oxidados de cota de malla. Sobre el cuerpo quedaban los restos de un escudo, apenas visible la marca del águila negra de dos cabezas: el emblema real de Rosya.

Detuvimos los caballos, con sus jadeos y resoplidos, a muy poca distancia de las ramas del árbol. Oí a mi espalda un restallido repentino similar al de la puerta de un horno cuando la cierras de golpe, y en ese preciso instante me golpeó algo muy pesado que había salido de la nada, y me tiró de la silla. Me di contra el suelo y me hice daño; me quedé sin aire en los pulmones, me raspé el codo y me magullé las piernas.

Me retorcí. Tenía a Kasia encima: me había tirado del caballo. Levanté la vista más allá de ella. Mi yegua estaba por los aires, sobre nosotras, descabezada. Una monstruosidad similar a una mantis religiosa la sujetaba con las patas delanteras. La mantis se confundía con el árbol-corazón, de fondo: unos ojos estrechos con la misma forma que sus frutos y un cuerpo del mismo verde plateado de las hojas. Le había arrancado la cabeza a la yegua de un solo mordisco, en el mismo movimiento de acometida. A nuestra espalda había caído otro soldado decapitado y un tercero gritaba, sin una pierna, retorciéndose presa de otra mantis: había una docena de aquellas criaturas, estaban saliendo de los árboles.