Noche de brujas

LOS AMANTES DEL VAMPIRO

En mi colección de autógrafos, diezmada ya por los traslados y azares de la vida, guardo muchas piezas curiosas, algunas apócrifas y otras más serias.

Durante muchos años perseguí, en subastas y en colecciones privadas, todos los autógrafos que habían pertenecido a Michel Chasles, académico francés, que fue víctima del más maravilloso fraude literario que pueda imaginarse. Michel Chasles fue un gran matemático, profesor de Geodesia, miembro de la Royal Society de Londres, de las academias de Roma, de Madrid, de Bruselas… Un día conoció a un tal Vrain-Lucas, genealogista, que le ofreció un autógrafo de Molière… Chasles lo compró, y así inició una gran afición por los autógrafos… Vrain-Lucas le fue vendiendo las mejores piezas: cartas de Carlomagno, de Juana de Arco a sus parientes… Pero Vrain-Lucas se animó, al ver la credulidad del sabio, y decidió superarse: cartas de Cleopatra a Julio César, cartas de Alejandro Magno a Aristóteles…

La carta de Cleopatra, escrita en un tono muy familiar, de revista del corazón, decía: «Nuestro hijito Cesarion está muy lindo… Espero que muy pronto será capaz de soportar el viaje hasta Marsella, para respirar aquellos sanos aires y aprender todas las cosas que allí pueden enseñarle…».

Siguieron una carta de Maria Magdalena a Lázaro, y una carta de Lázaro resucitado a san Pedro (escrita, naturalmente, en francés)… Lo malo es que, cuando murió en 1880, Chasles legó su enorme colección a la Biblioteca Nacional de París, que la recogió como un honor, y mandó esculpir el nombre del insigne erudito en el Panteón de Hombres Ilustres, donde los visitantes pueden admirarlo todavía.

No conseguí esas piezas tan deseadas. Pero logré reunir una modesta colección disparatada, en la que guardo también cosas más trascendentes, como un autógrafo de Lord Byron que me regaló, hace muchos años, una amiga inglesa. Es una larga carta en la que el poeta lamenta que los críticos se empeñen en atribuirle una lamentable novela de terror, titulada The Vampire.

EL VALLE DE LA BISTRIŢA

He recorrido el valle rumano de la Bistriţa, atravesando las impresionantes montañas volcánicas de Tihuţa, donde Bram Stoker sitúa el castillo de Drácula: «En las tinieblas, grandes nubes amenazantes rodaban sobre nuestras cabezas, en un horizonte que hacía prever la tempestad». Atravesando oscuros pastos y bosques de abetos, rodeado siempre por siniestros montes de lava, llegamos a la vieja ciudad medieval de Bistriţa, en la que encontramos una fonda con el nombre de Coroana de Aur (Corona de Oro). En este lugar fue donde Jonathan Harker bebió «aquel vino dorado de Mediasch que pica la lengua de forma bastante agradable».

Recuerdo la vieja ciudad amurallada de Sighișoara, con sus altas torres rematadas por tejados rojos y sus casas pintadas de colores, donde vivieron los artesanos de los gremios medievales.

Yo tenía en 1970 una pequeña cantidad de dinero en Rumania, porque mi amigo Giorgio della Rocca me había buscado unas colaboraciones para la revista Istoria. Entonces no se podía sacar el dinero ganado en el país y, rápidamente, hice la conversión del leu rumano en mercaderías y calculé que, una vez pagados los hoteles, tenía para comprarme un chaleco, libros, la romántica Balada de Porumbescu que tocaban en los cafés y que todavía me parece oír cuando se derrama la lluvia sobre unas manos unidas, una entrada en la ópera, los gastos de la mala vida nocturna en Bucarest —porque la Pompa Dur había conquistado con este nombre genial lo poco que ya quedaba en mí del grand siècle—, un icono para mi madre, café, vino, comidas baratas de ciorbă y mămăligă (sopa y polenta de maíz) y algunas salchichas. Mi Pompa Dur era una verdadera filóloga: hablaba francés en rumano y rumano en francés. Se peinaba en el coafor, para decir coiffeur, y cuando yo le alegraba con una palmada su espléndido trasero de Pompa Dur, de Pompa Cur (en rumano no se dice manicura, pedicuro, ni acabados en cur, por lo que ya puede pensarse), me increpaba, sin ninguna modestia por su parte: grandomane, megalómano. ¡Qué barbaridad!

Soplaba el crivăț, el viento que trae el frío, la muerte súbita de la efimera primăvară rumana: brusca, espléndida, exaltada. Nevaba aquella tarde de abril cuando salí a dar un paseo por las calles adoquinadas que se convierten, de repente, en escaleras de piedra o en oscuros pasadizos de madera. Quería comprar unas velas, que me parecían un buen recuerdo de las tierras de Drácula. Y la recepcionista del hotel me preguntó si es que tenía en mi casa muertos, porque los difuntos deben ser velados cuarenta días, antes de que alcancen el descanso eterno.

Me vinieron a la memoria los versos más tristes de Paul Celan, que hablan de tulipanes caídos, cuando el amor que ayer era un sueño se convierte en llanto, cuando ya no es rosa lo que rosa era, pero el tiempo sigue siendo tiempo. Algo así debía pensar cuando, siendo un muchacho, se lo llevaron al campo de concentración.

Un día de abril de 1970, Paul Celan se arrojó al Sena. Estaba ya tan enfermo que eligió una muerte de nubes y agua, un suicidio femenino, un final de madonna negra, como Virginia Wolf y Alfonsina Storni. Hay años malos, y 1970, cuando se fueron Paul Celan y Yukio Mishima, fue un año especialmente maldito. Debía de ser en el mismo momento que yo salía a comprar velas, y me llegaron, en una fuga, los versos tristes de Celan. «Dice la verdad quien dice sombra».

Y me acordé de Celan cuando —en las tinieblas de su exilio— relataba que los vampiros de los campos de exterminio obligaban a los violinistas judíos a tocar la Plegaria argentina de Eduardo Bianco, que ellos llamaban el tango de la muerte. «Plegaria que es consuelo y calma para las almas desamparadas».

A pocas leguas de Bucarest se levanta el monasterio de Snagov, a orillas de un lago. Y en la cripta de la iglesia siguen enseñando una losa funeraria, cubierta de flores. ¿Es la tumba de Drácula? A pesar de que el ataúd se encontró vacío, algunos dicen que allí fue enterrado Vlad Țepeș, el Hijo del Diablo, héroe legendario que fundó Bucarest y se distinguió en las guerras contra los turcos, pero que fue también un tirano siniestro que mandaba empalar a sus siervos. En la evolución del personaje de Drácula, muchos estudiosos han querido ver la figura de este despótico príncipe, que reinó a mediados del siglo XV. Pero hay un detalle curioso: ¿cómo pudo surgir la idea de un vampiro hematófago en una época en la que Cortés no había descubierto todavía estos horribles mamíferos mordedores, nativos de América?

Probablemente, cuando Abraham Stoker imaginó la figura de Drácula se apoyó en una vieja leyenda que hace referencia a los animales sangradores, y la mezcló con las tradiciones folklóricas de ciertos pueblos balcánicos. Por eso creo que el personaje del Vampiro hay que buscarlo en la literatura romántica.

UNA GENERACIÓN DE LOCOS

Aunque Byron negaba haber escrito The Vampire y aparentaba ser víctima inocente de esta superchería, se sentía, sin duda, implicado en el suceso; ya que este cuento necrófilo había sido escrito por su médico y compañero de viajes, John Polidori.

Polidori era un petimetre escocés que había obtenido un título de medicina por un azar digno de una novela negra. Su única habilidad consistía —como la del vampiro— en sangrar a sus víctimas hasta extenuarlas. Hobhouse le llamaba, despectivamente, Polly Dolly.

Byron le tenía cariño, en cierta manera, y se divertía preparando con él venenos y hablando de los efectos del ácido prúsico. Por eso recibió con mucha amargura la noticia de que el pobre Polidori se había envenenado con una de sus recetas.

Pero, en la afición de Byron por la literatura gótica del género negro, influyó especialmente Matthew Gregory Lewis. Este autor frecuentó la Villa Diodati, la casa en la que Byron y Polidori convivían con Claire Clairmont, Percy y Mary Shelley. Heredero de una fortuna, Lewis había sido educado como un monstruo, mimado por una madre que le había criado como si fuese una niña. Su obra The Monk es una pieza antológica del despropósito: la violación, el robo, el matricidio y el incesto… todo ello aderezado por las apariciones de la «monja sangrante».

Desde Turner hasta John Martin, los románticos se desviven por conocer los paraísos de la extravagancia y el delirio, buscando siempre lo pintoresco en lo estético y lo terrible en lo ético: los dos principios cardinales del arte del siglo XIX. En los lienzos de Turner sopla siempre la ventisca del apocalipsis. En los cuadros de John Martin aparecen las muchedumbres clamando, con los brazos levantados al Cielo. Después de haber triunfado como pintor, Martin fue condenado al exilio «por perversidad moral». Murió paralítico y extraviado, porque la locura era enfermedad hereditaria en su familia. Su hermano Jonathan, al que llamaban Martin el Loco, fue condenado en 1829 por prender fuego a la catedral de York.

Loco estaba también el surrealista Richard Dadd, hijo del infierno que pintaba cabezas cortadas. Se sentía poseído por «el Maligno» y, en un ataque de demencia, quiso agredir al Papa. Más tarde asesinó a su padre en un bosque y escapó a Francia, donde cometió innombrables atrocidades. Finalmente, fue detenido, juzgado y encerrado en el asilo de Broadmor.

Desgraciado y loco fue igualmente el delicado Benjamin Robert Haydon, que vivió como un ángel de la luz, hasta que cayó en las garras de una «belleza diabólica que se desmayaba con el perfume erótico de las flores». Haydon trabajó y amó por encima de sus fuerzas. El 22 de junio de 1846, abrumado por las deudas, se abrió la garganta con una navaja. Junto a su cuerpo encontraron un volumen del Nuevo Testamento y un diario donde había escrito estas palabras: «Dios. Perdóname. Amén. Fin de B. R. Haydon».

Auténtico precursor de Drácula fue el bellísimo William Beckford, poeta satánico que nació en cuna de oro y se fue convirtiendo en un monstruo de la depravación. Vástago de una dinastía de acaudalados plantadores de Jamaica, Beckford recibió una educación esmerada y tuvo como maestro de música al joven Mozart. A los dieciocho años, paseando por las orillas azules del Exe, se enamoró del pequeño William Courtenay, que vestía como una muñeca triste y corría entre los ciervos de su parque, asustándolos con sus ojos negros.

BUSCANDO EL GRIAL EN MONSERRATE

En Sintra, la ciudad más bella de Portugal, Beckford habitó el fabuloso palacio de Monserrate y gastó ríos de dinero en transformar sus jardines. Llevaba un ritmo de vida tan desenfrenado que, en sus viajes, lo confundían a menudo con el emperador de Austria. Y así fue como escribió The History of the Caliph Vathek, imaginando todos los lujos y vicios que puedan pensarse. Y así también decoró su palacio de Sintra, en un lugar sagrado que —como el antiguo templo de Pessinonte en Frigia— estuvo dedicado a la Virgen Negra.

Han pasado muchos años desde estas fechas del siglo XVIII. Los bellísimos interiores del palacio, con sus adornos góticos y moriscos, con su antigua biblioteca y sus alfombras orientales, todo se fue perdiendo en un abandono vergonzoso que ahora debería redimirse en un costoso proyecto de reconstrucción. Pero, en medio de una vegetación selvática, se conservan las ruinas de una vieja iglesia, cuyas bóvedas cayeron hace siglos para dejar paso a las ramas de los árboles y cuyas vidrieras están hoy formadas por hojas y lianas. En el ábside se conservan los restos de un sarcófago etrusco, con la figura de una mujer acostada. Incluso las plantas acuáticas han tejido un tapiz verde en el fondo del pequeño lago. La naturaleza ha convertido la antigua iglesia de Monserrate en una pagoda, o quizás en un templo maya. Y estoy convencido de que en este lugar se conserva escondido el Santo Grial.

Quizá porque nací en Cataluña, me he sentido siempre muy interesado por el culto de las vírgenes negras, como nuestra Mare de Déu de Montserrat. También Cibeles era adorada en Frigia, bajo la imagen de un betilo —una piedra negra o meteorito—, que tenía forma de huevo.

Más tarde los cretenses y los griegos prestaron también el mismo culto a las vírgenes negras, representadas por Afrodita la Venus Nigra de los romanos.

He venido muchas veces a rezar en estas ruinas. Tenía la costumbre de arrodillarme, porque, en tiempos pasados, nadie visitaba las sombras de Monserrate. Pero, una noche, al volver la vista atrás, vi un caballo blanco a la luz de la luna. Y así se me ocurrió representar en este escenario una ópera mística y caballeresca; aunque nunca he tenido que escribirla, porque me la dieron ya hecha los diablos, en medio de una terrible tormenta. Volaban las nubes negras sobre las ruinas, arrastradas por un viento que hacía cantar las ramas de los árboles, en una orquesta de relámpagos y truenos. En las columnas rotas se agarraban las ramas desgajadas por la tempestad, formando extraños capiteles corintios que, dejaban caer canalillos de agua fresca que corrían por los fustes, tamborileando sobre las viejas piedras, ya ensombrecidas por el olvido, mordidas por el tiempo. Olía a maderas exóticas y a misteriosas especias dulces, como si debajo de la tierra hubiesen derramado un vino antiguo o se ocultasen las cavas de Dios. Dicen que aquí se veneró a la Virgen Negra de Montserrat, hace ya muchos siglos, cuando un monje llamado Gaspar Preto (¡un nombre predestinado!), trajo su imagen desde Cataluña. Creo que Beckford fue, sin saberlo, el último diablo que tuvo a su cargo la custodia del vaso sagrado, probablemente robado por Judas después de la Última Cena.

Pero el joven Beckford no tuvo bastante con Monserrate. Y, al regresar a Inglaterra, gastó toda su fortuna en la construcción de la Abadía de Fonthill, concebida como templo del vicio. Nunca llegó a ver completamente acabada la gigantesca obra, soñada por su megalomanía, pero creó una mansión gótica como jamás ha existido otra igual en la tierra, Como un príncipe de las noches de Arabia levantó a latigazos un inmenso castillo, dominado por una torre octogonal. Quinientos obreros trabajaron, día y noche, para levantar aquella morada de diablos. A la luz de las antorchas, las gárgolas y los ángeles de las torres subían entre los andamios, como seres infernales surgidos del fondo de la tierra. «Lo que más me emocionaba —escribió Beckford— era oír el eco de las voces en el silencio de la noche, bajo las numerosas arcadas ya construidas de las galerías, cuando los ángeles de yeso subían como seres surgidos de las entrañas de una mina, acompañados por los gritos que los obreros proferían en las profundidades, como blasfemias lanzadas en el Infierno…»

En el mobiliario gastó todas las rentas que le producían sus esclavos de Jamaica. Nunca una mansión fue decorada con tanto lujo: porcelanas de Sèvres, piezas de orfebrería de Cellini, cristales de Murano, muebles de Riesener, cuadros de Bellini y las más costosas maravillas creadas por el ingenio humano.

En la vieja mansión de Fonthill, el imponente Beckford vivió también perversos amores con su prima Luisa. «William, mi hermoso diablo —escribía ella—, nadie es capaz de hablar del vicio con tanta exaltación como tú».

En The History of the Caliph Vathek, una de las obras más letales creadas por la imaginación romántica, el joven Beckford explica las costumbres licenciosas de un personaje que había construido un palacio con cinco pabellones «destinados a la función específica de cada uno de los sentidos». En las fiestas de Fonthill triunfaba siempre el exceso. Los suelos se espolvoreaban de purpurina y de especias excitantes cuyo olor se mezclaba en el aire con la humareda sacramental que ardía en los pebeteros. Los cultos satánicos eran oficiados por la prima Luisa, que andaba ya consumida por la tuberculosis, con una mirada de espectro alimentado de azufre.

James Wyatt, el arquitecto que trazó los planos de Fonthill, no era hombre riguroso en sus cálculos. Las falsas mansiones góticas del romanticismo duraban poco. Strawberry el palacio gótico que se hizo construir Horace Walpole, se fue cayendo a pedazos. Walpole, sin embargo, resistió dentro, en aquella arquitectura visionaria creada por su fantasía, entre bóvedas de yeso, almenas de pasta de cartón, y falsas galerías que había mandado pintar en el papel que recubría las paredes.

También los techos de la abadía de Fonthill se derrumbaron en una noche de tormenta, y Beckford, «el hombre más rico de Inglaterra», murió arruinado, «¡Estoy harto ya de llevar esta máscara sobre mi rostro!», decía en los últimos declives de su existencia. Había perdido ya sus blondos rizos, y la cara de príncipe aburrido se le convirtió en cara de cuervo. Murió agrietado y solo, polvoriento y consumido, como el retrato de Dorian Gray.

Pero la obra más característica del romanticismo es, probablemente, Melmoth the Wanderer, escrita en 1820 por Charles Robert Maturin. Auténtico discípulo del marqués de Sade, el terrible Maturin era pastor de la iglesia irlandesa. Sus sermones en San Pedro de Dublín apasionaban a las masas. Vestía como un dandi, bailaba como un diablo, y trabajaba siempre rodeado de su familia porque se inspiraba en medio de las discusiones y del escándalo. Dicen que para concentrarse en su trabajo y no ceder a la tentación de participar en las disputas, se tapaba la boca con un engrudo hecho con miga de pan y agua.

LOS PRECURSORES DE DRÁCULA

Melmoth the Wanderer narra la historia de un hombre que vendió su alma al diablo para librarse de la vejez y de la muerte. El pacto diabólico quedará, sin embargo, roto el día en que Melmoth consiga vencer a la «inocencia invencible» y rescate su maldita existencia uniéndose a una virgen pura. Parece mentira que Balzac, Víctor Hugo, Dostoievski, Walter Scott y Baudelaire proclamen su admiración por este pobre demente. Pero la verdad es que su fama se consolidó con su muerte, y los modernistas lo convirtieron en su ídolo. Oscar Wilde presumía de descender de Maturin, a través de su madre: la excéntrica Speranza.

Al satánico pintor Füssli, nacido en las montañas suizas, le llamaban en los círculos artísticos británicos «primer duende y pintor del diablo». Era un diantre hedonista y lascivo que pintaba bestialidades fornicarias. Como era aficionado a la entomología dibujaba mujeres con cabeza de insecto: auténticas mantis religiosa entregadas al festín caníbal del coito. Sus cuadros presentan una galería infernal de caballos diabólicos, niñas lesbianas, esqueletos viciosos, vientres blandos y serpientes ansiosas. Cenaba cada noche un kilo de carne cruda para estimular las pesadillas de su inspiración.

Füssli enamoró a Mary Wollstonecraft —la madre de Mary Shelley—, que tuvo el perverso gusto de ofrecerse como «concubina espiritual» a la insaciable glotonería de este brujo antropófago. La nómina de mantis religiosae que dio el romanticismo es igualmente inacabable… George Sand devoraba músicos, médicos y escritores, Bettina Brentano cortaba cabezas. Y Mary Shelley, que heredó de su madre el gusto de las orgías satánicas, fue la creadora del siniestro personaje de Frankenstein.

Todo el círculo que rodeó a Byron en el lago Leman escribía historias de este género: Shelley escribió dos novelas extravagantes, Zastrozzi y Saint Irvyne; Polidori creó The Vampire, y Mary Shelley imaginó la obra más interesante, Frankenstein. Pero el mismo Byron les dedicó a los vampiros unas líneas en The Giaour. Y Théophile Gautier trató el tema en La morte amoureuse, al igual que Hoffmann, en The Serapion Brethren.

La historia del Vampiro nació en este ambiente, mucho antes de que Abraham Stoker le diese su forma definitiva en 1897. Pero Bram tuvo la habilidad literaria de rescatarlo de la muerte y darle su última ración de sangre. Probablemente, a la vista de lo que escriben sus continuadores y epígonos, le puso también —definitivamente— la estaca en el pecho.