Ópera en El Cairo
CELESTE AÍDA
Entre los recuerdos de mis veinte años, me viene a la memoria una amiga egipcia, abundosa y morena, que conocí en El Cairo. Pretendía triunfar en la ópera, aunque la sonata de estío de sus carnes se habría expresado mejor en la danza del vientre. Ella me enseñó a conocer El Cairo, a la luz de sus ojos misteriosos, calientes y oscuros como las aceitunas negras; el mismo color de su voz dramática, y el mismo calor de sus manos, que sólo se enfriaban en la madrugada. Quizá por eso he sido siempre sensible a la poesía de Aída y al encanto de estos cuadros orientales y arqueológicos al gusto romántico. Desde hace muchos años, cada vez que voy a El Cairo reservo unas horas para visitar los tres o cuatro rincones que me recuerdan aquella aventura, que fuimos escribiendo con nuestro nombre en las arenas movedizas de las riberas del Nilo: en los camerinos del Teatro del Cairo, donde se había estrenado Aída en 1871 y donde Alfredo Kraus comenzó su carrera como tenor; en las mesas del Café Fichaoui, donde la esperé muchas veces fumando el narguilé, envuelto en los humos de las Mil y una noches; en la terraza —ya desaparecida— del viejo hotel Shepheard’s, donde tomábamos el té en aquellas vajillas antiguas que parecían salidas del mundo de Guermantes o de un viaje en el Orient Express; en el restaurante Night and Day del Semiramis, un hotel fascinante del que conservo vivísima memoria, con sus inmensos armarios de caoba, sus grandes habitaciones y sus teatrales arañas que arrojaban una luz melancólica sobre un océano de majestuosas alfombras gastadas.
El viejo y romántico El Cairo donde se estrenó Aída en 1871 era más o menos igual al que yo viví en los años sesenta del siglo pasado: un delicioso laberinto. Nunca me he figurado a Verdi en Oriente, sobre todo conociendo sus exigencias en materia de silencio. Cuando componía en su casa de campo, no quería ser molestado por nadie; le bastaban sus perros, sus caballos y sus ovejas. En una de sus viviendas campestres trabajaba y dormía en la misma habitación, porque el resto de la casa estaba invadido por una sorprendente colección de organillos: noventa y cinco en total. «Estas pianolas —le explicó a un amigo— pertenecían a los vecinos de este pueblo. Todas ellas tocan arias de Il Rigoletto, Il Trovatore y Aída. ¡No podía trabajar en estas condiciones, y decidí comprarlas todas!»
Aída se estrenó en el nuevo Teatro del Cairo en la Nochebuena de 1871. En realidad, tenía que haberse presentado dos años antes, coincidiendo con la inauguración del teatro y con las celebraciones de la apertura del Canal de Suez. El jedive Ismaíl Pachá había propuesto a Verdi componer una ópera para el Teatro Italiano de El Cairo, sobre un libreto esbozado por el sabio egiptólogo Auguste Mariette. Ése es uno de los encantos de Aída, porque nadie podía resucitar como Mariette Bey la atmósfera de Memfis, Tebas y el templo de Ptah. Él mismo dibujó los vestidos y colaboró en los decorados.
Pero Aída también tuvo sus detractores. «Esta música —decía Richard Strauss— parece compuesta por pieles rojas». Tampoco sir Thomas Beecham, que tantas veces dirigió Aída, era un entusiasta de la marcha triunfal. Muchos le recuerdan dirigiendo la orquesta en una representación en el Covent Garden, cuando un caballo se cayó en escena, formando gran estrépito. Su comentario fue muy significativo: «creo que este animal tenía sentido crítico». Todos los cantantes y directores han tenido que sufrir ese despliegue triunfal de animales en las representaciones de Aída. He visto a Mario del Mónaco salir corriendo del escenario, cruzando despavorido toda la escena, porque era alérgico a los caballos, «Si usted llena el escenario de camellos o de caballos —le dijo al director de escena, con rabia— debería haber previsto, como se hace en Carmen, que cada uno vaya seguido por un hombre con una pala».
Bajo una apariencia sencilla, Verdi ha creado algunas de las páginas más maravillosas de la ópera. Además de un gran compositor, que fue evolucionando hasta convertirse en un maestro de la orquestación, Verdi fue un genio del teatro. Cada uno de sus personajes rebosa energía dramática. Nadie como él sabe pasar del triunfo a la desolación, del amor al odio, de la mística a la razón, de la esperanza a la muerte, del oboe sinuoso que subraya el lamento enamorado de O patria mia al escalofrío final de O terra addio; de los tormentos de Pensa che un popolo vinto, strazziato al sobrehumano sollozo de Numi pietà… Sólo un maestro de la armonía podía colorear, con una sencilla gama de semitonos, el canto y las danzas sagradas del templo de Memfis. Verdi es incluso capaz de renunciar a un aria de lucimiento, para no destruir un efecto dramático. Condena a Amneris, uno de los más intensos personajes de la ópera, a mantener un sobrio estilo declamatorio para que resalten los legati de Aída. Y, sin embargo, la vengativa y bella princesa debe llegar entera hasta el último acto, reservándose para un si bemol trágico, autoritario, definitivo y convincente. Más terrible es el papel de Amonasro, que —después de cantar en el tercer acto uno de los dúos más fascinantes de la ópera— no tienen ningún aria para lucirse en solitario. «Sólo tienes un acto y medio para darlo todo —decía, con buen humor, Sherrill Milnes—. Menos mal que necesitas un acto para ponerte el maquillaje y otro para quitártelo, con lo que ya estás ocupado durante los cuatro actos».
Aída es, como las lunas de Egipto, un astro femenino. Ese misterio triangular se adivina ya desde las luces pálidas del preludio, desde que la flauta le va levantando las faldas al telón, hasta el aria de Aída en el tercer acto. El papel de Aída es, sin duda, el más complejo y difícil. A los recitativos más dramáticos siguen las arias más dulces y místicas; dominado todo por un fraseo difícil, una tesitura arriesgada, y unos legati inquietantes. La soprano que no falla en los do sobreagudos de O patria mia, endemoniadamente colocados, cae en los graves de Ritorna Vincitor. Los hombres de Aída sólo son el contrapunto de esta pasión de mujeres. Los bajos no son ya casi nada; hasta el punto de que uno no consigue creerse que el faraón ni el sacerdote Ramfis tengan poder frente a estas hembras en celo.
Pero, a fin de cuentas, la ópera depende de las voces y los artistas que la interpretan. Sir Thomas Beecham, que era implacable con la calidad de las voces, tenía la costumbre de subir el volumen de la orquesta en cuanto los coros o los intérpretes no le agradaban. Eso es terrible en Aída, donde los coros deben enfrentarse a muchos retos orquestales; sin olvidar que la propia Amneris entra en escena, duplicada por la orquesta, en un difícil fraseo de graves.
A tantos años de su estreno, Aída sigue siendo el más completo espectáculo que ha producido la ópera. A veces pienso que Verdi habría sido también genial con una cámara de cine en las manos. De haber vivido unos años más tarde, en vez de componer Aída habría podido dirigir algo así como Atracción fatal: una pieza cualquiera en la que la gente, llevada por el amor, fuera capaz de hacer cosas terribles.