Ofrenda en el golfo de Nápoles

SURRIENTO… NA SERA E’ MAGGIO

Cuando llegué a Sorrento, por primera vez, hace más de treinta y cinco años, me pareció que la mejor manera de aprovechar una saison d’hiver en el golfo de Nápoles era recibir clases particulares de canto. No me arrepiento de aquella decisión, porque no hay nada más maravilloso que aprender la lengua italiana juntamente con el canto; sobre todo, si uno tiene una profesora joven y guapa y, frente a la ventana, el golfo de Nápoles, el Vesubio, un limonero cargado de frutas y las soberbias rosas de Ischia y Capri. Para un jovencito era fácil perderse en aquella orgía de antigüedades y vinos volcánicos, en aquellos crepúsculos calientes, en aquellos muros pintados con el rojo de Pozzuoli y el amarillo de Nápoles. Pienso que hoy no hubiese gozado tanto, aunque con los años uno aprende a darle hondura a la historia, sentido a los dioses, contenido a las ruinas; como vivió Plinio en estas villas o como acabó el Tasso —hijo pródigo de Sorrento— descansando aquí de una vida deliciosa, aventurera y espléndida.

Quizás era la inconsciencia de la juventud, pero me sentía como un gato libre paseando por estas callejas rodeadas de muros, que tienen cada día del año un perfume diferente: las naranjas en invierno, las higueras en julio, las uvas en septiembre. Algunas tardes caminaba hasta Villa Rubinacci, donde Nietzsche y Paul Rée habían vivido con Malwida van Meysenbug. Luego me sentaba a leer El atardecer vital de una idealista —las Memorias de Malwida— hasta que la roja oscuridad del crepúsculo sobre el Vesubio me hacía cerrar el libro. A menudo me quedaba en la terraza del Hotel Victoria, donde Nietzsche y los Wagner se vieron por última vez. Y a veces me acercaba a Ravallo, donde los cipreses y jardines del Palazzo Ruffolo me recordaban el parque encantado de Klingsor.

Yo llevaba el pelo largo, que me parecía más propio de un artista; pero me lo corté enseguida, porque mi joven maestra de canto me acarició la cabeza con extraña ternura y me dijo: «Aquí, en Sorrento, sólo llevan el pelo largo los carpinteros». El golfo de Nápoles está lleno de misteriosas claves gremiales que deben datar del tiempo de los romanos. Pero la vida transcurre en estas costas con un ritmo distinto: la apasionada cadencia de las más bellas canciones de Tosti que se oían, en aquellos años, en todas las ventanas abiertas.

No se podía vivir en la costa napolitana sin evocar continuamente a Enrico Caruso, que nació en Nápoles y murió en Sorrento: un camino que merece la pena andar lentamente, pero que él recorrió demasiado deprisa, en cuarenta y ocho años. Era el ídolo de todos los jóvenes que estudiábamos música y canto; sobre todo desde que nuestra profesora nos enseñó a impostar la voz. «Cantad —nos dijo— como enseñaba Caruso: abriendo la boca y levantando el paladar como si fueseis a escupirle al Vesubio».

Mi maestra de canto estaba convencida de que yo podía llegar a ser un buen barítono. Pero mi amiga Rosa Viñas —la voz más extraordinaria que he oído en mi vida, apasionada, escalofriante, mágica, distinta— insistía siempre en que, desde el principio, deberían haberme hecho cantar como tenor. Rosa tenía un modo muy original de valorar las voces, porque estaba convencida de que, más allá del color, está el temperamento… Argumentaba que a Bergonzi le hicieron cantar muchos años como barítono y, sin embargo, era un tenor sin rival. Y Rosa había descubierto en mi carácter todas las veleidades de los tenores: la manera de entrar en escena, la forma de interpretar los papeles, la colocación espontánea de la voz en su tesitura…

A los jóvenes cantantes les enseñan hoy muy bien los trucos y los recursos de la técnica. Nadie es capaz de manejar el instrumento como algunos muchachos que participan en cualquier concurso de canto; pero, no sé por qué, faltan los artistas como Caruso, distintos, completos, capaces de hacer mil cosas a la vez, con la misma gracia y talento: cantar, actuar, dibujar caricaturas… Quizás eso es lo que Rosa Viñas, con su extraordinaria simpatía, llamaba «ser un tenor».

Cuando conocí a Xavier Cugat, pensé que existía cierto parentesco entre estos dos artistas mediterráneos. Quizás era sólo el estilo de sus caricaturas; pero los dos dibujaban con el mismo trazo sensual y barroco. Los dos habían sabido conquistar el mercado americano, utilizando las industrias más poderosas de Estados Unidos: el disco y el cine. La fama de Caruso se fundamentó en la naciente industria del gramófono, que otros cantantes anteriores no habían podido utilizar.

Todavía hoy, cuando han pasado tantos años después de su muerte, no conozco a ningún cantante que no reconozca su deuda con Caruso. A, pesar de que nunca supo cuidar su voz: fumaba y bebía, pero sabía elegir su repertorio. En cierta ocasión le oí decir a Mario del Mónaco, cuando ya estaba en el final de su carrera y no era capaz de enfrentarse a los legati de las arias más difíciles: «Creo que me comporté como un estúpido el día que decidí cantar Otello. Caruso nunca lo hizo». Quizá Caruso ni siquiera tuvo tiempo de proponérselo. Pero en Otello hay que tener mucho control respiratorio, debido al fraseo largo, y hay que sostener el aliento y los legados desde las arias más grandes a las más breves, desde el comienzo hasta el final.

Algunos fines de semana cogía el barco y me iba a Capri, donde había descubierto una taberna que alquilaba habitaciones. Pierino, el tabernero, había conocido al pintor Diefenbach, había tratado a Curzio Malaparte, y recordaba incluso los tiempos en que Axel Munthe, el médico sueco, habitaba todavía la Villa San Michele.

Como Pierino nunca quiso creer que yo fuese español, debido al color rubio de mi pelo y a mi aspecto svedese, ponía mucha devoción en demostrarme que había aprendido cuatro palabras en sueco. Por eso nuestras conversaciones eran tan divertidas, porque él mezclaba el italiano y unas expresiones incomprensibles en sueco (barciogut, pronunciaba con un acento diabólico, probablemente para decir varsågod, por favor), y yo le respondía en el más castizo napolitano, porque siempre adoré esta lengua.

No había personaje famoso que hubiese pasado por Capri y que no hubiese sido amigo de Pierino. Sabía historias increíbles, pero las contaba sin caer en la maledicencia, explicando sólo las cosas que podían decirse, aunque algunas rayasen el límite de las cattiverie. Y así, por ejemplo, contaba la historia del banquero Hugo Andreae, a quien su mujer engañaba con el pintor que decoraba su villa. El pobre marido, cornuto y desesperado, se marchó de Capri y se suicidó en Alemania. Pero ella no sólo continuó con su amante, sino que heredó la magnífica Villa Andreae y tuvo la desfachatez de cambiarle el nombre, llamándola Villa Capricorno.

Isla de los cuernos, paraíso de las cabras, Capri es también tierra de viñas donde reina Dionysos. Quizá por eso la eligió Tiberio cuando buscó un retiro dorado. Muchas veces, siguiendo la costa escarpada de los Faraglioni, he llegado hasta la gruta donde Tiberio celebraba sus orgías. En la inmensa oquedad vacía quedan sólo algunos restos de altares y una humedad maligna; pero, en las paredes cubiertas de moho, se siente la presencia brutal de la Magna Mater, diosa de la fecundidad y de la tierra.

Carmela, la hija de mi tabernero, había estudiado en la universidad y era una muchacha culta. Conocía, por ejemplo, todos los lugares de la isla donde había habitado Máximo Gorki. Sabía que Lenin había sido huésped del escritor y me enseñó una foto de 1908, en la que se veía al revolucionario bolchevique jugando al ajedrez con Gorki en la terraza de Villa Blaesus. Recuerdo la casa blanca, con ventanas que se asomaban al mar y a un jardín lleno de palmeras y plantas exóticas. Pero Gorki era incapaz de mirar al Mediterráneo sin pensar en Rusia. Y mientras los niños de Capri le seguían por las calles diciendo, con su peculiar acento napolitano: «¡Signori Gorki, molto ricco, molto ricco!», vivía ajeno a todo, recordando los días en que se emocionaba leyendo Taras Bulba a los bateleros del Volga, mientras el barco surcaba las aguas del gran río ruso, llevando siempre deportados a los presidios. Vivía sólo esperando noticias de Rusia, soñando con que el zar le permitiese volver del exilio. Y el día en que se enteró de que Tolstoi había muerto en la estación de Astapovo, se encerró en su despacho y se pasó el resto de la jornada llorando. «El hombre más bello, el más poderoso, el más grande nos abandona… No es sólo su mujer la que queda viuda, sino toda la literatura rusa».

Entonces yo no conocía tantas cosas de Gorki, como luego me contaría mi buen amigo Eugen Relgis, que lo trató personalmente a principios de siglo. Pero me intrigaba la figura de este ruso, devorado por el alcohol, que había perdido ya un pulmón a los diecinueve años, al dispararse un tiro con una pistola. Me atraía, sobre todo, el seudónimo Gorki, que en ruso significa «amargo». Hasta en sus fotos, embozado en su capa como un bandido español, siempre llevando a su papagayo Pepito en el hombro, me resultaba un tipo original. Su imagen me parecía incluso más interesante que las obras que había escrito en Capri: Estate, Confessione, La nascita di un uomo, Un avvenimento nella vita di Makar, que leía entonces ávidamente, en las ediciones italianas que me prestaba Carmelina. Mi inolvidable amigo Relgis me explicó más tarde que, en verdad, había sido un anarquista salvaje que había convivido con todos los desheredados de Rusia, con los deportados del Volga, con los campesinos maltratados y con aquellas pobres gentes, arrastradas por el sueño de la redención, que fueron a enrolarse bajo la bandera roja de la Revolución. Cuando era un niño se había ganado la vida vendiendo trastos viejos por las calles de su pueblo. A veces robaba algo para comprarse un libro. Y el día en que le dieron su primer diploma en la escuela lo arrugó con desprecio. Pero, cuando pudo permitírselo, Gorki vivió como un potentado entre criados y alfombras, habitando villas fastuosas y viajando en el Orient Express. Dicen que fue asesinado por orden de Stalin, como, poco antes, lo había sido su hijo.

A Carmelina le gustaba que yo la acompañase en sus excursiones arqueológicas por la isla, porque pasábamos la jornada entera, nos llevábamos una cesta de comida a las ruinas y luego intercambiábamos pequeños obsequios, según lo que cada uno tenía. Ella me contaba muchas cosas, sobre las vírgenes romanas, las sacerdotisas de Cibeles y los ritos de iniciación en las cavernas. Creía en los duendes y en los aparecidos, y me explicaba la historia de O munaciello, el monje que anda por los caminos, buscando a los que mueren sin recibir los últimos sacramentos. Era apretada y pequeña, como los limones; dulce como el perfume de las higueras; morena como las uvas negras. Y a mí se me acababan enseguida las fechas, los datos, las referencias históricas. Menos mal que me había inventado un juego que atribuí a Tiberio y no tardé mucho en enseñarla también a jugar.

Los fantasmas de Capri me subyugaron siempre. Y, a veces, me he paseado por las noches delante del corazón de mármol que hay en la puerta de la Villa Cottrau, porque Carmelina me había contado que allí se aparecía el espectro de Lady Hemstead: una loca inglesa que se dedicaba a los cultos mágicos. Creo que se construyó una casa en Anacapri y se fue de la isla, embarazada, después de haber sido seducida —según contaba ella— por el mismo dios Mitra.

Todavía llegué a conocer, poco antes de que desapareciese para siempre, el café más legendario de Capri, que lucía el impresionante rótulo de «Zum Kater Hiddigeigei» (Al gato Hiddigeigei). Más que un café al estilo vienés era una taberna de pueblo, donde lo mismo podían leerse los periódicos que comprar cualquier cosa.

Lucia Morgano, propietaria del café, había salvado de la cárcel y de la vergüenza al pintor Christian Allers. A finales del siglo XIX, este artista excéntrico se retiró a Capri, donde construyó una Villa en las pendientes de la colina de Tuoro. Había sido el retratista de Bismarck, que le pagó siempre generosamente sus encargos y le recompensó con buenos regalos, especialmente valiosos bastones de ébano, plata y marfil. Pero Allers tenía un motivo para aislarse, ya que sus tendencias homosexuales causaban entonces escándalo en todas partes. Siempre andaba acompañado de un jovencito de Marina Grande, llamado Albertino Mezarecchia (en Capri todo el mundo tiene su mote) que le servía de modelo y de camarero.

Allers vivió como Tiberio en Capri, decorando su casa con lujosos muebles, armaduras, alfombras persas y bellas lámparas de cristal de roca. Pero en 1902 la policía de Nápoles dio la orden de detenerlo y expulsarlo de la isla por «inmoralidad». Y pudo escapar, casi por milagro, gracias a que la propietaria del café Zum Kater Hiddigeigei le avisó a tiempo.

Allers huyó al Pacífico, estableciéndose en Samoa. Y, como había tenido que abandonar sus propiedades con tanta urgencia, alquiló la casa a una señora que había conocido en el tren de Nápoles a Roma. Y así, por uno de esos irónicos azares de la vida, la famosa villa donde Allers había adorado al amor rosa, se convirtió en residencia de esta dama puritana y tuberculosa, que se llamaba Lady Mackinder. La pobre mujer se dedicó a la caridad, intentando que la isla se convirtiese «en un núcleo estable de familias inglesas, acaudaladas y honestas, amantes del golf».

En Villa Federico, en las laderas de la montaña, vivieron las últimas horas de su amor amargo Alfred Douglas y Oscar Wilde. En 1897, algún tiempo después de haber salido de la cárcel de Reading, el poeta permaneció unas semanas en Capri, intentando reconciliarse con la luz. Pero ya era tarde y, sobre todo, demasiado tarde para el rencor de los burgueses que lo reconocían en todas partes, huyendo de su presencia. Fue aquí en Capri donde los huéspedes del Hotel Quisisana le exigieron al propietario que lo expulsara del comedor…

Un joven, llamado Jacques Fersen, asistió a esta horrible escena. Y no pudo olvidarla nunca. También él era un dandi, que había dedicado poemas a Venecia. Era alto y delgado, con una mirada extrañamente fría y lejana, como la de las estatuas. Y era descendiente de Hans Fersen, un noble sueco que, en 1774, se había enamorado de María Antonieta en un baile de máscaras.

Como su antepasado —el galán de la reina— Jacques Fersen no tuvo suerte en la vida. Su novia le abandonó, porque no quería verse envuelta en sus escándalos. Y, desde entonces, reaccionando justamente al revés de cómo había vivido su antepasado, odió a las mujeres y amó a los hombres. Se hizo construir en Capri un templo a la belleza, con, una inscripción en la puerta: AMORE ET DOLORI SACRUM. Y contrató sólo a cuadrillas de mujeres para que subieran los materiales a la colina.

Para hacerse perdonar de Venus, consagró a la diosa los mirtos de su jardín. Tenía un gusto exquisito para decorar su casa, con narcisos y camelias: las mismas flores que los poetas andalusíes comparaban con los muchachos melancólicos que les escanciaban los vinos. Y allí se dedicó a escribir versos y novelas que, a menudo, tenían un perfume wildeano.

Cuando los escándalos le obligaban a abandonar por un tiempo Villa Lysis, se embarcaba en su yate Orta (¡qué recuerdo para Nietzsche y Lou Salomé!) y se perdía en los mares. Pero volvía, al cabo de los meses, con nuevos trofeos para su casa: unas alfombras, unos espejos, unas sedas turcas, o una colección de pipas de opio que habían pertenecido a un antiguo emperador de Oriente. En Villa Lysis, hasta los criados servían borrachos. Y así murió su gobernanta, al precipitarse sobre la escollera desde el camino que atraviesa el jardín y donde se escucha el batir incesante de las olas. Y así murió también Fersen, entre los perfumes del opio y la sobredosis de cocaína, en la estancia rosa de Villa Lysis, delante de una botella de champán. Sus amigos lo enterraron con un sarong de seda que él mismo había traído de Oriente, después de maquillarle las mejillas con un poco de rosa, su color preferido.

—Entre los labios —me explicó Carmelina, un día en que conseguimos entrar en la casa, que entonces estaba abandonada y medio derruida— le pusieron el anillo de oro de un faraón, que se había traído de uno de sus viajes a Egipto.

Pierino y Carmela me abrieron las puertas de las villas más famosas de la isla: la Villa Behring, escondida en un muro de rocas y casas, donde habitó el premio nobel Emil von Behring, descubridor del suero antidiftérico; y la pequeña casita de Il Rosajo, donde Claude Debussy compuso sus Collines d’Anacapri.

En Villa La Certosella —convertida hoy día en albergo— vivió de incógnito, durante veinte años, un francés misterioso, que resultó ser Camille du Locle, el gran musicólogo y director de la Ópera Cómica de París. Verdi escribió para él Don Carlo y Aída. Pero, en la isla, nadie conocía su verdadera identidad. Era un personaje extraño, que puso de moda entre los veraneantes el tejido de lana que usaban los pescadores de Capri, con su capucha típica. Cuando el francés murió en 1903, la casa pasó a ser propiedad de Annie Webb, una americana riquísima que lo compraba todo; sólo por caridad, por agradar a los vendedores, por ayudar a los necesitados. Dicen que le pagó una fortuna a Norman Douglas por una horrible colección de sílex y pedruscos prehistóricos, cuando él estaba pasando una mala época.

En Villa Discopoli vivió Rainer Maria Rilke, aunque su temperamento introvertido no encontró nunca la paz en Capri. Y en Villa Il Fortino compuso Bizet las mejores arias de Carmen, inspirándose en las olas que todavía cantan habaneras y seguidillas estrellándose en las rocas, a los pies de la casa: «L’amour est un oiseau rebelle…».

Cada vez que vuelvo a Capri me detengo unos minutos a rezar (pensar es orar) delante de una lápida, a la entrada de Villa Mura. Porque en esta torre de piedra vivió una princesa infortunada, que no murió drogada, ni alcohólica, ni suicidada, ni arruinada por el vicio; sino mucho peor… Los verdugos de Hitler se la llevaron de Italia y la encerraron en Buchenwald. Allí acabó su vida Mafalda di Savoia, fallecida en un prostíbulo que los carceleros nazis habían convertido en enfermería. Murió el 28 de agosto de 1944 con el nombre falso de Emy von Weber. Dejaba dos hijos y un cuerpo manchado de sangre, que fue a parar a la fosa común 262 del cementerio de Weimar.

Algunas de estas casas estaban en mis tiempos casi en ruinas, pero eran más bellas así, convertidas en monumentos de lo efímero. Muchas conservaban espléndidos patios y terrazas, cerrados por cancelas de hierro que se negaban a contar lo que habían visto y oído; y, en las mejor cuidadas, quedaban todavía algunos muebles en las bellísimas estancias blancas, comunicadas entre sí con arcos de medio punto, donde uno podría haber colgado perfectamente el retrato de Dorian Gray, entre grandes columnatas romanas que todavía olían al perfume negro del opio y a los fantasmas del amor rosa.

No sé cómo tenía fuerzas para regresar los lunes por la mañana a Sorrento, con la resaca de mis delicias de Capri. Pero mi profesora de canto decidió expulsarme de la clase un día que me sorprendió fumando. No conseguí hacerle entender que Caruso, su ídolo, fumaba incluso antes de las representaciones. Caruso nunca tuvo voluntad para vencer este ridículo vicio. Cuando ya tenía más experiencia se metía en la cama, antes del estreno, para luchar contra la tentación del tabaco.

El vino no es enemigo de la garganta, como el tabaco. Pero Caruso no bebía sólo vino, sino que abusaba a veces de los alcoholes, como el whisky. Existe una grabación de Madame Butterfly, interpretada por Caruso y Geraldine Farrar, en la que se escucha, en vez de «Sí, per la vita», algo así como «Sí, per il whisky». Es una broma que le gastó la famosa soprano al tenor que, a su parecer, llegó al estudio con demasiado alcohol en el cuerpo. La verdad es que las relaciones entre Caruso y la Farrar nunca fueron muy cordiales. En algunas interpretaciones de Carmen ella había llegado a abofetearlo violentamente. La Farrar era una diva, llena de tics y de caprichos, tantos que el propio Puccini la había juzgado una Butteffly insoportable.

Mi estancia en Sorrento acabó de forma tormentosa, el día en que decidí poner fin a mis clases de canto. Me acordé de Caruso y de una de sus discípulas que le dijo:

—Me voy de viaje el mes que viene y necesito recibir veinticinco clases de canto antes de irme.

—Imposible —le respondió Caruso.

—¿Imposible? —insistió ella—. Podemos dar dos clases diarias.

—En ese caso —sonrió Caruso—, será mejor darlas todas el mismo día.

Mi profesora me dio también en una sola tarde todas las clases de canto que me debía. Creo que era ya medianoche cuando me fui de su casa, cantando como un loco por los acantilados desiertos en los que sólo se oía el rumor de las olas, a la Prima Gioventù y a los irrepetibles amores de Na sera e’ Maggio. Pero, cada vez que vuelvo a Sorrento, me acerco a las viejas villas de mi juventud y me siento en un café a pensar cuánto dinero necesito para quedarme a vivir allí para toda mi vida. A esta altura de mis sesenta años, cuando soy pesimista, me salen las cuentas…