Solo de guitarra

SOLEÁ DE LOLA, Y UN INGLÉS

Dicen que cuando las gitanas mueren, los gitanos se rasgan la camisa. No conozco muy bien las costumbres de los gitanos, porque yo —como don Jorgito Brown— pertenezco a la raza pálida de los «ingleses».

Conocí a Lola, hace ya cuarenta años, una tarde caliente y brava de septiembre, en Jerez. Ella era ya la emperadora. Yo era, solamente, el «duque de Kent». Los amigos me llamaban así, de broma, desde que tuve que asistir como «representación» de la duquesa de Kent a los funerales de la Infanta Beatriz.

Lola estaba sentada en la cafetería del Hotel Los Cisnes, solitaria, sola, envuelta en sombras gitanas, en lunas de amor y venganza, en coplas de soleá. Por la calle pregonaban: ¡vasos finos de cristal! Sola, solitaria, Lola. Soleá…

Tenía los ojos negros, rapaces, profundos, inflamables; heridos por lunas antiguas, guardados por esclavas negras, alcoholados por sombras de olivo; ojos gitanos, estremecedores, de mirada insistente y lenta, de carromato y plaza, de camino y horca, de nardo y río; ojos brillantes, encendidos por remolinos y fuegos de pasión y de tormenta.

La llamaban faraona. Pero tenía más de Aída que de Amneris; más de princesa nubia que de faraona, más de esclava rebelde que de señora, más de amante que de novia… Nadie como ella para bailarle al cante jondo, para levantarse las faldas delante del pecado, para abrirle los labios al romero amargo… Se abandonaba a la llama, se dejaba morder por el fuego… y se entregaba, así, a la pluma blanca que le iba tatuando el vientre, a la tarántula negra que se le iba comiendo los pechos…

Vestía de azul turquesa, como el romance del mar en calma; porque, cuando no bailaba ni gesticulaba, tenía presencia, majestad, silencio. Quizás era su lado mestizo, de andaluza y gitana, de romana y mora; pero tenía un segundo de estatua, un instante fugaz de esclava robada en tronos antiguos.

Aquella tarde de vendimia y sangre de toro nos acompañaban, en el Hotel Los Cisnes, viejos amigos ya desaparecidos: Antonio Bienvenida, Antonio Díaz Cañabate, Pepe Jiménez Muro, y algunos taurinos cuyo nombre no recuerdo. Nos sentamos, naturalmente, con Lola Flores. Antonio Díaz Cañabate tenía la tarde inspirada y castiza, y evocaba la figura de Rafael El Gallo, aquel faraón del toreo, supersticioso y gitano que vivía aterrorizado con el temor de que, en una esquina, se le apareciese «la Pastora». «Hoy no toreo», decía temblando. Y los amigos intentaban convencerle de que saliese al ruedo. Pero él insistía: «que no, que no toreo, coño, que en ese tendido están la Pastora y los dos curas que me casaron».

Lola tenía también algo de Rafael El Gallo, quizá su voz grave y gitana. A lo mejor por eso le gustaba tanto a los maricas, porque era tan hembra, tan española, que se iba convirtiendo en Cid Campeador, igual que los sarasas se convertían en Isabel la Católica. Llevaba en la carne las marcas de muchas culturas viejas —judía, árabe, gitana, española— que habían convertido a las mujeres en fieras.

Los taurinos discutían sobre la inconveniencia de vestir de luces a una mujer. Los jazmines olían en la noche jerezana. Y, en aquel momento, me sentí Lord Byron:

—Tú, Lola, vas siempre vestida de luces…

Sus ojos brillaron, se levantó, me cogió del brazo y dijo, retando a todo el mundo:

—¡Mirá que cossa más bonita m’a discho el inglé…!

Los gitanos siempre me han llamado «inglés», porque en Jerez sólo hay tres clases aparte: los señoritos, los gitanos y los ingleses… Cuando uno tiene los ojos claros, aunque hayan llorado también con los gitanos, uno es inglés.

Entre los surtidores del patio, Lola y yo escribimos aquella tarde nuestro romance jerezano de la gitana y el inglés. Yo tenía la noche literaria de mis veinte años, y me inventé un barrio de Santa Cruz para sus ojos de Aída, para su collar de paloma, para su vientre de mora, para sus manos de niña, para sus penas gitanas, para su talle de zambra y limón y jazmín.

Veinte años más tarde volví a encontrarla en un Casino, en la mesa de la ruleta francesa. Nuestras manos se rozaron un instante sobre el número 36. Número rojo. Ella me miró fijamente. Los carbones de sus ojos se encendieron con un fuego antiguo. Quizá no me reconoció, mientras los números locos rodaban en la noche. Salieron tres veces los números negros. Y me alejé, sin decirle nada, porque no merecía la pena borrar el recuerdo de Los Cisnes con una noche de números negros.

El Hotel Los Cisnes ya no existe. Pero yo guardaba una de sus plumas blancas. Y ahora que Lola se ha ido en el esperpento de la muerte folclórica, entre flores de duques y versos de toreros, entre lágrimas amigas, camisas viejas, camisas rotas, crespones negros y tremuloso alboroto de plumas… no sería justo que yo me guardase esta rosa de despedida: esta «soleá», tímida, ingenua, desangelada y torpe, de un inglés.