Un palacio alquilado en Roma

PRIMAVERA EN PIAZZA NAVONA

Hace muchos años, un amigo romano me alquiló una casa en Piazza Navona. No era un piso, sino un palacio en ruinas que había pertenecido a un cardenal. Como no tenía apenas muebles para llenar aquel inmenso museo, me gasté todo mi dinero en una cama palaciega, con un baldaquino de tules y sedas, y lo instalé en mitad de la antigua biblioteca cardenalicia. Ahora me daría miedo dormir en esa postura blasfema, profanando la oscura historia de un palacio que reunía en su interior restos de estatuas romanas, algunas encastradas en las columnas de mi dormitorio; antiguos mármoles renacentistas, cubiertos de cal y de polvo; viejos altares donde yo había colocado un hornillo para cocinar mis macarrones y mi risotto. Pero Roma es así. No tenía ducha, pero podía bañarme en una bañera portátil, en mitad de una terraza que se asomaba sobre la Piazza Navona.

A la Piazza Navona se llega atravesando el corazón de Roma, por un laberinto de calles estrechas que tienen el color especial de las casas romanas: ese tono dorado que es como el reflejo del sol poniente y que cambia sutilmente del rosa al azafrán, del ocre al amarillo. Si dais primero un paseo por el Campo dei Fiori, os sumergiréis en la Roma medieval, en sus misteriosas callejas, ahumadas por las hogueras de la Inquisición papal; en los melancólicos guetos; en las animadas plazas donde todavía se montan alegres y ruidosos mercados y baratillos. En estos patios, convertidos en obras de arte por el pincel de la humedad y los mohos de la historia, trabajan todavía los ebanistas. El vuelo de la ropa tendida, se mezcla con el rumor laborioso de los artesanos, el grito de los niños, la música de radio que se oye en cada ventana. En el mercado matutino del Campo dei Fiori se venden las mejores verduras de Roma (brócoli, lechugas, espinacas y todos los ingredientes para preparar una deliciosa sopa minestrone). Pero al acercaros a Piazza Navona, sentiréis un cambio trascendental; una luz diferente, más serena; una arquitectura distinta, inspirada en la elegancia renacentista y la gracia barroca; un estilo de vida más burgués. Los amantes de Puccini pueden visitar la iglesia de Sant’Andrea della Valle, donde comienza el primer acto de Tosca. A diferencia de Via Condotti, este barrio es más tranquilo, más conservador, menos esnob; pero hay buenas tiendas de antigüedades y algunos de los comercios más clásicos y castizos.

Los majestuosos palacios y las monumentales iglesias que rodean la Piazza Navona forman un impresionante recinto que conserva la forma del inmenso estadio de Domiciano.

Tres fuentes adornan la espina central del antiguo estadio romano, donde hace casi dos mil años se reunían treinta mil personas para ver competiciones y carreras. La fuente de Bernini que preside la plaza es, junto con la Fontana de Trevi, la más bella de Roma. Lleva en su centro un obelisco, rodeado por estatuas que simbolizan los grandes ríos del mundo: el Ganges barbudo, el gigantesco Danubio, el río de la Plata con el brazo en alto y el misterioso Nilo, que lleva un velo para representar su nacimiento ignoto. Hasta el siglo pasado, existía la costumbre de inundar la plaza en verano, con el agua de las fuentes. Pero la Piazza Navona tiene también su hora clave, en Navidades, cuando se celebra la Fiesta de la Befana y se montan los puestos que venden figurillas de barro para los belenes.

Si buscáis un lugar ideal para una cita, no olvidéis la Piazza Navona: a la hora del crepúsculo, cuando el sol se pone por detrás de la esplendorosa cúpula que dibujó Borromini para la iglesia de Santa Agnés; justo cuando las palomas vuelan sobre los patios calientes, derramándose desde los tejados ardientes como pétalos de flores: la locura del barroco, el delirio de las formas que vuelan, la escultura a punto de convertirse en música.

EN CASA DE UNA AMIGA DE WAGNER

Desde la Piazza Navona me gustaba recorrer aquella Roma romántica, adorada por Stendhal; cantada por Shelley y por Keats; venerada por Ingres y Goethe; tan amada por Liszt y por Chateaubriand. Fue en Roma donde Polina Súslova abandonó a Dostoievski. Hacía ya tiempo que no dejaba que él la acariciase. Pero él se conformaba con verla desnuda. Era como las fuentes de Roma.

En Via della Polveriera 6, cerca del Coliseo, vivió Malwida von Meysenbug. Desde el salón, decorado con estatuas clásicas, se divisaba un soberbio panorama sobre la Roma imperial. Y en aquella casa se tejió el triángulo amoroso entre Paul Rée, Friedrich Nietzsche y Lou Salomé.

Malwida había vivido con los Wagner, con Nietzsche y con Paul Rée en Sorrento. Pero acabó instalándose en Roma, «la única ciudad que, por ser un poema vivo, podía saciar los apetitos estéticos de su espíritu». Estaba dotada de innumerables virtudes: era inteligente, sabía descubrir el aliento literario en una buena página, tenía una bella voz y ella misma se acompañaba al piano. Apreciaba mucho a Wagner y, junto al busto del maestro, había siempre en su casa un florero de plata con anémonas.

Yo había leído, en mis días de Sorrento, El atardecer vital de una idealista y por eso seguí las huellas de Malwida von Meysenbug. Me pareció siempre una mujer extraordinaria, porque creo que no hay virtud más bella que la tolerancia, en todos los seres humanos, pero especialmente en una señora de cabellos grises. Nietzsche la admiraba porque compartían, además, los padecimientos de salud —el oído, los ojos, los dolores de cabeza— y le escribía tiernas cartas de ánimo, que ella respondía enviándole flores de San Remo.

Malwida fue como una madre para Olga Herzen —la hija más pequeña del profeta comunista de los naródnik— y fue el paño de lágrimas de muchos revolucionarios y exiliados románticos. Fue también la amiga fiel que socorrió a Alexander von Warsberg en sus últimos momentos en Venecia, cuando este romántico personaje desapareció en la primavera de la laguna, contándole sólo a ella sus innumerables aventuras en países lejanos, sus secretos, sus amores y sus recuerdos de Corfú y de la emperatriz Sissi.

La ternura de Malwida llegaba hasta el extremo que, cuando Nietzsche se quejaba de sus dolores de cabeza, ella misma le preparaba baños de pies con ceniza y sal. Había sido, además, testigo importante de la disputa entre Nietzsche y Wagner, porque asistió al último encuentro de los dos amigos. Fue una tarde de otoño de 1876, mientras paseaban por los jardines del Hotel Victoria en Sorrento. Wagner hablaba sobre una nueva ópera que pensaba dedicar a la figura de Parsifal. Y, con aquella apasionada manera de expresarse que le caracterizaba, comentó que se sentía entregado en cuerpo y alma al sentimiento cristiano de su nueva música. Fue entonces cuando Nietzsche, que escuchaba en silencio, se disculpó, le dio la espalda y desapareció en la oscuridad. «No soporto la ambigüedad —escribiría, años más tarde, explicando este final amargo de una bella amistad—. Y desde que Wagner se trasladó a Alemania comenzó a mostrarse condescendiente con cosas que desprecio, hasta con el atisemitismo…»

Malwida fue como una madre adoptiva para otro amigo de Nietzsche: el joven Paul Rée. Él era quien elegía las lecturas y leía en voz alta en las reuniones de Sorrento y de Roma, ya que los ojos de Nietzsche se cansaban enseguida. Pero juntos comentaban las lecciones de Burckhardt sobre cultura griega, y leían a Heródoto y Tucídides. Nietzsche permanecía echado, lejos de la luz, en una tumbona. Y cenaban sólo naranjas.

Malwida sentía una debilidad maternal por Paul Rée, al que llamaba Paolo, en italiano. Y era la única que se esforzaba en comprender su humor amargo, sus continuos cambios de ánimo, su amor frustrado por Lou Salomé. A él le gustaba hablar y escribir en cortos aforismos, estilo que Nietzsche aprendería también. El joven Rée tenía un sentido del humor muy especial, que he encontrado también en otros judíos: una filosofía dolorida, a veces irreverente en apariencia, capaz de llegar hasta la caricatura propia y la autodestrucción. Seguramente es la única respuesta posible para un pueblo que soporta, desde la antigüedad más remota, las llamadas de Dios.

Por eso Rée comenzó como discípulo pesimista de Schopenhauer, escribió algunos libros como filósofo del ateísmo, y acabó como médico de los pobres. Cuando se despeñó en La Engadina, en 1901, los campesinos del lugar no podían comprender que aquel «apóstol de la caridad», que los curaba sin pedir nada a cambio, hubiese predicado el ateísmo.

Malwida tampoco comprendía bien las costumbres de la joven Lou, porque pensaba que una muchacha debía cuidar su reputación. Pero las tertulias en su casa acababan de madrugada y, por eso, Lou regresaba tan tarde a su pensión, acompañada por sus amigos. A veces Nietzsche les hacía escuchar la Canción de la noche. Y a veces Rée se quedaba pensativo al ver pasar un borracho, solo y vestido de etiqueta —como si fuese persiguiendo a manotazos las mariposas negras de su viejo frac— o al ver dos enamorados que se besaban en un banco, como dos estatuas caídas de una fuente y rotas en los pedazos que sólo sabe hacer el amor.

SPLEEN EN ROMA

Malwida von Meysenbug murió en Roma el 26 de abril de 1903. Y la enterraron en el cementerio protestante que hay junto a la pirámide de Cestio, en el mismo lugar donde se encuentra la tumba de August, el hijo de Goethe.

A veces me acercaba hasta Villa Pamphili para recordar a María Malibrán. Porque había encontrado el sitio exacto, junto a la fuente, donde esta genial española cantó la más maravillosa Casta Diva de su esplendorosa carrera. Hacía días que no cantaba y permanecía encerrada en Villa Medici, entreteniéndose con sus labores de encaje. Cuando le fallaba la voz —circunstancia que le ocurría a menudo porque no elegía nunca sus repertorios—, se refugiaba en el juego de los bolillos. Pero un día de octubre de 1832 salió con sus amigos a pasear y, al sentir la canción de las fuentes de Roma, se sintió arrebatada por una fuerza mágica. Los pinos, agitados por la brisa, sonaban como una lejana orquesta de cuerda. Y ella colocó su cabeza debajo de los surtidores, hasta que se le empaparon los cabellos y se le llenaron la frente y los hombros de perlas. Parecía una vestal abandonada a sus deseos. Y en ese momento, los amigos que la acompañaban vieron cómo su rostro se transformaba, mientras elevaba al inflamado crepúsculo romano la plegaria de la Casta Diva que, en el color apasionado y moreno de su voz, parecía un lamento voluptuoso y despertaba un escalofrío de escándalo.

Los ingleses venían a Roma a morirse de spleen. John Keats se sentaba en el Caffe Greco, reclinando sobre la pared su cabeza pequeña, enmarcada por una alborotada y rizada cabellera pelirroja. Tenía una conversación incoherente, pero se transformaba cuando se dejaba llevar por sus delirios. Vivía en la Piazza di Spagna, en una casina rosa que aún se conserva. Muy pronto su tuberculosis le confinó en la cama, sin otra vista que el techo pintado de rosetones blancos y dorados, sobre un fondo azul pálido; como un cielo de primavera romano. Desde su pequeña habitación, se oye el murmullo de la fuente de la Barcaccia, esculpida por el padre de Bernini. Es una de las fuentes más sencillas y evocadoras de Roma: una simple taza de mármol con una barcaza de la que parece brotar la plaza entera, como Venus saliendo de su concha.

En el invierno de 1821, el romántico Keats fue enterrado en el cementerio protestante de Roma bajo un epitafio que dice: Here lies one whose name was writ in water (Aquí yace aquel cuyo nombre fue escrito en el agua). Y todavía crecen las violetas, las rosas, las margaritas y las anémonas entre estas tumbas. No hay cruces, porque fueron prohibidas. Pero, al final del verano, también los granados —el árbol del recuerdo— se llenan de frutas.

Shelley, su compañero en Roma, fue el único que llegó más lejos: se compró un barco, al que bautizó Ariel, y escribió su nombre en el agua, ahogándose en el golfo de La Spezia. El mar devolvió los restos del naufragio: el cadáver de un inglés rubio, que Byron incineró en las playas de Viareggio, con unos poemas en el bolsillo. Pero sus amigos le pusieron una lápida en el cementerio protestante de Roma, junto a las murallas Aurelianas. En el mármol se lee COR CORDIUM y unos versos del canto de Ariel de La tempestad de Shakespeare.