Los retratos de la casa de mi abuelo

CALDERÓN DE LA BARCA

No sabría explicar mi afición por algunos genios barrocos del Siglo de Oro español, sin retroceder a los recuerdos de mi adolescencia. En la colección de pinturas de mi abuelo había un fascinante retrato de Isabel de Francia, la primera mujer de Felipe IV, que me atraía por su extraordinaria belleza. Debía tener la reina menos de veinte años, cuando Velázquez la retrató en elegante apostura, recreándose en sus mejillas y en sus labios enrojecidos por los primeros deseos de la juventud.

Esta muchacha francesa, que vino a malograrse en la corte de Felipe IV, era para mí la imagen más poética y delicada del Siglo de Oro español. En el oriente acerado de sus perlas yo veía reflejarse todas aquellas luminarias que resplandecían en el mundo mágico de nuestro siglo XVII: Cervantes, Lope de Vega, Góngora, Mateo Alemán, Juan Ruiz de Alarcón, Tirso de Molina, Mira de Amescua, Moreto, Vélez de Guevara, Gracián, Quevedo, Calderón…

En torno a aquella reina se movían los más extravagantes personajes, cuyos retratos conocemos gracias al pincel de Velázquez: un rey atormentado que había creado una corte frívola; el gordo Olivares que parecía un picador de toros; la delirante monja de Ágreda que tenía más poder que un confesor real y cuya sola lectura le producía ataques de hemorroides a Casanova; aquel infante Baltasar Carlos que fue, hasta su prematura muerte, la esperanza del reino; los bufones, los pícaros, las meninas, los monstruos más teatrales que un genio barroco pueda soñar… Isabel murió joven y vivió solamente los años más alegres y divertidos del reinado de Felipe IV Entre su retrato y la amarga figura monjil de la reina Mariana —vestida, ya en su vejez, de negro— transcurre el esplendor y la decadencia de nuestro Siglo de Oro.

La propia vida de Calderón discurre entre estos extremos de luces y sombras, en contrastes e hipérboles característicos del barroco: una juventud rebelde y anárquica, de escándalos y burlas —aventurero irreverente, padre de un hijo natural, soldado en las guerras de Cataluña y Flandes— que culmina en una madurez serena, sacerdotal y solitaria. Y esa misma trayectoria vital se expresa en su teatro, comenzando por los dramas románticos de su juventud (El purgatorio de San Patricio, Las tres justicias en una) que escandalizaron a los censores; hasta arribar a las comedias (La dama duende, Casa con dos puertas mala es de guardar), los autos sacramentales y las obras senequistas y teológicas de su madurez (El gran teatro del mundo, La vida es sueño), no exentas de pesimismo.

EL ESPAÑOL DE LA CONTRARREFORMA

Mi devoción por la reina Isabel y mi afición por el barroco me llevaron a aprender de memoria algunos versos de Calderón. Siendo estudiante en Suiza recuerdo que uno de mis viejos profesores de Literatura —severo protestante— me invitaba a menudo a recitar algún monólogo de La vida es sueño, fingiendo que escuchaba con aparente deleite. Pero luego me interrumpía, señalándome despectivamente con el dedo y diciendo: «Wiesenthal, fanatisch, Papist, für heute genug» (Por hoy basta, Wiesenthal, fanático, papista).

Voltaire, fino espíritu neoclásico, repudiaría el genio barroco de Calderón, declarando sus preferencias por el teatro académico francés. Cuando visito la casa de Voltaire en Ginebra, pienso que Calderón tampoco se hubiese encontrado a gusto en estos ambientes. Y hubiese profanado el clasicismo volteriano con la magnífica y barroca decoración de la casa que tuvo en la calle Mayor de Madrid, auténtico museo repleto de pinturas, relicarios y estatuas religiosas; colección tan notable que, a la muerte de nuestro autor dramático, se encargó de tasarlas el gran pintor barroco Claudio Coello.

No le fue fácil conquistar a la crítica literaria europea a un autor jesuítico y tridentino como Pedro Calderón de la Barca. Carece de la fuerza pasional de Shakespeare. Su genio no tiene tampoco la gracia seductora de Lope, pero es más profundo, más reflexivo, más sistemático y retórico, más cultivado, más manierista, más barrocamente español. Pocos dramaturgos han dominado como él los recursos teatrales, sabiendo aprovechar todas las técnicas escenográficas que ofrecía el barroco. En cierta manera tiene también algo del genio ibérico de Valdés Leal.

Algunos personajes de Calderón de la Barca encontrarán una ferviente acogida en la Europa romántica. Friedrich Schlegel lo pone de moda en Alemania. Shelley le admira en Inglaterra. Su huella la encontramos en Goethe y hasta en Nietzsche. El joven Grillparzer lo incorpora a las grandes creaciones escenográficas del Teatro Municipal de Viena, siguiéndolo incluso en su Der Traum, ein Leben. Sin olvidar a Hofmannsthal, el más perfecto poeta vienés, que escribe una réplica de Der Grosse Weltheater en 1922.

A través de Calderón llega a Europa la imagen de un español piadoso y severo, justiciero y discreto, trascendente y tridentino. Quizás el español sea el último superviviente de la Europa del Medioevo y del Renacimiento. Y como proclaman los versos del Alcalde de Zalamea: «Al rey la hacienda y la vida se han de dar; pero el honor es patrimonio del alma, y el alma sólo es de Dios».

El teatro clásico español está lleno de pleitos de honor: «Los casos de honra son los mejores —advierte Lope de Vega— porque mueven con fuerza a mucha gente».

En olor de una sentencia justa se desencadena toda la trama de El mejor alcalde el rey, de Fuenteovejuna, de Peribáñez, de El alcalde de Zalamea… Mientras los franceses dedican sus trovas al amour courtois, los españoles ya habían redactado en su romancero todo un tratado de derecho público donde la justicia «campa por sus fueros».

Y UNA BUENA MUERTE, SERENA Y SOSEGADA

No debe extrañarnos que el gran tema filosófico de la España del Siglo de Oro sea, precisamente, dilucidar las diferencias que separan la realidad de la quimera.

Mateo Alemán lamenta que la Verdad sea, en su tiempo, tan rara como los papagayos que guardaban en sus palacios las damas antiguas. Y el pobre Guzmán ve cómo el mundo se desmorona en sus fantasías: «Fueron castillos en la arena, fantásticas quimeras…».

Cuando Cervantes contrapone el prudente juicio de Sancho al de Don Quijote plantea el tema más espinoso de la vida española. También Lope de Vega ha plantado, junto al hidalgo idealista y quimérico, la sana simiente del lacayo rústico pero cuerdo. Y ha sido Calderón, al escribir La vida es sueño, quien ha llevado más lejos esta angustia hispánica por discernir entre la realidad y la quimera.

El espectáculo de la vida callejera está siempre presente en el arte de nuestro Siglo de Oro: desde la Vieja friendo huevos de Velázquez hasta El alcalde de Zalamea. Quizá la maestría escénica de nuestro barroco se origina ya espontáneamente en el teatro de la corte de Felipe IV. Vestido con el hábito de Santiago, inventa Calderón sus aparatosas escenografías, con naves gigantes que surcan las aguas del Buen Retiro, con los decorados barrocos que reproducen alegorías y altares, tan cargados que a veces se derrumban bajo el viento, produciendo alarma y accidentes.

Pero —soberbio claroscuro— en ese marco barroco y dorado se mueven los personajes austeros y zurbaranescos que caracterizan a la galería psicológica hispánica: el solitario Cipriano que vive en la naturaleza, sin más compañía que sus libros; el pesimista don César; o el orgulloso Crisanto (»Yo, reino y rey de mí mesmo, habito solo conmigo, conmigo solo contento»).

El sosiego —ideal de la vida calderoniana— se manifiesta también en el trance decisivo de la muerte. Por eso el español admira, tanto como una vida honrada, una buena muerte. A la imagen del Cristo Crucificado se la llama, en muchas parroquias españolas, «de la buena muerte».

Quevedo rememora en su Epístola al Conde Duque: «aquella libertad esclarecida, que donde supo hallar honrada muerte, nunca quiso tener más larga vida».

El mismo rito fúnebre y dionisíaco se reproduce en la fiesta de los toros: el espectáculo más popular de la corte de Felipe IV. No es extraño que Velázquez haya retratado al Conde Duque cabalgando una jaca blanca en un gesto altivo de picador. El valido real era un buen alanceador de toros, como lo reconocen los textos de la época.

Los grandes dramaturgos, como los validos y los grandes toreros, tenían que ganarse al público por la altivez de sus gestas. Así, por ejemplo, Cervantes se presenta en público como «manco de Lepanto». Y Calderón exhibe una cumplida hoja de servicio como soldado en las guerras de Cataluña y de Flandes.

Pero al final, después de la psicagogia —la faena heroica y brillante, desafiando a la muerte—, llega el momento del sereno traspaso. Con este ánimo se conduce también Calderón en el trance lúcido de su muerte. Cinco días antes de morir redacta testamento en su «entero y cabal juicio», mandando se le vista el sayal de san Francisco, el escapulario del Carmen y la correa de san Agustín; y ordenando que se le entierre de caridad, transportando su cadáver descubierto por las calles, «por si mereciese satisfacer en parte las públicas vanidades de mi mal gastada vida con públicos desengaños de mi muerte». El escenario parece de Valdés Leal, pero la obra es de Calderón. Y así firma y así cumple, muriendo el 25 de mayo de 1681, día de Pentescostés: mágica festividad barroca de las lenguas de fuego.