Los libros, como fetiches
RECUERDOS DE UN BIBLIÓFILO
Mi padre, que era un filósofo irónico, solía decirnos: «Ciertos libros, hijos míos, nos enseñan a hacer literatura con el sexo; pero con el sexo, si no vigiláis mucho, lo único que acabaréis haciendo es una familia».
Estos propósitos morales me quitaron las ganas de dedicarme a los libros, hasta que decidí escapar de casa y conocer el mundo. Un viejo antillano, borracho de ron y de sol, me lo explicó en otras palabras: «Un buen escritor, muchacho, no es el que da saludables recetas, sino el que provoca dolores de cabeza».
Adoro las bibliotecas y los ateneos, porque me han prestado abrigo y calor en los días más crudos y gatunos de la bohemia de invierno. Huyendo de las mañanas frías de París he pasado en mi juventud muchas horas en la Biblioteca Nacional, hojeando libros curiosos; a veces extravagantes, a menudo disparatados o divertidos.
Ortega y Gasset había conocido en Alemania a un erudito que tenía una curiosa costumbre: anotar en un cuaderno las ideas que le sugerían los títulos de los libros que no había leído. Yo he conocido todo tipo de coleccionistas extravagantes, desde una familia americana de Morristown que me enseñó la piedra con la que David mató a Goliat, hasta un loco que coleccionaba polvo de lugares ilustres y una señorita que grababa en un magnetófono sus suspiros de amor.
Famoso entre los bibliófilos fue Hase, un personaje del siglo XIX, que amaba tanto sus libros que mantenía siempre la calefacción encendida, para evitar la humedad; hasta el extremo de que tenía que trabajar siempre completamente desnudo.
Yo he tenido otra manía: refugiarme en las bibliotecas, hacerme amigo de las bibliotecarias y perseguir libros extraños, que elegía por sus títulos. ¿Cómo resistirse, por ejemplo, al ingenio de Pierquin de Gembloux? A este polígrafo belga, nacido en 1798, debemos títulos que no deberían faltar en casa de ningún bibliófilo: Semiótica de los envenenamientos, Memoria sobre las desviaciones congénitas del recto, Disertación sobre los Kuba de los Bituriges-Kubi, Reflexiones sobre la embriaguez náutica, Carta sobre la Y griega, Atila defendido frente a los iconoclastas y la Historia del baile de la guimbarda…
A los jóvenes que creen que Aristóteles es un aburrimiento, porque les han obligado a estudiar la Política o la Ética, yo les daría a leer la Historia de los Animales donde el sabio explica cómo se hace un arco con la verga de un camello, o que las perdices sacan la lengua cuando hacen el amor. Leyendo a Diógenes, los jóvenes se darían cuenta de que la moda povera de nuestros días —las barbas crecidas, los pantalones desentallados, los sacos de vagabundo, los agujeros que Alcibíades cortaba en su manto («ya veo por los rotos de tu vestido que buscas la vanagloria», le diría Sócrates), los tejidos primitivos, la ropa llevada con desencanto— es exactamente el regreso de Diógenes: la profanación de Pitágoras, de Dior y de Coco. Los cínicos vestían así, con un tribonium de tela oscura y grosera, para diferenciarse de los pitagóricos que iban de blanco, creían en la pureza y nunca se habrían puesto una gorra de béisbol con la visera en la nuca. Si la gente supiese que la Estética de Hegel, habla del vestido quizá la leería en la espera de la peluquería. «El cabello es de naturaleza vegetal, más que animal, y es más una prueba de debilidad orgánica que de fuerza». Yo reeditaría ese libro con un título moderno: Pasarela Hegel, Rapados y tatuados como el rey de la jungla, o, en presentación romántica, New Cotillon Favors for the Season. Si pudiese encontrarme de nuevo con Coco, le propondría este desfile, con aretinas y preciosas, pitagóricos y cínicos —acompañados, naturalmente, por sus caniches—, nominalistas vestidos con plumas de gallo, idealistas con aura, sin olvidar nunca mis preferidos: los filósofos vagabundos de Cioran. Es una pena que muchos libros no atraigan ya a los lectores porque no tienen títulos que expliquen verdaderamente su contenido. Editados en fragmentos, para uso de antiguos moralistas, nos suenan a lecciones. Y por eso uno se sorprende al encontrar en un Florilegio de Diógenes —¡vaya título repelente y didáctico!— unos audaces comentarios sobre el «pescado masturbador», que se alivia arrastrándose contra las rocas, a diferencia de los seres reprimidos que persiguen a sus semejantes y no precisamente para amar sino para descargarse.
Creo que los títulos forman parte fundamental de los libros, y me parece que Henry Miller tenía mucha razón cuando dijo que «hay libros que uno nunca leerá, por culpa de su título». Adoro a Montaigne, porque me parece que tiene nombre de vino. Y tuve que vencer muchos prejuicios para leer al gran Racine, porque me parecía una variedad de escarola o de coliflor. Me fascina el apellido Cervantes, que es como un temblor místico, como la mirada asustada de un cervatillo sediento en una tierra seca. Y me horroriza Catón, porque me parece que me van a castigar a leerlo. Por algo un buen lector es siempre un maníaco de las palabras y, quizá, los escritores deberíamos utilizar un seudónimo, confiando nuestra suerte a un nombre literario y oculto.
Los libros deben regalarse, porque tienen más valor cuando llegan a nuestras manos por vía de caridad. Frente al best seller, que es un concepto inexpresivo y comercial, yo añadiría la lista de los más regalados. Y me acuerdo de Henry Miller, en sus peores años de bohemia en París, cuando le decía a su amiga June: «busca una Biblia, pero no vayas a comprarla». Por eso Dostoievski guardó siempre el Nuevo Testamento que le habían regalado unas mujeres caritativas, cuando iba camino de la prisión en Siberia. Era un libro tan mágico, que llevaba incluso la fecha de su muerte, cifrada en un texto de San Mateo.
Muchos de los mejores libros de mi vida los tuve prestados o regalados. A veces me iba a la biblioteca y copiaba a mano las obras que no podía comprarme, o las que estaban prohibidas, como el Jardín de los Frailes de Manuel Azaña. Y, un día, cuando no tenía dinero, me fui a una librería del bulevar Saint Michel y robé un libro. Quería regalárselo a una amiga que me esperaba bajo la lluvia, sabiendo que yo nunca podría invitarla a comer. Podría haber robado unas manzanas, o una excitante fruta colorada en una tienda de lujo, pero me pareció que regalarle un libro era como llevarle champán y caviar. Fue un festín romántico y nos amamos hasta la extenuación, pensando que la vida era bella, porque entonces ella se creía mis historias y yo pensaba que los libros eran un alimento erótico, como las trufas del bosque. El murmullo del amor está lleno de palabras entrecortadas. Y, en la hora agradecida de la lasitud, los cuerpos se desperezan en las sábanas, con un rumor de hojas de libro. Entonces éramos jóvenes, pero nunca hemos dejado de amarnos, viendo cómo el viento se llevaba nuestras páginas. Porque también el viento hace justicia, cuando se lleva las hojas de nuestros libros para regalarlos.
Y luego hay el orden de los libros, tan diferente del de las hormigas. Mi amiga Adilé, que vivía como una sultana entre los libros de Topkapi, se divertía mucho cuando yo le explicaba cómo ordeno mis cosas, por afinidades de espíritu. Los libros pueden ir con los retratos, los iconos, los animales disecados, los cuadros, los perfumes, los mapas, los calendarios, y las más exóticas especias. Pero nunca con las salsas de tomate, a excepción de la Crítica de la Razón Dialéctica de Sartre, que la tengo siempre en el armario de las sopas y el catsup.
Dicen que Antonio Magliabecchi, el más famoso bibliófilo del Renacimiento, se sabía de memoria los catálogos de todas las bibliotecas. Sin haber salido nunca de Florencia le explicó un día a Cosme III en qué estantería de la biblioteca de Topkapi guardaba el Sultán un ejemplar rarísimo.
—En las librerías de viejo —oí decir a Baroja— se encuentran a veces cosas curiosas. Ya sabe usted, incunables…
Pensaba que iba a hablar de alguno de los tesoros que reunió en su enorme caserón de Madrid, pero se quedó pensativo, antes de acabar la frase con un detalle elegante de amargo desdén:
—Yo encontré un día a don Manuel Azaña. Es la única vez que lo he visto.
En febrero de 1974, en medio de una soberbia tormenta, encontré una joya en la Biblioteca Nacional de Londres: Dissertation on the coins of Carausius. Esta obra magistral fue publicada por un tal John Kennedy que murió en 1760 después de haber dedicado toda su vida a las monedas de este desconocido emperador bretón del siglo III.
Otro genio de los títulos me parece Luigi Novarini, médico de Verona, que publicó en 1642 una Vida de Jesús en el vientre de su Madre. Sin olvidar a Ernest Ryer, erudito que escribió De la influencia de las colas de pescado en las ondulaciones del mar.
Entre los libros que me gustaría escribir —dedicándolos, naturalmente, a Eugenio d’Ors— figura Un servidor y los fósiles.
Persiguiendo siempre títulos sugestivos compré en una subasta Golf para gatos, obra maestra de Alan Coren que comienza con unas palabras magistrales: «Este libro trata de los tres temas más populares y que más a menudo pueden encontrarse en las mesitas de noche de los lectores ingleses: el golf, los gatos y el Tercer Reich».
No creo que sea ésta literatura frívola. La preferencia por ciertos deportes marca el carácter de un pueblo. Por ejemplo, los americanos adoran el fútbol, que les permite practicar las dos manías peores del alma yanqui: la violencia puntuada por un comité.
Mi buen amigo José María Pemán decía que en la España moderna se utilizó el estilo mudéjar para construir las dos cosas que nunca hicieron los árabes: urinarios y estaciones de ferrocarril. En Inglaterra, el reverendo W. Audry escribió unas páginas para demostrar que la iglesia anglicana y los ferrocarriles británicos abusaron del estilo gótico: «Ambos [Iglesia anglicana y ferrocarriles] alcanzan su apogeo en el siglo XIX; ambos hacen gran uso de la arquitectura gótica, que es tan costosa de mantener; ambos han sido criticados a menudo, y ambos están convencidos de que tienen los mejores medios para conducirnos a nuestro último destino».
Cuando el poeta Georges Rodenbach publicó su romántico y decadente ensayo sobre Brujas la Muerta, un periodista local se sintió ofendido y le respondió con un prosaico Brujas la Viva. Debía ser un entusiasta de la gimnasia. El título me pareció tan brutal y tan propio del periodismo integrista que lo busqué en todas las librerías del Sena.
«Sin las famosas librerías de viejo del Sena, que le acercan a uno las obras de todos los tiempos a la orilla de la vida, yo apenas habría podido encontrar algo importante». Así comentaba Rilke cómo, en su educación autodidacta y desordenada, había conseguido descubrir algunos libros que, luego, fueron decisivos en su vida.
Yo había descubierto Brujas la Muerta gracias a las referencias de Rilke, fino poeta elegíaco, porque el nombre de Georges Rodenbach estaba siempre en sus labios cuando habitaba en la colonia de artistas de Worpswede. Creo que era también uno de los libros preferidos de Clara Westhoff y de Paula Modersohn, la escultora morena y la pintora rubia, que eran las amigas de Rilke en aquellos tiempos.
Cuando voy a Brujas sigo hospedándome todavía en el Grand Hôtel du Sablon y me gusta sentarme en su romántico patio interior, iluminado por las luces brumosas de su vidriera modernista y por una atmósfera decadente que guarda muchos recuerdos de mis poetas: Rodenbach, Zweig, Mallarmé, Verhaeren y del pobre Verlaine. Pero, con los años, Rodenbach perdió también para mí su prestigio romántico, cuando un representante de cervezas que andaba por el hotel intentó hacerme un obsequio ofensivo: una gorra que llevaba escrito en la visera: «olvide las banalidades, y beba Rodenbach». Eso si que es un libelo para un poeta, peor que Brujas la Viva.
La muerte le ha sido más fiel a Verlaine, que conserva todavía una imagen literaria, alcohólica y maldita. Cuando llegó a Brujas, no pudo subir las escaleras del beffroi y se sentó a tomar un ajenjo en La Civière d’Or. Estaba ya al borde de sus fuerzas y le gustaba sólo «escuchar las campanas, con sus tonos aterciopelados».
Un buen bibliófilo es siempre un ser extraño. Conocí en Madrid un individuo que compraba en el rastro babuchas de moro para encuadernar sus libros con buena marroquinería. Y he conocido a un librero que valoraba el instinto de las polillas por la forma en que devoraban el papel y los surcos que dejaban en las letras.
Amar los libros es más fácil que amar a la familia. Quizá por eso decidí seguir la galaxia Gutenberg, el estéril camino del libro, aunque —de renunciar a los hijos— pienso que mi familia hubiese preferido que siguiera la vía de Xerox, que es la senda de la multiplicación.