Un loco surrealista en la Huasteca
LA CASA DE SIR EDWARD JAMES
Creo que fueron mis buenos amigos Jean Claude y Daphné du Barry los que me hablaron por primera vez de sir Edward James, un loco surrealista que vivía en la Huasteca mexicana y que había sido mecenas de Dalí.
A Jean Claude y a Daphné du Barry les gusta evocar el recuerdo de los iluminados. Y, después de vivir una juventud creativa y apasionante, buscaron el refugio místico del castillo de Saint Lary, en las tierras de Gascuña. Él sigue siendo un dandi elegante, divertido y refinado como el príncipe de Ligne y otros aventureros aristócratas del siglo XVIII, porque tiene fino humor, inteligencia clara y una cultura universal. A su mesa siempre se sienta un huésped ilustre o, simplemente, algún misterioso peregrino. Y, entre sus amigos, he conocido a Dalí, a Pierre Daninos, a Roger Peyrefitte, a Tony Curtis, y a tantos personajes hoy desaparecidos. Daphné tuvo siempre la espléndida belleza de su incansable alegría. Ella trabaja en su taller de escultora, entre enormes bloques de piedra que se van convirtiendo en fascinantes obras de arte: el Cristo de la catedral de Mónaco, la Nereida, el Bautismo de Clodoveo o la misteriosa Muerte de Atala que habría emocionado a Chateaubriand. Y él encuentra silencio para su oración de quietud en esta torre cuadrada que domina, desde el siglo XIII, una grandiosa perspectiva sobre tierras de pan y bosque. Porque el predio de Saint Lary, mermado por el desgaste de su larga historia, aún sirve de refugio a los ciervos del Cantar de los Cantares. Más que una fortaleza militar es un castillo místico, como la propia Gascuña; paridera de aventureros y de iluminados, de genios y de jesuitas. Los legendarios tesoros soterrados por los templarios se ocultan, como las duras cosechas de tannat y las viejas añadas de Armagnac, en las cavas de Saint Lary.
Al decir de los lugareños, este castillo conserva todavía algunos de sus fantasmas. Y Jean Claude du Barry afirma que, en las noches de luna nueva, se oye en el patio un ruido entrecortado y misterioso, como si alguien removiera la tierra en busca de un tesoro. Son los templarios que vuelven del infierno para contar sus monedas.
Pero la historia más curiosa de este castillo va unida a la memoria de Mozart. Porque Saint Lary fue, hasta hace pocos años, propiedad de la condesa de Colloredo, descendiente de aquel soberbio arzobispo ilustrado que contrató a los Mozart para el servicio de su capilla.
El príncipe Hyeronimus Colloredo, arzobispo de Salzburgo, pensaba que los Mozart eran una tropilla de virtuosos con pretensiones impropias de su clase: cisnes de media pluma que se exhibían en palacios y tabernas.
Colloredo, que debía su sinecura pastoral al poder de los Habsburgo, era un político nebulón, fervoroso defensor de las reformas sociales; pero, al referirse a los Mozart, compartía la opinión de la emperatriz María Teresa, que los llamaba «saltimbanquis». Hoy día, en su habitual estilo despótico, Colloredo les habría llamado «gitanos».
Cada vez que los Mozart solicitaban un permiso para salir de Salzburgo, el arzobispo maquinaba mil pretextos para denegárselo. Leopold y Wolfgang tuvieron que inventarse un lenguaje cifrado para que los sabuesos del príncipe no llegaran a enterarse jamás del contenido de sus cartas.
La última batalla entre Mozart y Colloredo tuvo lugar en la primavera de 1781, cuando el arzobispo insultó al músico, llamándole «pelagatos, piojoso y cretino» (Lumpen-Lausbub-Fexen). Desde esa fecha, Colloredo no volverá a hablar de Mozart ni a ocuparse de su carrera.
Hyeronimus Colloredo sobrevivió a Mozart y murió a los ochenta años, desposeído de sus feudos. Su historia, como la de Poncio Pilato, es la de un «usurpador de fama»: uno de esos hombres que entran en el árbol genealógico de la gloria adheridos, como los hongos de la podredumbre, a un fruto goloso y azucarado.
Los Colloredo, que habían sido cancilleres, ministros y príncipes, se dispersaron por el mundo. Y la última condesa de este linaje, Berthie von Colloredo-Mansfeld, se refugió en 1927 en las tierras añejas de Gascuña y vivió, hasta que consintió llevársela la muerte solitaria, en el castillo de Saint Lary.
Amazona intrépida y hembra frenética, cabalgaba por los senderos de montaña de su castillo para vivir aventuras que han dejado una leyenda entre los campesinos de Gascuña. Algunos dicen que también era aficionada a la música… hasta el extremo que se encaprichó de un guapo trompetista negro de jazz.
Debe ser una extraña intuición la que anima a Jean Claude du Barry —a quien nunca he revelado los pormenores de esta historia— cuando enseña a sus huéspedes la sala de música de su castillo y murmura moviendo la cabeza: «Esta habitación tiene algo inquietante».
Los fantasmas tienen siempre algo inquietante, no exento de macabro humor. Sobre todo cuando van disfrazados de moros, gitanos o negros, al estilo de las óperas de Mozart que tanto disgustaban al «sereno y cristiano príncipe» Hyeronimus Colloredo.
EN BUSCA DE LA ANACONDA. PERDIDA
En las sobremesas del castillo de Saint Lary llegué a enterarme de la existencia de otro personaje apasionante.
Jean Claude du Barry colaboró, durante muchos años, con Salvador Dali. Y, por eso, conocía también algunos detalles de la vida de otro loco surrealista: sir Edward James.
Buñuel habla también en sus memorias de un inglés que compró un bombardero en Checoslovaquia para atacar a los falangistas, y que no podía ser otro que Edward James.
Edward James era nieto de Eduardo VII. Quizá por eso, por fidelidad a sus raíces, se definió toda su vida como «monárquico anarquista», una de las audaces coherencias de su carácter que los doctrinarios le criticaban como contradicciones. Su madre era hija del rey; mientras que su padre fue un explorador famoso, que viajó por África, Afganistán, Arabia y las más desoladas zonas árticas.
Sir Edward James vivió una vida aventurera, en la guerra de España y en México, hasta que se construyó una casa surrealista, en Xilitla, en la Huasteca potosina. En mis Memorias de México dediqué algunas páginas a este personaje que me pareció siempre tan genial como el mismo Dalí.
Xilitla se encuentra en la cumbre de un promontorio, que domina el valle del río Moctezuma. Al llegar a Xilitla uno creería haberse extraviado en la jungla densa, entre palmeras y una vegetación templada. Pero merece la pena llegar a esta ciudad perdida, en busca de una locura: el castillo de sir Edward James, el monumento surrealista más extravagante del mundo.
En una época en que los clérigos universitarios creían que basta tener una teoría para poseer una filosofía, Edward James construía su pensamiento a través de su propia existencia, siguiendo el camino agonístico de la vida, como los antiguos profetas.
Como había heredado una fortuna considerable, Edward James se dedicó a viajar y a seguir las vías de su espíritu, que no eran fáciles ni aburridas. Era un tipo original de los pies a la cabeza, hasta tal punto que Dalí, harto de soportar a tantos falsos genios artísticos y literarios como ha dado el siglo XX, lo consideraba el «único loco surrealista y verdadero» que había conocido.
Así llegó a Barcelona y se convirtió en mecenas de Dalí. Más tarde, mientras editaba sus delirantes poemas y novelas, ayudó también a Magritte y a Picasso. Dirigió la famosa revista Minotaure, pintó muchos cuadros y escribió algunas obras de teatro. Picasso recibió su ayuda en la época en que creaba el Guernica. Magritte incluyó su retrato en uno de sus cuadros: La Réproduction Interdite.
Atraído por el espiritualismo, James acabó recalando en América para seguir unos cursos con Aldous Huxley.
Yo sostengo que la idea de construir y fundar casas es uno de los dones del Espíritu Santo. En cuanto un individuo alcanza cierta dimensión interior, cae en el delirio de las fundaciones: ya sea amueblando cuevas, creando conventos o levantando palacios. Como Edward James no era un semental, y no tuvo hijos de su fracasado y único matrimonio, perteneció a la estirpe de los fundadores solitarios. Así, en 1945, comenzó definitivamente, como Santa Teresa, la historia de sus fundaciones: primero en Cuernavaca, luego en Xilitla, siempre en sitios tropicales y bendecidos por el espíritu de la exuberancia.
La crónica de sus fundaciones es, como deben ser estas historias, mágica y milagrosa. Un día, al pie del torrente de los Siete Pozos —¡vaya nombre iniciático!— Edward James se vio rodeado por una nube de mariposas: esas mariposas de bellísimos colores anaranjados que creo que llaman monarcas imperiales —¡otro nombre místico!— y que emigran anualmente desde Canadá hasta el corazón de México.
Llamado por este signo del cielo, se construyó una casa cerca de este torrente, en un pueblo olvidado y perdido. Así, en 1962, nació la que sería conocida como La Casa Infinita: una locura multicolor, construida a lo largo de treinta años: más extravagante y menos bella que la casa de Dalí en Port Lligat, con detalles tan surrealistas como un camino marcado por pies de cemento, con arcos que no sostienen nada, con patios orientales aplastados por la naturaleza —¡qué manifestación tántrica!— y columnas absurdas o escaleras que acaban en la boca voraz de la selva.
Adentrarse en este delirio selvático es una aventura, ya que el camino transcurre entre laberintos, veredas flanqueadas por serpientes de piedra, arcos que se convierten en ramas, columnas que se transforman en bambúes, y edificios que parecen surgidos de una pesadilla blasfema del santo Gaudí.
Allí vivió hasta su muerte este nieto de los reyes de Inglaterra, rodeado por jaulas abiertas donde los pájaros, como los poetas, se siguen encerrando a ratos, por su propia voluntad. Hasta los albañiles, arrebatados por esta locura, colaboraron en la Casa Infinita, imaginando ventanas inacabadas, ladrillos sin sentido, pilares sin utilidad práctica, estructuras de tres pisos que podrían ser cinco.
Mientras Edward James, arruinado por la voz del espíritu magnánimo, iba vendiendo su colección de obras de arte en las subastas de Inglaterra y Nueva York, los obreros trabajaban ya solos, siguiendo el vuelo de las mariposas imperiales, llevados por el viento de la fantasía que sopla en los últimos lugares santos.
Edward se paseaba entre los carpinteros y los albañiles, con una guacamaya en el hombro o una serpiente enroscada al cuello, repartiendo polvos de colores para mezclar con el cemento: azules y amarillos para pintar las estatuas, rojos y verdes para consagrar este fabuloso parque a su locura.
En 1962, cuando las orquídeas del jardín se perdieron en una nevada, Edward decidió cambiar las flores por animales, y llenó los jardines de jaulas con pumas, serpientes y aves multicolores. Se hacía transportar en una silla, como un emperador, hasta una gran bañera en forma de ojo, donde se sumergía en agua caliente, rodeado de peces de colores. En el verano, tenía una cama al aire libre, donde dormía rodeado de velas.
Amigo fiel hasta la muerte, Edward James dejó en herencia la casa de Xilitla a un indio yaqui, Plutarco Gastélum, que había colaborado en la construcción de este delirio. Pero cuando Edward murió, en 1984, el puma que comía en sus manos no volvió a salir de la selva. Y la anaconda que le acompañaba, silenciosa como una gata, se perdió en las sombras…