Y, también, aparece el sepulturero

SHAKESPEARE EN UN TEATRILLO DE MARIONETAS

Creo que, para la educación de un niño, no hay nada como el teatro. Quizá porque, en la vida, cada uno tiene que aceptar su propio papel. Y, como el escenario está ya ocupado cuando llegamos al mundo, tenemos que asumir nuestra parte entre los personajes poco brillantes, como aquellos que en las obras dramáticas se indican con referencias genéricas: un sepulturero, dos soldados, una doncella, un caballero y un cura. Sólo un buen actor puede salvar un papel insignificante.

En Poesía y Verdad y en Wilhelm Meister, Goethe evoca los recuerdos de su infancia, haciendo referencia a un teatrillo que le había regalado su abuela. El escenario se conserva todavía en su casa de Frankfurt, aunque hayan desaparecido los decorados y los vestidos que él mismo realizaba con ayuda de su criado, que había sido sastre.

También tuve en mi infancia un precioso teatrillo, donde representé con mis amigos muchas obras de Shakespeare. Recortábamos los personajes en cartón y los movíamos entre los decorados, buscando una iluminación mágica. Representábamos las nubes con papeles transparentes de colores, que cambiábamos según la hora en que transcurría la acción. Y, para producir tempestades, encendíamos y apagábamos las luces, detrás de esas transparencias. Uno de nuestros compañeros, especialista en efectos, imitaba los truenos, mientras otros desplegábamos violentamente una persiana, produciendo un ruido como si se abriesen los cielos.

Así interpretamos y representamos, adaptándolos a nuestra imaginación infantil, Romeo y Julieta, Macbeth —disfrutábamos mucho moviendo los árboles del bosque de Birnam— y Hamlet. Mi personaje preferido fue siempre Ofelia, quizá porque tenía un bellísimo nombre que Shakespeare encontró leyendo los textos de Sannazaro. Mi padre me había llevado a ver una representación de Hamlet en la que el papel de Ofelia lo interpretaba Claire Bloom. Era casi una niña, pero sabía ser fascinante y misteriosa, como aquella ingenua muchacha que tuvo que perder la razón para comprender el destino de una mujer enamorada. Y todavía recuerdo cómo ofrecía las flores que había recogido en su falda: «There’s a daisy: I would give you some violets; but they withered all when my father died» (Ésta es una margarita. Me gustaría ofreceros algunas violetas, pero se marchitaron todas cuando murió mi padre). Como fui un niño fantasioso y descabellado, pensé que las violetas debían ser, desde entonces, mi flor simbólica; detalle que tampoco debe sorprender a nadie, ya que nací bajo el signo del Sagitario. Pinté de violeta las paline de mi casa veneciana. Llevo corbatas violetas cuando quiero provocar a los prudentes burgueses (que reservan este color para los muertos y los obispos). Y, el día después de la representación, cuando acompañé a mi padre a Jermyn Street para comprar sus lociones de afeitar y sus colonias, elegí para mí un pequeño frasco de violetas. Desde entonces utilicé este perfume, a pesar de que algunos perfumistas parecen haber olvidado hoy que la violeta ha sido siempre una esencia inconfundiblemente masculina. Y todavía compro mi perfume en Floris, el famoso establecimiento que fundó en Londres un mallorquín emigrado en el siglo XVIII.

Amábamos tanto a Shakespeare que llamarnos a nuestra compañía Teatro del Globo, y representábamos nuestras obras gratis et amore, gastando tiempo y dinero en copiar los programas, recortar los decorados y preparar los estrenos. Por eso nuestra compañía acabó disolviéndose por falta de medios. Pero la experiencia me sirvió para aprender de memoria a Shakespeare y para venerar a los actores por encima de cualquier otro estamento humano, admiración que aún perdura en mi filosofía dionisíaca de la vida.

Nos hubiese ido mejor con un buen empresario, como Shakespeare, que fue un gran productor. Mejor incluso que actor, porque su único papel importante en la escena fue el de «fantasma del padre de Hamlet».

Pero no tuve nunca dotes para el negocio y no me habría atrevido a patrocinar mi compañía con anuncios publicitarios, como aquel teatro de ópera, en Texas, que presentaba Otelo con ayuda de un sponsor: la firma Crisco, famosa por sus productos de cocina. Un amigo me envió un ejemplar del programa, que me parece genial. Comienza con una obertura que habría encantado a Verdi: «Otelo entra en escena y saluda al público con las palabras: Use Crisco, la mejor manteca para cocinar».

Y así prosigue el magnífico esperpento, mezclando los ripios con el libreto original: «¡Alegraos! El turco ha sido vencido y hundido en el fondo del mar: Crisco no tiene rival».

Pero lo mejor es el final, cuando —mientras resuena el mi bemol agudo del Ave Maria de Desdémona sobre el mi de los bajos que anuncian la tragedia— Otelo estrangula a su amante y, desesperado, hunde la daga en su pecho, cantando un aria conmovedora: «Pida sólo Crisco. The world’s favorite shortening» (la manteca más preciada del mundo).

Tampoco me extraña que alguien dijese que Shakespeare fue el mejor libretista que tuvo Verdi.

EL PAÍS DE WILLIAM SHAKESPEARE

Los castillos del Warwickshire, que le vieron pasar, murmurando canciones y sonetos, se reflejan en las aguas del Avon, entre los cisnes agitados por la soledad y el frío. El otoño ha vertido manchas de sangre sobre los tejados de las granjas, y por los parques corren las sombras de robles, olmos y encinas, igual que en el bosque de Birnam. Y hay romero para el recuerdo, trinitarias para los hechizos, y también hinojo y colombinas y ruda, como en las faldas de Ofelia… Las casas tienen la fachada de piedra vieja, apuntalada por callosas vigas. Pero, cuando se abren las ventanas, sale de las habitaciones un vaho tibio, como si se escapara de sus labios un secreto largamente callado.

Stratford no ha crecido, como Windsor, a la sombra de un castillo real, sino que nació en la orilla norte del Avon. Camden lo describe en su Britannia como «emporium non inelegans». Y era, en realidad, a fines del siglo XV, un mercado provinciano, industrioso, dotado de fáciles comunicaciones con Oxford y Londres. Muchas familias sostenían su propia economía doméstica con la elaboración de cervezas. Y la administración municipal —en la que ocupó cargos relevantes el padre de William Shakespeare— se había ocupado de empedrar las calles y de construir un puente de piedra para sustituir al viejo puente medieval de madera.

La casa donde nació William, en abril de 1564, olía también a cebada y a roble, a lavanda, pieles y lanas. Al viejo John Shakespeare, padre del poeta, le llamaban «John Factotum», mote que utilizarían también los enemigos de su hijo para denostar sus disposiciones en todos los dominios de la vida.

John Shakespeare negociaba con lanas, guantes y caballos. Y el pequeño William jugaría entre las mercaderías del negocio paterno, porque en la casa familiar de Henley Street se han encontrado pegullones de lana en las rendijas del pavimento. Gracias a su espíritu emprendedor, John pudo abrirse camino en las filas de la burguesía, triunfo meritorio si consideramos que, en Stratford, de cada mil quinientos habitantes la mitad eran pobres. John vendía sus lanas en la plaza del mercado y fabricaba delicados guantes de piel blanca para uso exclusivo de halconeros y señores.

Los Shakespeare vivían en Henley Street, cerca de Market Cross, en uno de los mejores enclaves comerciales de la ciudad. La primera mención de su nombre en los archivos de Stratford no es muy honorable: se trata de una multa impuesta a John por ensuciar la calle con sus basuras. Esto ocurría en 1552, algunos años antes de que se iniciase su meteórica carrera de burgués. En 1558 contrajo matrimonio con Mary Arden, descendiente de una familia de señores a la que habían servido como granjeros los Shakespeare.

Gracias a su laboriosidad, John Shakespeare fue admitido en el consejo municipal de Stratford para cubrir la vacante de un vecino, expulsado por haber proferido «opprobious words». Así se inició su brillante carrera burguesa: alderman en 1565; bailiff en 1569; presidente de la Court of Record, Clerk of the Market, coroner y almoner en los años siguientes. Y todo ello contando con que no era un hombre muy ilustrado ni aficionado a las letras. Firmaba con una marca, con una cruz, o con un par de guantes cruzados, como correspondía a un industrial de su ramo. Por esta razón todavía se discute la forma en que debería escribirse su apellido, consignado con veinte variantes en los documentos de la época.

John y Mary tuvieron ocho hijos. Pero dos niñas murieron cuando, en el verano de 1564, recién nacido William, se declaró una epidemia que se llevó a muchos niños.

Me atrevería a decir, sin embargo, que el pequeño Shakespeare tuvo una infancia segura y feliz. The Cradle of Security es el título de una obra que alcanzó gran éxito en aquel tiempo y que el joven poeta pudo ver en Stratford.

LA CUNA DE LA SEGURIDAD

Como el propio Shakespeare recordará en uno de sus sonetos, los días de su infancia pasaron felices «con un murmullo de plegarias». Probablemente, al volver de la escuela, recitaría los pronombres latinos en presencia de su padre, como hace el pequeño William delante de Mistress Page, en Las alegres comadres de Windsor. Pero la atmósfera piadosa de su infancia era, sin duda, muy diferente de la que ha pintado en esta obra. En el silencio de la noche las mujeres de la familia se reunían —en un retablo de ropa blanca— para recitar cuentos antiguos y recordar las proezas de Guy de Warwick, que se fue a tierras lejanas en busca de aventuras y volvió, disfrazado de mendigo, a pedir limosna a la puerta de su propio castillo: «There was a man dwelt by a churchyard».

Las nobles posesiones de los condes de Warwick, regadas por el Avon, alfombradas de flores, dominadas por la sombra de los castillos que se arruinaron durante la Guerra Civil, forman el escenario en el que transcurrió la infancia de William Shakespeare. Y siempre he pensado que este hermoso país se parece al reino del rey Lear:

With shadowy forests and with champains rich’d

With plenteous rivers and wide-skirted meads.

Es una tierra rica, cantada por los antiguos poetas en su estilo libre, popular y fresco: «A fair field, full of folk», escribe Langland. En muchas de las obras de Shakespeare, en Enrique IV, en Como gustéis y en Cuento de invierno, aparecen referencias a este paisaje de las vegas del Avon donde florecen las violetas, vuelan las mariposas y el aire lleva el olor almizclado de las rosas y el suave aroma del tomillo.

Pero no es un país sin misterio. En su antigua y clásica serenidad oculta también esta tierra algunos secretos de su historia violenta. Entre cisnes y castillos, la diosa del amor y el dios de la guerra procrearon hijos con pasión. En Evesham murió batallando, en 1265, Simón de Montfort, que había sido el hombre más fuerte de Inglaterra durante el reinado de su cuñado Enrique III. En Bosworth Field cayó, descalabrado y herido de muerte, Ricardo III, el rey que tenía en su trono manchas de sangre.

Por los pueblos de la comarca anduvieron los conspiradores del Gunpowder Plot que pretendían introducir algunas reformas en favor de los católicos. En este sentido se ha dicho que la familia Shakespeare no fue siempre fiel a la Constitución Episcopal de la Iglesia Reformada y que, secretamente, mantuvo contactos con el bando papista; aunque éste es un extremo que nunca se ha podido probar.

Las simientes de la Guerra Civil germinaban ya en las tierras del Avon durante la vida de Shakespeare. Por eso en la obra del poeta, como ocurre en Enrique VI, abundan los destinos desgraciados, marcados por el parricidio, las disputas familiares y el odio.

En las comidas familiares no siempre reinaba una atmósfera tranquila y relajada. Y, algunos días, se notaba en la mesa cierta tensión. Por eso los niños se educaban soñando en tiempos heroicos. Aprendían las leyendas de guerra y escuchaban atentamente la voz de un ciego que, en una esquina, recitaba la historia de un caballero del país de Arden, llamado Cassaman, «tan bravo como Isenbras».

SENTENTIAE PUERILES

La Grammar School de Stratford, donde Shakespeare recibió la primera enseñanza, no era entonces una escuela vulgar. Algunos de sus maestros recibían sueldos de veinte libras, al mismo nivel que los profesores de Eton. En la plantilla docente se encontraban nombres ilustres, procedentes de Oxford y Cambridge, como Brownsword, William Stuart y John Acton.

El pequeño Shakespeare era un niño dotado de buena memoria y grandes dotes de expresión. Le gustaba imitar a todo el mundo y, a menudo, se inventaba historias que interpretaba con gestos declamatorios.

Ben Jonson, que presumía de su formación humanista, lamentaba que Shakespeare no se hubiese aplicado más en latín y griego. Probablemente, Shakespeare admiraba la preparación de Jonson y bromeaba sobre este punto. Porque, en mis tiempos de estudiante, encontré en la British Library un manuscrito curioso que cuenta una divertida anécdota. En estas páginas, tituladas Merry Passages and Jests, se comenta que Shakespeare fue padrino de un hijo de Ben Jonson. Y se presentó en casa de su amigo con una colección de cucharillas de latón (latten), un metal dorado que se utilizaba entonces mucho, quizá porque se decía que los alquimistas podían convertirlo en oro. Jugando con la pronunciación de las palabras latten y latin, Shakespeare mostró a todo el mundo su regalo de bautizo y le advirtió a su erudito colega: «I’ll give him a dozen good latten spoons and thou shalt translate them» (Le regalo una docena de buenas cucharas de latón [latín] y tú puedes traducírselas).

Al pobre Jonson no le sirvió de mucho su latín, porque ganó más laureles que dinero y murió en la pobreza. Tuvo que regatearle a su protector, Carlos I, un pequeño espacio en la abadía de Westminster, donde se entierran los hombres ilustres. Y el deán de la abadía, ajustándose a su modesta petición («dieciocho pulgadas»), ordenó que lo enterraran de pie. Pero, además, el latín le jugaría malas pasadas hasta el final de su vida, porque el albañil que tapiaba la tumba se encargó de realizar también la inscripción en el mármol y, en vez de escribir Orare Ben Jonson (rezad por Ben Jonson), grabó O rare Ben Jonson.

Pese a todas estas maledicencias de sus contemporáneos, la preparación cultural de Shakespeare era considerable, porque la Grammar School formó a muchos juristas y clérigos. Y, como todos sus compañeros, trabajó arduamente sobre las gramáticas de Lilly y Colet, memorizó las Sententiae Pueriles de Culman, las Fábulas de Esopo y los Moral Distichs de Catón, sin descuidar la lectura de Virgilio, Ovidio y Salustio.

Las lecturas escolares influyeron decisivamente en sus primeras obras dramáticas, especialmente en Titus Andronicus y en The Comedy of Errors. Como su genio, igual que el del actor, se caracteriza por su capacidad de recreación, recuperó muchas veces viejas tradiciones y herencias culturales para transformarlas con su pluma. Así, The Comedy of Errors es una mezcla de antiguas leyendas medievales, con fragmentos de una pieza de Ariosto y algunos recursos inspirados en Menechmos, la divertida comedia de Plauto.

El teatro era el género triunfante en los últimos años del siglo XVI. El público inglés amaba las comedias de venganza, igual que Lope de Vega impondría en España los argumentos de honor «porque los casos de honra son mejores, ya que mueven con fuerza a mucha gente».

No sé si algún estudioso ha señalado alguna vez esta correspondencia entre el teatro y los siglos de oro. Pero es verdad que el arte de Dionysos marca la hora de esplendor de todas las culturas, desde los trágicos de Atenas hasta Shakespeare, desde Lope y Calderón hasta Molière, desde Goethe y Schiller hasta Goldoni. Quizá porque el teatro es la forma literaria más perfecta para crear un mito; pero también enseña la fórmula para conjurarlo.

William crecía en un ambiente burgués y seguro, al menos en apariencia; pero amaba las correrías solitarias al aire libre, los paseos vagabundos por aquella Stratford de «very lardge streets», amenizadas por hileras de sauces y alegres jardines. John Leland, que visitó la ciudad, a mediados del siglo XVI, se admira de su belleza y la encuentra «reasonably well buyldyd of tymber». No existía entonces, indudablemente, la horrible fortaleza babilónica de ladrillo que Elisabeth Scott diseñó en 1932 para dar injurioso asilo al Shakespeare Memorial Theatre.

Por Stratford pasaban, de vez en cuando, las renombradas compañías dramáticas de la reina, del conde de Worcester y del conde de Leicester. El padrinazgo de un miembro de la aristocracia era fundamental para los actores, ya que cada hombre debía tener un empleo fijo, controlado por el fisco y por la Iglesia anglicana. Los vagabundos eran equiparados a los criminales, y los comediantes necesitaban justificar su vida nómada acogiéndose a la protección de los nobles.

La suspicacia religiosa y política, muy sensible durante el reinado de Isabel, aconsejaba igualmente ciertas medidas de prudencia, entre las que debía incluirse la organización corporativa de los actores en torno a una figura reconocida en la corte. Shakespeare, por ejemplo, trabajó en los círculos próximos al conde de Essex, a los que pertenecía también su protector el conde de Southampton. Su competidor Marlowe trabajaba para el romántico bando de sir Walter Raleigh, que tenía el alma transida, como el príncipe de Elsinor, por misteriosas dudas. Quizás esto explica los oscuros ataques de Shakespeare a los miembros de la School of Night, que agrupaba a los melancólicos filósofos del partido de Raleigh.

No cabe duda de que el público encontraba sustanciosas referencias políticas en la filiación de las diferentes compañías teatrales. Pero, en cualquier caso, los incómodos controles que se cernían sobre la vida teatral no perjudicaban en absoluto a la bolsa de los actores, que consumaban fulgurantes carreras, levantaban fortunas y realizaban rentables inversiones en empresas inmobiliarias que ofrecían por entonces las primeras facilidades de crédito.

También en Stratford asistía tanta gente al teatro como a los combates de toros y mastines. Y el género dramático, estancado durante muchos años en las «moralidades» medievales, comenzaba a evolucionar. La influencia del teatro español, con sus pasiones vindicativas y románticas, había penetrado en las islas a través de John Heywood, emigrado católico, y de George Buchanan, humanista escocés que viajó por Flandes y la península Ibérica.

Catalina de Aragón —personaje tan dignificado por la pluma de Shakespeare— había introducido en la corte las obras de Antonio de Guevara. Y, aunque la comedia no disponía aún de normas académicas, puede decirse que la tragedia estaba ya a punto de alcanzar su forma clásica bajo el impulso de Marlowe, que era el gran maestro del «blank verse» o endecasílabo suelto, tan adaptable a la musicalidad de la lengua inglesa, sonora y avara en rimas.

En cuanto una compañía llegaba a Stratford y se izaba la bandera para anunciar la representación, el pequeño Shakespeare corría a ocupar su puesto en el auditorio. Allí, animado por los diálogos y los gritos, arrastrado por las banderías y las pendencias, salpicado por la sangre de cordero que vertían las vejigas de los actores acuchillados en el escenario, «oía silbar el tempestuoso viento de la vida».

Cuando el viento de la genialidad no soplaba en el escenario eran los propios espectadores quienes se encargaban de silbar ruidosamente y de patear las obras. Los hidalgos, más discretos, sacaban su baraja de naipes y jugaban una partida, sin atender a la representación.

Los cargos municipales de John Shakespeare proporcionaban a la familia invitaciones para todas las funciones teatrales. En 1571 «el risueño John» —como le llamaban sus contemporáneos— había alcanzado la cumbre de su carrera obteniendo el nombramiento de regidor de justicia. Pero luego, cuando su estrella ya declinaba, comenzó a pleitear y a complicarse la vida en negocios sin fortuna. Los acreedores arremetieron contra él. Pocos años después estuvo a punto de ser arrestado por incomparecencia a un juicio en el que se le reclamaban treinta libras.

La ruina se abatió sobre la casa y, en 1578, John Shakespeare tuvo que acogerse a las dispensas tributarias de los pobres. La flaca herencia de su mujer no le sirvió de ayuda, porque fue a parar a manos de la ávida familia política. Y, como tantos de los personajes creados por su hijo, tuvo que confiar su vejez a la caridad filial y pasó sus últimos días soñando en tiempos mejores.

Se ha dicho que William disfrutaba representando el espectro del padre de Hamlet; aunque también las malas lenguas afirman que elegía sólo papeles cortos para poder entregarse a su secreta afición: contar los beneficios de la taquilla, mientras el resto de la compañía proseguía las representaciones.

Shakespeare fue siempre un celoso administrador de sus bienes. Y no sé por qué los cineastas de nuestro tiempo, más ávidos de caricaturas que de retratos humanos, lo han presentado bajo una máscara extravagante. Muy al contrario, yo diría que era más prudente que exaltado, más discreto que escandaloso. Por eso muchos de los locos de su teatro son fingidos, como el linfático y gordo Hamlet, a quien el exceso de meditación le pesa en las nalgas. O son locos oportunistas que se curan cuando quieren, como Cardenio, el personaje cervantino que Shakespeare resucitó en colaboración con Fletcher.

El ala oriental de la casa de Henley Street, donde el viejo John había instalado su negocio, quedó prácticamente abandonada. Pero William se había convertido ya en un joven inquieto, que buscaba fortuna en la calle y pasaba pocas horas junto a la gran chimenea de piedra y ladrillo que calentaba la estancia familiar.

AÑOS ERRANTES

Las inquietudes de la juventud arrastran al joven Shakespeare por caminos desconocidos y ocultos. Y su alma se va llenando de interrogantes.

Ah, what a dusty answer gets the soul,

When hot for certainties in this our life!

En los alrededores de Stratford va recogiendo los misteriosos temas de su futura obra. El osario de la parroquia, con sus enmohecidas estelas, le sugiere un monólogo con la muerte: «Aquella calavera tendría lengua en otro tiempo y con ella podría incluso cantar».

Pero siempre habrá en su pensamiento una delicada contradicción cuando se asoma a la muerte. En su famoso monólogo, Hamlet define la muerte como «país desconocido de cuyos límites ningún caminante torna». ¡Curiosa afirmación en una obra que basa toda su fuerza dramática en la terrible aparición del alma en pena del padre de Hamlet!

Pero el secreto de Shakespeare es que sabe arrastrar al espectador en sus contradicciones. Nadie se da cuenta tampoco de que el incrédulo príncipe, después de exponer su tenebrosa filosofía atea, se encomienda a las limpias oraciones de Ofelia. Y, en el colmo ya de las sinrazones, nos hemos acostumbrado a aceptar a un Hamlet enjuto y ligero como un bailarín de ballet, cuando en sus parlamentos no hace más que quejarse de su embonpoint, mientras soporta las reprimendas de su madre, que le acusa de estar gordo y no hacer ejercicio.

En 1579 muere ahogada en Tiddington on Avon una joven llamada Katherine Hamlet que recogía flores y yerbas en su falda blanca. A Shakespeare, que tiene entonces quince años, debe impresionarle esta noticia, igual a Tolstoi le sobrecogerá un día la suerte de la desgraciada Ana Karénina. La llevan en el ataúd con el rostro descubierto…

Por los alrededores de Stratford se multiplican las habladurías sobre las travesuras del joven Shakespeare. Las comadres afirman que sir Thomas Lucy, propietario de la mansión de Charlecote, ha presentado denuncia contra él por cazar furtivamente en sus dominios. Los mozos de Budford aseguran que le han visto retar a todos los bebedores de la comarca en la taberna Falcon Inn. Y le atribuyen unos ripios que podemos considerar la primera guía turística del Warwickshire para uso de golfos, bergantes y vagabundos:

Piping Pebworth, dancing Marston

Haunted Hillborough, hungry Grafton.

De todas formas, William no pierde su tiempo. Aprende a escribir y hablar el francés; traduce el español, ayudándose de sus conocimientos de latín, y sueña tanto en Italia que acaba conociéndola como si fuera su patria, aunque se imagina que Verona es una ciudad a orillas del mar.

Entre aquellas lecturas dispersas encuentra un libro escrito por un italiano, Giambattista Giraldi, que cuenta la historia de una joven a la que llamaban «Demonio blanco» y que casó con un patricio llamado Moro. Demonio blanco y príncipe negro, luz y sombra, nieve y barro, velo y puñal. No necesitaba más su imaginación para crear la leyenda de Desdémona y el moro Otelo, inventándose una tragedia de celos y sospechas que acaba en un crimen.

Por un pequeño sendero, William se acerca con frecuencia a Shottery, alegre caserío situado media legua al oriente de Stratford. Allí viven los Hathaway, granjeros modestos que han sido, en tiempos, grandes hacendados.

A veces, en primavera, me he acercado a esta granja, en medio de un paisaje romántico, buscando las flores que Shakespeare sembró en sus versos: margaritas, rosas, violetas, prímulas y rojas eglantinas, claveles puros de apagado aroma, flores de muerto y flor de los trigos.

La cocina de la granja, con su gran chimenea, evoca el ambiente, a medias rústico y señorial, en que vivía la familia Hathaway. Junto a la cocina aparece la lechería donde Anne, que contaba veinticinco o veintiséis años —ocho más que William—, elaboraba la mantequilla y se ocupaba de las faenas de la granja.

William y Anne se casaron a fines de 1582, con cierta premura porque la muchacha estaba a punto de ver «un hijo en su cuna, antes que un esposo en su lecho». Sobrevivirá siete años a su marido, habitando, al parecer hasta su muerte, en el domicilio conyugal.

La novia aparece inscrita en los registros como Anne Whateley of Temple Grafton y Anne Hathwey of Stratford. El primero de los nombres quizás estaba destinado a ganarse la admiración y la voluntad del suegro, que se había pasado la vida proclamando la nobleza del apellido Shakespeare.

El primer fruto del matrimonio fue bautizado en la Colegiata de la Santísima Trinidad el 26 de mayo de 1583, y recibió el nombre castísimo de Susanna, que parece una respuesta a ciertas habladurías. Dos años más tarde nacieron dos mellizos, Hamnet y Judith, que recibieron sus nombres en honor de un matrimonio de panaderos que mantenía estrecha amistad con los Shakespeare.

Algunos suponen que William, obligado por la ruina de su padre, trabajó como aprendiz en diversos oficios; pero esta teoría no se compagina con la fecha temprana de su boda, ya que los aprendices estaban obligados a servir siete años sin cobrar y sin casarse. Absurda es también la versión de que fue carnicero, leyenda que brota de una mala interpretación de un texto antiguo que le presenta «killing a calf». Matar un ternero significaba, en la jerga de los comediantes, «declamar un monólogo».

Un viejo compañero de escena asegura que Shakespeare fue maestro de escuela, hipótesis que me parece más acorde con su preparación cultural. Pero no falta quien le supone abogado o, incluso, sirviendo como soldado en las tropas de Leicester en los Países Bajos. Los mitos tienen también su parte de razón, y un poeta heroico debe parecerse siempre al infortunado galán Walter Raleigh o al manco Miguel de Cervantes.

Por ciertos detalles de su obra creo sospechar que fue un gran pescador y mejor cazador. En otras palabras, un joven nómada, enamoradizo, arisco, reflexivo y observador.

El ambiente de la casa de Henley Street, aunque adorable —era un escenario propio para The Comedy of Errors— se quedaba ya corto para sus aspiraciones. La vieja vivienda burguesa se había convertido, curiosamente, en un carromato de cómicos. Los pequeños gemelos Hamnet y Judith gateaban por las habitaciones cuando su tío Edmund —el hermano menor de William— aún daba los primeros pasos.

La vida revuelta de Henley Street contribuyó a crear fuertes lazos de comunidad en la familia. Pero, a excepción de William, ninguno de los muchachos hizo grandes carreras. Richard aparece citado en 1608 ante la corte eclesiástica por haber cometido alguna pequeña falta ritual. Gilbert buscó fortuna en Londres y fue mercero en el barrio de Saint Bride. El pequeño Edmund siguió los pasos de William y fue actor; pero murió a los veintisiete años. Su hermano le costeó una tumba notable y una hora de repique de campanas. Joan, la única hermana viva, se casó con un sombrerero y se quedó a vivir en Henley Street, perpetuando la saga artesanal de la familia.

En Londres triunfaba Marlowe, escritor universitario que se extasiaba con los dioses del crepúsculo, derramaba la sangre en el escenario entre versos conmovedores, enganchaba a los enemigos del tirano en las lanzas de su carruaje y, finalmente, dejaba morir a los héroes atormentados, clamando a las estrellas. William lo tenía ahora claro. Había que ver todo esto. Tenía que salir del pueblo y correr hacia Londres.

A horse! A horse! ¡Un caballo!

LONDRES: TABERNAS Y TEATROS

Londres era, naturalmente, la meta de todos los buscadores de fortuna. También Richard Field, editor de los Poemas de Shakespeare —las únicas páginas que publicó en vida—, había conquistado así su suerte: marchó de Stratford a Londres como aprendiz de imprenta y se casó con la viuda del impresor.

Las primeras noticias de Shakespeare en Londres datan de 1592, año infausto en que se declararon simultáneamente dos terribles epidemias de peste bubónica y de neumonía. Por las mismas fechas, en Italia, Galileo inauguraba sus lecciones de matemáticas en la Universidad de Padua y tomaba partido en favor de la poesía épica de Ariosto, contra el Tasso.

Atravesando el Newgate, Shakespeare penetró en el fascinante corazón de Londres, dejando a su derecha el barrio de los teatros donde se levantaba el Bel Savage Inn: una de las más renombradas tabernas escénicas. Se decía que el diablo en persona se aparecía sobre las tablas de este garito.

Los actores trabajaban en las tabernas, durante el invierno, y en los parques durante el verano. Pero había también algunos corrales donde las obras se representaban sin decorado. Las funciones tenían lugar durante el día y, para figurar la noche, se encendían antorchas en el escenario. Esta sencillez instrumental permitía ciertos efectos dramáticos que, posteriormente, se descuidaron. Y así, por ejemplo, el lecho de Julieta no se retiraba del escenario y aparecía junto a la tumba en el último cuadro, redoblando el efecto trágico del desenlace.

Seguramente, Shakespeare llegó a Londres con la compañía ambulante de los Queen’s Men. Cuando se presentó para cubrir la vacante del gran actor trágico William Knell —muerto en una riña— reunía las condiciones exigidas a todo aspirante: buena apariencia, cierta preparación cultural y someros conocimientos de música y de esgrima.

Muchos de los actores eran gallitos camorristas que se cubrían de gloria exprimiendo el genio de autores anónimos y mal pagados. La gente les llamaba «camaleones pendencieros». Pero, en el fondo, eran también esclavos de la tiranía del público.

Los espectadores, fanatizados por el teatro, estaban siempre dispuestos a rematar la sesión con un motín o una algarada. En 1549, durante la representación de una obra, había estallado en Norfolk una rebelión que pretendía organizar una comuna sobre las bases del justicierismo de Robin Hood. Los combates de osos y toros en la City no eran tan turbulentos como las representaciones en The Rose Theatre. Algunos actores famosos eran también grandes provocadores. Y Dick Tarlton —el Charlot de los Tudor, que se presentaba con grandes zapatos y pantalones lacios— organizó un escándalo lanzando sobre el auditorio cohetes con manzanas, peras, pan y munición de boca.

Más pacífico, aunque se hacía esperar como un divo en escena, era Edward Alleyn, que amasó una considerable fortuna en los teatros de Londres. Tarlton, por el contrario, vivió siempre en la bohemia, improvisando versos y denuestos, esgrimiendo su arma por cualquier fruslería. Murió con la plaga del año de la Armada Invencible y, como única herencia de su gloria, dejó su figura en el rótulo de las cervecerías.

Incluso Marlowe, que había triunfado en 1587 con su Tamburlaine, abusaba de recursos violentos, destemplados y groseramente crudos. El público aplaudía la enrabiada Tragedia española de Kydd. Y Marlowe les obsequiaba con La matanza de París, frenético documental de la historia de Francia con diecisiete asesinatos y un adorno surrealista: un personaje que se corta la oreja en escena.

A la época le iban los personajes maquiavélicos, los genios silvestres, los precursores de Beckford. Por eso Marlowe no alcanzó tanto éxito con su Fausto, historia ya más propia de un siglo ilustrado que disfrutaría con los amores de Helena de Troya y un abuelito. En realidad Fausto quería ser un canto a la belleza clásica; pero ese manifiesto de gloria estaba reservado a la pluma de Goethe.

Shakespeare representó seguramente una pieza de moda que llevaba el esquizofrénico título de The Lamentable Tragedy of Cambyses, King of Persia, Mixed Full of Pleasant Mirth. Pero sólo cinco años bastaron al «amistoso» Shakespeare (friendly y gentle, le llaman sus contemporáneos) para imponer en la escena su estilo apasionado, cálido, humano y lleno de natural simpatía. Sus primeras obras —Enrique VI, Ricardo III— se inspiraron en la historia medieval de Inglaterra, concretamente en el dramático período de la Guerra de las Rosas, con sus reinas guerreras, sus caudillos creadores de reinos, sus caballeros enamorados y heroicos, sus doncellas endemoniadas.

Pero Shakespeare no fue nunca un discípulo de Maquiavelo ni un secuaz del bárbaro Savonarola. Los desmanes de sus personajes encuentran la venganza del cielo y la mano alzada de los dioses. El feroz Ricardo III y el ambicioso Macbeth viven y mueren entre pesadillas. Ni siquiera la muerte heroica fue jamás un fin deseable para Shakespeare y, por eso, Hamlet derrama amargas ironías sobre el pudridero de la historia donde se convierten en cenizas los grandes hombres.

Es verdad que el héroe también existe en Shakespeare. Pero, para su carácter sereno, el heroísmo no es más que la tarea cotidiana y forzada de la vida, asumida con grandeza. La voluntad de parecer siempre es derrotada por la gracia de vivir o la resolución de morir.

UNA FLOR EN UN INCENDIO

En la carpeta donde guardo mis versos preferidos conservo un delicado poema de William Empson, consagrado a un árbol que sólo florece cuando el bosque se quema:

There is a tree native in Turkestan

Will ripen only in a forest fire.

También el genio de Shakespeare florece en mitad de una tragedia. Cuando llega a Londres, en las calles arden piras siniestras. Miles de personas mueren en esta epidemia de neumonía y peste. Para la medicina de la época no hay otro remedio que las cebollas y los polvos de unicornio. Pero lo mejor es huir, como aconseja en genial receta Thomas Lodge: «Briefly, to live in repose of spirit, in all joy, pleasure, sport and contentation amongst a man’s friends, conforteth heart and vital spirits».

Los aristócratas y sus artistas protegidos se trasladan al campo para vivir, lejos de la peste, las saludables delicias del Decamerón. Marlowe se refugia en casa de sir Thomas Walsingham, en Chislehurst; Nashe huye a la isla de Wight; Alleyn va a Newcastle. Muchas personas están convencidas de que los pecados del teatro han levantado la ira divina.

Shakespeare se refugia en Titchfield, en las posesiones del conde de Southampton, ahijado de la reina Isabel. A este personaje —que, al menos en su edad madura, fue un severo reformado— dedica sus primeros libros de versos: Venus and Adonis y The Rape of Lucrece.

El conde tenía, en estas fechas de 1593, poco más de diecinueve años. Su guardian, lord Burghley, había decidido casarlo con su nieta; pero el joven se resistía a esta boda, provocando comentarios sobre su falta de virilidad. En un poema de la época se le retrata como Narciso, ahogado en la Fuente-del-amor-de-sí-mismo y convertido en flor. Shakespeare lo ha retratado más cordialmente en Trabajos de amor perdido bajo el disfraz dramático de Biron, que se ve obligado a cumplir un penoso voto de castidad. En cualquier caso, hasta bien entrado el siglo XIX, a nadie se le ocurrió suponer que las relaciones entre el poeta y su protector ocultaran una atracción erótica.

Shakespeare, siguiendo la tradición de todos los poetas que buscan un protector, dedica sus poemas a Southampton con expresiva declaración: «The love I dedicate to your Lordship is without end». Era una costumbre servil muy arraigada entre autores y actores que se «declaraban» con altisonantes fórmulas a sus señores. Y así, por ejemplo, el satírico Thomas Nashe, de cuya virilidad no existían dudas, dedica en las mismas fechas unos poemas al joven Southampton con asombrosa declaración de amor: «A dear love and cherisher you are, as well of the lovers of Poets as of Poets themselves».

El grupo de los Hombres de la Reina, al que pertenecía Shakespeare, era dirigido por James Burbage, carpintero y actor, que se había convertido en uno de los más renombrados empresarios del teatro isabelino. Con los Burbage, padre e hijo, recorre Shakespeare posadas y tabernas y, con ellos, también alcanza sus mayores triunfos.

En pocos años se convierte en autor de renombre y en empresario rico, ya que compra acciones del famoso Teatro del Globo, inaugurado en 1599. Sus enemigos, incluyendo a Marlowe —éste sí era homosexual—, Green y Nashe, le miran como advenedizo y se mofan de él, llamándole «William Factotum», apodo que tiene noble tradición en la familia.

A pesar de ser un modesto descendiente de campesinos, posee una elegancia natural y sencilla que envidian otros colegas. Tiene modales de yeoman, de gran señor campesino. Incluso cuando declama mantiene la mesura en el gesto: «No manoteéis así, acuchillando el aire, aconseja Hamlet a los cómicos; moderación en todo, puesto que aún en el torrente, en la tempestad y, por mejor decir, en el huracán de las pasiones, se debe conservar la templanza que hace suave y elegante la expresión».

En 1595 estrena Romeo y Julieta; en 1597, El mercader de Venecia; en 1600 Julio César; Hamlet y Las alegres comadres en 1601; Otelo en 1605; Macbeth un año más tarde. En sólo quince años pone en escena toda su producción.

Como en el caso de Velázquez, tengo la idea de que Shakespeare no fue un hombre inclinado a los desplantes geniales, pero tampoco se identificó nunca con el estilo desgarrado y cínico de algunos de sus compañeros de oficio. Pasó por el mundo como un caballero, preocupado por la administración honrada de sus negocios y de sus tierras, vigilando siempre que su apostura serena y esteticista no dejase traslucir las marcas de sufrimiento que deja siempre, en la gente modesta, el honrado trabajo. Por eso le gustaba presentarse en público con ciertas pretensiones aristocráticas. También Spenser, hijo de pobres, afirmaba estar emparentado con los Spencers de Althorp. Y Pope, Burbage y Heminges presumían de sus escudos nobiliarios.

He conocido a muchos actores bohemios, que aparentaban haber hecho sus primeras tablas entre los golfos, en una farándula vagabunda y despreocupada, cosa que no siempre era verdad. Pero he sido también amigo de otros actores y actrices muy preocupados por su «imagen», muy celosos del nombre que les anunciaba en los carteles: Doña Lola Membrives, Sir Lawrence Olivier, Dame Maggie Smith o Dame Thora Hird. Y Shakespeare pertenecía a esta última estirpe de los actores «aristocráticos». Se dice que, cuando interpretaba a Ricardo III, la reina Isabel, que asistía a la representación desde un palco, dejó caer intencionadamente un pañuelo a sus pies, para ver si se distraía al recitar el texto. Pero él recogió el pañuelo, con toda dignidad y, mostrándolo en el aire con un gesto elegante, le dijo a un compañero de escena: «Devolvedle esto a mi hermana». La anécdota debe ser falsa, porque no interpretó nunca los primeros papeles. Pero obtuvo en 1597 una autorización para usar su propio blasón: un escudo de oro con una banda negra con lanza de plata, sobremontado por un halcón con otra lanza. El mote, en francés, decía: Non sans droit.

Ben Johnson se burlaba de la devoción nobiliaria de Shakespeare y, por eso, se inventó un personaje que lucía en su escudo una cabeza de jabalí sobre una bandeja, con un mote en francés: Non sans moutarde.

El viejo John Shakespeare tuvo aún tiempo de asistir a este triunfo del apellido familiar. Falleció en 1601, dejando como herencia a su hijo William las casas de Henley Street.

DÍAS DE OTOÑO EN NEW PLACE

En 1604 se presenta, vestido con armas y blasones nobiliarios, en casa del embajador español. Pero sueña con volver a Stratford para instalarse en la hermosa vivienda de New Place que ha comprado con los beneficios de su trabajo.

La casa de New Place, provista de un florido jardín, es una de las más bellas mansiones isabelinas de Stratford. Un poeta del siglo XVI la describe como «praty howse of brike and tymber». Shakespeare pagó por ella sesenta libras.

En 1611, antes de cumplir los cincuenta años, ha reunido una fortuna suficiente para retirarse y vivir de las rentas. Cultiva primorosamente los ordenados parterres de su jardín, frecuenta el trato social y, como buen gentilhombre, decide casar ventajosamente a sus hijas. Susanna contrajo matrimonio con John Hall, médico de reconocido prestigio. Judith se casó, como su madre, con un hombre más joven: Thomas Quiney, amigo de la familia que había enviudado después de abandonar a su primera mujer con un hijo; más o menos, como Ricardo II.

En New Place, alejado definitivamente de la farándula, Shakespeare se consagra a la lectura piadosa de la Biblia, libro que constituyó siempre una de las fuentes de su inspiración. De los textos de sagrada sabiduría extrae con frecuencia su lenguaje esotérico, iniciático y misterioso. En el Rey Lear, por ejemplo, aparecen no pocas referencias al Eclesiastés y al Libro de Job. Y el rey francés habla como san Pablo en la Epístola a los Corintios, cuando dice: «Hermosa Cordelia, por carecer de fortuna parecéis más rica a mis ojos. Cuanto más os desprecian más preciosa sois; cuanto más os desdeñan más digna sois de amor».

Sosteniendo en sus dedos la pluma corta —siempre se esmeró recortando el cañón de sus armas—, Shakespeare escribe las últimas páginas de su vida. Pero no todas sus obras alcanzan el éxito. El Macbeth, dedicado a Jacobo I, que era muy aficionado a la magia, fue silbado en los teatros hasta bien entrado el siglo XIX.

En 1613 conquista su último laurel en el estreno de Enrique VIII. Pocos días más tarde, el Teatro El Globo desaparecería devorado por las llamas.

El jardín de New Place olía a lavanda, hisopo y tomillo. El interior de la casa aún se resistía a la primavera, exhalando los aromas invernales de la madera encerada y de las hierbas secas guardadas entre la ropa blanca. William, envuelto en su capa, permanecía en la cama redactando su testamento y asegurando que se encontraba en perfecto estado «de salud y de memoria». A su hija Susanna legó sus propiedades en Stratford y Londres, mientras que a Judith le dejó trescientas libras y una sopera de plata dorada. Otras pequeñas cantidades fueron a parar a sus nietos y amigos. Y, como buen burgués, se acordó también a última hora de los pobres de Stratford, ordenando que repartiesen entre ellos diez libras, que era una cantidad generosa en aquellos tiempos.

El 23 de abril de 1616 dejó de existir. Más que quebrado, como Romeo, de combatir con las olas, estaba ya dispuesto, como el cisne, para abrir sus alas al tímido perfume de las violetas.

«And Death once dead, there’s no more dying then».

Muerta ya la Muerte, el desfallecer se acaba… O, quizá, las flores de la vida —los pensamientos y el romero de la memoria— se convierten en violetas. «Quisiera ofreceros también violetas —decía Claire Bloom representando su inolvidable Ofelia de 1957—, pero se marchitaron al morir mi padre».

El cuerpo de William Shakespeare se pudrió en Holy Trinity Church, la preciosa colegiata donde las plumas del cisne de Stratford habían recibido su bautismo de agua. En la tumba se escribieron unos versos misteriosos que imprecan la paz y que, según la tradición, fueron redactados por el propio Shakespeare:

God frend for Jesus sake forebeare

To digg the dust encloased heare:

Bleste be ye man yt spares thes stones

And curst be he yt moves my bones.

La casa de Henley Street permaneció en propiedad de los descendientes de Shakespeare hasta 1806. Pero el ala oriental del edificio, donde el viejo John almacenaba sus mercancías, fue arrendada.

Los nuevos inquilinos abrieron una taberna y colgaron en la fachada un curioso rótulo: THE SWAN AND MAIDENHEAD, taberna del cisne y la doncella.

De mi teatro de infancia sólo queda ya un pequeño frasco de perfume de violetas que mi padre me compró, hace cincuenta años, en Londres. Lo utilizábamos, en vez del veronal, porque Romeo y Julieta buscaban la muerte, pero no merecían el olvido.