Álbum de recuerdos
LAS SILUETAS DE GOETHE
No sé por qué le tuve siempre tanta afición a Goethe. Quizá porque en la España cerrada de mi juventud creer en Goethe era heterodoxo, extranjerizante, europeísta.
Para ir a Weimar, hace treinta o cuarenta años, había que tener arrestos: el muro, las porras, las metralletas, la burocracia, la policía… Recuerdo que, al llegar a la frontera de la República Democrática Alemana, entre alambradas y torres, entre focos y perros, me sometían a un largo interrogatorio, intentando descubrir si mi viaje tenía propósitos subversivos. Una machota gorda, condecorada con los galones de sargento, me preguntó una vez si «ese tal Goethe» —que yo citaba tan a menudo al solicitar un visado— era mi enlace en Weimar. Luego, se sentó en mi coche y, descubriendo algo inquietante en el equipaje de mano, me apuntó asustada con una pistola. Fue sacando, una a una, las mercancías sospechosas: mi flauta travesera, una brújula, tres plumas estilográficas, una cámara con un fotómetro, unos guantes napolitanos de piel, una botella de moscatel, un acidímetro con su pipeta y su papel de tornasol, una raqueta de tenis, un rosario de pétalos de rosas, un pañuelo de gaucho, una vieja edición gótica de las obras de Goethe, un álbum de siluetas, seis partituras garabateadas a mano y una colección de frascos de perfume…
No creo que el equipaje de Goethe —un viejo baúl negro que le acompañaba en sus viajes a Italia o a Suiza— fuese más homogéneo que mi caótico bagaje. Las maletas, como los órganos sexuales, son de quien los lleva.
—¿Para qué sirve todo esto? —interrogó, en un tono desagradable y violento.
—Ya lo ve, Fraülein —respondí tomándola a broma—: son objetos para derrocar al gobierno.
La broma me costó dos horas de interrogatorio en una comisaría de Magdeburgo. Me concedieron luego un itinerario cerrado para llegar a Weimar, exigiéndome la promesa de que no abandonaría por ningún motivo esa carretera. Ya en la madrugada, me perdí en las brumas y fui a parar a un bosque donde, de improviso, se abatieron sobre mi coche las luces cegadoras de unos focos. Al fondo distinguí una empalizada con unas torres y lo que parecía un campo de concentración. Di vuelta en redondo y, viviendo una pesadilla, regresé a la carretera, mientras las linternas y las sombras de los guardias con metralletas me perseguían entre los árboles…
Aquí, en España, los eruditos estaban muy interesados en otras cosas: las influencias cristianas en la filosofía de Sartre, la literatura comprometida de los poetas soviéticos, la fenomenología de Husserl… Probablemente Goethe les parecía reaccionario, o quizás inquietante.
Goethe es el burgués por excelencia: hijo de burgueses, nieto y descendiente de sastres, posaderos, burgomaestres, párrocos, carniceros o campesinos. Incluso hablando tiene un vicio profundamente burgués: alarga la ü cuando pronuncia la palabra Mühe, aplicación. Su único antepasado artista es el descarado y feroz Lucas Cranach, quien, por uno de esos azares de la providencia, vivió y triunfó también en Weimar.
Entre sus mejores recuerdos de infancia, rememora la imagen laboriosa de la casa familiar de Frankfurt, donde se vivía en una continua actividad. Porque aquella enorme mansión estaba siempre en obras, invadida por operarios y artesanos que iban restaurando los viejos salones, cambiando los papeles, cepillando las maderas, reforzando las vigas, envolviendo sus juegos de niño con los tibios olores de la cal y la pintura. En el patio se apilaban los grandes bloques de piedra roja del Main, las rejas de hierro forjado, las chimeneas de porcelana. En la vieja bodega, convertida en depósito de cuadros y muebles, dormían un sueño áspero y perfumado los grandes vinos de 1706, 1719 y 1726 que había comprado el abuelo Goethe. En los pasillos se amontonaban los muebles, los papeles pintados bleu-mourant exigidos por la moda barroca, las pinturas que coleccionaba su padre, los arcones repletos de encajes y grandes cofias que había dejado en herencia su abuela.
El pequeño lo asimilaba todo, estudiando latín, griego, inglés, italiano, francés, hebreo, yiddish, violoncelo, dibujo, esgrima, patinaje, equitación y danza. Pero de todos los objetos de su casa había uno que le impresionaba especialmente y que estaría misteriosamente unido a su destino: una pequeña góndola que el viejo consejero trajo de Venecia y que despertaría en su imaginación el deseo de conocer Italia.
En 1763 la troupe de los Mozart monta su virtuoso espectáculo en un escenario de Frankfurt. Goethe asiste con su familia al último milagro del Siglo de las Luces: un jovencito de sonrisa ingenua y peluca empolvada que se sienta al clavecín con una espadita al cinto.
Estos dos niños tienen algo en común: quizá comparten el mismo ángel. Los dos se educan, en la casa paterna, bajo una disciplina rigurosa. Ambos tienen un sentido extravagante del humor. Mozart disfruta amontonando en sus cartas y cuadernos palabras escatológicas. Goethe alcanza su primer éxito teatral con una travesura infantil: lanza a la calle la vajilla completa de la casa paterna para que sus amiguitos se diviertan con el pequeño terremoto.
Mozart se acuesta solfeando, cada noche, sus canciones preferidas. De pie en el taburete inventa, mientras le visten el camisón, complicadas letanías que asombran a su familia. Goethe también aprende jugando y se aficiona al teatro, representando sus primeras comedias en un teatrillo de marionetas. Mozart es un embaucador mágico que utiliza un montón de nombres distintos a lo largo de su farandulesca vida. Goethe ama los disfraces: se presenta en casa de Federica Brion vestido de estudiante de teología; viaja a menudo con nombre cambiado; su maestría en este terreno es tan grande que engaña a la familia de Cagliostro, el mayor timador que vieron los siglos, cuando se presenta de incógnito en Sicilia.
Entre Mozart y Goethe sólo hay una inquietante diferencia. La estrella de Mozart será siempre temblorosa y crepuscular: una vida precoz y castigada que camina hacia una muerte liberadora; una existencia de cazador de pájaros que acaba en las puertas del cielo. La estrella de Goethe —él mismo la eligió para su escudo— será siempre el astro afortunado de la mañana.
Ahora pienso que Goethe no era un autor para los universitarios europeos de los años 1960. Creo que se habría muerto de vergüenza en Mayo de 1968, viendo cómo unos mozalbetes y un grupo de burócratas universitarios levantaban barricadas para proclamar la «contracultura». Él era un humanista y no podía abandonarse a la embriaguez del desorden sin pensar en la injusticia.
En su comedia Los sublevados aparece una dama de alcurnia preocupada por el destino de los humildes, dispuesta a luchar por la justicia «aunque me den el odioso nombre de demócrata». Goethe hace responder a uno de los personajes: «Yo estoy dispuesto a luchar por lo mismo, aunque me den el odioso nombre de aristócrata».
Un profesor de literatura me dijo al corregir mis exámenes: «joven, me cita usted veinte veces a Goethe, que es como si viniese a examinarse con peluca y en carroza». Me suspendieron. Yo había ido aquel día al examen en una motovespa prestada; pero acababa de regresar de Weimar, de ver a Goethe, de respirar Europa, de vivir Europa, de soñar Europa…
SILUETAS DE CIUDADES
Regresé mil veces a Weimar, igual que he rastreado los caminos de Goethe desde Frankfurt a Nápoles, desde Lucerna a Sessenheim, desde Wetzlar a Jena. De la misma forma que, siguiendo a este viejo sabio, me convertí en coleccionista de antigüedades y en explorador de ríos.
Goethe es un nómada: escribe de pie o en el sillón trasero de su carruaje, aclamado por el galope de los caballos. Cuando está en su casa de Weimar, escribe sentado en un caballete de madera y cuero, capaz de disciplinarle la entrepierna al mismísimo Fausto; o dicta, arropado en su bata gris, paseándose por la habitación como un soldado de guardia.
«On ne peut penser qu’assis», ha escrito Flaubert, autor de lentas, esforzadas y sedentarias novelas. Se comprende que el autor de Madame Bovary no fuera un gran viajero, sino un burgués primoroso y perfeccionista.
He conocido a pocos escritores capaces de escribir de pie. Tolstoi, cuando se cansaba de estar sentado, escribía en un pupitre, junto a la ventana. Rubén Darío escribía sobre una cómoda, en mangas de camisa pero con el sombrero de copa puesto, listo para salir corriendo. Hemingway escribía de pie, a veces medio borracho. Goethe quizá no bebía tanto, pero se mantenía caliente. Y en plena alegría bailaba con Christiane Vulpius —una florista que se había convertido en su compañera sentimental— hasta que les saltaban las hebillas de los zapatos. Aquella corte de Weimar sería hoy un escándalo. ¡Todo un ministro bebiendo y bailando con una amiga que se llamaba Vulpius, como las zorras! Un escándalo para las gallinas…
Quizás eso es lo que me atrajo siempre en Goethe. Como Erasmo, Montaigne, Lope de Vega, Leonardo o Durero, es incansable: ama, baila y bebe, diseña sus muebles, ordena sus colecciones, busca huesos de pitecántropo, inventa máquinas, apura las salsas, escala las torres de las catedrales, explora ríos, poda la viña, dirige el trabajo en las minas, lee cada día un volumen en folio, se escapa furtivamente de su casa por las noches; es el galán de los balnearios, el confidente de las princesas, el maestro de Humboldt, de los hermanos Grimm, de Schiller, de Mendelssohn, de Carlyle…
Un hombre, en suma, que se acuesta en el jardín de su casa, envuelto en su capote, como un corsario en la cubierta de su navío. «Si los cielos se desploman no tengas miedo: caerán de lo alto nubes de alondras».
UN DUCADO DE JUGUETE
Para Schiller, como para todos los románticos, el hundimiento de la patria es una tragedia. Para Goethe, «una tragedia es el incendio de una granja; lo demás son palabras». Esto es justamente lo que separa a estos dos hombres que estuvieron tan unidos. Y también lo que hace hoy a Goethe tan auténtico, tan moderno, tan próximo.
Cuando llegué a Weimar por primera vez, azotado por uno de esos temporales terribles que asolan, de tarde en tarde, la dulce Turingia, me hospedé en el Hotel Elefant. Hoy, después de la reunificación de Alemania, ha sido restaurado y remozado. Pero entonces no era ya el viejo hotel en el que se hospedaban los amigos de Goethe, sino una pensión de la burocracia estatal decorada en estilo déco.
A pesar de todo, en medio de su frialdad, el Hotel Elefant conservaba esa sensación íntima y acogedora de la hospitalidad alemana que está llena de detalles sencillos: las velas de colores, los sillones cómodos, los edredones de plumas y hasta las aspirinas, esa droga alemana y burguesa (¡tan gemütlich!) que cura todas las enfermedades decentes.
El Hotel Elefant era, en los años sesenta y setenta, un caravanserail comunista. Siempre tuve la desagradable impresión de que alguien grababa las conversaciones en mi habitación. El público era verdaderamente heterogéneo: burócratas, militares y policías que se hospedaban a costa del régimen, búhos intelectuales que venían a estudiar los archivos de Goethe, misteriosos comerciantes turcos y sirios que debían de venderle alfombras al alcalde, y otra gente aún más pinturera y sospechosa… Las llaves no servían para nada. Una noche se metió en mi habitación una belleza turca y morena con un camisón transparente, como si viniese a bailar la danza del vientre. Más tarde supe que ya venía de bailarla en la habitación que ocupaba un ministro ruso, completamente borracho…
En aquel laberinto del Hotel Elefant se comía de fábula, a cualquier hora del día y de la noche: truchas que sabían a gloria, regadas por vinos blancos frescos como un limón; asados de jabalí y de ciervo, con salsas de pepinillo, como le gustaban a Goethe; tordos con tocino, perfumados como el humo de leña; panes calientes de comino, de centeno, de trigo…
Muchas veces, mientras hojeaba algunos grabados en los archivos, me esforzaba por hacerme una idea de la Weimar de 1775, cuando la conoció Goethe. Era entonces la capital de un ducado minúsculo, con un castillo en ruinas que acababa de ser devorado por las llamas. El alma de este reino de juguete era la duquesa Ana Amalia, que había contratado a Wieland como preceptor de sus hijos.
Cuando Goethe llegó a la corte, el jovencísimo Carlos Augusto acababa de suceder a la duquesa. Y no podía decirse que fuese un príncipe justo ni sagaz, porque no pensaba en otra cosa que en las juergas.
Goethe había sido contratado, precisamente, como domador de aquella fiera. Y, durante años, tendrá que soportar las orgías de su duque, viviendo entre golfas, alternando las cabalgadas con las borracheras.
Pero el secreto de Goethe es que no pierde nunca el tiempo, ni siquiera cuando parece que lo malgasta. Sabe utilizar la vida como camino de iniciación, en las circunstancias buenas y en las malas, con vientos favorables o adversos. Y, por eso, el joven Wilhelm Meister, el más autobiográfico de sus personajes, se deja llevar por la suerte, convencido de que la vida busca siempre su propia plenitud. A diferencia de Schiller y los románticos rebeldes, Goethe se parece a los personajes humildes del Antiguo Testamento que se mueven reclamados siempre por tareas prosaicas: ordeñar la cabra, vendimiar los racimos, agrupar el ganado. Son gente que sale a buscar una burra y se encuentra un reino; destino que siempre es menos trágico que el de los románticos que salen a buscar un reino y se encuentran unas burras…
El 21 de abril de 1776, Goethe se instala en un precioso pabellón del parque de Weimar, a orillas del Ilm. No ha hecho nada por merecerlo; pero el duque se lo regala, quizá con la intención de convertirlo en gallinero de sus orgías. Es una casita cuadrada y blanca, con los muros tapizados de rosales que ascienden hasta el tejado por un entramado de espalderas. En los días de primavera, cuando el follaje está todavía tierno, se ven docenas de nidos en las ramas. La primera casa del poeta en Weimar es digna de un explorador de ríos, regada por la luz de la luna, acariciada por la mano de plata de los abedules. A veces me he pasado horas en el parque, escuchando el solitario silbo del mirlo cuando florecen las primeras lilas y evocando los días en que Goethe ponía comida en los senderos para atraer hacia su casa a los pavos reales del duque. Por la noche se oye el canto del búho en los abetos. Pero la hora mágica es la de la siesta de verano, cuando los robles y las hayas prestan refugio al misterioso y violento sueño de Pan. Seguramente, porque este pabellón es un templo: un lugar en el bosque donde Goethe aprendió, como los antiguos jóvenes griegos que se iniciaban en la sabiduría, a vivir en las fronteras de la marginalidad. Allí, entre mujeres y centauros, entre bacantes y canciones, entre vinos y danzas, aprendió los misterios de Dionysos, antes de regresar a la civilización, convertido en maestro.
No creo que ahora los jóvenes comprendan fácilmente a Goethe. No se han educado en los misterios, ni conocen los caminos mágicos de la oreibasía (la huida a la montaña), ni saben que los centauros suelen ser mejores maestros que los profesores de la universidad.
SOMBRAS DE MUJER
Cuando Goethe llega a Weimar no ha cumplido aún los treinta años, pero tiene ya una buena historia sentimental y literaria. De sus tiempos de estudiante en Estrasburgo, guarda la silueta recortada de una muchacha de nariz respingona: Federica Brion, que fue su primer amor. Y este idilio ha dejado en su poesía juvenil un rumor de campanas vespertinas y de juegos ingenuos; sobre el fondo del paisaje alsaciano con sus viñas y sus diminutas aldeas, dormidas como zarzales al borde de los senderos y a la sombra de los robles.
Sin embargo, las novias no le duran mucho al joven poeta. Y a la primera rosa silvestre de Alsacia le sucede pronto Lotte Buff, una joven más madura que le fascina porque es seria y capaz de administrar un hogar.
Goethe acaba de establecerse en Wetzlar, como jurista. Y en la vida apacible de la ciudad provinciana, Lotte aparece con un vestido blanco, ornado de cintas rosas, afilada y rubia como una espiga de trigo. Se encuentran en un baile, pero él la recordará siempre en el zaguán de la casa, repartiendo el pan entre sus revoltosos hermanitos. Es, en resumidas cuentas, la perfecta ama de casa: pronta en la cocina, paciente en su rincón, alegre y soñadora cuando posa sus dedos en la espineta. Ella le inspirará el más celebrado de sus libros de juventud, el Werther. Recurriendo a todos los trucos románticos —las cartas desesperadas, los amores imposibles, el suicidio—, Goethe se convierte en el autor de moda. Los jóvenes quieren vestir como Werther, y quieren morir también como él. Un oficialillo francés, llamado Bonaparte, se siente tan impresionado por la novela que la lee seis veces seguidas.
Contemplando los pequeños objetos que pertenecieron a Lotte y que se han conservado en su casa de Wetzlar después de su muerte, es fácil adivinar cómo era esta mujer destinada a desempeñar un papel tan grande en la literatura: unos cabellos de seda pálida, una sombrilla de encajes, una letra suave que podría dar racimos de uva blanca, unos libros pequeños que debían perderse como mariposas entre las hojas de su abanico.
UNA SILUETA EN WEIMAR
De todas las siluetas femeninas que fue recortando el destino en la vida de Goethe, ninguna tuvo tanta influencia como Carlota von Stein. Casada y madre de varios hijos, será siempre la luz y la guía del poeta; quizá porque es siete años mayor y tiene ya más experiencia. Ella le enseña las más arcanas sabidurías del alma femenina. A veces es fría, difícil y distante; pero, cuando conviene, sabe ser apasionada, fácil y comprensiva.
Goethe la ha conocido en una silueta, antes de llegar a Weimar. Observando el perfil de su rostro ha intentado adivinar su secreto. Y siempre será un misterio de luz y sombra: «Te veré en el porvenir —escribe el poeta— como se ve a las estrellas».
Carlota von Stein sabe conducir a este muchacho fogoso hacia los ideales de elegancia y de dominio que distinguirán, desde entonces, su figura. Ya no es el eterno huésped de las pensiones ni el vagabundo de los caminos. Y, de la misma forma que comienza a dar forma a su personalidad, diseña su casa, dirige la reconstrucción del castillo de Weimar, planea la repoblación del parque y organiza fuegos barrocos y veladas teatrales para la corte.
En 1782, Goethe se convierte en primer ministro del ducado. Dirige la construcción de las carreteras, organiza un servicio contra incendios, ayuda a los tejedores de Apolda y estudia geología para mejorar la explotación de las minas de Ilmenau. Se dedica apasionadamente a los estudios de ciencias naturales, polemizando sobre la teoría de los colores, sobre la evolución de las plantas y sobre el origen del hombre. Y, en 1784, envía a su amigo Herder, convertido en predicador de la corte, este parte científico de victoria: «Acabo de hallar —ni oro ni plata— sino algo que me causa una indescriptible alegría: el hueso intermaxilar del hombre».
Pero el tiempo también se cobra su parte. La vida le conduce hacia esa felicidad material que los burgueses llaman «éxito» y que no siempre es el mejor triunfo para un poeta.
Diez años después de haber llegado a Weimar, comienza a darse cuenta de que sus hombros se inclinan bajo la carga de las pequeñas posesiones. En el horizonte de los cuarenta años ya no se siente tan ligero y tan fresco. No sólo ha engordado, sino que se ha vuelto astuto y prudente. Y, ahora, las preocupaciones de la vida práctica no dejan volar al daimon de sus sueños.
El refugio del parque, hermoso como una tienda de sultán plantada en el campo de batalla, comienza a parecerle pequeño. Carlota von Stein ya no es tampoco una silueta, como la flor que un día conociera entre las hojas volanderas del parque. Las viñas de su jardín han retorcido sus troncos. Y al llegar la noche, cuando envuelto en su capote escucha el lamento del puente que cruje sobre las aguas, siente un escalofrío al mirar las lejanas estrellas.
El 3 de septiembre de 1786 sube secretamente a la silla de postas y se pone en camino hacia Suiza e Italia. En Weimar ha dejado incluso su nombre. Ahora es una silueta, de sotabarba grasienta, que viaja con pasaporte falso extendido a nombre de Möller, comerciante.
En el camino, galopando hacia Roma, recoge minerales, estudia las plantas, lee a Vitruvio, imagina una explicación para los cambios meteorológicos, se enamora de las bellas Vírgenes mediterráneas y se rebela contra los misterios dramáticos, tan típicamente romanos, del martirologio. Practica el dibujo y el modelado con mejor voluntad que resultado. Es testarudo como Jacob en busca de la Gracia: «No te soltaré —dice al Ángel— hasta que me bendigas»…
En Roma, siguiendo el rito de todos los viajeros alemanes, Goethe acudía tres veces al día al Café Greco. Y, en los calores del verano de 1787, se bañaba en el Tíber y bebía agua «acetosa», de una fuente que había cerca de su casa. Le gustaba subir a la Trinità dei Monti, antes de continuar su paseo en las maravillosas lunas romanas de julio; a veces, hasta el puerto del Tíber, donde compraba «vino de España y de Marsala» en los barcos recién llegados de Cataluña, de Valencia y de Sicilia.
Y así fue descubriendo Italia, deambulando por los mercados y las calles, en Verona, en Vicenza, en Venecia, en Capri y en Taormina.
EL MUSEO DE LAS SOMBRAS
Italia ejerce un poder mágico en la vida de Goethe, ya que le devuelve su alma de poeta y sus sueños de juventud. Pero ahora, después de haber conocido Venecia, Florencia, Nápoles y Roma, regresa iluminado por el sol del Sur. En su puerta hace grabar un saludo en latín: SALVE.
Arregla su casa, en la plaza más céntrica de Weimar, y, entre las paredes pintadas de luminosos colores (azul, blanco, amarillo), va colocando yesos, moldes y estatuas que evocan el orden sereno de la Antigüedad. Todas las puertas están alineadas para que el tránsito de una a otra habitación produzca un efecto colorista, como el paso de la luz por el prisma. No busca la proporción de los burgueses, sino la dimensión monumental de los antiguos. Por eso es capaz de situar una enorme cabeza de Juno en un ángulo del salón, obligando a sus visitas a permanecer en actitud de respeto ante los dioses. Y, sin embargo, no olvida mantener calientes las estufas para que sus invitados se sientan cómodos. Ha sido iniciado en la paideia de Homero, en la admiración del misterio, de la virtud y de la aristocracia (la aristeia). Mientras todos sus amigos gozan de la protección de Apolo, él busca también la de Dionysos. Cada día se bebe una botella de buen vino y, cuando está vacía, la lleva a su despacho y la utiliza para estudiar la refracción de la luz, observando cómo los rayos del sol se abren en un abanico de colores al atravesar el vidrio.
Organiza sus colecciones: grabados, dibujos, minerales, objetos de porcelana. Clasifica cuidadosamente sus plantas y sus flores. Quitándose el antifaz sonriente de la juventud, se viste la toga de la vida serena y amontona sus años de vida pacientemente, porque intuye que Dios va a concederle el plazo necesario para amar a sus criaturas.
Goethe ama las flores, los parques, las fuentes, los pabellones de caza apartados en la espesura del bosque. Ha conocido a Federica Brion, en un pueblecito florido de Alsacia; ha cortejado a Carlota Buff en la verde campiña de Wetzlar; ha amado a Carlota von Stein en un romántico pabellón a orillas del Ilm, y, al final de su vida, perseguirá todavía a la joven Ulrike von Levetzow por los sombríos jardines de Marienbad.
Pero Goethe no es un romántico y busca en las flores algo más que la simple embriaguez de su aroma. Buena parte de su obra está dedicada al estudio científico de la naturaleza. Y entre sus mejores amigos no faltan los botánicos, como Federico Humboldt, o los jardineros, como Batty, a quien nombra su ayudante en el Ministerio de Agricultura de Weimar.
A lo largo de su vida, reúne una impresionante colección de plantas; las dibuja, las analiza, y escribe en La metamorfosis de las plantas el resultado de sus trabajos botánicos.
Cuando finalmente elige a una compañera para compartir su vida, se une a una muchacha de origen sencillo que trabaja en una fábrica de flores artificiales. El 12 de junio de 1788 llama a las puertas de su refugio Christiane Vulpius. «Sus cabellos oscuros abundantes le caían sobre la frente —escribe el poeta— y ondulaban, en cortos rizos, sobre su delicado cuello». Goethe se enamora de aquella muchacha humilde, con rostro de Juno, que tiene un temperamento alegre y sólo piensa en «beber champán con su amante» o en «bailar hasta agotar las fuerzas».
Con ella llegan los días de amor y de vino que convierten a Goethe en objeto de todas las murmuraciones. Y el 25 de diciembre de 1789, día de Navidad, viene al mundo August. La corte no esperaba que Goethe llevase tan lejos su papel olímpico, hasta el punto de tener, como los dioses, un hijo natural en Navidades.
Christiane se convierte, desde entonces, en fiel y celosa compañera de Goethe. Cultiva el jardín de la casa, y se atreve a comparar ingenuamente sus desvelos con el esfuerzo creador del autor del Fausto. Mientras él trabaja en su obra, Christiane planta patatas en el huerto.
Al fin tiene una casa propia y una mujer que cuida su jardín y le escribe deliciosas misivas, salpicadas de ingeniosos errores gramaticales: «Me sorprende que tu novela no avance; no debes desanimarte, porque ahora puede ir mejor. Nosotros aquí hilamos con mucha diligencia». Nunca ha sabido Goethe formular tan claramente su pensamiento: todo consiste en saber hilar aplicadamente…
Y así pasan los años, llenando los armarios de las colecciones, multiplicando las antigüedades, recortando las siluetas, patinando los cuadros, rompiendo las porcelanas. En su biblioteca ha reunido más de seis mil volúmenes: literatura, arte, jurisprudencia, física y, sobre todo, ciencias naturales. Guarda también un cráneo de elefante que utiliza para sus estudios científicos. Setenta años antes de Darwin, ha llegado a la conclusión de que el hombre procede, por línea evolutiva, del reino animal.
La casa se va convirtiendo en un museo. Y hasta la ingenua Christiane, gruesa y sonrosada, se va pareciendo cada vez más a un Baco renacentista.
LAS SOMBRAS SE VAN, LAS SILUETAS VUELAN
El invierno se aproxima blandamente, con paso delicado, levantando fantasmas entre la niebla. Las siluetas se vuelven frías y lejanas. La vieja casa de Frankfurt ya no pertenece a los Goethe. Sus antiguos amigos desaparecen. En el pabellón del parque han vuelto a helarse las viñas. Al felicitar a Schiller en el Año Nuevo de 1805, la pluma de Goethe comete un error que trasciende a su espíritu supersticioso: escribe último, como si se tratase de un mensaje de despedida. Cuatro meses más tarde muere el amigo. Y Goethe, que ha acompañado la enfermedad de Schiller con su propia enfermedad, no puede levantarse de la cama para asistir al entierro.
El 6 de junio de 1816 muere Christiane. Poco antes de morir, víctima de una apoplejía causada por su exagerado amor a las cosas sabrosas de la vida, corta los últimos tulipanes del jardín y le escribe a su marido que «los manzanos acaban de florecer». Goethe, que se encuentra en Jena, aquejado también de una enfermedad —¡siempre cae enfermo cuando presiente el dolor de las personas queridas!—, garabatea penosamente un poema: Du versuchst, o Sonne, vergebens durch die düsteren Wolken zu scheinen! (En vano intentas, ¡oh sol!, brillar entre las nubes sombrías…).
Christiane Vulpius yace hoy enterrada en el viejo cementerio de Weimar, bajo una lápida donde pueden leerse estos versos dolientes. Es el último homenaje del poeta a la ingenua florista que cultivaba rosas y tulipanes en su jardín.
En 1827 muere también Carlota von Stein, acordando en su testamento —como último homenaje de amor y amistad— que su féretro no pase por delante de la casa de Goethe. Un año más tarde desaparece igualmente el duque Carlos Augusto.
En un cementerio romano, próximo a la pirámide de Cestio, enterrarían el 26 de octubre de 1830 a su hijo August, consumido por una vida desordenada y alcohólica.
Tenía razón Nietzsche, otro loco que murió en Weimar, cuando escribió que los románticos han hablado de la melancolía de las ruinas, pero que es más grande la melancolía de la inmortalidad.
Sólo su nuera Otilia y sus nietos acompañan a Goethe en la morada de Weimar. Al despuntar la primavera Otilia le trae las primeras rosas del jardín. Pero él piensa en las viñas que crecen junto al pequeño pabellón del parque. Cada día pasea, como una estatua, entre los abedules plateados del Ilm. La luz juega con su propia sombra, convirtiéndola en mil figuras extrañas: torres, pistolas, lazos, pirámides, rizos, siluetas de mujer…
Cuando muere en 1832, sentado en su poltrona, es más viejo que Fausto. Su credo se resume en estas palabras: «La vida es amor, y la vida de la vida es el espíritu».