Memento en Venecia
POETAS EN GÓNDOLA
Entre las doce cosas mágicas que vinieron de Oriente, yo me quedaría la luz del sol, la viña y el vino, los gazales de Hafiz («escúchame hoy a mí, como yo escuché los dulces cuentos que me contó tu perfume»), las palomas y los cafés de Venecia…
Las palomas, que hoy son el símbolo de la Piazza San Marco, vinieron también de Oriente. Las trajo un embajador turco para alegrar a una dogaresa triste, enferma de melancolía. Y los cafés llegaron detrás de las palomas…
En 1585, el embajador veneciano en la Sublime Puerta explicó, ante el Senado, que «los turcos bebían un agua negra, muy caliente, extraída de una semilla llamada kahvé, que permite vencer el sueño». La conquista no fue inmediata, porque los europeos estábamos acostumbrados a beber frío y dulce: aguas heladas, vinos, sorbetes o zumos de frutas. Pero el café nos acostumbró a beber caliente y amargo.
Bajo su apariencia soñolienta y tranquila, Venecia es el decorado ideal para las intrigas del amor y del vino, del juego y del café. Incluso Pushkin, que no la conoció nunca, la imaginó en Eugenio Onegin como un escenario perfecto de amor. Quizá también porque San Petersburgo sería Venecia, si tuviese más palomas y más sol.
Hay una Venecia dulce, de luna y rosas amarillas, de azúcar, malvasía, moscatel y dorado picolit, que conocen todos los turistas. Pero hay una Venecia amarga, de agua alta, brandy oscuro y posos de café, que sólo conocemos los que hemos perseguido sombras en la laguna, perdidos en un laberinto de barcas negras y violetas olorosas.
LA PUERTA DE ORIENTE
Venecia, como todas las ciudades míticas, tiene un subconsciente poblado de sombras, sumido en las aguas, en los pozos, en los ríos de verdín y mármol que van desgranando las cuentas de su rosario por estas húmedas calles que tienen nombres de oficios antiguos y beatas solteras: Calle de la Fava, Ponte di Donna Onesta, Fondamenta dei Cereri, Canal Orfano, Sottoportico del Capello Nero o Calle Larga dei Proverbi.
En Venecia comienza ya el Oriente: las sedas rumorosas, los bulliciosos mercados, los cafés de terciopelo y humo, los amores furtivos, las epidemias, los ojos, las cúpulas, los vientres —el perfil de los vientres— y los celos, los venenos, las mentiras de Oriente.
A Ernest Hemingway le gustaba escribir en Venecia, y alguna vez le vi en el Harry’s Bar. Yo era sólo un muchacho y no había leído todavía buena parte de su obra. Pero admiraba algunos rasgos de su genio, porque sólo al loco de Hemingway podía ocurrírsele que la majestuosa iglesia barroca de Santa Maria Zobenigo, tan sólida y compacta, era «magnífica para ser aerotransportada». Sólo a él podía ocurrírsele que las campanas de las iglesias suenan para recordarle a los hombres que tienen que procrear hijos. La última vez que se dejó ver en el bar del Gritti Palace, debía hacer tres días que no se afeitaba, porque la barba parecía crecerle ya por encima de las gafas. Con el mismo encarnizamiento que ponía en todas las cosas, devoraba una ensalada veneciana de radicchi rossi. Sufría de diabetes y de hipertensión, y la obsesión de la muerte le perseguía.
No sé por qué, desde mi infancia, el destino me hizo coincidir varias veces con el viejo Ernest. Nos habíamos encontrado en Madrid, en 1953, cuando él vivía con Mary en el Hotel Florida, en la habitación 109, y yo ocupaba, con mis padres y mi hermano, justo las habitaciones contiguas. Tal vez vinieran de cazar en Kenia. Quizás el mundo es más pequeño de lo que parece…
Pero mi primer recuerdo de Venecia es más antiguo. En mis memorias (Llegar cuando las luces se apagan) he contado esta experiencia que me marcó para siempre. Yo era un niño muy pequeño cuando mi padre me cogió en brazos y me subió a una góndola. Creo que mi madre se horrorizó al ver que me envolvía en un abriguito de pieles y, en medio de las brumas de la laguna, me llevaba a un cementerio… Nos acercamos, sobre las aguas serenas, a la muralla rojiza donde los frailes antiguos encerraron su iglesia de mármol blanco. Para mí fue inolvidable aquel viaje a la Isola di San Michele. Pocos niños deben de haber tenido una experiencia tan fabulosa, tan insólita, tan extravagante. Pero esto es, precisamente, lo que amé siempre en mi padre. Llevábamos un ramo de crisantemos y mi padre leía un libro de Chateaubriand, del que sólo recuerdo que hablaba de luciérnagas. Y, al cabo de más de medio siglo, guardo todavía en mi memoria, con la sensación de un escalofrío, aquel viaje en góndola hacia los sepulcros verdinosos donde mi padre buscaba el mausoleo de Serge Diághilev.
Adoro los días de acqua alta, cuando San Marco refleja sus mosaicos de oro en un inmenso lago de ópalo. Y busco, entonces, en las calles vaporosas las huellas de Gabriele d’Annunzio y Eleonora Duse, dos enamorados que se perdieron al mirarse en un espejo. Él era poeta. Ella era la actriz más bella y elegante de Italia. Se encontraron, el 26 de septiembre de 1895, en el Hotel Royal Danieli, viviendo allí dos días de olvido y de embriaguez, sin recobrar la conciencia. Él se construyó, en las orillas del Garda, la casa más fabulosa que he visto, tan repleta de objetos que no hay en ella lugar para el olvido. Y Eleonora regresó a Venecia, años más tarde, pero estaba ya demasiado gruesa, tan cambiada que Rilke sólo pudo reconocer su sonrisa. Cuando fui a visitarla, en su última morada del cementerio de Asolo, llovía tanto que hasta las estatuas parecían llorar en aquel jardín florido. Y, con los dedos llenos de agua y tinta, se me derramaron, sobre la piedra, todos los versos: «Amori et dolori sacra».
«Las góndolas negras que se deslizan por los canales —escribe Madame de Staël— parecen cunas o ataúdes, primera y última moradas del hombre». George Sand las describe: «bajas, estrechas, cerradas por todas partes, como un féretro». Liszt compone una sonata para piano, titulada La lúgubre góndola. Y Emilio Castelar se deja llevar por su imaginación de orador: «parecen un féretro o un cetáceo, un cisne negro o una luciérnaga fantástica». Pero Byron encuentra un misterio contradictorio y alegre en estas canoas vestidas con brillante librea negra y dorada: «Amo la melancólica alegría de las góndolas y el silencio de los canales».
Los artistas y los poetas no se van de Venecia. Se quedan en los jardines húmedos, como los ángeles de las fuentes se miran en el agua estancada, convertidos —muchas veces— en narcisos mutilados. Pero regresan, al cabo del tiempo, bogando en sus góndolas, en sus cisnes, en sus luciérnagas o en sus violines negros. Y escriben misteriosos esgrafiados sobre los muros de jaspe, en los escalones de pórfido de los palacios, en los pozos de San Polo, en los cristales multicolores de las iglesias.
POETAS EN GÓNDOLA
Desde que el romántico John Ruskin pusiera de moda la «moribundia» de Venecia, ningún artista ha resistido la fascinación de esta villa ruinosa que flota sobre las aguas como una Ofelia lánguida, desmemoriada y náufraga. Porque tiene Venecia el peligroso encanto de aquellos paisajes crepusculares que pintaba Claude Lorrain; nos atrae como ciertas mujeres maduras que han perdido ya la memoria de sus amores, aunque conservan todavía suficiente imaginación para despertarlos. Es una ciudad para dandis decadentes o cisnes negros, como era el propio Ruskin, en la época en que había abandonado ya sus negocios de importación de vino de Jerez.
Era un personaje curioso este Ruskin. «Mi madre me había dedicado a Dios antes de nacer», afirma cuando todavía es un niño vestido de terciopelo azul. Pero enseguida, como buen filósofo, rectifica el sentido de sus palabras: «El sol es Dios». Se pasó la vida montado en el pescante de una diligencia, arreando a los caballos por los caminos de Europa. Y siendo ya anciano, cuando la alta sociedad comenzaba a aficionarse a los trenes, compró una diligencia antigua para seguir paseando por el mundo con tres pares de caballos y un tintineo de campanillas. Por algo era el ángel de un movimiento estético minoritario y decadente: el prerrafaelismo. Odiaba el barroco, tanto como adoraba el gótico veneciano con sus ensueños orientales. Y se atrevía a calificar de «estúpido» el magnífico palacio de Ca’Rezzonico, donde Robert Browning pasó los últimos años de su vida, dejando su testamento escrito en la fachada: «Open my heart and you will see graven inside of it Italy» (Abrid mi corazón y veréis grabada Italia dentro de él).
El palacio Rezzonico había sido decorado por Tiepolo. Pero Ruskin amaba más los retablos de Dante Gabriel Rossetti, poblados de caballeros místicos; y el rostro inmóvil de la Joven ciega de Millais, tan estática que ni siquiera asusta a las mariposas que se posan en su cabeza, y a la Ophelia, que flota entre plantas marchitas… Dotado de un alma lírica y religiosa reducía el mundo a pequeñas hostias y las daba luego a comulgar en su parroquia. Ni siquiera Marx llegó tan lejos en su crítica al pensamiento burgués, porque Ruskin era el azote implacable de lo que él llamaba «élites perniciosas». Hablaba de todas las menudencias de la vida, convirtiéndolas en espíritu trascendente: los detalles de los capiteles, la estructura de los cristales, las devanaderas de las ancianas de Westmoreland. Y hasta sus estudios científicos se adornan con títulos que no habría imaginado Proust: Las siete lómparas de la arquitectura, Los jardines de la reina, La corona de olivo silvestre, Los almendros en flor, Puente viejo, Flor de Lis, Las piedras de Venecia… ¡Qué títulos para escribir una saga de amor decadente!
Su vida fue una novela veneciana, escrita por un inglés. Se enamoró de Effie Gray, una niña abandonada por su nurse, y no se declaró hasta que no empezó a sentir la bravura desesperada de la vejez. Pero ella, que había aprendido a dibujar en sus manos, no amó nunca al «viejo librepensador». Incluso, después de casada, no quiso compartir el lecho matrimonial. Y, finalmente, le abandonó, engañándole con su discípulo más querido: John Everett Millais.
Desde esa fecha, el viejo Ruskin —solitario, atormentado, sombrío— intentará dibujarla, pálida y definitivamente ahogada, en las aguas de la laguna de Venecia.
VIOLINES NEGROS
La góndola veneciana podría ser el símbolo de toda la estética decadente. Cuando uno navega en su casco negro tiene la impresión de moverse por un país encantado, donde las vidas se han convertido ya en figuraciones: las manos en guantes, los cuerpos en siluetas y las almas en violines negros. Las góndolas me recuerdan los juegos melancólicos de los niños en los patios de las ciudades y esos días turbios de la infancia en que nos sentíamos marineros entre los mástiles de la ropa tendida, exploradores entre los tiestos de barro, capitanes entre los muros derruidos de las viejas cocheras.
Cuando Gustav Aschenbach, el protagonista de Muerte en Venecia, se dirige hacia el Lido, a bordo de una góndola, piensa en «silenciosas y criminales aventuras… en la taciturna y suprema travesía de la muerte». El mismo Thomas Mann confiesa haber sentido esta extraña voluptuosidad, cuando llegó a Venecia en la primavera de 1911 para escribir su novela. Allí, en el Hotel des Bains, estaban, reunidos por el azar, los elementos de su obra: el mar, el joven Tadzio con sus ojos provocadores y la muerte. Mann ha utilizado todos los símbolos languidecentes de Venecia en esta novela morbosa y crepuscular: el pozo, el agua y la góndola… Especialmente la góndola aparece en sus páginas como una forma inquietante donde se acunan las sombras de la muerte.
Ya Wagner se había inspirado en los cantos de los gondoleros para componer los lamentos del Tristán. Vivía entonces en el Palacio Giustinian y, desde su habitación, escuchaba el grito de los barqueros que navegaban por el Canal Grande: «Un profundo gemido salía de sus gargantas in crescendo hasta culminar en un oh prolongado, y acababa con la exclamación: ¡Venecia! Esta sensación me acompañó hasta el final del segundo acto del Tristán. Me inspiró incluso los sonidos quejumbrosos y arrastrados del oboe, al principio del tercer acto».
Venecia tiene su leyenda de amor y muerte. Y quizá por eso los artesanos que fabrican las góndolas se llaman aquí marangoni, como los pájaros de la laguna que revolotean en el alba, despertando a la ciudad dormida con su inquietante grito. Para mantener su secreto trabajan al despuntar las primeras luces del alba, incluso durante el invierno. De padres a hijos se transmiten las fórmulas misteriosas de los barnices, los planos de construcción, los materiales necesarios (olmo para la popa, cedro para la proa, zoquetes de nogal, aristas de abeto). Ni los artesanos de Cremona han puesto tanto amor en la construcción de sus violines.
Dicen que «góndola» significa «concha» (conchula). Y estas conchas negras, que quizá cayeron en la laguna veneciana cuando nacieron las primeras plumas en el vientre de Venus, se convirtieron en auténticos salones de amor. Son negras, porque la Magistratura de Pompas obligaba a eliminar los signos de ostentación; a pesar de que Venecia era, en los siglos XVI y XVII, una ciudad que vivía casi todo el año en fiestas.
Por eso la góndola se vistió de negro. Su atuendo no tiene nada que ver con los duelos funerarios, porque en Venecia los lutos se llevaban de color verde oscuro, azul o pavonazzo (marrón rojizo). El color negro era, más bien, una manifestación de elegancia. Las damas lo utilizaban, como las griegas, para resaltar las formas de su silueta. Y no hay que olvidar que las bellezas venecianas eran muy delicadas y, para realzar su porte, usaban tacones tan grandes que tenían que andar apoyadas en sus esclavas. Ocultaban sus pies con faldas largas y hermosas colas. Pero este lujo ofendía también a los severos magistrados, que dictaron leyes contra «los vestidos diabólicos». Fue una disposición inútil, como todas las lanzadas contra la mujer, y, a los pocos años, se pusieron de moda las colas recogidas «con broche de oro y pedrería».
LA HERENCIA DEL ARETINO
En aquella Venecia del Renacimiento, desocupada y alegre, triunfaba el genio satírico del Aretino. Él ha cantado, como nadie, la belleza del Gran Canal y la agitación de «aquellas hermosas calles surcadas por las góndolas». Vivía como un hijo de Mahoma, rodeado por una corte de bellas mujeres, en un palacio desordenado que podría haber despertado la envidia de un beduino. Por los suelos se amontonaban las copas, los huesos de tordo golosamente roídos, los almohadones de seda y todos esos objetos que se necesitan para decorar con urgencia un escenario de amor. Para dar lo mejor de su ingenio no tenía más que incorporarse en el lecho, tomar la pluma y escribir una carta, a María de Médici, al señor de Mantua o al Obispo de Vasone. Venecia era la capital del mundo. Un día pasaba por el Gran Canal un caballero de luenga barba y piel rosada, acompañado por un joven que acariciaba las plumas de un papagayo, mientras contemplaba su rostro de niña mora en las aguas: eran Leonardo y Salaíno, que traían un proyecto secreto para el arsenal de la Serenísima. Al atardecer, los tañedores de laúd acompañaban a las góndolas hasta la mansión de Gentile Bellini, decorada con misteriosas chinoiseries, adquiridas durante su viaje a Constantinopla. En otra ocasión era Miguel Ángel quien pasaba de largo por esta ciudad ociosa que ofendía a su temperamento de hombre insociable y trabajador. Pero el mejor amigo del Aretino era Tiziano: pintor genial que convertía a las majestuosas Venus «desnudas» del arte clásico en mórbidas mujeres «desnudadas».
Mientras las aretinas se abanicaban indolentemente los muslos desnudos, con pañuelos de seda, el maestro Tiziano acariciaba con los pinceles sus sinuosos cabellos, imaginando torbellinos de oro sobre el lienzo. Y en un rincón, el mono Monicchio comía las semillas de calabaza que ellas, como esclavas aburridas, le ofrecían en sus manos de mármol.
Pietro Aretino fue el poeta blasfemo y festivo de aquella Venecia dionisíaca. Dicen que se murió de risa cuando relataba uno de sus chistes obscenos. La verdad es que murió en la cama, después de recibir los santos sacramentos. «Vigilad a los ratones ahora que me habéis untado», le dijo al sacerdote, en presencia de los piadosos inquisidores de la República.
Tiziano tuvo una muerte más trágica. Había alquilado una bella casa con un precioso huerto que daba sobre la laguna y las islas de San Michele y de Murano. Es un lugar muy agradable en verano, porque corre la brisa. Y allí —bajo el mismo árbol de las hojas redondas que pintó en el cuadro de San Pedro Mártir— le gustaba reunirse con sus amigos: el Sansovino, el Aretino y Giacopo Nardi.
Pero, en el verano de 1576, se propagó la peste en Venecia. La gente, enloquecida por el calor y la fiebre, se arrojaba a los canales. Los ríos olían a muerte, mientras unos personajes extraños, vestidos con estola azul y una máscara, quemaban las ropas, los lechos, las casas. El humo empastaba los vidrios de las ventanas, esparciendo un olor amargo de enebro quemado. Y Tiziano, ya inmóvil y viejo, permanecía solo en su estudio, sentado en una banqueta. Todavía respiraba cuando los ladrones penetraron en el palacio de Birri Magno, en San Canciano, donde había reunido los tesoros de su arte, y saquearon el taller. Su hijo Orazio intentó, desesperadamente, clavar las puertas y ventanas de la casa. Y allí, entre estas tablas crucificadas, le encontraron muerto junto a su padre.
En la magnífica iglesia gótica de San Zanipolo ya no puede verse el cuadro de San Pedro Mártir, desaparecido también en un incendio. Pero se ven otras obras de arte y algunas cosas curiosas, como la urna que contiene los pellejos del pobre Marco Antonio Bragadin, héroe de la defensa de Chipre contra los turcos, que fue descuartizado vivo. Sus verdugos rellenaron la piel de paja y pasearon esta espantosa imagen por los puertos otomanos del Mediterráneo. Más tarde, un soldado consiguió rescatar la reliquia y la llevó a Venecia «plegada como un papel, aprestada como un pañuelito, tan bien conservada que se veían los pelos del pecho».
En la misma iglesia están enterrados los patricios de la familia Cavalli que dieron algunos personajes muy virtuosos, como un tal Ludovico, que se acostaba con su mujer «sólo para procrear hijos, completamente vestido y de forma que no pudieran tocarse los cuerpos ni dar satisfación a deseos venéreos». Debía ser ingenioso, porque «con este método de continencia», muy recomendado por los moralistas de su época, consiguió tener descendencia. Quizás el clero hacía trampa y colaboraba en el éxito.
Y en esta misma nave, donde se celebraban los funerales de los dogos, se interpretó en 1971 el Réquiem que compuso Stravinsky para sus propias exequias. Era un día soleado de primavera cuando acompañaron a la góndola fúnebre del maestro hasta el cementerio de San Michele, depositando sus restos junto a la sencilla tumba de Diághilev, en el mismo lugar, mágico y romántico, donde mi padre me había llevado siendo un niño.
EL MOTÍN DE LAS ALEGRES HERMANAS
Las góndolas podían cubrirse con la felce: cabañuela de madera que permitía a sus ocupantes ocultarse de las miradas indiscretas. Y no era infrecuente que, a bordo, viajara una joven escapada de cualquiera de los conventos nobles que había en la ciudad. Porque los monasterios venecianos eran auténticas escuelas de intriga y de tercería, que rivalizaban, incluso, a la hora de proporcionar compañía para el lecho del nuncio pontificio, cuando éste visitaba la ciudad. Y cuando en 1525 el obispo ordenó que las monjas se cortasen sus trenzas, las alegres hermanas del Monastero delle Celestie organizaron un motín sonado.
El genio volteriano triunfaba en Venecia, como reacción contra los excesos de un gobierno provinciano y estrecho. En esa escuela se formó el joven Casanova, que amó mucho a las monjas y predicó la doctrina del Ángel de la Luz, fantasma celeste que se descolgaba por los techos de las casas o aparecía dentro de los armarios cuando los maridos estaban de viaje. Perseguido y encarcelado por la Inquisición, Casanova consiguió fugarse de la prisión de los Plomos. A los treinta años era un aventurero brillante, amigo de todos los truhanes de Europa, alcahuete de príncipes, alquimista de viejas, remendador de matrimonios, griego de todos los garitos y cobertor de todas las camas. Y a los cincuenta años era ya un hombre reumático y viejo, miedoso y desdentado que se ganaba la vida como chivato de los inquisidores. No denunciaba a nadie, pero debía sentir vergüenza cuando redactaba informes moralistas sobre las escuelas de arte, donde se exhibían las modelos desnudas. «Tengo cincuenta y ocho años —escribe al despedirse melancólicamente de Venecia— y no puedo irme a pie. El invierno llega bruscamente. Y, si pienso en volver a ser un aventurero, me echo a reír al mirarme al espejo».
Mientras Casanova se encierra en el castillo de Dux (¡qué nombre tan predestinado para un veneciano!) y colabora en el libreto de Don Giovanni, la ópera de Mozart, un poeta alemán visita Venecia. Es un gentiluomo de frente alta y nariz bien perfilada, con cara de bronce fundido. Se llama Johann Wolfgang von Goethe y está muy orgulloso de su nombre burgués —herencia de generaciones de artesanos honrados—, aunque sus amigos encuentran ciertas resonancias sarcásticas en el apellido: «Oh tú que desciendes de los dioses, de los godos o de la mierda» (der von Göttern du stammst, von Goten, oder von Kote), le escribe Herder en un epigrama.
Goethe llega a Venecia con una imagen infantil en su memoria: «Mi padre poseía un bello modelo de góndola que había traído de Italia. La tenía en mucho aprecio y me hacía una gran concesión cuando, a veces, me permitía jugar con ella».
En Venecia, Goethe contemplará por primera vez el mar y, reaccionando con un entusiasmo muy propio de su carácter, se llenará los bolsillos de conchas y caracolas. De la misma forma, sin hacer concesiones al pintoresquismo, recorre las calles y los canales, elaborando mentalmente un proyecto de urbanismo para resolver el problema de las basuras. Es un burgués de la mejor escuela, tiene temple de alcalde y escribe poemas después de haber dejado bien redactados sus informes de ministro de Minas. Es, como la góndola, una obra tan utilitaria que acaba siendo una obra de arte. Por eso, cuando contempla las barcas que surcan los ríos, asomado a la ventana del Hotel de Inglaterra, no puede reprimir un aria sentimental: «Las proas de reluciente herraje, las negras literas de las góndolas, todo me saludaba como a un antiguo amigo, devolviéndome las más olvidadas sensaciones de infancia».
Pocos años más tarde, Byron contemplará la misma escena desde las ventanas del Palazzo Mocenigo, a orillas del Canal Grande. Ha alquilado una planta en la parte más moderna del edificio; pero no sabe que los fantasmas más interesantes se ocultan en la casa vecchia, porque en esas habitaciones húmedas vivió en 1595 Giordano Bruno. Fue precisamente el propietario de este palacio, Giovanni Mocenigo, quien le acusó ante los inquisidores por haber sostenido herejías contra el sacramento de la comunión. Y de allí le condujeron a la cárcel, primero en Venecia y luego en Roma, antes de llevarlo a la hoguera.
El joven Byron viste pantalón de seda blanca y una chaqueta escocesa con el tartán de los Gordon: negro, azul y verde, con finas rayas amarillas. Come galletas con agua de seltz para mantener la línea. Y, cuando acaba de hacer el amor con su amiga Margherita Cogni, la panadera de la Merceria, cruza nadando la laguna, desde Santa Chiara al Lido. Dicen que la fornarina era bellísima: una ragazza formidable, altísima, con fascinantes ojos negros y unos andares de princesa. También era celosa, hasta el extremo que no dejaba entrar en la casa a ninguna otra mujer, exceptuando «las brujas horrendas» que contrataba para el servicio. Nadie puede negar que adoraba a su amante y que, cuando Byron intentó alejarse de ella, le persiguió con un cuchillo y, luego, desesperada, se arrojó al canal en plena noche.
Byron adoraba a las fieras. Se parecía un poco al Aretino y, como él, amaba a los animales. Su palacio veneciano estaba lleno de pavos reales, perros, gatos, loros, monos y un cuervo. En Cambridge tenía también un osito.
«Ahora —escribe Hemingway, en Across the River— nadie duerme en el lecho de Byron, ni en la otra cama, dos pisos más abajo, donde se acostaba con la mujer del gondolero».
Una amiga veneciana me abrió las puertas del Palazzo Mocenigo. En una pequeña estancia se encontraba el escritorio donde Byron compuso los primeros cantos del Don Juan y del Mazeppa. Su habitación estaba en el segundo piso, orientada al mediodía. En sus tiempos, las paredes tapizadas de seda, las cariátides y las vigas doradas debían formar un bello conjunto. Me impresionó el gran salón, con su piano y sus bellos muebles del siglo XVIII. Pero debía de estar algo más descuidado cuando los animales y el horrible matrimonio Shelley se paseaban por las habitaciones, tirando las cáscaras de naranja por los suelos y dejándolo todo en desorden, como si estuvieran en la selva.
GÓNDOLAS Y MUÑECAS DE TRAPO
La góndola era la cómplice secreta de las aventuras galantes. Algunos donjuanes exaltados han cantado las delicias de una soirée de amor en la cuna silenciosa de la góndola; pero se trata, sin duda, de un infundio que —aun respetando las reglas del amor— va contra todas las leyes físicas de la navegación.
La góndola era también el «carruaje» imprescindible para todas las fiestas: se engalanaban durante el Carnaval, en la festividad de las Marías y en la fecha solemne de la Sensa (la Ascensión), cuando el dogo celebraba sus esponsales con el mar. En la fiesta de las Marías se nombraba una reina que surcaba la laguna con su cortejo de doce damas; pero, como la costumbre despertaba celos y rivalidades entre las muchachas casaderas, se adoptó la solución de fabricar grandes marionetas para presidir la fiesta. Y así Venecia dio realidad al sueño de todas las muñecas: convertirse en reinas. Las Marie di tola, ricamente vestidas, convertidas en vírgenes flotantes o en madonne de madera y trapo, reinaban durante unas horas en aquella ciudad de oro y mármol.
Con lei sull’onda placida
errai dalla laguna,
ella gli sguardi immobili
In te fissava, o luna!
Al llegar la noche, el Gran Canal se convertía en un río de luces centelleantes donde sólo se escuchaba el grito acompasado de los gondoleros y aquella hermosa barcarola que cuenta las aventuras de Marina Benzon:
La biondina in gondoleta,
l’altra sera g’ò menà.
Fue compuesta por el indiscreto poeta Antonio Lamberti, que presumía de haber conquistado a la dama más requerida de Venecia, la hermosa Marina Benzon. «Los más brillantes salones de París son insípidos y secos si se comparan a las reuniones de la señora Benzon», escribe, en aquellos días, un oscuro novelista que utiliza el seudónimo de Stendhal.
El autor de Rojo y negro escapa a menudo de Trieste, donde desempeña el cargo de cónsul, para asistir a los estrenos del Teatro de La Fenice. Frecuenta el Caffè di San Fantin —donde hoy se encuentra instalado el mejor restaurante de Venecia, el Antico Martini— para conversar con las estrellas de la ópera. En un salón privado del Caffè Quadri escucha al famoso tenor Giambattista Velluti. Y, a veces, puede encontrársele en los salones del Florian, conversando con el compositor Rossini, del cual trazará un magnífico retrato literario.
Algunos años más tarde Stendhal morirá en una calle de París, fulminado por un ataque de apoplejía, sin que nadie sospeche que ha sido el crítico más sagaz de su siglo. Quizá Marina Benzon llegó a intuirlo, porque era una de esas mujeres que desnudan, en pocos minutos, la cabeza de un hombre. Entre sus amantes suele incluirse al joven Byron. Y ella tenía casi sesenta años cuando conoció al bel zovaneto ingrese.
Venecia, como la hermosa Marina Benzon, tiene un crepúsculo fascinante. Todos los románticos se enamoran de ella en la hora mágica de su decadencia. Se adorna en su ocaso con la leyenda fúnebre de la góndola y de la ciudad náufraga. La famosa cantante Maria Malibrán, que llega a Venecia para estrenar el Otello de Rossini, se niega a «sepultarse viva en estas góndolas negras». Era una joven alegre que fascinaba al público con su voz, que parecía la de una sacerdotisa de los antiguos misterios. En su tiempo fue como la Callas que nosotros adoramos en Norma. Pero quizá llevaba ya en su alma el presagio oscuro de su muerte prematura.
Byron declara que quiere morir ahogado en el Lido, frente a la inmensidad del Adriático. Y elige, incluso, su epitafio: Implora pace. Alejandro Dumas asiste en Venecia al estreno de La Traviata, inspirada en su Dama de las camelias. Balzac paga una factura en el Caffè Quadri con una moneda que lleva acuñada su efigie. El desgraciado pintor Léopold Robert se suicida entre estos «ataúdes flotantes» para olvidar sus amores con la princesa Carolina Bonaparte, hija del rey de España. Y Mark Twain, que llega a la ciudad en 1867, tarda mucho tiempo en comprender la fascinación «de esas viejas y descuajaringadas canoas, negras como la tinta, con un trapo negro desplegado en el centro».
Venecia acepta todas las opiniones y todos los juicios: los recuerdos y los olvidos, las traiciones e, incluso, los insultos. La tumba de Canova en la Chiesa dei Frari que, para mí, es un monumento funerario magnífico y sobrecogedor, le parece «execrable» a Stendhal. Y Santa Maria della Salute, delirio que no cabría en ninguna otra ciudad del mundo, despierta un comentario feroz a Goethe: «iglesia de pésimo gusto, que merecería que en ella ocurriese algún milagro». A Hermann Hesse, más prudente, le molestaba sólo el pavimento ajedrezado, que produce inquietantes efectos visuales.
EL «CORNO» VENECIANO
El cuerno no era sólo el atributo del Dogo. Algunos maridos consentidores llevaban, en un libro de contabilidad, las infidelidades de sus esposas… y las ganancias que les proporcionaban.
La góndola, como toda Venecia, está pensada para dos. Pero George Sand la convertiría en protagonista de un juego para tres. El 7 de diciembre de 1833 la extravagante escritora llegó al Hotel Danieli con su amante de turno, el delicado y cínico Alfred de Musset. Disponían de dos habitaciones comunicadas y un gran salón. Ella adoraba los palacios de mármol blanco, las canciones de los gondoleros, las serenatas nocturnas, las flores que se resisten a morir en los fríos días del invierno veneciano. Él se enamoraba de todo y de todas.
La Sand y Musset se hicieron pronto famosos en Venecia, porque se sentaban a fumar sus largas pipas de algarrobo en Piazza San Marco. Ella se hacía traer los zapatos de París, porque consideraba que el cuero italiano era demasiado duro para sus pies, siempre hinchados. Pero la verdad es que caminaba sin descanso, incluso de noche, cuando se detenía a soñar bajo los emparrados que orillan el Canal Grande, aspirando el «perfume de las viñas en flor, quizás el más suave de todas las plantas» o contemplando la imagen de alguna madonna que aparecía, misteriosa, a la luz de una lámpara, en un baldaquino de jazmines perfumados.
«Vivo casi sola —comenta George Sand, contando una mentira o lanzándole una bocanada de humo envenenado a su torpe amante—. Tengo un amigo íntimo que es una delicia… Un estornino domesticado que bebe tinta, come el tabaco encendido en mi pipa y se alegra mucho con el humo, de manera que permanece apoyado en mi bastón, inclinado sobre la cápsula humeante».
Ella impresionaba a los venecianos por su personalidad, pero también por su «expresión decidida y viril». A veces, los dos amantes se dejaban ver también en el Caffè di San Fantin, frente a la farmacia de Ancillo, un boticario que había sido amigo de Stendhal y era en este tiempo confidente sentimental de la Sand; porque ella se vio enseguida envuelta en una complicada historia.
Casi recién llegada a Venecia se encontró muy enferma. Y su poeta la abandonó sin contemplaciones, diciéndole: «No nos amamos ya, no nos hemos amado nunca». Vivían en habitaciones contiguas del Hotel Danieli, pero cada uno hacía su vida. La de ella debía ser bastante más divertida, porque encontró muy pronto consuelo en el médico que la atendía: el joven Pietro Pagello.
«El ardor de tu mirada —escribe la enferma a su médico veneciano—, la pasión violenta de tus brazos, la audacia de tus deseos me tientan y me causan miedo… ¿Qué se oculta en ese pecho viril, en ese ojo de león, en esa frente soberbia? ¿Cuando tu pasión esté satisfecha, sabrás agradecérmelo?… ¿Los placeres del amor te dejan jadeante y embrutecido, o te llevan a un éxtasis divino?» No está mal, para una alumna de las monjas inglesas.
Musset sólo aparecía en la habitación, de tarde en tarde, y los encontraba siempre en posturas incómodas. «Quien aspira al placer —ha escrito Byron— no debe buscar comodidades». Pero, además, el joven poeta francés se consolaba bebiendo demasiado. Y Pagello le recetó un repugnante jarabe, que él mismo preparaba con goma arábiga, dejando a su rival sin fuerzas. «No es justo tratar así a un moribundo», se lamenta Musset, un día que los encuentra abrazados, en su propia cama.
Más tarde —mientras escribe André, Jacques, Mattea y Lettres d’un voyageur— George Sand se instalará con una amiga y los dos hermanos Pagello en una casa del río dei Barcarolli, manteniendo allí un animado casino.
La Sand nunca tuvo claros los límites de las alcobas. No comprendía que en Venecia —ciudad de los maridos liberales— había que vigilar, sin embargo, a las mujeres. Ellas hacían la ley y la administraban, reglamento que la Sand nunca llegó a comprender porque quería ser la única leona. Quizás aprendió la lección el día que una moza del pueblo, llamada Arpalice, decidió ajustarle las cuentas y le propinó una zurra en la calle, levantándole las faldas y organizando una escena tan ruidosa «como si estuvieran operando a treinta gatos juntos».
La historia sentimental de George Sand había sido siempre muy escandalosa, porque hospedaba a su joven amante, el estudiante Jules Sandeau, en el domicilio donde vivía con su marido. Luego se hizo famosa escribiendo páginas feroces, a veces cuentitos de gata maula y, otras veces, novelas audazmente feministas como Lélia. En realidad sus ideas cambiaban según fuesen las convicciones de sus amantes. Cuando se hizo amiga de Michel de Bourges se volvió socialista. Y cuando la revolución de 1848 acabó en un fracaso, escribió: «Siento hoy vergüenza de ser francesa… No puedo creer en la existencia de una República que comienza por asesinar a sus proletarios». Alfred de Musset y Chopin no vivieron para verla convertida en matrona de una revolución mística. Y Jules Sandeau envejeció en la burguesía, perdiendo su republicanismo a medida que se iba volviendo calvo.
Geoge Sand fue siempre genial y complicada. Soñaba, a menudo, con unos seres misteriosos que la llevaban en barca hacia una orilla desconocida: «¡Ven a descansar con nosotros —le gritaban los habitantes de la isla— y encontrarás la nueva juventud!». Sin embargo, no sería George Sand la que moriría en Venecia, sino Richard Wagner.
Wagner había alquilado veinte habitaciones del Palazzo Vendramin, porque le gustaba esta mansión, con sus grandes chimeneas esculpidas, sus techos artesonados y sus espléndidos mármoles africanos.
A veces Wagner se sentaba en el Florian para escuchar las oberturas de Rienzi y de Tannhäuser, interpretadas por la banda de la ciudad. Y se levantaba de su asiento para aconsejar al director….
Dos años más tarde, en 1885, su más apasionado amigo y fiel enemigo, Friedrich Nietzsche, se sienta en la misma terraza para escribir: «Bistecca 45 pf. – Risotto, 38,15 pf. – Maccheroni, 24 pf. – Arrosto di vitello in salsa piccante, 38 pf. – Due uova, 10 pf».. No es una obertura muy lucida, pero la vida está muy cara en Venecia, sobre todo para un escritor sin fortuna. Por algo se hospeda en el Albergo della Luna, donde cada noche puede contarle a Pierrot la historia de sus amores con Lou Salomé. Y, antes de irse a dormir, escribe en el mismo papel donde hace sus cuentas: «Ordenad muy bien mis libros y dejadlos en un rincón hasta que se cubran de moho. Mis obras comenzarán a servir de algo sólo cuando yo también esté cubriéndome de moho».
EL PRIMER CAFÉ DE REDACCIÓN
El baccaro es, en Venecia, una taberna típica. Y en I Due Mori, puede beberse todavía un ombra de vino blanco, acompañada por deliciosos tramezzini, que es como aquí llaman a las tapas. Pero ya no existe el café del mismo nombre que, en 1760, anunciaba una bebida llamada Alfabeto: «Nella bottega dei Due Mari, in faccia la chiesa di San Giovanni Elemosinario di Rialto, si dispensa una bibita chiamata Alfabeto, a soldi 5 la chicchera». Daría cualquier cosa por haber compartido una borrachera tan literaria con Gabriele d’Annunzio o con Hemingway. Pero ya no conozco otro alfabeto que el de los monjes de San Lázaro que, cuando visito su convento en la laguna, me dejan remover todas las cajas donde guardan los tipos de imprenta para escribir en turco, en griego, en polaco y en armenio.
El más célebre de todos los cafés de la Piazza San Marco sigue siendo el Florian. Nació en 1720 con un nombre muy sonoro, poco apropiado para pasar desapercibido: Alla Venezia Trionfante. Decorado con simples banquetas, como una hostería, no era en sus comienzos un salón lujoso.
El Caffè Alla Venezia Trionfante ofrecía a sus clientes una pequeña debilidad veneciana: una terraza que permitía espiar a cualquier parroquiano —hombre o mujer— que pasase por la Piazza de San Marco o se dirigiese al cercano Palacio Ducal. La Piazza era todavía un zoco animado donde podían encontrarse los tipos más diversos y extravagantes que ofrecían sus mercancías en los tenderetes y barracas: los feroces cretenses con sus largas trenzas, los turcos con sus turbantes, los altivos catalanes y genoveses con sus barretinas, los moros con sus chilabas, pálidos ingleses, bigotudos borgoñones, portugueses vendedores de naranjas, músicos alemanes, domadores de caballos húngaros, pobres mendigos y falsos miserables venidos de todas partes, disfrazados de peregrinos y monjes, fingiendo ser dolientes leprosos o eunucos escapados de los harenes.
Ocultos bajo sus máscaras de carnaval, frecuentaban el Florian Federico IV de Dinamarca y Gustavo III de Suecia, el rey más inteligente del siglo XVIII. Su afición por el teatro y los carnavales le costó la vida. Murió asesinado en un baile de máscaras, en el viejo Teatro de Drottingholm, en Estocolmo. Verdi basó su ópera Un ballo in Maschera en el trágico final de aquel rey galante del siglo XVIII, que fue un incansable constructor de castillos, promotor de academias, protector de artistas.
Floriano Francesconi, el dueño de Alla Venezia Trionfante, demostró buen sentido comercial, cuando decidió convertir su café en redacción y sede de la Gazzetta Veneta, el periódico que acababa de nacer en la capital de la República. Se creó así el primer «café de redacción». Pero la Gazzetta era, además, un reclamo para los anunciantes que buscaban casa y trabajo, para las demandas de empleo y servicio, para la compraventa de objetos diversos.
Cuando murió Floriano Francesconi, su sobrino Valentino supo mantener su herencia; aunque se vio obligado a permitir el juego en los salones del mezzanino. Era imposible evitar esta plaga en Venecia, de la misma forma que no podían cerrarse las puertas de un café a los vástagos de aquella aristocracia que producía, sin cesar, «travestis (gnoghe) y prostitutas».
Los años dorados del romanticismo dieron vida al Florian. Allí se reunían el escultor Antonio Canova y sus amigos. En estas mesas se daban cita los artistas más a la moda: Goethe, Schopenhauer —que llevaba en el bolsillo una carta de Goethe para Byron, aunque nunca la entregó—, Beckford, Balzac, Alejandro Dumas…
Balzac no se cansaba de escribir cartas a sus amigos, explicándoles sus paseos que le llevaban hasta un palacete, con un pequeño balcón y «dos ventanas góticas», donde se decía que había habitado Desdémona. Es una casa pequeña pero muy elegante, que me parece uno de los lugares mágicos del Gran Canal. En realidad, fue Giovanni Battista Giraldi quien hizo famoso en 1565 este palacio, cuando contó en uno de los relatos de su Ecatommiti la historia de una muchacha a la que conocían con el mote de «Demonio blanco». Shakespeare se inventó la tragedia del moro y de su desgraciada amante, porque la verdadera Desdémona no murió asesinada por ningún marido celoso.
Pero a mí me habría gustado saber qué personajes y qué historias se imaginaba Balzac cuando, conmovido por sus propias figuraciones, se venía a llorar cada día delante de esta fachada.
En 1839, los clientes del Caffè Florian vieron, con gran escándalo, cómo la Piazza San Marco cambiaba la amarillenta luz de los fanales de aceite por modernas lámparas de gas. Pero el progreso conquistaba la vieja plaza donde se habían dado siempre cita las maravillas: los extraños animales que había traído Marco Polo de sus viajes a Oriente, las corridas de toros, los torneos caballerescos a los que asistió Francesco Petrarca, la insólita figura del feroz Barbarroja, que se arrodilló aquí, delante del Papa, los castillos o torres humanas —muy parecidos a los pilares de los castellers catalanes— que los venecianos llamaban «forze d’Ercole», o el globo aerostático en que el conde Zambeccari sobrevoló la ciudad en 1784. Sin olvidar el aparatoso desplome de la inmensa mole del campanile, que se vino abajo en la mañana del 14 de julio de 1902, llenando la plaza de escombros y sin matar ni siquiera una paloma.
Cada vez que me siento en la terraza del Florian, a los pies del campanile, se me ocurre pensar que los fantasmas tienen un macabro sentido del humor. Porque muy poca gente recuerda ya en Venecia que el gran Iacopo Sansovino fue condenado a prisión, cuando estaba construyendo la bellísima Biblioteca Marciana. Por algún motivo, los cálculos o los operarios fallaron y, en la noche del 18 de diciembre de 1545, se hundió una bóveda de la sala principal. Las autoridades decidieron encarcelar al arquitecto, privándolo de su sueldo durante dos años y obligándolo a pagar una indemnización. El Aretino y Tíziano comentaron esta injusta sentencia, escandalizados. Y quizás el fantasma del Sansovino se vengó, siglos más tarde, derrumbando el campanile, orgullo de la República. La Biblioteca Marciana, que estaba a sus pies, no recibió ningún daño.
Los cafés venecianos se convirtieron, en pocos años, en salones lujosos, bien decorados y célebres por la calidad de sus bebidas. El Caffè Florian también modernizó su apariencia en 1858, intentando disimular su pasado revolucionario.
Nada se escatimó para ennoblecer estas bomboneras que me siguen recordando, todavía, los más lujosos departamentos del Orient Express: los divanes de terciopelo rojo, las pequeñas mesitas recubiertas de mármol, las puertas de caoba, las artísticas lámparas —sostenidas por bacantes y ángeles de amor—, los espejos, o el parquet de nogal y sus finas marqueterías… Hasta las vajillas y cuberterías siguen siendo obras de arte.
SE ACABA, SE ACABA…
La competencia del Florian, al otro lado de la Piazza San Marco, eran el Quadri y el Lavena. Los parroquianos elegían uno u otro, según sus preferencias, porque en el siglo XIX sólo existía una orquesta, que se colocaba en el centro de la plaza.
En el café Quadri se reunían los moderados y era un buen refugio para los que querían pasar más desapercibidos. Tenía, además, una buena cocina y, por eso, Henry James se sentaba aquí a comer, después de haber tomado sus baños y haber paseado por las calles, disfrutando de «las parras que crean un techo de sombra». También a él, como a George Sand, le encantaban las pequeñas imágenes de la Virgen que aparecen en muchos rincones de Venecia, especialmente «la Madonnetta que da nombre al traghetto de Rialto».
Bajo la dominación austríaca el Quadri se había llamado Café Civil y Militar, con un rótulo en alemán que decía «Kaffee-haus». Pero los venecianos consideraban esta presencia extranjera como una vergüenza. Y, alcanzada la independencia, el propietario mandó colocar sobre la puerta un gran retrato del rey Vittorio Emmanuele, rodeado de guirnaldas de flores.
Nunca he sabido por qué los clientes románticos consideraban el Quadri más discreto. Decorado con altos espejos que multiplican hasta el infinito las imágenes de los parroquianos, a mí me parece, por el contrario, la más extraordinaria apoteosis de la promiscuidad, la feria del adulterio, el éxtasis del surrealismo. Suelo sentarme en un rincón apartado y solitario, pero a los cinco minutos se me llena la mesa de gente y —en el juego diabólico del trompe l’oeil— se mezclan las alegorías de las estaciones que pintó Sala con las falsas tapicerías de Moretti o con las fantasías mariscas de Carlini; mientras las manos cortadas de un camarero van a parar a los pechos de una vieja dama aburrida, y las lámparas de Murano arrojan una luz de ópera sobre los falsos mármoles, reflejando esmeraldas en las copas de dorado champán. Y así se multiplican las imágenes, en un delirio paranoico, en el que se confunden los matrimonios, se separan las parejas y se besan los maridos engañados, con mil muecas obsesionantes que deben de ser como una alegoría de la prensa del escándalo y de la fama.
El Caffè Lavena conserva todavía una lápida dedicada al más fiel de sus clientes: Richard Wagner. Herido ya por la muerte, en el invierno de 1883, aún tuvo fuerzas para acudir al Lavena con Cósima, Franz Liszt y sus amigos, cuando se celebraba la despedida del Carnaval. Allí se unió a las máscaras que bailaban en torno a una lamparilla agonizante, cantando en coro la última y más triste canción del Carnaval: El va! El va! (¡se acaba, se acaba!).
Algunas semanas más tarde, Wagner morirá en una estancia del Palazzo Vendramin, echado sobre un diván. Hacía tan sólo un momento que había interpretado en el piano el Lamento de las hijas del Rin. Y Cósima le oyó decir: «Me gustan estas hijas de las profundidades».
En realidad, el Palazzo Vendramin tiene mucha historia, porque en él vivieron algunos dogos. Pero fue, además, morada de María Carolina de Borbón-Dos Sicilias, madre de Enrique V, pretendiente al trono de Francia en 1830. Mujer valiente y extraordinaria, tuvo una vida tan aventurera que podría haber inspirado a Dumas; porque —reclamando un trono para su hijo— provocó varias insurrecciones en Francia, soportó la prisión y el exilio, anduvo disfrazada por todos los desvanes y castillos de Europa y, ya viuda de su primer marido, tuvo una «hija del misterio» (como la llamará Chateaubriand).
Fue esta princesa la que, después de esta vida ajetreada, contrajo matrimonio con un amigo de juventud, el conde Ettore LucchesiPalli, que la había cortejado ya en Palermo. Durante muchos años, la familia Lucchesi-Palli honró la memoria de Wagner, celebrando conciertos en el jardín del Palazzo Vendramin. Y Gabriele d’Annunzio, que asistía a estas reuniones, redactó la lápida que puede verse en el muro:
«En este palacio las almas oyen el último aliento de Richard Wagner, eterno como la marea que acaricia los mármoles».
Y LAS PALOMAS REGRESAN A ORIENTE
La bruma primaveral cubre de tul blanco el rostro envejecido de Venecia. Y debajo de cada ventana gótica, en las balaustradas de mármol, se recorta como un camafeo la mirada de una anciana que, quizá, es la madre de Marcel Proust: «Mamá leía esperándome, envuelto el rostro en un velillo de tul blanco tan desgarrador para mí como el color de su pelo…».
Marcel era como un cristal de Murano. Aún más delicado: como una copa rota por una nota falsa. Su delicada nariz reaccionaba alérgicamente a cualquier aroma demasiado intenso. Era incapaz de ponerse unos guantes si su criada Celeste los había limpiado con gasolina. Reconocía y rechazaba el apresto desagradable de unos pañuelos, aunque los lavasen mil veces. Cuando viajaba exigía que le reservasen la misma habitación en los hoteles que frecuentaba. Y, cuando estaba en París, hacía siempre sus compras en los mismos establecimientos. El café debía ser Corcellet, comprado en el mismo establecimiento donde lo tostaban, en la calle Lévis. Los cruasanes tenían que ser de una panadería de la calle de la Pepinière, los brioches de Chez de Bourbonneux, en la rue de Rome, y las confituras de Tanrade «donde las compraba mamá». Como champán, sólo Veuve Clicquot…
Era tan exigente que se hacía enviar también el papel de cartas de un almacén de Les Halles, que existía todavía en los años de mi juventud. Me gustaba ir a aquel establecimiento oscuro y ahumado, detrás del templete de la Bourse du Commerce, porque había un dependiente que había conocido a Marcel Proust. «Elegía también el papel para envolver los libros que regalaba a sus amigos —me dijo aquel pintoresco personaje cuyo nombre, desgraciadamente, he olvidado—, siempre en tonos rosas o azules, según los enviase a señoras o a hombres».
Marcel y su madre se hospedaban en el viejo Albergo Europa de Venecia. Y, al despertar, cuando abrían los postigos de su ventana, veían flamear el ángel del campanile de San Marco.
La hora de Venecia es el amanecer, la hora de Venus. Y en ese momento, cuando las zapatillas encantadas se convierten en guantes oscuros, cuando los cuerpos cansados exhalan ya el oleoso perfume de los narcisos indios, se desperezan las góndolas, agitándose en sus embarcaderos como esclavas de ébano, como rebaños de ovejas prietas, como se abren las puertas cerradas y los ríos dormidos el día en que las niñas en flor despiertan, sin saberlo, alegres y cansadas, después de haber soñado con violines negros…
Han pasado muchos años desde que dejé mi casa veneciana, en el río del Duca; pero todavía se conservan, pintadas con mis colores —negro y violeta— las paline donde amarraba cada madrugada mi corbata y mi barca. Todavía recuerdo el rostro de la Lucia dei fiori, la muchacha que traía a nuestra mesa ramilletes de camelias y gardenias, perfumados como los sorbetes de menta que el camarero nos servía a la hora del atardecer. Vestía, como Mimí, con un anticuado sombrero de paja que tenía el color de su cara pálida. Murió una fría noche de Carnaval de 1968, y encontraron su cestillo de flores en un canal del Cannareggio…
Cuando me siento en la terraza del Caffè Florian, escuchando la música serena de la orquestina, pienso que Oriente lo sería todo —el sol, los gazales de Hafiz, las palomas, el vino, los cafés de Venecia— si no fuera porque también existe el vals. Venecia se va, se acaba, se hunde. No entiendo por qué las palomas venecianas regresan a Oriente cuando se sienten morir…