Ángeles de todos los colores, y uno azul

LADY MELBOURNE EN TAORMINA

«Ella abrió la puerta y contempló la lluvia persistente y pesada, como un telón de acero, y sintió el súbito deseo de salir corriendo y atravesar el chaparrón, huyendo. Se puso en pie, y comenzó a quitarse rápidamente las medias, luego el vestido y la ropa interior, y él contuvo el aliento. Sus pechos animales y puntiagudos oscilaban y se mecían al ritmo de sus movimientos. Su cuerpo tenía el color del marfil bajo la luz verdosa».

Digamos, para empezar esta historia, que a Sarah Melbourne la conocí, hace casi cuarenta años, en un barco italiano que hacía el trayecto de Génova a Nueva York. Sarah no se llamaba Sarah, y su hija Barbara tampoco se llamaba Barbara; pero es verdad que a su marido le llamaban Putifar.

Como siempre he sido muy aficionado a los barcos, hicimos enseguida buena amistad, porque ella había conocido los mejores trasatlánticos de los años treinta: el Normandie, el Queen Mary, el Bremen y el Conte di Savoia.

—Mi preferido fue siempre el Conte di Savoia —comentó Sarah, mientras acariciaba en sus manos una edición antigua y muy releída del Lady Chatterley’s Lover—. Era una nave bellísima, con su casco negro y dos grandes chimeneas, pintadas con las franjas de la bandera italiana. Fue el último barco del viejo estilo que surcó los mares, antes de que se impusiera en todas partes el art déco.

Sarah disfrutaba hablando de aquel barco que tenía todos los lujos: camas con baldaquino, un bar decorado con bambúes como una cabaña de los Mares del Sur y una veranda acristalada sobre el mar. La famosa Sala de las Columnas estaba decorada con pinturas y mármoles, como el foyer de un teatro de ópera.

Mientras ella hablaba, yo seguía el movimiento de sus dedos, que hojeaban con extrema delicadeza las páginas de aquella novela de D. H. Lawrence. Siempre me ha excitado el movimiento de los dedos femeninos sobre el lomo fatigado de los libros viejos, como si sólo las mujeres fuesen capaces de acariciarlos con la ternura que requieren los sueños que se pierden en las noches difíciles. Y fue Sarah Melbourne quien me dio a conocer la obra de D. H. Lawrence, porque era su autor preferido.

—A Lorenzo —a ella le gustaba llamarle así, como lo había hecho su mujer— lo conocí precisamente en el Conte di Savoia.

Hablaba con el tono intrigante que utilizaba cuando quería confundir a la gente. Y añadió enseguida, para ser más desconcertante:

—Pobrecillo, era su último viaje. Quiero decir que ya sólo quedaban sus cenizas.

Y cuando llegamos a Villefranche ya me había contado todos los pormenores de la vida y de la muerte del infortunado David Herbert Lawrence. Supe así que había muerto en Vence —uno de los más poéticos lugares de Provenza— donde Frieda, su mujer, le enterró bajo un sencillo monumento, hecho con guijarros que cogieron en la playa.

—Lorenzo comparaba el paisaje de la Riviera a «un barco de dos o tres puentes, con campesinos en la bodega» —comentó Lady Melbourne. Y añadió con una nota de humor negro que no era habitual en ella—: Algo así como la tercera clase del Conte di Savoia.

Al morir Lawrence, Frieda —que ya le había engañado varias veces— regresó con uno de sus amantes: un joven oficial de bersaglieri, llamado Angelo Ravagli. Ella, que tenía más de cincuenta años, no olvidaba a este amigo que la había amado apasionadamente en los viñedos de Spotorno, bajo una salvaje tormenta de lluvia.

«Era una forma pálida y extraña que corría inclinándose y levantándose, curvándose de modo que la lluvia la azotara y se deslizase sobre sus caderas mórbidas, alzándose de nuevo y exhibiendo provocativamente el vientre mientras avanzaba, después agachándose, una vez más, de forma que sólo los flancos redondeados y las nalgas se ofreciesen, en una especie de homenaje a su hombre, como si repitiese una salvaje reverencia».

El viñedo de Villa Bernarda en Spotorno («the house stands above the town with a big vineyard garden») donde el joven teniente desnudó a aquella mujer casada, catorce años mayor que él, es hoy una reliquia.

«Estaba ya casi en el camino cuando él la alcanzó y rodeó con su brazo desnudo su suave cintura mojada. Ella dio un grito y se enderezó, restregando contra su cuerpo su carne dulce y fría. Y él estrechó arrebatadamente la masa de carne blanda, fresca, de mujer, que al sentir el contacto se puso enseguida ardiente como una llama. La lluvia se derramó sobre sus cuerpos, hasta que humearon. Él le cogió las nalgas redondas, adorables, una en cada mano, y las apretó contra su cuerpo frenéticamente, temblando extático bajo la lluvia».

En 1928, cuando D. H. Lawrence publicó El amante de Lady Chatterley, le quedaban apenas dos años de vida. Había escrito muchas páginas autobiográficas, aunque nunca había llegado tan lejos, describiendo sin pudor los amores de su mujer con un amante. Pero ahora, minado por la tuberculosis, se sentía impotente, como el protagonista de su obra, que vivía postrado en una silla de ruedas. «Tullido para siempre, era consciente de que no podría tener hijos… Tenía una silla de ruedas normal y otra con un pequeño motor acoplado, con la que podía recorrer despacio el jardín y el hermoso y melancólico parque…»

David H. Lawrence era más afortunado, porque su enfermedad le permitía todavía seguir rodando por el mundo, desde Florencia hasta la Riviera, «donde se puede disfrutar de algunos días soleados, como no existen en la oscura Inglaterra». Se alimentaba ya solo de té y de jaleas que le mandaban sus amigos. Estaba gravemente herido por la tuberculosis y no tenía las fuerzas del teniente de bersaglieri; aunque sabía amar mejor, incluso cuando —convirtiendo el eros en agapé, como los ángeles iniciados— sólo utilizaba ya la palabra.

En 1930, a la muerte del escritor, Frieda y su amante se fueron a México, donde vivieron veinte años en el Rancho de San Cristóbal, en una casa que había pertenecido a Mabel Lodge Luhan —una mujer extraordinaria— que fue mecenas de Lawrence y que le dejó esta herencia.

Pero, en 1935, Frieda encargó al teniente que regresase a Vence a buscar los restos de su marido. No debió de ser un cometido fácil para aquel semental que entendía poco de aventuras poéticas. Mandó exhumar el cadáver, pidió que lo incineraran en Marsella y subió a bordo del Conte di Savoia, con la urna en las manos.

—Todo el mundo sabe que tiró las cenizas por la borda —me explicó, con todo detalle, Sarah Melbourne—. Yo misma se lo oí contar en el barco, un día que había bebido demasiado whisky.

Me parece que Frieda no fue nunca consciente de que había llegado tan lejos en la infidelidad a su marido, poniendo sus cenizas en manos de un cretino. Cuando escribía mi libro Memorias de México anduve explorando un poco las tierras del Norte, buscando los recuerdos de D. H. Lawrence, entre pintorescos anfiteatros y cañones. Debido a la altura, era bastante cansado abrirse camino por estas sendas, que ayer recorrían los indios para llegar a las orillas del Río Grande. El paisaje me recordaba muchas páginas de los libros de Lawrence, como Saint Mawr o La Serpiente Emplumada. Y así llegué hasta el Kiowa Ranch de San Cristóbal, con sus pequeñas casitas rojas, construidas con madera de pino.

El propio Lawrence trabajó con los indios para reparar aquellas cabañas, donde quiso crear una colonia de socialistas utópicos, a la que llamó Rananim. Pero sólo la pintora Dorothy Brett, que había sido amiga de George Bernard Shaw y de Virginia Wolf, aceptó la invitación. Ella ayudaba a Lawrence a copiar a máquina sus manuscritos. Como era sorda, utilizaba una trompetilla. Y él, a gritos, le hablaba de las estrellas, cuando —al caer la noche, majestuosa, sobre las montañas— se sentaban debajo del pino que, «como un ángel guardián», levantaba su gigantesco y centenario tronco delante de la casa.

—¿Has dicho, Walt Whitman?

—No, querida: Dostoievski. El cometa de Whitman se ve por las mañanas, como un camino blanco que rompe las sombras. Por la noche, cuando no hay luna, sólo nos llega la luz de Dostoievski.

Me habría gustado leer el libro que Henry Miller quería dedicarle a Lawrence, y que nunca acabó ni publicó. Creo que nadie estuvo más cerca de los delirios eróticos del autor de El amante de Lady Chatterley. Pero Lawrence le dejaba siempre la iniciativa a las mujeres y, por eso, se adelantó a las costumbres de nuestro tiempo. Por el contrario, Miller despertaba en ellas un instinto feroz, como le ocurrió a Anaïs Nin, revelándoles su lado masculino y violento. Y por eso fue Anaïs la que escribió un libro sobre Lawrence, mientras Henry —fumando flemáticamente su pipa— se dedicaba a sus colosos, a sus excesos, a sus demonios.

Cuando regresó a Nuevo México con su amante, después de la muerte de Lawrence, Frieda mandó construir una capilla blanca, rodeada de árboles, en lo alto de una roca. Fue allí donde me enseñaron un altar y una urna, en la que muchos creen todavía que se conservan las cenizas del escritor.

La verdadera historia es más irreverente y prosaica. Frieda murió en México en 1956. A pesar de sus traiciones, no había olvidado a su poeta y se hizo enterrar en la misma capilla que había construido en el rancho. Pero Angelo Ravagli murió rico en Spotorno, en 1975, con más de ochenta años. Había heredado un tercio de la herencia de Lawrence, con la parte proporcional de los derechos de El amante de Lady Chatterley. Y según me dijeron en San Cristóbal, se lo vendió todo, antes de regresar a Italia, incluyendo las «escandalosas» pinturas de Lawrence que hoy decoran la Fonda de Taos.

Ni Dorothy Brett, ni Mabel Lodge Luhan —las amigas fieles de Lawerence— estuvieron jamás de acuerdo con las decisiones que Frieda tomó a la muerte de su marido. Tampoco he comprendido nunca por qué Frieda quiso rematar el memorial Lawrence en Nuevo México con un fénix. Es verdad que él se identificaba con este animal. Pero ella sabía también —mucho mejor que yo— que Lawrence, nada más llegar a la cabaña, había pintado un fénix en la tapa de su retrete.

UN ABURRIDO TEDEUM

Sarah pertenecía a la más antigua nobleza inglesa y su árbol genealógico se remontaba hasta Guillermo el Conquistador, pero yo le cambié su ilustre apellido, llamándola Melbourne en homenaje a la fiel amiga de Lord Byron: aquella dama que tenía un instinto especial para concertar amores que duraban una primavera y rencores que perduraban una eternidad.

Sarah Melbourne vivía en Piccadilly, en una magnífica mansión del siglo XVIII que tenía una espléndida biblioteca y unos salones decorados con extraordinario gusto, aunque recuerdo especialmente la veranda de madera que se asomaba a un jardín romántico donde Sarah me hizo soportar todos los tés del mundo: el breakfast tea, el five o’clock tea, el té de los jueves, y una mezcla horrible que preparaba una condesa amiga suya y que llamábamos «un Tedeum»…

En una de las habitaciones de la casa recuerdo una pintura, firmada por D. H. Lawrence. Delante de ella, inmerso en sus azules fríos y en sus árboles de un rojo ardiente, se sentía uno en el paraíso, contemplando el vientre de una mujer desnuda, antes de que se inventara la vergüenza bíblica. Y éste era precisamente uno de los cuadros que los jueces habían ordenado retirar en 1929 de la Warren Gallery de Londres, porque tenía demasiado «vello púbico».

Con Sarah compartíamos una aversión instintiva hacia los burócratas autoritarios e inflexibles. Recuerdo un día que llegamos tarde a la Estación Victoria y perdimos nuestro tren. Pero en aquel momento llegó otro convoy, que no tenía allí parada oficial y que se detuvo sólo para hacer una escala técnica.

—¿Subamos! —dijo Sarah.

Pero el revisor nos detuvo con gesto displicente:

—Señores, lamento decirles que este tren no tiene parada aquí.

—Y sin embargo, ha parado —respondió, muy seria, Lady Melbourne.

—Sí, señora. Pero oficialmente es como si no hubiese parado.

Sarah sonrió con una expresión ingenua, habitual en ella cuando se le ocurría una travesura, y exclamó:

—¡Ah, bueno! El tren ha parado, como si no hubiese parado. Y nosotros hemos subido. Pero, como si no hubiésemos subido. ¿Usted lo comprende?

Me agarró de la mano y se metió en un departamento, tan feliz y contenta.

Nadie era capaz de corregir a Sarah Melbourne, sobre todo cuando quería poner en su sitio a la gente inoportuna. Como un día que estaba convaleciente de una gripe y la llamó insistentemente una amiga —una de esas personas que utilizan el teléfono con exigente arrogancia— hasta que consiguió hablar con ella y le dijo:

—Espero que ya estés en condiciones de recibir a la gente.

—Oh, sí —respondió rápidamente Sarah—. Pero no estoy segura de poder recibir a tanta gente como eres tú…

A las reuniones de Lady Melbourne asistía la gente más variada, en una inusual mezcla de ideologías y clases que, en aquel tiempo, podía considerarse incluso extravagante. Recuerdo un viejo científico, discípulo de Pasteur, que se excitaba hablando de las formas de las levaduras: redondeadas, alargadas o acabadas en un pequeño botón: «como un seno femenino», puntualizaba enfáticamente. Y podía pasarse una hora explicando cómo hay que suavizar los taninos del té, añadiendo un poco de infusión a la leche fría y nunca al revés, para que las proteínas lácticas no se «desnaturalicen». A veces traía un par de ranas en el bolsillo de la chaqueta y, en más de una ocasión, se escaparon y tuvimos que perseguirlas por el salón.

Pero el personaje más curioso que conocí en las reuniones de Lady Melbourne fue un médico de Hollywood que se llamaba Gayelord Hauser. Los japoneses le habían erigido un monumento en 1977, por su fama extraordinaria como higienista, ya que dirigía la dieta de las actrices más famosas, como Greta Garbo, Marlene Dietrich, Rita Hayworth o Joan Crawford; sin olvidar personajes de la sociedad como la millonaria Gloria Vanderbilt o la duquesa de Windsor. A mí siempre me cayó sumamente simpático, porque recetaba yogures, zanahorias y apios a sus bellas pacientes, pero él comía sabrosos platos de pasta napolitana, y bebía buenos vinos tintos. «Yo he llegado así, jovencísimo, al umbral de los noventa años», confesó en sus últimos días a un periodista que le reprochaba esta contradicción.

Gayelord Hauser era reconocido como homosexual, pero creo que estuvo siempre enamorado alla follia de Greta Garbo. Convivieron juntos en la preciosa villa que él tenía en las afueras de Taormina, donde la Garbo pasaba largas temporadas, siempre con el nombre falso de miss Harriet Brown. Ella se había retirado del cine a los treinta y seis años, dejando atrás una leyenda de amores y caprichos. Coleccionaba a los hombres, como perseguía antigüedades, sólo por el placer de descubrirlos. Pero era una mujer demasiado inteligente para compartir su vida con un semental. Dicen que sólo amó verdaderamente a Mauritz Stiller, el hombre que la había encontrado en unos almacenes de Estocolmo cuando tenía diecisiete años —muñeca despeinada, antes que estatua de alabastro—, y que la rescató de una vida golfa para lanzarla a un mundo de estrellas donde ella solamente supo o quiso ser reina.

Verdadera diosa del Olimpo, Greta no amaba en la cama, como los vulgares mortales —primero entre caricias y, al final, entre bostezos—, sino que poseía y se dejaba poseer por la energía del eros, por la embriaguez de las palabras, por el magnetismo de las formas y de los metales, por la provocación de los gestos, por el delirio del vino, por el agapé platónico, por el enthousiasmós (el rapto místico y divino). Iniciada en los misterios de Frigia y en los cultos de la piedra negra de Pessinonte, elegía el amor de los homosexuales, buscando entre ellos los espíritus más sensibles, como el músico Leopold Stokowski —una preciada antigüedad— o Gayelord Hauser. Nunca hubo mejores sacerdotes para el culto de las vírgenes.

Más de una vez Greta intentó descender al prosaico mundo de los mortales, pero retrocedió ante la profanación, incluso en el último minuto, como le ocurrió en Santa Ana, cuando pidió disculpas para ir al aseo y dejó en el altar al guapo John Gilbert, el galán más deseado de las jóvenes de la época.

«Greta ha sido amada también por las mujeres —escribió Cecil Beaton, uno de sus maridos desdeñados— y siente amistad por las mujeres; pero sabe que sólo un hombre puede darle seguridad, protección, ser un punto de referencia en su vida de eterna fugitiva». Sir Cecil no era capaz de entender a fondo el misterio, aunque lo adivinaba. Y creo que Gayelord Hauser la comprendía mejor, cuando la dejaba vivir tranquila en su casa de Taormina, disfrazada con sus gafas negras, siempre con nombre cambiado, descubriendo muebles viejos en casas ruinosas. Ella sólo quería, como la Magna Mater, ser bañada con agua, aceite y vino, por las manos de un sacerdote.

UNA ORILLA DEL PARAÍSO EN LA TIERRA

Ingleses y alemanes habían descubierto el paraíso de Taormina por las crónicas de Goethe, las pinturas de Otto Geleng y las fotografías de Wilhelm van Gloeden. Es verdad que Taormina no tiene la espléndida soledad de la campiña de Segesta, donde las ovejas pacen a los pies del templo griego. Ni tampoco alcanza el esplendor monumental de Agrigento, con sus gigantes de piedra y su inmenso valle de santuarios dóricos. Pero el paisaje de Taormina, entre las nieves del Etna y las islas de su costa rocosa, no tiene rival.

En su Viaje a Italia, Goethe escribió que Taormina era una orilla del paraíso en la tierra y se dejó seducir por la belleza extraordinaria de estos huertos de naranjos y limoneros, salpicados de rosales silvestres en los que anida y canta, durante seis meses, el ruiseñor. Ningún escenario del mundo puede competir con el Teatro Griego de Taormina, que se abre en semicírculo sobre una luminosa bahía y tiene, como decorado majestuoso, la cima nevada del Etna.

En el invierno de 1863 llegó a Taormina, tras las huellas de Goethe, un joven pintor prusiano que se llamaba Otto Geleng. Cuando envió sus cuadros a París, nadie quería creer que los almendros podían florecer bajo la nieve y junto a un mar azul.

Pero Geleng había pintado la realidad y se atrevió incluso a retar a los críticos de París, diciéndoles: «Venid a verlo. Si he inventado algo, pago el hotel». Y, como no había hospedería en el pueblo, el joven pintor convenció al propietario de una casa, bien situada a los pies del Teatro Griego, para convertirla en albergue.

El barón Wilhelm von Gloeden, pintor y fotógrafo, acabó de consagrar la fama de Taormina cuando se estableció aquí, en 1878. Era un joven rubio y de rasgos delicados, con una mirada melancólica en la que se adivinaba la sutil enfermedad de los románticos. Nacido en el seno de una noble familia prusiana, se hizo famoso con sus fotos de jóvenes desnudos, retratados en escenarios que evocaban la Grecia clásica, coronados de laurel, tocando la flauta doble, que los antiguos llamaban aulós y cuyo triste sonido despertaba la melancolía de Agamenón, o bebiendo el vino nuevo en kylix de barro, como hacían los discípulos de Dionysos.

Las extravagancias de Gloeden despertaron habladurías en todo el mundo. Y los más serios burgueses comentaban escandalizados que se bañaba cada día en su casa con agua del mar. Sus jóvenes modelos le subían el agua, transportándola en barriles desde la Isola Bella, como los griegos llenaban las jarras que llamaban loutrophoroi en la fuente Citerea, para bañar a las novias.

Gloeden amaba tanto los animales, que tenía su casa —una villa que había alquilado cerca del Teatro Griego— llena de cuervos, canarios y ruiseñores. El papagayo sabía silbar marchas militares y pregonar huevos, como las vendedoras del mercado: «Aju ova». Y tenía también un perro que no ladraba, aunque tocaba el piano con las patas delanteras.

Pero las circunstancias de la vida no le fueron siempre favorables a Gloeden, porque su familia se arruinó y tuvo que ganarse la vida con la máquina fotográfica que le había regalado el gran duque Federico de Mecklemburg: una pesada 30 x 40, montada en una caja de madera. Y así nacieron aquellos desnudos que tanto agradaban a Wilde, a Richard Strauss y a Anatole France, pero que hoy nos aparecen como un teatro grotesco, en el que los jóvenes campesinos disfrazados de griegos no pueden ocultar sus rostros rústicos, abrasados por el sol, sus pies gigantescos, sus manos encallecidas y un triste gesto de abandono que los mantiene alejados, ausentes y extraños a los delicados delirios del barón.

Sin embargo, por el estudio del fotógrafo prusiano pasaron todos los personajes famosos de la época, desde Eduardo VII al banquero Morgan, desde el príncipe Augusto Guillermo de Prusia hasta Alfonso XIII de España, desde Marconi hasta d’Annunzio. Y, muy pronto, sus fotografías se convirtieron en postales que circulaban por Londres y Nueva York, formando parte de los álbumes que los más sofisticados estetas exhibían cuando recibían a sus amigos en el parlor. No hay que decir que Krupp compró algunas escenas especiales para decorar su casa de Capri. Una colección de estas fotos se publicó también, en 1916, en el National Geographic Magazine. Y algunos pintores, como Macfield Parrish y sir Lawrence Alma Tadema, se inspiraron en estas fotografías escenográficas que crearon un estilo que recibió en la época el nombre de «pictorialismo». Pero sólo Gloeden conocía el secreto de las emulsiones —aceite de oliva, leche, incienso y glicerina— que utilizaba para maquillar a sus modelos, buscando en su piel reflejos satinados.

En la delirante y fabulosa mansión que se construyó Gabriele d’Annunzio en el lago de Garda, encontré un día un retrato de la bella Eleonora Duse, realizado por Gloeden. Se veía enseguida que el fotógrafo había recurrido a un truco, porque Eleonora aparecía mucho más joven. Yo he preferido siempre el busto de mármol que tenía el poeta en su estudio, en el que Eleonora estaba tan bella que —para no sucumbir a su poder mágico de diosa— había que cubrirle la cara con un pañuelo. Cuando llegué, tarde ya, a leerle unos versos en su última morada de Asolo, fui yo el que tuve que enjugar mis lágrimas con el pañuelo.

Pero Gloeden hizo este retrato «falso» de Eleonora, maquillando y disfrazando a una muchacha de Taormina. Y d’Annunzio quedó fascinado por esa imagen —digamos retrospectiva— de su ya madura amante. Quizá por eso, para despertar también sus instintos, ya algo apagados por la edad, el poeta decidió seguir la receta que le había dado Gloeden: agarrar por los testículos a un macho cabrío y aspirar el olor. El experimento no fue bien, porque el animal, al sentirse exprimido, reaccionó repartiendo testarazos, y d’Annunzio estuvo a punto de perder el único ojo que le quedaba.

Además de sus escenas arcádicas, Gloeden fotografió los bellísimos paisajes de Taormina. En algunas de sus fotografías puede reconocerse el claustro del viejo convento de San Domenico, cuando todavía no había sido transformado en hotel. En otras aparece el propio Gloeden, disfrazado de nazareno o de personaje oriental. Tenía fama de ayudar generosamente a sus modelos. Pero muchos de aquellos jóvenes murieron trágicamente en las trincheras de la Primera Guerra Mundial. Y los últimos años de Gloeden transcurrieron en melancólica soledad, a pesar de que su hermana Sofía —una de esas mujeres bellísimas que suelen quedarse solteras— vino a vivir en la misma casa.

Antes de morir, en 1931, dejó su herencia, incluyendo su vieja máquina y tres mil placas a su ayudante Pancrazio Bucini, al que llamaban Il Moro (en Taormina, como en Capri, todo el mundo tiene su apodo). Cuando ya tenía cerca de noventa años y era bisabuelo, seguía paseando por las calles de Taormina, siempre con su poblado mostacho encanecido y su gorra de cuadros. Conservaba el color oscuro de la piel y aquellos ojos grandes y negros que fascinaron a Gloeden, cuando lo vio por primera vez al llegar a este paraíso. Había sido modelo del maestro, le sirvió luego fielmente —preparándole los baños salados que le recetaban los médicos, organizando las fiestas nocturnas del barón, cuidando su dieta—, y continuó a su lado cuando su protector, se arruinó.

Cuando el régimen fascista intentó destruir las fotografias de Gloeden, bajo la acusación de que eran material «pornográfico», Il Moro dijo a los jueces: «Vuoi, uomini di legge, non siete in grado di giudicare l’altissima opera di un grande artista» (Ustedes, hombres de leyes, no pueden juzgar la obra suprema de un gran artista). Y, para reforzar sus argumentos, recitó una lista completa de las personalidades que poseían fotografías de Gloeden.

PRIMAVERA EN EL HOTEL TIMEO

Al llegar la primavera, Lady Melbourne se instalaba en el Hotel Timeo de Taormina. Era el escenario más apropiado para sus vestidos románticos, para su educación decadente, para sus manos delicadas que parecían llenas de brillantes, cuando se bañaba a la luz de la luna.

El Timeo fue el primer hotel de Taormina —aquel que Geleng eligió para hospedar a los críticos franceses que venían a ver sus pinturas— y conserva todavía un aire vagamente gattopardiano, con sus muebles antiguos y sus grabados románticos. A Lady Melbourne le agradaba cenar en la terraza, siempre en la misma mesa, junto a la estatua griega de bronce que levanta misteriosamente un dedo, como los ángeles de Leonardo, señalando a la luna. Han pasado muchos años desde entonces, pero nada ha cambiado en sus salones acristalados que, en los días de lluvia, duermen bajo una luz de invernadero. Ni siquiera parecen otros los pájaros que ayer cantaban entre los almendros en flor, entre las buganvillas rojas, entre los alegres naranjos que buscan los rayos de sol, huyendo de la sombra de los pinos y de los centenarios cipreses. El Gran Hotel Timeo tiene, además, la mejor situación, porque está a los pies del Teatro Griego. No sé por qué me recuerda algunos otros hoteles paradisíacos con jardines que se asoman al mar, como el antiguo Cristina de Algeciras, el Hostal de La Gavina, el Quisisana de Capri o el Victoria de Sorrento.

Para la aristocracia inglesa, Taormina era un lugar clásico para pasar la temporada de primavera. Lady Melbourne sabía muchas historias divertidas de aquellas maduras damas victorianas que habían descubierto este paraíso. Los jóvenes campesinos se convirtieron, de la noche a la mañana, en boy-friends. Y algunas de estas ricas solteras legaron sus villas y sus fortunas a sus amantes. Otras repartieron caridad y amor entre las muchachas de la comarca, como una misteriosa princesa que perseguía a las hijas de los pescadores por la escollera. Iba siempre vestida con una túnica negra, que se remangaba para caminar sobre las rocas, dejando ver unas piernas bellísimas, enfundadas en mechas de seda.

Entre aquellas damas del fin de siècle Lady Melbourne me hablaba de miss Florence Trevelyan, emparentada con la reina Victoria de Inglaterra. Estaba enamorada de su primo Eduardo VII, algunos años mayor, pero que debía casarse «por razones de Estado» con Alexandra de Dinamarca. Y, por eso, la reina le pagó a la joven Florence y a sus perros —un terrier, un mastín y tres bulldogs— un exilio de lujo en Taormina, prohibiéndole regresar a Inglaterra. Andando los años ella se casó con un médico famoso y, reuniendo ambas fortunas, fue comprando todas las tierras desde la Badia Vecchia hasta el Capo de Sant’Andrea, desde Castelmola hasta las playas. Pero Florence Trevelyan no sólo era culta y elegante, sino también buena, y ayudó a muchas jóvenes sicilianas a pagar su dote de matrimonio. Hizo construir algunas casas, como Villa Paradiso. Y mandó levantar una extravagante torre chinesca —entonces se llamaban victorians follies— donde se dedicaba a estudiar ornitología. Además, como era también aficionada a la botánica, diseñó espléndidos jardines que todavía se conservan. Paseando por este parque he encontrado a veces restos de antiguas construcciones griegas y romanas, que los arquitectos de la época mezclaban con el material de obra.

En el Hotel Timeo se hospedó André Gide, cuando llegó a Taormina en 1950, huyendo de sus fantasmas. Había llevado una vida literaria y escandalosa, siempre con los géneros cambiados; porque tenía, como Greta Garbo, una idea sensual y morbosa del ángel. Estuvo casado con su prima Madeleine, una muchacha bellísima y culta con la que nunca mantuvo relaciones sexuales. Durante veintitrés años ella soportó discretamente esta situación, hasta que él comenzó a declarar abiertamente en sus libros que era «íntegramente homosexual». Quizás ella podía comprender sus teorías, pero era difícil aceptar que —con esas mismas ideas— hubiese tenido una hija en Holanda, fruto de un pasajero capricho en otros géneros.

Gide vivió luego con Dorothy Strackey, una mujer inteligente y muy interesante, gran amiga de Virginia Wolf, que conocía perfectamente sus ideas sobre el amor. Dorothy tuvo el valor de dejar a su marido, para irse a vivir con Gide. Y hay que decir que sus relaciones fueron «deliciosamente intelectuales». Porque tuvo que aprender a practicar el amor de los ángeles, mientras recitaban a Shakespeare y Marlowe, mientras compartían el éxtasis de las ideas en una confusión morbosa, o mientras ella entonaba —intentando simular una voz masculina el papel de Teseo en una obra de Gide. Luego, ya cansados, se miraban a los ojos, apagaban las luces, se acariciaban las manos y se retiraban a habitaciones distintas: la de él oliendo a romero, la de ella a rosas.

Truman Capote recuerda haberlo visto paseando junto a la fuente en Piazza del Duomo y lo ha descrito como «un viejo con pantalones de pana, envuelto en un abrigo negro; el sombrero de fieltro color aceituna, transformado en una especie de tricornio con la copa en punta, y las alas que arrojaban una sombra sobre el rostro largo, amarillento, casi mongólico».

A Gide le agradaba sentarse sobre un murete de piedra para tomar el sol, como hacían los viejos pescadores. Gaetano Saglimbeni, que conoce mejor que nadie las historias de Taormina, dice que parecía un vagabundo y permanecía mucho rato inmóvil, hasta que veía pasar a un ragazzotto del que se había enamorado. Durante varios meses se sentaba cada mañana en el muro, limitándose a sonreír cuando pasaba el muchacho. Nunca le molestó ni le dijo nada, porque se contentaba con aquel amor platónico. Y se marchó un día, como había venido.

Entre tantos libros escandalosos y algunas páginas insuperables, Gide fue uno de los primeros intelectuales del siglo XX que se atrevió a denunciar los crímenes de las dictaduras soviéticas. Y, aunque había pertenecido al Partido Comunista —cuando todavía pensaba que sus colegas creían en la libertad— descubrió en su viaje a Rusia algunas graves contradicciones. No era fácil revelar en 1936, bajo un terrible aparato intelectual de propaganda, los rastros ocultos del Gulag: los helados campos de concentración en el Círculo Polar, las masas de esclavos que trabajaban en las minas de Siberia, las deportaciones y las acusaciones falsas…

Gide tuvo el valor de denunciar a los dictadores soviéticos —aún no juzgados por ningún Tribunal de Núremberg— y se ganó con eso la hostilidad de todos los intelectualitos «comprometidos» de Europa. «Le han dado el Premio Nobel a un hombre que lleva dibujada en el rostro la máscara de la muerte», escribió L’Humanité.

Es humano llevar en el rostro la máscara de la muerte. Y es mejor morirse en vida que momificar a los verdugos, como hacen todas las dictaduras.

UN PARQUE TEMÁTICO DEL ESCÁNDALO

Tennessee Williams se hospedaba en el Hotel San Domenico, donde se congregaban todas las celebridades del cine que venían a recibir el David de Donatello, cuando este galardón se entregaba en Taormina. Tennessee Williams había hecho fortuna con las obras que le llevaron al cine, pero le gustaba presumir de «lobo solitario». Desde las nueve de la mañana se le veía hojeando el periódico en un bar, siempre delante del mismo vaso de bourbon, aunque lo iba rellenando con una petaca que llevaba escondida en el bolsillo.

El Hotel San Domenico, instalado en un viejo convento, ha visto pasar a todas las celebridades del mundo, desde Leslie Caron hasta la bellísima Ingrid Bergman, desde la elegante Marlene Dietrich hasta la caprichosa Liz Taylor, que lo mismo besaba en público a su marido Richard Burton, que ponía fin a una disputa rompiéndole una guitarra en la cabeza. El inolvidable Peter Ustinov reservaba sus bofetones para Truman Capote que, cuando bebía demasiado, era muy grosero con las mujeres.

Truman Capote vivió a comienzos de los cincuenta en Taormina, donde escribió algunas de sus páginas más duras y provocativas. Nunca he sabido si tenía genio o si lo fingía (saber fingir el genio es otro tipo de talento), con esa extravagancia que pusieron de moda los escritores americanos en la primera mitad del siglo XX y que podría confundirse fácilmente con un «Disneyland del Escándalo», auténtico parque temático donde estaban representadas —a veces con la ingenuidad de los dibujos animados— todas las variaciones del sexo, de la droga y del alcoholismo.

Truman Capote había conocido también el famoso salón de Natalie Barney en París, donde acudía a las tertulias de los viernes y se «sentaba en un sofá, como un pequeño pequinés entre dos duquesas que le daban a comer pasteles de nata». Y dicen que cuando vio los retratos que Romaine Brooks había pintado de todas estas amigas —Radclyffe Hall con un traje de caza, Mercedes de Acosta con pantalones y capa, Natalie Barney con guantes y un látigo en las manos— exclamó: «Esto es una colección sin precedentes de todas las tortilleras famosas, desde 1880 hasta 1935».

Truman Capote, con su aire de niño maldito —hijo de una madre alcoholizada, criado con un tío travestido y un padre paralitico—, era la mascota perfecta de este parque temático del escándalo. Drogado o borracho se paseaba por Taormina, con sus pantalones cortos, sus babuchas gastadas y su cestita de compras. Todavía, en aquellas fechas de 1955, no habían llevado al cine su Desayuno en Tiffany. Y, a veces, firmaba talones sin fondos. «Cómprame la Isola Bella», le dijo un día al anticuario Giovanni Panarello, firmándole un cheque de diez mil dólares que debía pagar la Manufacturers Hanover Trust Company de Nueva York y que alcanzaría hoy un buen precio en una subasta.

En el comedor del San Domenico podía uno encontrarse a Thomas Mann compartiendo la mesa con Roger Peyrefitte, que era tan buen escritor como hiriente contertulio, porque hablaba mal de todo el mundo; aunque a veces se atrevía también con los grandes y llamaba «imbécil» a De Gaulle y «pavo estúpido a Giscard d’Estaing». Tenía una casa pequeña, pero llena de antigüedades que habían pertenecido a un príncipe ruso que, según me dijeron, participó o estuvo implicado de alguna manera en el asesinato de Rasputin.

Jean Cocteau siguió los pasos de Peyrefitte y se sentaba en un banco del jardín del San Domenico, cogido de la mano de su amigo Jean Marais, su elegante pareja. Normalmente era Cocteau quien hablaba, porque era mejor y más convincente en sus monólogos.

Jeannot —así le llamaba el viejo poeta— se conformaba con reír como un niño, porque era ingenuo e infantil, trabajador como nadie. Cocteau había escrito para él Les Parents Terribles. Y Jean Marais le seguía como si fuese un hijo dócil; aunque la sesión de maquillaje en La Belle et la Bête le exigiese cuatro horas y aunque, a veces, las rosas del parque de Raray se marchitasen antes de rodar una escena.

Cocteau estaba convencido de que el amor podía convertirle en un ángel. Y, quizá, la única disculpa que los dioses pudieron tener para crear la vida humana, es que nunca es tarde para romper una máscara. Por eso Cocteau le recomendaba a Jeannot que leyese siempre sus versos al revés, mirando las letras en un espejo. Y, como un viejo filósofo griego, se atrevía incluso a darle consejos, pidiéndole que dejase las «malas compañías»: «una banda de intrigantes mundanos, de ociosos mantenidos, indignos de ti», le decía el celoso maestro.

Je te donne un livre

Tu me donnes tout!

Tu m’apprends à vivre

Vivre tout d’un coup.

En 1963, Jean Marais llegó a Taormina solo, invitado para el festival de cine. El poeta, ya enfermo y cansado, no tuvo fuerzas para acompañarle. «Recuerdo bien los lugares en los que hemos sido felices, juntos —le escribió Jean Cocteau desde París—. Cierro los ojos y paseo contigo».

Yo también recuerdo la mirada triste del maestro, cuando lo conocí, ya en sus últimos años de vida. No tenía que esforzarse para ser charmant, pero le costaba mantener su máscara sobre la cara. Se quedaba, a ratos, como perdido en sus sueños.

Y en el camino de los sueños se encontró una tarde a Edith Piaf. Ella llevaba en la mano un ramo de rosas, como el día en que debutó en el teatro estrenando una obra del poeta. Apretaba contra su pecho el ramillete, tan fuerte que las espinas le hirieron los dedos. Tenía las manos heladas y una palidez de muerte. Y hablaba, hablaba… Le habló de la calle, de las canciones, del burdel donde se había criado cuando era una niña abandonada. Él la abrazó, intentando protegerla, al ver cómo el viento de octubre le iba arrancando las rosas. Luego, se quitó la máscara y la besó.

Se apagaron las luces y se fueron juntos. Quizá porque Cocteau tenía ya el corazón muy castigado y no quiso volver a la escena, con los ojos enrojecidos de llorar.

JUEGOS ERÓTICOS, BAJO LA LLUVIA

Así también, con el propósito de olvidar y ser olvidado, llegó David Herbert Lawrence a Taormina en febrero de 1920: Tenía treinta y cinco años, y pensaba que el clima de Sicilia podía favorecer a sus maltrechos pulmones. Venía siguiendo las huellas de Oscar Wilde, que había dejado una escandalosa leyenda en la isla, amando siempre «hasta la tragedia y la ruina».

Sarah Melbourne se sabía de memoria las páginas más atrevidas de David Herbert Lawrence. A veces, cuando el tedeum resultaba demasiado aburrido, me llevaba al jardín y me reanimaba rápidamente recitando los amores de Lady Chatterley: «Connie —declamaba, ocultándose entre los arbustos, con gestos muy teatrales— escapó corriendo con una risa salvaje, con los senos bajo el aguacero, extendiendo los brazos, confundida con la lluvia, con aquellos movimientos rítmicos de danza que había aprendido, tantos años antes, en Dresden».

Cuando Lawrence escribió estas páginas en 1928 no tuvo que inspirarse en danzas exóticas ni en experiencias muy lejanas, a pesar de que había viajado por India y por los Mares del Sur. Estaba casado con Frieda, una alemana que había estudiado danza en Dresden y a la que le gustaba practicar los «juegos eróticos bajo la lluvia»; aunque no siempre con su marido.

Emma Maria Frieda von Richthofen era hija de un barón alemán y pertenecía a una aristocrática familia prusiana. Todas las hermanas fueron independientes y feministas. Frieda tuvo una buena serie de aventuras, pero fue la inspiración de Lawrence. Elsa fue la amiga de Max y Alfred Weber, y protegió valientemente los derechos de las jóvenes en las fábricas. Otro de sus parientes, Manfred von Richthofen, se hizo famoso como aviador en las batallas de la Primera Guerra Mundial, con el sobrenombre de Barón Rojo.

—Frieda era tan inútil como ama de casa que ni siquiera sabía preparar el té —me comentó Lady Melbourne, en una de sus habituales conversaciones sobre Lawrence.

Antes de casarse con David H. Lawrence, Frieda había tenido tres hijas de un primer matrimonio con un profesor inglés. Luego encontró al joven escritor y se sintió enseguida atraída por su hedonismo, por sus discursos escabrosos y apasionados, por el escandaloso naturalismo erótico que sería siempre el tema dominante de sus libros: Hijos y amantes, El arco iris, La muchacha perdida, Mujeres enamoradas, La vara de Aarón o El amante de Lady Chatterley. Parece mentira que aquel joven tuberculoso y taciturno, de mirada sufriente, fuese un volcán de pasiones; pero Frieda creyó que podía curarlo con sus remedios de valquiria, con sus senos provocativos, con sus cabalgadas bajo las estrellas, con su sensualidad siempre insatisfecha. En realidad él necesitaba una mujer así, porque tenía que curarse de los abusos de una madre posesiva y manipuladora.

Yo diría que el drama de Lawrence es muy parecido al de Rilke. Los dos tuvieron que soportar las desagradables intrigas de unas madres que querían convertirlos en poetas, sólo para realizar sus propios sueños frustrados. La madre de Rilke odiaba a su marido, un sencillo y aburrido burócrata. Y la madre de Lawrence, una virtuosa maestra casada con un minero de Nottingham, vivía también de forma conflictiva su relación matrimonial.

«Yo crecí odiando a mi padre —escribió Lawrence, evocando sus recuerdos infantiles—. Desde que tengo memoria me estremecía con horror cada vez que él me tocaba… Y eso estableció un lazo entre mi madre y yo. Nos hemos amado casi como se aman marido y mujer».

En aquellos valles mineros de Eastwood la vida de las familias no era fácil. Uno de los Lawrence había muerto dentro de las galerías, y el abuelo materno también había sido jubilado antes de tiempo por un accidente. La madre de Lawrence había luchado mucho para sacar adelante la familia, ayudando incluso a su marido con una pequeña tienda de ropa, aunque el negocio nunca fue próspero. No era una mujer que se adaptase a la miseria y acabó acorralando a su marido en la insignificancia, de forma que a sus hijos les transmitió sólo la imagen de que era un bebedor ignorante. Es verdad que él bebía, aunque no fue nunca un alcohólico y no faltó jamás a su trabajo en las minas de carbón. Pero a ella le gustaba explicar cómo, en cierta ocasión, la había echado de casa, por la noche, «dejándola en la calle». Y este drama familiar se agravaría cuando murió Ernest, su hijo preferido, arrebatado en plena juventud por una mala enfermedad.

Lawrence, presionado por su madre, no tuvo la infancia de los otros niños. Disfrutaba solo, leyendo o jugando con las niñas, que eran más tiernas, más delicadas, más bellas. Bastantes rarezas para aquella sociedad male-dominated, en la que los hombres debían hacerse fuertes para ser buenos picadores en la mina. Pero su aprovechamiento en los estudios le llevó a conseguir una beca para la High School de Nottingham, premio que no se concedía fácilmente al hijo de un minero. Desde entonces, cuando regresaba a su pueblo, vestido con cuello alto, corbata y traje oscuro, con sus libros bajo el brazo, era objeto de muchas burlas.

En cuanto conoció a Frieda —casada con uno de sus profesores de la Universidad de Nottingham— Lawrence le envió una carta: «You are the most wonderful woman in all England». Pero como ella no se decidía a abandonar a sus hijas, tuvo la osadía de dirigirse directamente al marido: «I love your wife and she loves me».

Y se fugaron a Metz, donde el severo padre de Frieda no quiso recibirlos, pero donde ella encontró ayuda en su madre y sus hermanas. En la guarnición prusiana se encontraban a escondidas delante del cuartel, paseando en las primeras sombras, como los amantes de Lili Marleen. Hasta que las autoridades cayeron en la sospecha de que Lawrence era un espía y le obligaron a dejar la ciudad.

Así comenzó el largo exilio de los Lawrence a través del mundo: de Baviera al lago de Garda, de Florencia a Nuevo México, de Australia a Provenza.

Alquilaron en Taormina una modesta casita blanca, que se asomaba sobre un paisaje de colinas, almendros, viñedos y olivares. Tenía sólo dos habitaciones principales: un cuarto de estar con su gran mesa para comer y trabajar, y el dormitorio. «Hemos encontrado una casa pequeña pero muy bella, con un jardín que parece una inmensa terraza suspendida entre cielo y mar». A Lawrence le gustaba especialmente el viejo algarrobo, sólidamente enraizado entre el patio y la cocina, porque daba sombra a la casa y porque «es el árbol que mejor representa a la tierra de Sicilia, símbolo de fuerza física y de virilidad». Años más tarde, en Spotorno, también buscará un viñedo y unos algarrobos; aunque siempre será ella quien sabrá aprovecharlos mejor.

Durante los primeros años, la vida de la pareja en Taormina fue bastante apacible. A David le gustaba pasear al alba, justo antes de la salida del sol, en ese momento delicioso en que un pincel mágico comienza a pintar los colores de la cal y de la piedra, del cielo rosado y las nubes de oro, del mar y del volcán nevado.

Más de una vez he seguido sus pasos desde los Capuchinos hasta el Palazzo Corvaja, atravesando luego el Corso y ascendiendo, para contemplar la vista, por las colinas desnudas. Frieda le acompañaba casi siempre, pero luego él regresaba a su trabajo y ella continuaba hasta Castelmola, en un largo camino de ocho kilómetros, para visitar a una amiga.

Fue precisamente esta amiga quien propuso a Frieda que se hiciese acompañar por un arriero, para que no regresase sola en el crepúsculo. Un joven campesino, llamado Peppino, la escoltaba cada día, conduciendo el mulo que transportaba a la dama, cómodamente sentada en una silla.

Y así comenzó una historia que dejaría una huella imborrable en la literatura universal. Porque un día estalló una furiosa tormenta y tuvieron que refugiarse en un lagar, en mitad de las viñas. Estaban calados hasta los huesos, pero el agua fresca era una bendición en aquella jornada caliente de verano. Peppino, intentando ser amable, quiso ofrecerle a la señora algunas comodidades, extendiendo unas mantas en el suelo que dispuso entre las tinajas y los cestos, bajo el techo de caña, intentando levantar una pequeña defensa contra el agua y el viento. Encontró también unos trozos de tela que podían servir para secarse los cabellos. Pero ella, sin dejar de reír, comenzó a quitarse los vestidos mojados y, como si fuese una bacante poseída por Dionysos, gritaba y danzaba, haciendo ademán de bajarse las medias, descubriendo y escondiendo en un juego diabólico unas piernas satinadas como el marfil y unos pechos que, humedecidos por la lluvia, parecían humear al calor de la carne tersa y tibia, como una porcelana rosa en la que se dibujaban —con el color de la piel del melocotón— los pezones aún jóvenes. Tan pronto se anudaba un trozo de tela en los cabellos mojados y comenzaba su danza provocativa, moviendo las caderas y el vientre con un ritmo entrecortado, como se dejaba caer lánguidamente en los brazos de Peppino. Ella tenía cuarenta y tres años. Él sólo veinticuatro.

Frieda Lawrence era como una llama. Humeaba, igual que las flores, en los días de lluvia. Y a su marido se le encendía la cabeza, como un Pentecostés, cuando pensaba en ella.

EL ÁNGEL AZUL

Cuando Marlene Dietrich llegó a América, como una reina a bordo del Queen Mary, ya había triunfado en El ángel Azul. Parecía una dama de mundo, fría y distante, con una mirada hipócrita e inclemente; pero, cuando comenzaba a cantar, su voz la comprometía y la arrastraba, delatando las ambigüedades ocultas de su vida, con una sensualidad morbosa, cálida, rebelde, inesperada en una mujer de su porte. «Aun cuando no tuviera más que la voz, podía romperle a uno el corazón», dijo Hemingway.

Greta no cantaba, y ni siquiera sus amantes adivinaban las contradicciones que llevaba dentro. Marlene cocinaba como una diosa, y Greta hacía el caldo con cubitos. Quizá por eso Marlene y Greta nunca se llevaron bien. Se quitaban incluso las novias. Y Greta estaba convencida de que Marlene no sería capaz de dejar nunca el falso mundo de las estrellas; aunque también el ángel azul conoció la soledad.

En 1925 habían participado juntas en una película, interpretando papeles secundarios en Die freundlose Gasse (La calle sin alegría), bajo la dirección de Georg Wilhelm Pabst.

Cuando Jean Cocteau me habló del santuario sáfico de Natalie Barney en la rue Jacob, me dijo que Marlene Dietrich las había amado a todas o a casi todas. En realidad aquellas mujeres —Alla Nazimova, Isadora Duncan, Eva Le Gallienne, Dolly Wilde, Tamara Karsavina— compartían las amantes en una dulce o amarga promiscuidad, según las circunstancias. Algunas de ellas, como la divina Mercedes de Acosta, diseñadora y poeta, habían sido también novias de la Garbo. «Podéis decir lo que queráis de Mercedes —dijo, con sobrada razón, una amiga—, pero han sido suyas las mujeres más importantes del siglo XX». Marlene la cubría de orquídeas. Y quizás aprendió de ella el gusto por los vestidos negros, aunque Mercedes era más extravagante y se maquillaba con el rostro pálido y los labios rojos, como una máscara.

Marlene, como todas las buenas cocineras, amaba también a los hombres: Josef von Sternberg, Ernest Hemingway, John Wayne, Gary Cooper, Michael Wilding, Gérard Philippe, Joe Kennedy, Alberto Giacometti, y una lista interminable que se le atribuye. Pero ella se presentaba siempre como un ángel, asegurando que amaba a los hombres sólo para ayudarles a encontrar su camino. A Hemingway y a Michel Wilding les había encontrado enseguida pareja. Y ella se reservó un amor maternal y delicado con Jean Gabin. «Le he amado enseguida, desde nuestro primer encuentro. Siempre le he amado y le amaré siempre».

Cuando Jean Gabin huyó de Francia, ocupada por los nazis, Marlene le hospedó en su casa de Hollywood. Le hacía la comida y le mimaba como si fuese un niño. Y luego, cuando él volvió a luchar en Europa, ella le siguió cantando Lili Marleen. Son historias de mi infancia que suenan en mi memoria, unidas a las voces de Lale Andersen y Marlene Dietrich, que cantaban en las noches sobresaltadas de la Europa en llamas.

Cuando acabó la guerra y él volvió con su mujer, ella le esperaba en la calle —como antes, Lili Marleen— a la hora en que las sombras se funden bajo las primeras luces amarillentas de las farolas. Europa estaba en ruinas y los ángeles, cuando vuelan sin plumas, parecen todos azules:

Vor der Kaserne, vor dem grossen Tor,

Stand eine Laterne und steht sie noch davor,

so woll’n wir uns da wieder seh’n,

Bei der Laterne wollen wir steh’n:

Wie einst Lili Marleen.

«Los ángeles —decía Rilke— no saben nunca si están entre los vivos o los muertos. Arrastrados por la corriente eterna que se lleva las edades por los dos imperios, vuelan envueltos en su rumor». Edith Piaf contaba que había visto a Marlene «llorando como una niña, por amor». Pero los caminos de Jean Gabin y Marlene Dietrich se separaron. Y ella, elegantísima y vestida de negro satén, cantaba todavía con sesenta y dos años en el Casino de Taormina. Recuerdo sus últimas actuaciones en público, antes de que desapareciese para siempre en 1992, en su oscuro retiro de París. Ya no tenía edad para vestir plumas, pero su voz no había cambiado.

LA COLOMBE D’OR Y UN PÁJARO MUERTO

D. H. Lawrence pasó los últimos meses de su vida en Provenza, en una tierra perfumada y bellísima, donde los pueblos huelen a lavanda, los bosques a resina y los vinos a hierbas del monte. A veces, una puesta de sol salvaje mezcla los colores de la naranja y del azufre, como los paisajes que pintaba Monticelli. Otros días, en las mañanas de niebla, se vuelve todo del vago color de las pinturas de Turner.

Se comprende que Marc Chagall crease lo mejor de sus sueños en estos lugares donde, en los días de primavera, se confunden las palomas con los ángeles y los pueblos con las nubes.

Merece la pena subir hasta el bellísimo pueblo amurallado de Saint-Paul-de-Vence, donde está enterrado el pintor judío. Es muy agradable pasear por estas calles medievales, entre puertas monumentales, fuentes de piedra y escaleras que conducen siempre a una plaza iluminada por un farol que se quedó encendido hace ya muchos años, cuando Signac, Renoir, Dufy o Soutine regresaban por la tarde a Cagnes, en el último tranvía.

En el hotel La Colombe d’Or, una casa vieja entre cipreses, se hospedaba Picasso cuando venía a visitar a sus amigos. Era fácil encontrarse aquí a Yves Montand —cuando acababa su partida de petanca en la plaza—, a Orson Welles, a Jean Paul Belmondo, a Romy Schneider, o a Roger Moore, que vivía muy cerca. Y debajo de la gran higuera del patio se sentaba Simone Signoret, escribiendo un libro de memorias cuyo título yo hubiese querido quitarle de los labios: La nostalgie n’est plus ce qu’elle était (La nostalgia ya no es lo que era).

En 1957 Aimé y Margherite Maeght decidieron instalar su fundación junto a las ruinas de la capilla de San Bernardo, porque acababan de perder a un hijo que se llamaba así. Y el arquitecto José Luis Sert les construyó un original edificio de cemento, ladrillos, vidrio y plantas. Cada vez que lo miro me convenzo más de que Sert era un viejo chamán, cargado de simbolismos, algunos tan peligrosos como la terrible Misia.

También el pobre D. H. Lawrence se había interesado por los simbolismos religiosos de los primitivos chamanes, especialmente en el significado oculto de las estrellas. Debía ser una premonición simbólica, porque los médicos decidieron llevarle a un sanatorio para tuberculosos, que se llamaba Ad Astra. Le habían echado ya de un hotel de Suiza, porque «no les gustaban los clientes que tosen».

Per ardua et per aspera ad astra: por la vía ardua a las estrellas o, como le gustaba decir a Lady Melbourne cuando hablaba de una amiga suya que se había casado con un viejo millonario: «Per ardua ad astrakan…».

En esta Villa Ad Astra, convertida en sanatorio, había vivido también Camille Flammarion, el sabio astrónomo y espiritista. En otra época, cuando estaba más fuerte, Lawrence se habría interesado por los secretos del Camino de Compostela, siguiendo la ruta de las estrellas. Pero, ahora, ya era tarde para penetrar en el misterio de los alquimistas que preparaban el compost (la sustancia básica de la piedra filosofal) y que dibujaban en las piedras los símbolos ocultos de la iniciación.

En la Villa Les Olivades, en el pueblo de Vence, vivió otra estrella: Ida Rubinstein, la famosa bailarina de los Ballets Rusos. En el cartel de sus espectáculos se reunían, a veces, los nombres más ilustres de la belle époque: Diághilev, Fokine, Debussy, Bakst, Valéry, Gide, Cocteau o Gabriele d’Annunzio. Era una mujer bellísima, y nunca el ballet de Schéhérazade ha tenido una Zobeida más provocativa. Fue la sucesora de Sarah Bernhardt, que le había enseñado a pronunciar bien el francés —disimulando su fuerte acento ruso— y a interpretar La Dama de las Camelias. Y dicen que inspiró a Ravel su célebre Bolero. Pero su leyenda llega más lejos, porque fue también una de las amigas del «collar de margaritas», que frecuentó el círculo de Natalie Barney y Dolly Wilde en París. Quizás allí se atrevió a bailar aquella versión de la Salomé de Wilde, interpretando hasta el desnudo final la danza de los siete velos que tantas veces le habían censurado. Las amigas de los «viernes de la rue Jacob» adoraban su delgadez estilizada, porque era alta y flexible, como un narciso. Cuando murió, en 1960, la enterraron en el cementerio de Vence, muy cerca del lugar donde habían reposado los restos de D. H. Lawrence. La última vez que visité su tumba para llevarle unas flores, la encontré muy abandonada y me dijeron que, desde 1990, nadie se había hecho cargo de su mantenimiento.

Si Lawrence hubiese visto bailar a Ida habría escrito otra versión de Lady Chatterley. Pero ya era tarde para él. Y fue apagándose en los días soleados de la primavera de 1930, como los viejos vinos rosados de estas tierras provenzales: «El tiempo es soleado, los almendros están todos en flor, pero ya no tengo fuerzas para salir a verlos».

Poco antes de morir escribió un pequeño poema: «No hay nada que salvar, ahora todo está perdido, excepto una pequeña porción de calma que anida en el corazón como el botón de una violeta».

Ahora amaba la castidad, porque le parecía un amor de copos de nieve, un temblor de ángeles, una paz de amantes satisfechos. Sentía en su alma «un río de agua fresca y lluvia».

Comenzó a leer una biografía de Cristóbal Colón, porque pensaba que había llegado para él la hora de los grandes descubrimientos. Y aún tuvo fuerzas para abandonar el sanatorio y alquilar una casa nueva, Villa Robermond.

La última morada de Lawrence se ha convertido hoy en una casa de apartamentos, aunque se conserva una lápida en la entrada.

«Luego lo enterramos muy sencillamente y los pocos que le habíamos amado —escribió Frieda— le dejamos en tierra como un pájaro. Puse unas flores en su tumba y sólo pude decir: Good bye, Lorenzo, mientras sus amigos y yo cubríamos su ataúd de mimosas. Por último, lo cubrieron de tierra mientras el sol desaparecía en este pequeño cementerio de Vence, que mira al Mediterráneo que él tanto había amado».

Algún tiempo más tarde, Frieda mandó poner sobre la tumba del cementerio de Vence un fénix de piedras rojas, cogidas en las orillas del mar. El resto, ya se sabe: cenizas volando en una playa lejana.