De París a Valldemossa
SCHERZO PARA FEDERICO CHOPIN
No sé si algún psiquiatra podrá explicarme por qué tuve siempre la idea de que, cualquier día, podía encontrarme a Federico Chopin en un anticuario, rodeado de negros venecianos, tabaqueras de cedro, relojes ingleses, porcelanas de Meissen. Hace muchos años, en una subasta de la Salle Drouot, intenté pujar por un soberbio piano Pleyel; pero me lo arrebató en el último momento un misterioso personaje de cara afilada, pálido como si estuviera a punto de bordar una rosa de sangre en el pañuelo blanco que sostenía en la mano.
Aunque parezca mentira, seguí a aquel extraño personaje por las calles de París, hasta que, en una esquina de la Avenue de la Chapelle, detrás de las tapias del cementerio del Père Lachaise, le perdí la pista. Era un día de noviembre neblinoso y húmedo: una de esas tardes de otoño en que se siente el olor del musgo de París.
Quizá yo leía entonces libros extraños: un apasionante estudio de Nylander sobre Los líquenes del Jardín del Luxemburgo y el genial Herbolario de Bouly de Lesdain, misterioso personaje que se había dedicado, durante la ocupación alemana, a recoger musgos y fanerógamas en los pedestales de los monumentos (Lecanora dispersa), en las balaustradas (Barbula muratis), en el obelisco de la Concorde (Asplenium rutamuraria) y en los urinarios de los Campos Elíseos.
He rondado tanto por los cementerios de París que me conozco hasta sus microclimas. El rincón más húmedo del Père Lachaise, donde crecen mejor los líquenes y las flores de los muertos, es la tumba de Chopin. El mausoleo de Oscar Wilde es demasiado frío; el de Sarah Bernhardt, demasiado seco; el de Balzac, inhóspito; el de Colette, poco ventilado. Tampoco el sauce que plantaron los amigos de Alfred de Musset junto a su sepultura crece bien en la fúnebre avenida principal del cementerio. Sólo la tumba de Chopin conserva las flores, durante semanas, sin marchitarse.
El Père Lachaise está lleno de amantes de George Sand, desde Musset a Delacroix. La promiscuidad de estos jóvenes románticos hacía que todo se quedase en casa. Pero George Sand, siempre tan infiel, ya no duerme con ellos y está enterrada, bajo una losa de lava, en su mansión de Nohant.
También el mausoleo de Chopin —un medallón y una musa de mármol blanco— es obra del escultor Clésinger, yerno de George Sand. El monumento aparece a menudo vandalizado por algún fanático que se lleva los dedos y los pies de la pequeña musa, como se llevaron en su día el corazón de Chopin. Pero conozco admiradores más románticos que utilizan la tumba como buzón de cartas. Mi amiga Anne Sophie me invitaba a sus conciertos de piano por esta vía, dejándome una discreta nota junto a la musa: «Mon cher, je vous attend mardi soir pour jouer Chopin et manger un cassoulet. Anne Sophie».
En París, en el número 16 de la rue Pigalle —al fondo de un jardín, sobre una cochera— vivieron George Sand y Chopin sus primeros amores. Para llegar al dormitorio, tapizado de color marrón, con dos colchones en tierra, había que subir por una escalera de carpintero. Ella tenía un pequeño salón, con jarrones chinos y flores. Pero se pasaba el día en el dormitorio. Vivía a la turca: no se levantaba hasta las seis de la tarde, cuando él había acabado sus clases y ella comenzaba su encarnizada tarea nocturna de incansable escritora.
CHOPIN EN LAS RAMBLAS
A veces, cuando camino por las Ramblas de Barcelona me viene a la memoria Pietà Signore: una vieja canción de Stradella, desesperada como un réquiem, dramática como un vía crucis, trágica como un entierro en otoño. Se la oí cantar a Jussi Björling hace muchos años. Y alguien me dijo que fue la última canción que escuchó Chopin en su lecho de muerte.
George Sand y Chopin pasaron por Barcelona en otoño de 1838, camino de su retiro en Valldemossa y, naturalmente, dedicaron su primera visita a las Ramblas.
Si George Sand era como la pintó Delacroix, no creo que esta moza gastase mucho dinero en la peluquería. Una lástima, porque en las Ramblas de Barcelona había buenos sastres y peluqueros franceses. Famoso era, por ejemplo, el Salón Musical, que ofrecía conciertos de órgano a las clientas que acudían allí a peinarse.
Me parece que George Sand —tenaz trabajadora intelectual— debía de ser un desastre para la casa. Muchas veces he pensado esto visitando la inmensa morada de Nohant, en los bosques del Berry, que fue su único hogar. La vida en aquel castillo provinciano debía ser difícil. Ella dormía por la mañana, cosía durante la siesta y escribía de noche. Tenía que trabajar como una loca para mantener los gastos de esta casa ruinosa. En las paredes, los cuadros de los antepasados ricos, incluyendo al mariscal de Sajonia, junto con las colecciones de mariposas, minerales y fósiles que tanto amaba. En los salones, los niños caprichosos y mal educados, pintando las paredes de azul y rosa. Mientras sus huéspedes y sus amantes organizaban trifulcas y fiestas, escándalos y discusiones. Me cuesta trabajo comprender qué hacía Balzac intentando explicarle a Marie d’Agoult, la amante de Liszt, las formas de moler el café; o qué hacía Dumas con Paulina García, la amante de Turguéniev, que cantaba por las tardes acompañada al piano por Chopin, teniendo como auditorio un grupo de filósofos socialistas. La cocina, aunque abundante, era —según Gautier— montuna y carroñera, con mucho pollo. Delacroix se retiraba a pintar porque no podía soportar a esta gente.
En una de las habitaciones de la casa de Nohant se ven todavía las marcas de unas argollas donde George Sand instalaba su hamaca. Allí se acostaba con Jules Sandeau («él estaba en mis brazos, feliz, derrotado, abrazado, mordido, gritando, llorando, riendo»). Unos metros más allá dormía plácidamente Casimiro, su marido.
Cuando Chopin y George Sand llegaron a Barcelona, la vida musical se centraba en las Ramblas, concretamente en el Teatro de la Santa Cruz, el «Teatre de les Òperes». Los ramblistas castizos presumían del magnífico «telón de las nodrizas», nombre que hacía referencia a las musas tetonas que lo decoraban.
Muchos viajeros se alojaban en la Fonda del Falcó, que ofrecía a su clientela un espectáculo insólito: unos perros que daban vueltas al asador, atados como acémilas a una noria. Pero el establecimiento hotelero más renombrado en la época era la vieja Fonda de las Cuatro Naciones, donde se hospedaron Chopin y George Sand, al igual que lo había hecho Stendhal un año antes.
LA CARTUJA DE VALLDEMOSSA
En la lista de pasajeros del vapor El Mallorquín, salido de Barcelona el 7 de noviembre de 1838, aparecen estos nombres: Madame Dudevant, casada; M. Mauricio, su hijo, menor de edad; Mademoiselle Solange, su hija, menor de edad; M. Federico Chopin, artista. La señorita Amelia, camarera, viajaba en segunda clase.
Chopin y George Sand permanecieron en Mallorca durante poco más de tres meses. La primera semana en una casa de huéspedes de la calle de la Marina, en Palma. Un mes en Son Vent, en los alrededores de la ciudad, de donde salieron despedidos, como vagabundos, cuando el propietario de la casa se enteró de que su inquilino estaba tuberculoso. Y se trasladaron el 15 de diciembre a la Cartuja de Valldemossa, donde Chopin compuso algunos de sus más bellos y melancólicos preludios.
La vida mallorquina era entonces tranquila y serena, apenas marcada por el ritmo de los vientos y las estaciones, de los barcos y las cosechas, de la guitarra y la chirimía. Por las calles desiertas de Palma pasaban, de tarde en tarde, dos vecinas murmurando, o un pescador con sus artes, o un labrador tirando de un carro. Germà y germana se llamaban tradicionalmente los campesinos para entenderse entre ellos. El que llegaba de fuera era siempre el foraster.
En las celdas de la Cartuja de Valldemossa se han conservado algunos de los muebles de Chopin y George Sand. Consumido por la lluvia del frío invierno de 1838, Chopin aparecía cada vez más melancólico y poético, más enlunado y perdido, más elegante y antiguo. El piano Pleyel no llegaba, retenido por las aduanas. Y el pobre músico componía en un viejo piano mallorquín que, bajo sus dedos, sonaba romántico como las rosas de sangre que nacían en el tembloroso y flaco pecho del ruiseñor.
Para combatir el frío encendían braseros. Y en la vieja farmacia del convento se respira todavía la atmósfera mágica de aquel herbolario donde George Sand —convertida en fiel enfermera— buscaba el incienso y el benjuí para combatir el humo de los braseros. Y, aprovechando la humareda, ella se fumaba un cigarro.
¡Qué invierno aquel en Mallorca!: los vientos bramaban, las rieras se desbordaban, las casas gemían y las paredes rezumaban agua. Lleno de pensamientos siniestros, Chopin comenzaba a soñar con monjes negros. Él mismo se iba convirtiendo en un olivo de dedos nudosos, en una palmera perdida en un cielo de tormenta.
Al fin, escupiendo sangre, bajó de la montaña y se embarcó de vuelta. Tenía miedo de ser enterrado en vida. Le contaba estas historias a sus amigos, mientras —ya de vuelta en París— paseaba melancólicamente por los pasajes y las galerías donde iba a comprar antigüedades (té, canela y chinoiseries) para George Sand. Cuando él la conoció, ella —madre de dos hijos y recién separada de su marido— se ganaba la vida pintando tabaqueras. Se vestía de hombre para vender mejor su pacotilla, porque la gente se escandalizaba al verla fumar en la calle. Ella vivía entonces en el 31 de la rue de Seine, donde hoy sólo hay anticuarios. Luego, cuando Chopin se convirtió en su amante, tenía ya una buhardilla «azul» en el 19 del Quai Malaquais. Vivieron juntos en la Square d’Orléans, en la rue Pigalle… Pero su historia de amor acaba dramáticamente en el 18 de la rue de La Ville-l’Evéque, en casa de madame Marliani. Aquí fue donde la pareja tuvo, en público, su pelea definitiva. Los ojos de india de George Sand —normalmente inexpresivos— brillaban aquel día con antiguos rencores. Su cabellera, adornada con un puñalito de plata, se agitaba sobre sus hombros. Más que la nieta de un mariscal de Sajonia parecía ahora hija de su madre, la vendedora ambulante de pájaros. Estaba hermosa como una gitana en celo, y la cruz que llevaba colgada con una cinta de terciopelo en su cuello brillaba como un relámpago.
Él intentó levantar la voz, pero sólo emitió un sonido cavernoso y profundo. Salió de la casa enfebrecido, apretando la sangre de los pájaros heridos en su pañuelo.
George Sand, que tenía un corazón grande, le invitó más tarde a regresar a Nohant, a pasar unas vacaciones con sus amigos. Pero él ya sólo andaba tosiendo entre las antigüedades. De París a Londres, de Londres a Edimburgo, le perseguía el frío, los nocturnos, las marchas fúnebres… Tenía miedo de ser enterrado en vida. Cuando cerró los ojos, sus amigos arrancaron el corazón al cadáver y lo mandaron a Polonia.
Le llevé un poco de musgo verde de la tumba de Père Lachaise a un especialista en líquenes. «Algunas de estas especies —me dijo, después de estudiarlas— no son propias de París, sino de los húmedos bosques polacos».