Ante la tumba de Niko Kazantzakis

CREPÚSCULO EN CRETA

Cuando el sol se pone, los viejos magos de la India recorren las aldeas tocando su flauta: es la Melodía del Tigre, que cura las heridas de la jornada.

Yo era niño cuando, un verano, caminando de la mano de mi padre, conocí a Niko Kazantzakis, el poeta griego. El sol humeaba sobre las colinas de Antibes, y las sombras largas dibujaban siniestras figuras de guerreros griegos entre los cipreses, siluetas de barcos cóncavos en las escolleras. Desde aquel día pensé que un buen poeta debía caminar siempre, como el ciego Homero, rodeado de muertos.

—Maestro —le dije un día—, he visto que, cuando hablas, una llama sale de tus labios.

—No es fuego —me respondió—: es la Palabra.

Desde aquel día, también amé la Palabra. He visto luego cómo la muerte se alejaba de mi corazón, vencida por una palabra. ¡Si la gente conociera el poder de una palabra! Los intelectuales y los charlatanes no profanarían ese fuego. Quizá le tendrían cierto respeto, como aquel rabino que se despedía de su mujer y de sus hijos cada vez que tenía que subir al altar para pronunciar la palabra «¡Señor!».

—Nunca sé —murmuraba— si mi corazón seguirá latiendo con fuerza para pronunciar después otra palabra más y continuar diciendo «¡ten piedad!».

¡Qué bello sería ser poeta en un mundo que respetase las palabras y supiese leerlas, cuando están escritas! Hay palabras que lo dicen todo. Hay palabras terribles: xenofobia, inexorable, masacre, Viriato… Siempre me dio miedo pronunciar la palabra Viriato, como si se me fuese a venir encima toda la estepa profunda, violenta, sobria, austera, elemental, desforestada, negra… Cuando era niño y veía pasar las hermosas Vírgenes andaluzas, princesas moras cautivas, gitanas heridas, esclavas liberadas en una florida semana de Pasión, pensaba que los tambores —jenízaros celosos— las perseguían para encerrarlas de nuevo en el templo, bramando: Viriato, Viriato, Viriato… Me sentía hombre, y mis rodillas comenzaban a afirmarse delante de las muchachas liberadas en la noche de abril. Pero, detrás de nosotros, sonaban los tambores; en los parques, en los balcones, por las esquinas, por los pasillos, repitiendo una terrible palabra ibérica: Viriato, Viriato, Viriato… La primera vez que le puse la mano en el hombro a una muchacha, acariciándole la trenza, los tambores sonaron tan fuerte que el aliento de Viriato me quemó las orejas…

Siempre he escrito rodeado de perfumes sacramentales, como me enseñó el poeta griego. Niko Kazantzakis escribía rodeado de especias: un frasco de canela y dos nueces moscadas. Su bisabuelo había sido pirata en Creta: un Viriato griego, de velas negras. Los griegos tienen también una lengua diáfana, polifónica, escultórica, con unos acentos inexorables. El abuelo de Niko había establecido su cuartel en Gramvoúsa… ¡Gramvoúsa, qué palabra para una guarida de piratas! Cuando regresaba de la batalla, con la cabeza medio rapada oliendo a pólvora, con la trenza manchada de sangre y los bigotes oliendo a mujer, repartía su botín en las aldeas de Creta: canela y nuez moscada. Yo uso otras especies sacramentales, incluyendo el óleo y los perfumes de mi tierra: la naranja, el ciprés, el jazmín, el tomillo, la rosa y el vino. Cuando no tengo inspiración me dejo llevar por los perfumes.

Las sacerdotisas de Delfos comían hojas de laurel para entrar en trance. Y yo creo que Niko se alimentaba de laurel. Aunque su alma mística le llevaba hacia el Paraíso, amaba la tierra y por eso iba por el camino más largo. Había vivido al pie del Monte Sinaí, y sabía cosas ocultas, como que Dios no tiene nombre. Tenía un amigo que intentaba resucitar muertos, gritando fórmulas secretas en los oídos del difunto. Pero estaba algo débil y no resistía los tres días que se prescriben para conseguir una resurrección. Otro día le oí hablar del abate Mugnier, que fue también amigo de Cocteau y de Valéry. Fue aquel cura pintoresco y sencillo quien, dándole la comunión a un moribundo en un campo de batalla, vio cómo un pajarito le picoteaba la hostia en los dedos. Y, levantando sus manos, bendijo a la vez al herido y al pájaro.

Cuando leí Carta al Greco me hubiese gustado escribirle una carta explicándole que, en un convento del Monte Athos, yo había conocido a este pajarillo. Cantaba el Cristo ha Resucitado, tan bien que los monjes le llamaban el Padre Ruiseñor.

—¿Y ayunaba en Cuaresma?

—Entonces, hijo, no debía de ser el Padre Ruiseñor.

Otras veces Niko era más amargo, y por eso disfrutaba hablando con las viejas del pueblo. Y se entretenía comiendo higos con la portera del Monasterio de la Pantanassa, esperando que ella, animada por la confianza, murmurase al final: «los monjes son unos imbéciles». Pero al arco iris le llamaba «el cinturón de la Virgen».

Y todavía, cuando leo sus historias se me ocurren milagros. Y me lo encuentro por el camino llevando las manos apretadas, para que no se note que le sangran.

—¿Le sangran las manos, maestro? —le preguntó.

Y él sonríe, abre sus dedos y el camino se llena de rosas rojas.

Siempre tuvimos algo en común, además del laurel y del vino. Porque mientras los poderosos dioses antiguos vivieron, nosotros luchamos contra ellos. Pero comenzamos a amarlos cuando ya nadie quiso darles refugio.

LA MUERTE ES UN MULO

He llegado a Creta para traerle una ofrenda al poeta griego: canela, nuez moscada, y una botella de vino. Los habitantes de Heraklíon han levantado un túmulo para su poeta en lo alto de las murallas. Nadie sube a la tumba; sólo un taxista romántico se empeña en hacerle comprender a tres americanas que allí está enterrado el autor de Zorba. Los días de fútbol hay más peregrinos: gente que viene a ver gratis el partido desde la explanada y el monumento. El crepúsculo humea sobre las colinas de Heraklíon, sobre la tumba de Niko, sobre la cruz de madera. Todos se van. El aire está lleno de muertos.

En la tumba han grabado un epitafio: NO CREO EN NADA, NADA ESPERO, SOY LIBRE. Esas tonterías no son de Niko; suenan a Nietzsche, a Buda, a Lenin… Pero tienen la ternura humana de sus desplantes, de sus fetiches, de sus recuerdos. El Superhombre es un mulo europeo: tan activo que no deja caminar a su alma, como le gustaba a Niko, cogida de la mano con su cuerpo. Buda es un mandarín oriental: ve sufrir al mundo, se deja quemar por la llama, enciende la luz y luego la apaga y se va… ¡Tonterías de cagatintas, maestro! Es mejor soñar en París, cuando cae la fina llovizna sobre los castaños en flor, sobre las trenzas rubias. Es mejor pensar en las noches de Viena, dulces como la miel, cuando los ruiseñores se esconden en las lilas del Prater… ¿Qué hubiesen dicho los viejos piratas griegos —Ulises y los piratas de Gramvoúsa— al oír estas tonterías que proclaman Buda, Lenin, Nietzsche y los curas? Es mejor tener el ojo del elefante: mirar las cosas como si se las descubriese por primera vez; ver todas las cosas como si se las viese por última vez; ver y amar siempre, por primera y última vez. Ése debía ser el ojo del Greco.

Cometiste sólo un olvido, maestro. Conociste a una muchacha en Viena. Ella te ofreció su calor en la tarde fría del Prater. Miraste sus cabellos de seda, sus ojos pintados, su cuerpo de ámbar viejo, caído como las hojas crujientes del camino. Pero seguiste tu camino y no la dejaste que llorase en tus pies y los enjugase, luego, con sus cabellos. Si la hubieses tocado, habrías tocado una herida… Y ella habría derramado un frasco de perfume de nardo sobre tu sepultura…

Por eso he venido a traerte canela, nuez moscada y vino. Homero nos ha llenado el aire de muertos. Ya lo sabes: la muerte es un mulo. Nos montamos en él y nos vamos. Llevo también en la boca una hoja de laurel que tiene la forma de Creta.

Beso tu mano, maestro, beso tu hombro derecho, beso tu hombro izquierdo, y me alejo, en el crepúsculo, dejándote solo con la Melodía del Tigre…