12
El Libro de las Maravillas

Un mes más tarde, Marco ha olvidado el rostro de la muchacha. Encerrado en su prisión, no deja de recordar el rostro del hombre con el que se cruzó al llegar a Génova. Tiene una memoria excelente y está seguro de haberle visto ya. En aquel entonces era más joven, es cierto, y su barba no estaba recortada del mismo modo, pero es el mismo hombre. Marco rebusca entre sus recuerdos. ¿Le conoció en Venecia? Le parece que eso ocurrió mucho tiempo antes. Tal vez sea un mercader con el que coincidió en un caravasar. Si Niccolò estuviera allí, podría preguntárselo…

Cuando se declaró la guerra contra Génova, Marco se presentó de inmediato como voluntario. Aceptó con entusiasmo la proposición de asumir el mando de una galera de combate. Su tío Matteo intentó disuadirle de ello, recordándole que nunca había ejercido semejantes funciones. Pero Marco estaba convencido de que el trato injusto que le habían deparado los genoveses le daría la energía necesaria para desafiar sus ejércitos. Eso fue parcialmente así. En plena batalla naval, consiguió hundir un navío adversario. Pero sus propias pérdidas fueron enormes y su bajel no resistió mucho tiempo los asaltos de los enemigos. Como humillación suprema, cuando los genoveses se hubieron adueñado de la galera, detuvieron y encarcelaron a los venecianos al bajar del barco, la mirada de Marco se cruzó con la de aquel hombre. Éste, por su parte, también le había reconocido; estaba seguro de ello. Pero el otro había apartado la cabeza como si aquella coincidencia le resultara molesta. La fugaz visión permanecía grabada en la memoria de Marco. Instintivamente, sentía que aquel encuentro iba a trastornar el curso de su vida.

—El tal Marco Polo es una valiosísima presa, monseñor, creedme.

—Monseñor Doria, es sólo un capitán —replica el consejero.

La reunión se celebra en el subsuelo del palacio. El general está presente, al igual que los ministros más influyentes y el alcaide de la prisión. Sólo el nombre de Doria ha impulsado a tan eminentes personajes a desplazarse hasta allí. Ahora, a Giovanni Doria no le llega la camisa al cuerpo, pues se pregunta si conseguirá convencerlos. La estancia está apenas iluminada por una sola ventana de celosía, cubierta de papel aceitado. La atmósfera es tan húmeda que el consejero siente que se agravan sus dolores reumáticos. Está impaciente por acabar.

—Los venecianos no se lo toman en serio porque no le conocen. Yo os juro que todo lo que diga será cierto.

—Monseñor Doria, estoy dispuesto a creeros. Pero, decidme, ¿en qué circunstancias le conocisteis? —pregunta, suspicaz, el general.

Doria vuelve el rostro para ocultar su embarazo.

—Es un secreto entre él y yo que no puedo revelar —suelta con voz firme—. He viajado durante cuarenta años por las rutas de las Indias y sé que este hombre está en posesión de valiosas informaciones. Nuestro poderío por tierra y mar puede verse multiplicado.

Su tono seguro sorprende a los asistentes, sobre todo al mayor de sus hermanos, que fue uno de los vencedores de la batalla contra los venecianos. Los presentes intercambian algunas miradas.

—Muy bien, monseñor Doria —acaba diciendo el consejero—. La reputación de vuestra familia es bien conocida. A pesar de nuestras dudas, estamos decididos a confiar en vos. Enviemos de inmediato a nuestro verdugo y veamos qué puede sacarle.

—No, monseñor, me habéis entendido mal. Los secretos que Marco Polo posee sólo pueden obtenerse por la astucia. Sabe demasiado. Moriría sin haber revelado ni la mitad de lo que conoce.

El alcaide se siente cada vez más molesto por el giro que toma la conversación. Comienza a menguar su dominio sobre un prisionero, es una sensación insoportable.

—En ese caso, id a verle y adormeced su confianza —sugiere el consejero.

—Es imposible, soy genovés. Es preciso encontrar otra cosa.

El alcaide se decide entonces a intervenir.

—Tengo una idea…

—Acomodaos, Rusticello.

Temeroso, el enfermizo Rusticello se sienta al borde del taburete que le ofrecen. Tras un gesto de Doria, el guardia le quita las cadenas al pasmado prisionero. Doria ha seguido al director de la prisión hasta su gabinete. La estancia nada tiene que envidiar en austeridad a las celdas. Las piedras de las paredes ni siquiera han sido encaladas. Una simple mesa y dos sillas forman el único mobiliario. Una colección de llaves cuelga de un gancho. La ventana, con barrotes, a una altura superior a la estatura de un hombre. La luz del día sólo entra sesgada.

El alcaide, que permanece de pie, bien afianzado en el suelo, cede su asiento a Doria. Rusticello se ha depauperado más aún desde la última vez que le vio el director. Sin embargo, sobrevive a su cautiverio. Una especie de fatalidad le mantiene en un estado que el alcaide no alcanza a comprender.

—Rusticello, creo que no tardaréis mucho en salir de aquí, libre —comienza Doria.

Rusticello, desconfiado, calla aguardando la continuación. Desde su encarcelamiento, es la primera vez que aluden a una eventual liberación. Se pregunta si su familia ha aceptado por fin pagar el rescate, o si el gobierno de Pisa ha logrado negociar una liberación general.

—Tenemos que confiaros una misión.

Rusticello no puede evitar una leve sonrisa. Se contiene para no soltar la carcajada. Encerrado desde hace años, olvidado por todos, desdeñado por los suyos, encuentra que el genovés tiene una manera muy singular de proponerle una nueva tarea que cumplir. No haría falta que guardase tanto las formas.

—Tenemos en nuestras mazmorras un prisionero. Posee ciertas informaciones que deseamos conocer.

Entonces, Rusticello presta atención a ese cortesano que no se atreve a poner los brazos en la mesa por miedo a ensuciarse.

—¿Y en qué puedo yo ayudaros, monseñor? Mi posición no me parece muy adecuada para hacer confesar a nadie.

No ha podido evitar esta irónica salida. Más de una vez, eso le ha valido algunos castigos. Pero no han conseguido quebrar su temple. ¡Perros genoveses!

—Muy al contrario, Rusticello, vos sois escritor. Tenéis una buena pluma, he leído algunas páginas de las que habéis escrito.

Doria se dirige a él como si estuviera en una cena palaciega y manifestara un cortés interés por uno de sus invitados.

—¿Cómo? —pregunta Rusticello, incrédulo.

Desde el comienzo, ha protestado por su encarcelamiento arguyendo que no era un soldado sino un observador. No le escucharon, le tomaron por loco o le humillaron, diciéndole que, en prisión, ya no podría observar nada que fuera contra el interés de Génova.

Rusticello se deja dominar de nuevo por el abatimiento, sus hombros se encorvan un poco más. Incansablemente, ha escrito a su familia, a sus amigos, a sus protectores, con la esperanza de que su causa fuera escuchada algún día. Pero hace ya tanto tiempo… ¿Acaso llegan alguna vez sus cartas a destino? Tal vez le crean muerto…

—Si hacéis lo que os digo, saldréis muy pronto. Y, hasta entonces, seréis bien tratado. ¿Me oís?

Por el tono del genovés, Rusticello siente que renace en él un átomo de esperanza.

—Sí, monseñor —responde con gravedad.

—Pues bien. Este prisionero ha realizado un largo viaje. Queremos conocer los detalles. Vos le propondréis escribir su relato. Luego, nos entregaréis el manuscrito. Y seréis libre, por fin.

—¿Os entrego el manuscrito y soy libre?

—Eso es.

—Pero ¿qué informaciones deseáis exactamente? ¿Sobre qué debo hacerle hablar?

—Ganaos su confianza, él mismo se explayará. Queremos saberlo todo de sus viajes, de lo que ha visto.

—Pero si en el manuscrito que os entrego no encontráis lo que buscáis… Necesito saber algo más…

—Es preciso hacerle hablar lo más posible. Además, me entregaréis a intervalos regulares las páginas del manuscrito. Las leeré y os diré si estáis en el buen camino.

El tal prisionero debe de ser un personaje importante para que los genoveses se anden con tantas precauciones.

—Pero, monseñor, ¿quién es el hombre?

—Es un mercader veneciano que ha viajado mucho.

—Daos cuenta, monseñor, que nunca llegué más allá de mi ciudad natal y que me encuentro en Génova porque me tienen encerrado. No tengo con él nada en común. No conozco su lengua.

—Precisamente por eso, tampoco él ha conocido nunca a un escritor. Y además, no podéis negar que fuisteis hasta la corte de Francia. Supisteis encantar a los reyes. De modo que a un mercader…

—¿Qué garantía me ofrecéis, monseñor, de que quedaré libre?

El gentilhombre genovés se incorpora, enojado.

—¡Tenéis la palabra de un Doria!

—Sin querer ofenderos, preferiría un documento oficial, monseñor.

Doria se acerca a Rusticello. La negociación ha durado ya bastante.

—Creo, querido Rusticello, que no os quedan muchas opciones…

Caminando de un lado a otro, Marco contempla a su nuevo compañero de celda. No tiene el aspecto de un hombre que acaba de ser detenido. Es alto y delgado, y su barba canosa está mal recortada. Mira a Marco de soslayo, como aquél a quien le han repetido muchas veces que bajara la mirada.

—Me llamo Rusticello, ¿y vos? —pregunta en latín.

—Marco Polo —responde en la misma lengua.

—¿Queréis saber por qué estoy aquí? Fue hace catorce años, en agosto de 1284. Lo recuerdo como si fuera ayer. Me había embarcado para escribir la heroica epopeya (¡eso decían!) de nuestros ejércitos de Pisa. Resultado: una catástrofe, una lamentable derrota. Catorce años —repite con un nudo en la garganta—. Y Pisa se desinteresa por nuestra suerte. No podéis imaginar todos los que han muerto en estas malas mazmorras. Mejor es no pudrirse en ellas. Algunos han conseguido ser liberados a cambio de rescate.

—¡Pero bien habéis sobrevivido vos! ¿Cuál es vuestro secreto?

—¿Eso os parece? Monseñor, me halagáis. Represento veinte años más de los que tengo. En fin, lo supongo, hace cinco años que sólo he visto mi rostro en mi cubo de agua pútrida. Perdonad mi aspecto, mirándome en él me afeito —explica señalando su barba—. Y sin embargo, no soy un soldado. Me desgañité proclamándolo en todos los tonos, en todas las lenguas, y hablo varias por mi profesión. De nada sirvió. Me enmohezco aquí. Sobrevivo a las ratas.

—¿Sois intérprete?

—No, ¿por qué?

—Decís que vuestra profesión os obliga a conocer varias lenguas —explica Marco con un gesto.

—Soy un escritor, un trovador —alardea Rusticello con énfasis.

Marco interrumpe su interminable ir y venir. Hasta ahora, había mantenido la conversación para matar el tiempo.

—¿De verdad? —pregunta, interesado—. ¿Y qué escribís?

—Libros de caballería. Y en francés, naturalmente —declara con orgullo—. Me establecí por algún tiempo en la corte de Inglaterra y fui compañero del príncipe Eduardo. Fijaos, incluso le acompañé en su viaje a Jerusalén.

La evocación conmueve de pronto a Marco. Presta más atención al relato del pisano. Este prosigue:

—Cada día doy gracias a Dios y a la Virgen por haberme dado habilidad, sentido, fuerza y memoria, tiempo y lugar para escribir.

—¿Estáis hablando de la prisión? —dice Marco ton ironía. Ofendido, Rusticello calla—. Proseguid, me gusta escucharos.

El pisano no se lo hace repetir.

—Sabed, monseñor Polo, que tenéis ante vos a un escritor apreciado y renombrado en las mayores cortes de los príncipes de Inglaterra. Soy el autor de «Gyron el Cortés, con la divisa de los blasones de todos los caballeros de la Tabla Redonda» y también «Meliadus de Leonnoys, juntamente con varias otras nobles proezas de caballeros realizadas por el Rey Arturo, Palamedes y Galliot del Prado». Ciertamente habréis oído hablar de ellas.

—No —responde Marco sonriendo—. Pero no os sintáis ofendido. He estado viajando durante veinticinco años.

—¿De verdad? —pregunta Rusticello, intrigado a su vez—. ¿Y por dónde?

—Bueno, puedo afirmar sin exagerar que debo de haber recorrido casi todas las rutas, por mar o tierra, del mundo conocido.

—Os burláis, monseñor, es imposible.

—No, puesto que lo hice. Me exigió veinticinco años.

—¿Y regresasteis?

—Sí, regresé de muchas cosas…

—Por vuestro acento, tengo la impresión de que sois de Venecia.

—Es cierto.

—Entonces, cuando partisteis de Venecia, ¿teníais intención de llevar a cabo una epopeya digna de Ulises?

Marco se echa a reír.

—No, en absoluto. Cuando salí de Venecia contaba diecisiete años y ni siquiera estaba seguro de llegar entero a Acre.

—Contadme eso, pues. No, aguardad. —Rusticello reflexiona un instante antes de proseguir—: Escuchad, ignoramos cuánto tiempo vamos a permanecer aquí, ¿no es cierto? Sin embargo, mis carceleros me facilitan toda la tinta, las plumas y los papeles que les pido. Si me contáis vuestro viaje, ¿me autorizáis a escribirlo?

Marco intercambia con Rusticello una brillante mirada.

—¡Iba a proponéroslo! —exclama Marco, entusiasmado.

Rusticello se arrodilla en su yacija y saca el material de escritura.

—Ved, tengo ya todo lo necesario para comenzar. Me instalo y os escucho.

Marco, mientras camina por su celda, comienza a relatar su viaje desde que zarpó de Venecia. Se recuerda en el gabinete de escritura del Gran Kan, en compañía de Tatatonga. Recupera el mismo deseo de narrar, a pesar de los muros que obstruyen su visión pero no su imaginación. Rusticello le interrumpe cuando no comprende el desarrollo de los acontecimientos.

—Un momento, monseñor, habéis comenzado diciéndome que habíais zarpado con vuestro padre. Pero, hace un momento, me habéis dicho que vuestro padre no quería ni veros…

—Dejad que continúe.

—Perdonadme…

Rusticello está muy acostumbrado a la escritura, pero tiene ciertas dificultades para seguir el chorro de palabras de su interlocutor. Le detiene más de una vez:

—Monseñor, ¿podéis repetir la descripción?: «Animales con escamas de serpiente, grandes como bueyes, de enormes patas, con una gran mandíbula con feroces dientes y una larga cola», ¿no es eso?

—Sí, sí, por completo.

—¿Son dragones, entonces?

Marco vacila un instante.

—No los vi escupir fuego.

—Pero tal vez lo hicieran, ¿no es cierto? Podemos suponerlo.

—Tal vez. Allí, los habitantes los llamaban «cocodrilos».

—Es una palabra demasiado erudita. Mejor será una imagen que la gente de aquí conozca.

Incluso a la luz de la vela, la fiebre que se ha apoderado de ambos prisioneros es tan intensa que siguen trabajando hasta muy avanzada la noche.

—Repito entonces: un animal más grande que un buey, con una piel tan gruesa y fuerte como la roca, patas enormes y un cuerno en la frente. ¿Es un unicornio?

—No recuerdo su nombre.

Rusticello suspira, hastiado.

—Perdonad, monseñor, pero yo soy un hombre de letras aunque vos seáis un hombre de acción. Yo necesito palabras para decir las cosas.

—Bueno, tenéis la descripción.

—Mis lectores no se satisfarán con eso. Necesito ponerle un nombre. ¿Es culpa mía si vuestra memoria os falla?

Entonces, Marco se encoleriza, agarra del cuello a Rusticello y le empuja contra la pared.

—Cuidado, señor —le advierte—, vuestra profesión no os autoriza a insultarme. Mi paciencia tiene límites. Aunque estemos en prisión, no vacilaré en pediros explicaciones si me considero ofendido.

Por primera vez desde que ha empezado su obligada cohabitación, Rusticello advierte que su compañero puede resultar peligroso. Comprende también que este rasgo ha debido de salvarle la vida más de una vez.

—No lo toméis a mal, monseñor, os lo ruego —dice Rusticello con voz temblorosa—. Os presento mis más sinceras excusas.

Marco suelta al trovero. Reflexiona.

—Poned «unicornio».

Rusticello reanuda su tarea y rasca la hoja con una pluma levemente insegura.

El brutal chasquido le despierta sobresaltado. Marco se incorpora en su camastro, buscando por instinto su arma. La puerta de la celda se ha abierto de par en par. Comprueba enseguida que Rusticello ha desaparecido. Después de casi un año compartiendo las mismas penas, se había acostumbrado a la presencia del pisano. A veces le obligaba incluso a compartir su insomnio para que siguiera escribiendo.

El guardia asoma la cabeza y suelta:

—¡Monseñor Marco, sois libre!

Incrédulo, Marco se apresura a salir al oscuro corredor de la prisión.

—¿Y mi compañero? ¿Y Rusticello?

El guardia mueve la cabeza, encogiéndose de hombros.

Marco regresa precipitadamente a la celda, levanta la yacija del pisano donde esconde el manuscrito. ¡No hay nada!

Se vuelve hacia el carcelero.

—Quiero ver al alcaide de la prisión.

—Pero sois libre, monseñor —responde el otro sin comprender el empeño de ese prisionero en prolongar su estancia.

—¡Quiero verle! —dice Marco levantando el tono.

Impresionado, el guardia se dice que mejor será que obedezca. La seguridad con que habla el veneciano es tan amenazadora que teme inesperadas represalias si llega a contrariarle. Pero, al mismo tiempo, no quiere arriesgarse a una sanción.

—Seguidme —concede.

Precede a Marco por interminables pasillos, escaleras y estrechos patios. Finalmente, desembocan en una galería donde se han reunido los guardias de la prisión. El carcelero avanza hacia el hombre que debe de ser su superior, le habla al oído señalando a Marco. El sargento es un hombretón cuadrado, tan robusto como las puertas del establecimiento. El veneciano patea el suelo, impaciente. El sargento avanza, visiblemente turbado.

—Monseñor, sois libre, dejad que os acompañe hasta la salida.

Pero Marco no se mueve, plantado con firmeza en su sitio.

—¡No saldré de aquí sin mi manuscrito!

El sargento saluda al extranjero y se aleja. Marco le ve discutir con otro hombre. Luego, ambos se alejan. Marco teme por un instante que le hagan esperar hasta que se canse. Aún no le han devuelto su espada. Al cabo de una hora insoportable, el sargento regresa acompañado, esta vez, por un dignatario que luce las armas de una casa genovesa.

—¿Sois Marco Polo? —pregunta con voz átona.

—Lo soy.

—Seguidme.

A grandes zancadas, el hombre conduce a Marco hacia un gabinete decorado con gusto. Sin duda es el del alcaide de la prisión. En su interior, a Marco le sorprende encontrar al hombre con quien se había cruzado el día en que le apresaron. Es apuesto y va vestido con la refinada elegancia de la nobleza genovesa. Con un gesto, despide al dignatario. Marco y él se quedan solos.

—Sentaos, monseñor, os lo ruego —le indica el caballero con voz afable.

—Estoy sentado desde hace un año, os lo agradezco —replica Marco en tono cortante.

El otro tose para disimular su desconcierto.

—¿No me reconocéis? —pregunta el hombre, algo contrariado.

Marco mueve la cabeza con aire interrogativo.

—Bueno, mirad —dice su interlocutor sentándose en una silla.

Se quita la bota y descubre su pantorrilla. Una cicatriz blanca, medio oculta entre los pelos, muy clara, le recorre la pierna.

—Tengo otras como ésta, en la espalda.

—¡Doria! —exclama Marco, que de pronto ha reconocido al genovés cuya vida salvó en Ceilán.

—Sí, Giovanni Doria. Nunca me he atrevido a decir la verdad a mis íntimos. Les conté que había sido capturado por unos indios que me flagelaron por haber querido salvar a una mujer de la hoguera. No me reprocharéis que haya deformado así la historia. En cualquier caso, resulta más glorioso que haber sido azotado por un cristiano medio salvaje. Cada vez que veía estas marcas, lamentaba no haber muerto allí. Os odié durante mucho tiempo. De hecho, os odié hasta aquel día del año pasado en que os vi entre nuestros prisioneros. —Los ojos de Doria lanzan relámpagos de furia—. Entonces, descubrí la posibilidad de vengar mi humillación.

Marco hace una profunda inspiración.

—Ya veo, monseñor Doria, que seguís sin comprender las costumbres de aquellos pueblos.

—¡Sí! ¡Son unos bárbaros y también lo sois vos, monseñor Polo! ¿Exigís vuestro manuscrito? Helo aquí.

De un cofre de madera que descansa en el alféizar, Doria saca un grueso fajo de papeles y lo arroja en la mesa con desprecio.

—Fue una extraordinaria coincidencia, ¿verdad?, encontraros en la misma celda con un hombre capaz, precisamente, de transcribir vuestros recuerdos.

Marco calla, pues comienza a entrever la magnitud de la traición. Toma su manuscrito y lo abre al azar. El papel es rugoso, los signos han sido trazados con el cuidado de un monje.

—¡No es el original! —exclama.

—No, en efecto, pero es una buena copia, del todo aceptable —suelta Doria con voz cortante.

El veneciano se sienta y comienza a descifrar con esfuerzo el documento. Tras dos páginas de laboriosa lectura, Marco debe admitir lo increíble.

—¡No es el texto completo! ¿Dónde está Rusticello?

—Hemos considerado que Venecia no necesitaba conocer lo que, de todos modos, no le interesaba. Me he informado acerca de vuestra situación. Hace cuatro años que regresasteis y el Dux no se ha dignado recibiros.

—No lo solicité.

—Sin duda. Sin embargo, mejoráis cuando se os conoce, monseñor Polo. Y, para responder a vuestra última pregunta, supongo que mientras estamos hablando Rusticello ha debido de regresar a su querida villa de Pisa.

Marco se contiene para no exteriorizar su cólera de un modo violento, cosa que sería poco digna de un hombre de su condición.

—¿Dónde está el original? —pregunta suspirando.

—El manuscrito está a buen recaudo.

—¿Dónde? —se enoja Marco.

—A buen recaudo —repite invariablemente Doria.

Es demasiado. Marco ya no es capaz de dominarse.

Agarra a Doria por el cuello y lo empuja contra la pared.

—¡Voy a matarte, Doria!

—Hacedlo, monseñor. No sabríais nada más.

Marco lo suelta. Pero acto seguido asesta un fuerte puñetazo al genovés, toma el manuscrito y sale, furioso.

Mientras va camino a Venecia, Marco se entera de que el 25 de mayo del año de gracia de 1299 se firmó la paz entre Venecia y Génova, y los prisioneros de ambos bandas fueron devueltos. Por un momento, Marco piensa en dirigirse a Pisa antes de ir a Venecia, pero abandona rápidamente el proyecto. Aunque Rusticello haya cambiado su libertad por el manuscrito original, Marco no puede reprocharle esa debilidad humana tras tantos años de sufrimientos y privaciones. Matarle no le devolvería el manuscrito.

Los prisioneros liberados son acogidos en Venecia como vencedores, recibidos por una multitud regocijada. Marco no se demora y se dirige a la casa de Il Vecchio. El día es caluroso, los miasmas brotan de los canales. El aroma de las acacias intenta disimular los malos olores de las calles. El sol ilumina los muros encalados. Marco busca la luz, disfrutando de la tibieza de los rayos en su piel. Finalmente, divisa la higuera que preside el patio. A sus oídos llegan unos gritos. Descubre que unos criados están acarreando baúles a bordo de un barco que aguarda en el canal, cargado ya con un montón de muebles. Entre el ajetreo de los sirvientes, Niccolò da órdenes con impaciencia. Dao, sentado en los peldaños, contempla el espectáculo.

—¡Padre! —exclama el joven al descubrir a Marco. Lo estrecha impulsivo entre sus brazos. Marco responde a su abrazo con el mismo calor. Niccolò asiste conmovido a la escena.

—Nos satisface veros en buena salud —manifiesta Dao.

—Yo encuentro que ha adelgazado —comenta Niccolò—. Esos malvados genoveses te han alimentado mal, Marco.

—No me gustaban sus comistrajos.

—Venid, tenemos una sorpresa para vos.

—Aguarda, Dao, quisiera recuperar mis pertenencias.

Pero Dao insiste tornando a su padre del brazo. Niccolò intercambia una mirada cómplice con el muchacho. Ambos arrastran al viajero hasta la calleja tras el canal. Unos caballos les aguardan, ya ensillados. Siguiendo al trote a sus guías por las calles de Venecia, Marco atraviesa San Bortolomio, pasa por el Rialto, continúa a lo largo de las Mercerie. Finalmente, llegan al barrio de San Giovanni Crisostomo. Dao y Niccolò descabalgan ante una gran y hermosa mansión, adornada con arcos bizantinos. Marco los imita. Sin decir palabra, Dao llama a la puerta. Ésta se abre y aparece Pietro Tártaro, que despliega una gran sonrisa.

—Estáis en vuestra casa —anuncia Dao Zhiyu—. Niccolò y Matteo la compraron durante vuestro cautiverio. Entrad.

Impaciente, Niccolò precede a Marco. Atraviesan un patio rodeado de arcadas moriscas. En el centro, una amplia fuente recubierta de mosaicos multicolores desgrana su apaciguadora melodía. Todo el conjunto tiene mucha semejanza con un caravasar.

—Estamos muy cerca de la plaza de San Marco y a dos pasos del Rialto. Y he aquí tus aposentos —dice Niccolò abriendo una puerta decorada a la bizantina—. Por un lado dan al patio y por el otro al canal. De momento, sólo hemos hecho instalar el mobiliario, aguardamos tus órdenes para arreglarlo de acuerdo con tu gusto.

—Sería la primera vez, padre mío.

—Te he echado de menos, Marco.

Marco deposita el manuscrito en una mesa de pies retorcidos y lo abre al azar.

—¿Qué es eso? —pregunta Niccolò.

—En la cárcel he escrito mi historia, la del Gran Kan. Pero me la robaron. Eso es sólo una mala copia.

—¿Quién te la robó?

—Esos perros genoveses. Los mongoles no eran peores que ellos; no tan arteros, en todo caso.

—Deja ya de preocuparte por el manuscrito. ¿Qué buscas, a fin de cuentas?

—Debo cumplir mi juramento, eso es todo.

—¿Qué vale la palabra dada a un mongol, por muy emperador que fuese?

Marco calla, atónito. Niccolò prosigue:

—Haz como yo, aprovecha los momentos de vida que te quedan. Tú y yo somos unos supervivientes. Hemos atravesado las llamas del infierno y permanecemos en pie aún. Es la única verdad que importa. En Venecia, mejor es no destacar en exceso. Hemos vivido demasiado tiempo lejos de esa corte de pantanosos meandros. Tenemos bastante dinero para vivir felices. Tú tienes a Gandhali y todos los recuerdos que los griegos no se llevaron para pensar en los buenos momentos. No intentemos estropear nuestros últimos años con vanos combates.

—Pero cuando os tratan de mentiroso si decís que existe el papel moneda…

—Me río con quienes me contradicen e incluso les hago saber que, en ciertos apartados caravasares del desierto, uno podía pernoctar con todo su séquito, camellos, hombres y mercancías a cambio de un cuento, siempre que se narrara con arte.

Niccolò y Marco cruzan una mirada preñada de nostalgia.

—Tú y yo sabemos que todo eso es cierto. Aquí, en las cortes cristianas, se niegan a oír lo que no son capaces de imaginar. Preferirían asarnos en una pira. Déjales creer que tu manuscrito es un libro de fábulas. Entonces, serás más que un aventurero, serás aquel que hace soñar.

Marco cierra el texto con un golpe seco.

—Tienes cuarenta y seis años, Marco —prosigue Niccolò—. Es hora ya de que sientes la cabeza. Te he encontrado una muchacha de excelente familia para que fundes un hogar.

—Estáis lleno de solicitud para conmigo —observa Marco con ironía.

—No tendrás que lamentar mi elección. Lo he hecho para ahorrarte tiempo. Tiene dieciocho años. Apreciará tu acento extranjero cuando le hables en tu lengua natal. Se maravillará cuando le cuentes tus hazañas y aventuras. Aceptará tu ensimismamiento en las más diversas circunstancias. No te pedirá que te separes de Gandhali.

—Ella es distinta. He hecho con ella cosas que nunca podría hacer con mi esposa.

—Ya verás, tu esposa aprenderá incluso a apreciarla y a conocerla si eso te complace.

—¿Y cómo se llama esta perla?

—Donata Badoer. He empezado ya las negociaciones. Sólo te falta conocer a sus padres.

Unas semanas después del regreso de Marco Polo al mundo de los vivos, Pietro Tártaro entra en su gabinete. El veneciano está redactando una lista para intentar recuperar las mercancías que le quitaron los griegos. Termina de escribir una palabra y deja la pluma. Ese trabajo le enoja y le roba tiempo, pero no puede renunciar a los tesoros reunidos durante sus viajes. Cada vez que le interrumpen, pierde la concentración y eso le cuesta media jornada de labor suplementaria. Espera que esta vez sea una cuestión importante.

—Amo, una señora solicita audiencia.

—¿Cómo se llama?

—Dama Badoer.

Pietro conoce a Donata. Por eso ha pronunciado el nombre con solemnidad, bajando la voz. Pero como habla con acento mongol, Marco ha tardado unos instantes en comprender el nombre.

—Hazla pasar —ordena.

Marco se levanta para recibir a la madre de Donata. Le parece extraño que se haya desplazado ella, cuando para el día siguiente tienen concertada una entrevista oficial con el padre.

La dama penetra en la estancia, muy rígida en su largo vestido de terciopelo, con el rostro oculto por un ancho tocado provisto de un velo atado bajo la barbilla. Su amplio manto apenas disimula la gruesa cintura y los hombros redondos y robustos. Marco advierte que va muy abrigada para la estación. Ella le saluda con una profunda reverencia.

Marco acude a su encuentro y se inclina a su vez.

—Señora, veros es una alegría que aguardaba desde hace mucho tiempo. Tras haber admirado el sol que es vuestra hija, comprendo por fin de dónde procede su esplendor.

—Monseñor, os habéis traído de China un sentida de la poesía… casi exótico —dice ella con una pizca de ironía que sorprende a Marco.

—No sólo eso —replica de inmediato.

Con un andar elegante, la dama da la vuelta al salón, admirando los objetos que allí se encuentran, como si quisiera adquirirlos.

—¡Monseñor, no quiero que os caséis con mi hija! Desde hace cuatro años, mi marido sólo habla de vos. Han sido vanos mis intentos de presentarle otros partidos mejores para Donata. Por si fuera poco, vuestro padre ha sabido mostrarse convincente. Además, el signore Badoer considera que no sería una mala alianza.

A Marco le sorprende la salida de la dama. Si fuera un hombre, le exigiría de inmediato que se retractase. De pronto, la boda con Donata supone un envite que él no había imaginado.

—Señora, sólo puedo alabar vuestra clarividencia. Yo mismo he conocido demasiadas muchachas casadas contra su voluntad para no ignorar que son desgraciadas durante el resto de su vida.

La señora Badoer se vuelve rápidamente, herida en lo más vivo.

—Muy presuntuoso os encuentro, monseñor, si suponéis que conocéis el alma de las de mi sexo.

Marco no responde a la provocación. Seguramente, las mujeres no tienen alma. Pero ha tratado a bastantes, y de todas las confesiones, para saber que todas tienen corazón.

—Antes de capitular, he venido personalmente para darme cuenta, para conocer al hombre a quien iba a entregar mi hija.

—Mi reputación me precede, señora, y comprendo vuestras dudas. Pero soy un hombre de experiencia. Y Donata no tendrá ante ella al muchacho que yo era cuando salí de Venecia…

Marco ha pronunciado estas últimas palabras en un murmullo.

Lentamente, la señora Badoer se quita el tocado. Se acerca al ventanal para exponer su rostro a la mirada de Marco.

O Dio! ¡Donatella! ¿Eres tú?

—Sí, Marco —confirma ella bajándose de nuevo púdicamente el velo ante su rostro abotargado y lleno de arrugas, que los estragos del tiempo han ajado. Incluso sus ojos claros se han descolorido.

—Eres la madre de…

—De Donata Badoer. Te creía muerto, Marco.

Marco ha enmudecido, estupefacto. Mil recuerdos afluyen a su mente. En su memoria, Donatella seguía siendo joven y hermosa. Adoraba aquel primer amor de juventud porque le parecía enterrado para siempre en el pasado.

—Tú me habías olvidado, pero no tu corazón. Él me recordó cuando viste a Donata. ¿No habías adivinado que era mi hija? —pregunta ella con amargura.

Marco niega con la cabeza.

—Creí que era una venganza —prosigue ella—. Cuando recuerdo tus ojos enamorados… Mi propia hija…

Deja en suspenso la frase, concluyéndola con un profundo suspiro. Se acerca a su antiguo amante, y baja la voz como para confiarle un secreto. Tras el velo, sus ojos se han humedecido. La vieja emoción que los unía no ha desaparecido del todo.

—Escucha, Marco, he venido a verte como amiga. No te cases con Donata. ¿Esperas así abolir el tiempo? Mírate, Marco, los años te han marcado como a mí, sin duda mucho más que los caminos que has recorrido. Yo misma me vi obligada a casarme con un amigo de mi padre. Mi matrimonio es una continua pesadilla. Ahórrasela a ella. Te lo suplico, ten compasión. Mañana, Badoer vendrá a hacerte una visita para autorizarte a que hagas la petición oficial. Te bastará con decirle que has conocido a otra.

Sin decir una palabra, Marco contempla largo rato a Donatella, que no es más que una sombra de su pasado esplendor. Aunque se había sentido contento de verla, como a una antigua amistad con quien compartir sus recuerdos, poco a poco le invade un sentimiento de ira.

—Decidme, dama Badoer, ¿es por vos o por ella que no deseáis esta boda?

Donatella se pone rígida.

—Habéis vivido tanto tiempo entre esos bárbaros… —argumenta—. ¿Cómo estar segura de que no os han corrompido? No os culpo por ello, Marco. A veces eso se produce sin que uno lo advierta. Mirad, Donata me ha hablado de vuestro… bastardo. Me ha confesado que le ha parecido muy apuesto. Os lo ruego, mantenedlo a respetuosa distancia de mi hija.

Ha dicho la última frase como si estuviera hablando de una bestia salvaje.

Marco le agarra la muñeca y la aprieta gradualmente.

—Señora, debéis vuestra salvación sólo a vuestro sexo. Os prohíbo que insultéis a mi familia.

—¡Monseñor, me hacéis daño! —exclama Donatella debatiéndose.

—Y sabed, señora, puesto que de recuerdos se trata, que mi hijo es también hijo de Noor-Zade, la muchacha que me regalasteis antes de partir. Este hijo es mi mayor orgullo. Adiós, señora, sin duda volveré a veros en la ceremonia nupcial.

Suelta a Donatella. Ella retrocede sujetándose el brazo. Marco da unas palmadas, Pietro aparece de inmediato.

—Acompaña a esa… criatura —ordena en mongol.

Tal como Donatella había anunciado, al día siguiente Marco recibe la visita oficial del signore Badoer. Llega acompañado por su notario, su secretario, su tesorero y dos secuaces. Marco le recibe en su salón chino.

Marco ha decorado su casa con algunos recuerdos de viaje desdeñados por los griegos. Ha creado un salón mongol adornado con una piel de yak, de seis cuartas de largo y fina como la seda. De uno de los muros cuelgan la cabeza y las patas de un almizclero, moschus moschiferus, varios paños de seda pintados con animales desconocidos en Venecia, jirafas, rinocerontes, tigres. Unos arneses mongoles penden junto a un tapiz; telas raras, incrustadas de oro, junto a un rosario musulmán de Persia. Una corona mongol adornada con piedras preciosas y perlas, regalo de la princesa Hayak-Kokedjin en agradecimiento por su protección, se halla sobre un mueble chino. Pero la principal atracción sigue siendo la tablilla de mando de oro. Los visitantes no dejan de contemplarla largo rato, soñando en los privilegios a los que da derecho. Como los demás, los huéspedes de Marco se maravillan ante la riqueza de esos reinos que su compatriota ha cruzado.

Al abrigo de las miradas, en la mansión hay unas estancias secretas donde vive Ishrat Gandhali, retirada del mundo. Marco ha acumulado en ellas tesoros comprados en los mercados de toda la costa. La esclava nunca sale de allí, feliz en aquella jaula dorada donde aguarda las visitas de su dueño. Una sirvienta muda se ocupa de ella y le sube las comidas. A veces resuenan en el palacio las notas de su música, sin que nadie, salvo Marco, conozca su procedencia.

—Monseñor, es para mí un honor aceptar vuestra petición de matrimonio —comienza monseñor Vidal Badoer cuando llegan al motivo de la visita—. Aquí estoy, como mi hermano y mis consejeros, para resolver los últimos detalles referentes a esta unión. Nuestros hombres de leyes han procedido ya al primer intercambio de contratos. Aunque vuestra familia no tenga una larga ascendencia de nobleza, vuestro nombre se está haciendo ilustre. Desde que regresasteis de Génova, habéis hecho a nuestra mejor sociedad el honor de dejarla consultar vuestro manuscrito. Yo mismo tuve la suerte de asistir a una lectura y quedé impresionado. Tenéis una imaginación excepcional.

—¡Todo es cierto, podéis estar seguro!

—Claro, claro, no lo dudo —dice Badoer con aire entendido—. Y hablando de vuestra fortuna, sabemos que los griegos requisaron gran parte de vuestros bienes.

—En efecto, monseñor, en Trebizonda. Actualmente estamos haciendo gestiones para hacer valer nuestros derechos y recuperarlos. Tengo fundadas esperanzas de que el asunto esté solucionado antes de que se celebren los esponsales.

—Perfecto, perfecto —confirma Badoer mirando hacia su hermano—. Consideremos que ya está hecho. Por nuestra parte, la familia Badoer no necesita presentación. Como no ignoráis, pertenecemos a los doce grandes de Venecia y nuestra familia ha dado varios dux a la República.

—Lo sé —confirma Marco—. Es un honor para mí casarme con vuestra hija.

—Por lo que se refiere a la dote de Donata, éste es el detalle —explica Badoer tendiendo un papel a Marco—. Os aportará inmuebles en el barrio de San Salvador, no lejos de vuestra casa, así como terrenos en el Bottenighi. Evidentemente, su ajuar contará con arcones de madera pintada, conteniendo vajilla de cobre, de oro y de plata, así como ropa de casa, del más hermoso algodón, de seda y de satén, colchones, edredones, mantas, y paños para confeccionar vestidos dignos de su rango.

El hermano de Badoer toma por primera vez la palabra.

—Monseñor Polo, queda claro que nosotros asumiremos el coste de la multa. —Marco le contempla, desconcertado.

—Ignoro de qué estáis hablando.

—Ah, bueno, las autoridades decidieron limitar los regalos de boda y el lujo de las fiestas nupciales so pena de multa. Sin embargo, dado el rango de nuestra familia, es inconcebible que obedezcamos ese edicto.

—Perfecto —aprueba Marco.

—¡Imaginaos, el número de invitados no puede pasar de ochenta! —exclama Badoer, indignado.

—Vaya por Dios —dice Marco sonriendo.

—Por lo que se refiere a la fecha, os proponemos que sea entre la Epifanía y la Septuagésima del año 1300 de Nuestro Señor, es la mejor época para que la unión tenga éxito.

Marco se tranquiliza al comprobar que también aquí se consulta a chamanes y astrólogos, o comoquiera que los llamen. Los bárbaros no son tan distintos entre sí.

En efecto, las bodas de Donata Badoer y de Marco Polo no se ajustaron a los edictos de las autoridades de Venecia. Ochocientos invitados muy escogidos se apretujaron en la casa Polo. Cada invitado recibió un presente de bolsas y guirnaldas. Donata iba ataviada con una elegancia que Marco no había visto nunca desde China. Sobre sus largas trenzas, anudadas a su cabeza de un modo arrebatador, llevaba un aderezo de valiosísimas perlas. Su manto ribeteado de piel lucía botones de oro y ámbar. La cola nupcial era tan larga como la de una princesa.

Marco, por su lado, había optado por un traje de fiesta y, como de costumbre, había mezclado con gusto y refinamiento las modas veneciana, china y mongol. Iba vestido con telas preciosas, una túnica de terciopelo escarlata y una capa de marta cebellina que le daba un aspecto imperial.

Vidal Badoer era el más orgulloso de los padres. Cuando entregó solemnemente la mano de su hija a Marco Polo, estaba hinchado de orgullo y tenía la mirada húmeda de emoción. El sacerdote se desplazó personalmente para dar la bendición a los esposos. Cuando se intercambiaron los anillos, Marco sintió una dicha tan inmensa como no la había experimentado desde hacía mucho tiempo. La alegría que Donata mostraba bastaba para llenarle de felicidad.

Varias veces durante la fiesta, el padre de Donata propuso a Marco hacer lo necesario para que le admitieran en el Gran Consejo. Pero Marco se niega a dedicarse a conseguir influencias para poder ingresar en un círculo de hombres con los que siente muy pocas afinidades. Tendría que ofrecerles regalos, recibirlos, felicitarlos, cortejarlos y dedicarles mil cumplidos más para lograr su asentimiento. Pero después de haber pasado diecisiete años al servicio del Gran Kan, esos honores le parecen irrisorios. Donata aceptó la decisión de su esposo aun sin comprenderla.

El banquete duró toda la noche. Marco quiso acompañarlo con algunos manjares chinos, pero la familia Badoer se opuso con firmeza, negándose a comer como bárbaros. Sin embargo, los Badoer aceptaron la presencia de Dao Zhiyu. El joven produjo un gran efecto, sobre todo cuando se lanzó a relatar historias de su país de origen. Matteo estuvo enfermo todo el día siguiente, habiéndose atiborrado de gelatina de venado con salsa de pimienta, un manjar preparado a base de pan, tuétano y pimienta, y que había querido hacer pasar con vino de malvasía.

Tras el banquete, como exige la costumbre, Marco lleva en brazos a su esposa a la alcoba nupcial. Una vez a solas, la deposita en el suelo. Grandes candelabros iluminan la habitación con un íntimo velo de polvo dorado. En la penumbra de la estancia decorada con arte, Marco se desnuda sin remilgos ante los ojos atónitos de la muchacha. A hurtadillas, ella observa su cuerpo musculoso y firme, cruzado por cicatrices; su piel es cobriza y está cubierta de espeso vello. Ella conserva púdicamente su vestido de bodas.

—Deberías quitártelo, Donata, podrías estropearlo —le dice Marco, ya tumbado en el lecho.

—¿Cuándo? ¿Ahora? —pregunta ella riendo, nerviosa.

—¿Y cuándo si no? ¿Para Año Nuevo?

Con la mirada baja, torpemente, ella comienza a desnudarse. Su brazo queda atrapado en la manga. Marco la observa, divertido y tierno.

—¿Quieres que llame a tu sirvienta? —pregunta levantándose y mostrándose tal como su madre lo trajo al mundo.

—¡No! —grita ella alzando el brazo.

—Espera, voy a ayudarte. No lo conseguirás, no has desabrochado el corpiño.

Con los gestos seguros, fruto de la costumbre, Marco deshace las cintas en la espalda de la muchacha, que en aquel momento habría querido desaparecer bajo tierra. Por fin, suelta el vestido que cae a los pies de Donata. Ella se cubre el cuerpo con las manos.

Marco regresa al lecho.

—¿Vienes?

Ruborosa, la muchacha asiente con la cabeza.

Con paso vacilante, las manos apretadas contra sus senos, se acerca a su marido. Él la mira meterse en la cama. Ella se tiende de espaldas, con los ojos clavados en el techo, aguardando. Marco la observa largo rato antes de tomarla tiernamente en sus brazos.

—Escucha —le murmura al oído—, después del banquete y el festín en el que tanto hemos comido y bebido, estoy deshecho. No quisiera que nuestra noche de bodas transcurriera en un abrir y cerrar de ojos. Te propongo que esperemos a mañana.

Al día siguiente, Donata es delicadamente despertada por una serie de besos en la garganta y los pechos. Se incorpora sobresaltada. Marco posa la mano en su boca y la inmoviliza firme y dulcemente. Entonces, se toma todo su tiempo, como Xiu Lan le enseñó a hacer. Prepara largo rato a su joven esposa con sabias caricias, que comienzan ruborizándola antes de hacerla feliz. Por fin, cuando la siente dispuesta, cuando ella le llama con su deseo, al ritmo del tao, él la inicia en el arte de amar y ser amada.

Cierta mañana de invierno de 1307, Marco está ocupado estudiando una proposición comercial traída por su hermano. Su vista se ha deteriorado tanto que se ve obligado a mantenerse de pie para leer. No ha querido encargar unas lentes. La escarcha pone en los cristales coloreados unas pequeñas estrellas blancas. Se vuelve hacia el fuego que arde en la chimenea para caldearse la espalda.

Pietro Tártaro entra en la habitación.

—Amo, un extranjero solicita audiencia. Dice que procede del reino de Francia. Se llama caballero de Cépoy.

Marco aparta los ojos de su tarea, frotándose los párpados. Un hombre en la flor de la edad entra en la estancia a grandes zancadas. Viste un jubón azul y unas calzas verde esmeralda. Luce los colores de la corte de Francia. Avanza hacia Marco, que se levanta y se inclina ante su huésped.

—Monseñor, ¿a qué debo el honor de vuestra visita? ¿Puedo ofreceros cubierto y lecho?

El caballero declina la oferta con un gesto.

—Os lo agradezco, monseñor. Me he alojado en un albergue de excelente aspecto. Permitidme que me presente, me llamo Thibaut de Cépoy, caballero al servicio de su alteza Carlos de Valois, hermano del rey de Francia. Mi señor ha oído hablar mucho de vuestros viajes y, sobre todo, del relato que de él habéis hecho.

—¿De verdad? —se asombra Marco—. ¿De modo que el eco de mis cuentos ha resonado hasta las puertas de París?

—Sentimos siempre gran curiosidad por todo lo que llega de Venecia. En nombre del duque de Valois, os solicito el honor de que me confiéis la copia de vuestro manuscrito. Mi señor ha concebido el gran proyecto de hacerlo iluminar por nuestros mejores artistas. Su biblioteca es una de las más hermosas de la Cristiandad. Cuenta ya con varias decenas de manuscritos así ilustrados.

Marco sonríe, entusiasmado como un niño.

—Me hacéis un gran honor, señor. Me sentiría muy feliz si pudiera ver realizada semejante obra. A través de mi libro, una parte de mí mismo viajaría hasta la corte de Francia. No conozco vuestra tierra, y en cambio he llegado hasta China.

—Estoy seguro de que podríais recibir una invitación oficial para visitar la corte.

—A mi edad, no tengo ya ánimos para viajar. Prefiero permanecer con mi familia.

Marco se dirige hacia un gran cofre, junto a la chimenea. Saca una llave de su manga, abre la cerradura. Hunde dentro los brazos y saca un polvoriento manuscrito, cuidadosamente envuelto en papel de seda. Lo tiende ceremoniosamente al caballero. Éste lo recibe con la misma solemnidad.

—Tendré con él el mayor cuidado, monseñor Polo, podéis estar tranquilo.

Tras las cortesías de costumbre, el caballero de Cépoy se retira, dejando a Marco solo con sus recuerdos. Vuelve a sentarse a la mesa, subyugado por las imágenes que afluyen a su memoria.

—¿Padre?

Marco levanta la cabeza. Dao Zhiyu avanza con paso decidido.

—Un mercader ha llegado de Persia con algunas noticias.

Hace ya años que Marco no ha oído hablar de Persia. La visita del caballero francés y la irrupción de su hijo coinciden, extrañamente, para hacerle retroceder veinte años en el tiempo.

—Hayak-Kokedjin se quedó viuda hace tres años. No ignoráis la suerte que les espera a las esposas de los kanes difuntos. Permanecerá encerrada hasta el final de sus días.

Diez años atrás, Dao había dejado a la princesa en Persia. A Marco no le sorprende que Dao haya guardado un vivo recuerdo de aquella tierna amistad. Crecieron juntos. A pesar de los esfuerzos de su padre, Dao no se ha instalado nunca por completo en Venecia. El hecho de ser de otra raza ha sido un importante obstáculo para ello. Ha callado durante mucho tiempo, guardando para sí su sufrimiento y su esperanza.

—Quiero partir para intentar liberarla de esa condición, tal vez rescatarla, raptarla, lo ignoro. Pero sé que ha llegado el momento de actuar.

Marco asiente lentamente con la cabeza.

Si Dao se marcha, será como si le arrebatasen una vez más a Noor-Zade.

—Toma todo lo necesario para tu viaje. No quiero que te falte nada, esas rutas son peligrosas.

—Así lo haré.

Marco se acerca a él y estrecha a su hijo entre sus brazos, con la certeza de que nunca volverá a verle.

—Tengo confianza —dice Marco—. Tengo confianza.