1282 - Khanbaliq, Ciudad imperial.

Fuera, el frescor de la noche le hace tiritar, tras el calor de las salas del palacio. Las siluetas de los pinos se yerguen en la noche, comolasombra de viejos sabios chinos. Grandes nubes negras cubren cuidadosamente la luna y las estrellas. El camino apenas está iluminado por la linterna de papel que sostiene con el brazo extendido el servidor. A pesar de su edad, Shayabami impone a su amo un ritmo continuado al andar. Desde su salida de palacio, no se ha vuelto ni una sola vez. Marco Polo, con los ojos clavados en el suelo, procura penetrar la oscuridad. Esta parte del parque está mal cuidada. El emperador nunca va allí, pero es imposible saber si su ausencia se debe al desaliño del jardín o viceversa. En cualquier momento el veneciano puede tropezar con una raíz que salga del suelo, topar con una roca abandonada o caer en un agujero excavado por un animal que de este modo se cree resguardado de los hombres. Marco Polo se siente pesado debido a una cena en exceso copiosa. Conoce la razón del mal humor de Shayabami. Antes de dirigirse al palacio imperial, Marco le ha zurrado la badana a su esclavo sirio porque éste se ocupaba de Dao Zhiyu, llamado «el pequeño Amo», cuando le había ordenado que preparara su ropa para la audiencia imperial. Tal vez a Marco se le haya ido un poco la mano en el vapuleo. Ahora lo lamenta, pero el mal ya está hecho. Y sabe que el viejo esclavo no le dirigirá la palabra más allá de lo estrictamente necesario durante una semana por lo menos. Desde que su padre Niccolò le regaló a Shayabami, Marco nunca ha tenido la impresión de ser realmente su propietario. El viejo servidor no se priva de comentar que el «señor Niccolò» no lo hacía jamás así, o no pensaba nunca asá. Al envejecer, se permite incluso aplazar el cumplimiento de las órdenes de Marco alegando que no tiene tiempo. El veneciano comienza a decirse que tal vez debería adquirir un nuevo esclavo.

Así, a causa del mal humor de su servidor, Marco ha llegado tarde a la audiencia imperial. Sin duda, ese quebrantamiento de las reglas de la etiqueta se interpretará como una suprema muestra de arrogancia.

Marco Polo ha entrado en la gran sala con seguridad. Su llegada se ha visto acompañada por murmullos desaprobadores. Acercándose a los treinta años, el veneciano se encuentra en la flor de la edad, con el cuerpo esculpido por las penalidades de sus viajes, el rostro atezado por el sol de los caminos de Persia y de China. Sus ojos azules brillan como zafiros bajo sus largas pestañas negras.

Unos saludos le permiten confundirse con la multitud. Un esclavo le sirve un bol de té de jazmín. El perfume fresco le trae mil recuerdos a Marco: el aceite del Santo Sepulcro que, transvasado a una redoma de esa misma esencia adquirió su aroma; los campos que tanto holló para encontrar a su hijo Dao Zhiyu; y luego, sobre todo, el delicioso olor de la hermosa Xiu Lan cuando se retuerce, ágil, en sus apasionados abrazos.

Las conversaciones de los cortesanos le llegan como un molesto zumbido. A pesar de que va ricamente ataviado, nunca le parece alcanzar la elegancia de esos nuevos mandarines, mongoles, uigures o persas que pueblan el palacio de la Ciudad imperial.

En ausencia del emperador, las audiencias se celebran bajo la condescendiente supervisión del hijo de Kublai y heredero del trono, Zhenjin. El príncipe se permite todos los derechos a falta de tener todos los poderes. Marco no goza de su favor y espera una vez más sufrir algunos reveses.

Desde la muerte de su esposa favorita, ocurrida el año anterior, Kublai se desinteresa de los asuntos del imperio. Se agota en fatigosas cacerías antes de encerrarse en el pabellón de la Tranquilidad con mujeres, vino y caza. Pasa allí jornadas enteras sin moverse de su lecho, haciendo que se lo sirvan todo. Las malas lenguas de la corte afirman que no toca ya a las cortesanas y que sólo las reclama para asegurar su reputación. Esos retiros orgiásticos pueden durar semanas. El apetito del emperador exige que el servicio de intendencia trabaje de continuo. Las cocinas no se enfrían nunca. Incluso en pleno estío, cuando está en su palacio del norte, obliga a sus sirvientes de Khanbaliq a tenerlo todo a punto por si surgiera la necesidad de regresar a la capital de inmediato. Aunque su estilo de vida nunca ha sido tan rumboso, teme siempre carecer de todo. Cuando en otoño la corte regresó a Khanbaliq, Kublai confió a Marco Polo que aquél era su último viaje y que pronto abandonaría el trono para dirigirse a la tumba. Marco no le llevó la contraria, con un nudo de súbita emoción en la garganta. En los últimos meses, el veneciano le ha visto envejecer diez años. Pero cada día que pasa es un día más de vida.

—¡Maese Polo!

Marco da un respingo. Zhenjin se encuentra a unas pocas pulgadas de él, rígido, en una actitud estirada y suficiente. Procura disimular su cabello canoso bajo un elaborado tocado. Pese a su edad —ha dejado atrás la cuarentena— mantiene una silueta tan fina como gruesa es la de su padre. Se parece tan poco a Kublai que si su madre no hubiera permanecido enclaustrada durante toda su existencia en el gineceo imperial, habría podido dudarse de que fuese hijo del emperador.

Marco ejecuta una profunda reverencia ante el heredero del trono.

—¿Qué nuevas tenemos de nuestro señor? —pregunta Zhenjin en un tono insidioso en el que se traslucen unos profundos celos.

—Sé tan poco de él como el resto de la corte, alteza. No he visto a nuestro señor y dueño desde hace tres días. Permanece encerrado en su pabellón.

Zhenjin asiente con la cabeza.

—Sin embargo, maese Polo, es de todos sabido que os considera como uno de sus hijos.

—Lo único que lamento es que vos no me tratéis nunca como un hermano.

—Tal vez no os interesara… A pesar de la falta de noticias del emperador, aparecéis en las audiencias imperiales. Regresad pues a vuestra casa, maese Polo.

Se aleja sin decir una palabra más. ¿Es esto un destierro? Si Marco se presenta en la próxima audiencia, el príncipe puede hacer que le detengan por desobediencia. Zhenjin ha conseguido ya que Sanga, un monje budista ambicioso y amigo de Marco, sea apartado de las audiencias y se ocupe de la intendencia imperial. Pero Zhenjin nunca imaginó que la función de intendente aproximaría a Sanga al emperador. Ahora, lamenta su decisión y no pierde ocasión para hacérselo pagar a Sanga. Por lo menos, la amistad que existe entre Marco y el monje ofrece al príncipe una excelente ocasión para satisfacer sus deseos de poder. Marco se dice que si Zhenjin quiere alejarlo de la corte, eso significa que a él, Marco, le interesa quedarse. Sumido en estas reflexiones, apenas advierte que su esclavo sirio se acerca cojeando hacia él como si estuviera sufriendo aún las dolorosas secuelas de los golpes recibidos. «Exagera para hacerme sentir compasión».

—Monseñor —dice el servidor en dialecto veneciano—, un hombre desea veros.

Shayabami le trata siempre de «monseñor» para expresar su descontento. Restablece así esa distancia entre dueño y esclavo que disgusta básicamente a Marco.

—¿Y has recorrido todo ese camino para decirme eso? Viendo tu estado, mejor hubieras hecho quedándote en la cama y tomando algún medicamento.

—Es lo que estaba haciendo, monseñor, pero el visitante ha venido a vuestra casa. De modo que le he conducido hasta aquí.

—Espero que no me hayas traído a algún enojoso.

—La invitación era de las que no se rechazan —dijo Shayabami sin dar más precisiones.

Perplejo, ignorando si su esclavo ha sido amenazado o sobornado, Marco pregunta:

—¿Dónde está, pues, este misterioso visitante?

—En los jardines de palacio, monseñor.

Marco le sigue, no sin puntuar su salida con numerosas salutaciones y reverencias al dignatario del imperio.

Desde hace muchos minutos, su servidor trota por el parque imperial, entre las avenidas de orquídeas y de lotos. En las cercanías de un puente, Shayabami reduce el paso. Señala una silueta maciza que se oculta con cuidado en la penumbra de un bosquecillo de pinos.

—Espérame aquí —ordena Marco.

Maquinalmente, el veneciano se lleva la mano a la cadera. Pero, como de costumbre, ha tenido que dejar su arma a la entrada de palacio. Apresura el paso. Se detiene a cierta distancia de una planta de habas, afianzando bien las botas en el suelo.

—¡Señor Polo, por fin!

El veneciano no necesita ver su rostro para reconocer a Samud, el brazo derecho de Kublai. Shayabami se ha burlado a gusto de él manteniéndole en la ignorancia. Es un mongol a quien Kublai ha educado para que se convierta en su sombra. Incluso decidió hacer de él un eunuco para mantenerlo lo más cerca posible del trono. El servidor tiene el aspecto y la corpulencia de un guerrero de las estepas, la mirada penetrante oculta bajo un gorro de pelo de yak. Enciende una linterna y la mantiene ante sí con el brazo extendido.

Por unos corredores cada vez más sombríos, los dos hombres avanzan alumbrados por la única claridad de la linterna de papel de arroz. Samud levanta las colgaduras que descubren unos agujeros que llevan a la oscuridad más absoluta. Sin vacilar, penetra en ellos. Hace un alto para aguardar a Marco. El veneciano echa una ojeada a los dibujos e ideogramas antiguos esculpidos en la roca. Desembocan en una vasta sala. La atmósfera es asfixiante. Sin embargo, unas corrientes de aire permiten suponer que se ha previsto un método de ventilación. Anaqueles de maderas preciosas cubren las paredes. Cuidadosamente apilados unos sobre otros, un número impresionante de rollos llega hasta el techo. En el muro opuesto, se ven libros impecablemente alineados sobre unas tablas de madera esculpida. Al alcance de la mano hay una obra abierta, como una invitación a la lectura. Marco se inclina y adivina enseguida que no se trata de un manuscrito sino de un libro impreso. La tinta es menos brillante y aparecen huellas en las páginas, como si las hubieran puesto bajo una prensa. El joven nunca ha visto tantos textos impresos.

Algo aparte, en las sombras de la desnuda bóveda, el emperador se mantiene sentado en un austero sillón, inclinado sobre un rollo.

—Gran Señor, maese Polo —anuncia Samud.

Lentamente, Kublai se vuelve, con la nuca rígida a causa de la gota. La enfermedad va atacando sucesivamente todas sus articulaciones. De un modo inexorable, se está convirtiendo en una estatua de piedra. En la penumbra de la estancia, podría parecer ese monstruo de las grutas, mitad hombre, mitad bestia, que puebla los relatos fantásticos que Marco suele leer a su hijo. Sus ojos están ocultos por pliegues de grasa. La carne de sus mejillas le cae flácida sobre el cuello. Sólo la larga barba le sigue prestando un atisbo de elegancia. Fina y negra, serpentea hasta su enorme vientre en el que parece acurrucarse como una cobra. Pese a sus sesenta y siete años, Kublai conserva negros la barba y el pelo. Su ronca respiración repercute por la inmensa sala. Con un gesto, despide a su servidor. Samud saluda profundamente a su dueño antes de desaparecer.

—Acércate, Marco Polo —ordena el Gran Kan.

El veneciano avanza y se arrodilla para tenderse cuan largo es ante el emperador, como exige el saludo ritual.

—Ésta no es una audiencia oficial, Marco. Y no quiero que lo sea.

El tono de su voz no admite discusión. Marco se levanta frotándose la rodilla, cuyo dolor, vestigio de una antigua herida, reaparece a veces.

—Mi biblioteca secreta —comienza Kublai con orgullo—. Al abrigo de las miradas y de la corte. Sólo unos cuantos hombres de confianza conocen su existencia. La sellarán cuando yo muera y quienes conocen el camino ya no estarán aquí para revelarlo.

Marco no puede disimular un estremecimiento, que no le pasa desapercibido al emperador.

—Después de mi muerte, tu lugar no estará ya en la corte.

Durante los últimos cinco años, el veneciano ha tenido tiempo de instalarse en el imperio. Ha conseguido honores, riquezas y poder. En ningún momento se le ha ocurrido partir.

Sin dar a Marco el tiempo de pensar en esa eventualidad, el emperador le indica por señas que se acerque más.

—Mira lo que tengo en las manos.

Marco toma el rollo que Kublai le tiende. Reconoce sin dificultad la caligrafía. Intenta leer algunas palabras pero no comprende su sentido. Calla, acostumbrado, de acuerdo con los usos de la corte, a hablar sólo cuando el Gran Kan se lo ordena.

—¿Qué te parece? —pregunta Kublai.

—Es mongol —dice el veneciano devolviéndole el rollo.

El emperador sonríe levemente.

—Hay quince como éste. Cuentan la epopeya de Gengis Kan. Es nuestra historia —afirma con orgullo—. Hasta el año pasado, mi porvenir tenía el color de mis conquistas, el fulgor de las nuevas civilizaciones que yo integraba en mi imperio… Y luego, Chabi se marchó a las estepas de nuestros antepasados. Yo la conocía desde hacía tanto tiempo…

Marco advierte que ha dicho «nuestros antepasados», como si le incluyera a él en su descendencia.

—Era más que una esposa, era un pedazo de mí mismo —prosigue Kublai—. Yo tenía recuerdos que sólo compartía con ella. Juntos tuvimos un hijo que desapareció, no recuerdo ya su nombre. ¿A quién podría preguntar ahora? Con ella, perdí parte de mi memoria, la mitad de mi vida… ¿Te has enterado? Abaga, mi primo el ilkan de Persia, ha muerto. Sin embargo, era mucho más joven que yo.

El desamparo del anciano conmueve a Marco que esboza un gesto de compasión.

Kublai se yergue, como si recuperara sus fuerzas. Se golpea con el rollo la palma de la otra mano.

—Ahora, éste es mi porvenir. —Levanta su mirada hacia Marco. Sus ojos entrecerrados brillan con nuevo fulgor—. Y tú, Marco Polo, serás su instrumento…

Dao Zhiyu sigue con la vista los trazos que la princesa le señala con el dedo. No comprende nada, pero le gusta mirar esos signos que parecen dibujos y que tienen para ella sentido.

Ocultos bajo toesas de tejido, en la lavandería de palacio, los dos niños se han encontrado como de costumbre, a tientas. Ambos cuentan nueve años, pero la princesa Hayak-Kokedjin parece mayor que Dao. Tiene prohibido salir para que su tez se conserve clara, y ella hace que sus negras trenzas enmarquen su rostro para subrayar su palidez. Sometida a la dura educación que impone la etiqueta imperial, tiene ya el altivo porte de una futura soberana. Aunque esté orgullosa de sus orígenes, le disgusta la severa y dorada existencia que lleva en palacio. Y la compañía del príncipe Temur Oldjaitu, hijo del heredero del trono Zhenjin, no consigue alegrarla. El pequeño príncipe, dos años mayor que ella, tiene muy poco tiempo libre, ocupado como está en aprender el chino y las artes de la guerra. Para distinguirse ante ella, la abruma con atenciones que aburren mortalmente a la princesa. Cuando Dao la abordó por primera vez, se sintió al mismo tiempo escandalizada y seducida por su audacia. Un muchacho de condición vil y, peor aún, de sangre mezclada, debería por el contrario apartarse del camino de los personajes imperiales. Además, Dao sólo vivía en la Ciudad imperial gracias a su parentesco con Marco Polo, cuya mejor protección era la amistad del Gran Kan. Poco a poco, la proximidad del pequeño extranjero, robusto y de bárbaras maneras, ha seducido tanto a la princesa que ella misma fuerza el azar para provocar sus citas con sabor a prohibido.

Sus encuentros clandestinos con el hijo de Marco Polo representan sus únicas bocanadas de libertad. Entre ellos ha nacido naturalmente una amistad basada en sus diferencias. Ella hace descubrir a Dao las maravillas del palacio imperial, mientras que él la arrastra a unas escapadas prohibidas que satisfacen su curiosidad.

La luz del día se filtra a través del tejido rojo, iluminando con un fulgor carmesí el rollo. El árbol genealógico de la princesa Hayak-Kokedjin parece una enorme telaraña.

—Mira, éste es Gengis Kan, ¡te das cuenta! ¡El auténtico, el grande! ¡Cómo me hubiera gustado conocerle! —dice, extasiada.

—¿El emperador no te habla nunca de él?

Hayak dirige a Dao Zhiyu una mueca rabiosa.

—El emperador no me habla nunca. Para él, de todos modos, soy sólo una niña más. Aparte de eso, estoy segura de que ha olvidado que existo. Tengo derecho a saludarle en el aniversario de su nacimiento, durante las festividades. Eso es todo. ¿Sabes?, pocas veces acude al pabellón de sus concubinas. Ordena que las más jóvenes vayan a sus aposentos, para hacerles hijos, eso es todo. Yo, si tengo un hijo, lo llamaré Gengis.

—¿Sabes?, Gengis Kan tampoco se habría fijado en ti.

—Me las habría arreglado para que lo hiciera —replica ella con picardía.

—Pero, Hayak, ¿realmente crees que un guerrero puede cargar con una mujer? Tiene mejores cosas que hacer. Es preciso que prepare sus planes de ataque, que reclute sus soldados, que se asegure de que sus oficiales le son fieles. De modo que una mujer… Las únicas con las que trata son ésas a las que viola cuando se apodera de una ciudad.

—Sí, pero yo soy de la sangre del Kan —insiste ella, colérica.

Dao Zhiyu aprieta las mandíbulas para contener la chanza que, a su pesar, se le ocurre.

Evidentemente, su situación en la corte es un lujo en el que nunca se hubiera atrevido a soñar. La existencia que llevaba antes en las calles, hecho un salvaje, le parece tan lejana como si hubiera muerto para renacer con vestidos de seda. El hombre que se ocupa de él como un padre, Marco Polo, le prodiga todo lo que necesita. Pero no es generoso con sus recuerdos. Extranjero, apenas evoca su tierra natal, como si la hubiera olvidado. Padre, se niega a hablar de su madre, con el pretexto de que Dao es demasiado joven. A los nueve años, Dao es más robusto que muchos de los pequeños príncipes con los que se codea a diario en el patio del palacio. Un áspero aroma invade su boca. Se aclara la garganta y escupe en el suelo sin preocuparse por la ropa.

Hayak se ha fijado en la desazón de su amigo. Sin atreverse a ponerle la mano en el hombro, le dirige una simple sonrisa para consolarle. Dao vuelve la cabeza.

—Tal vez tu padre tenga también un rollo como éste —dice ella.

—¡Nunca me lo enseñará!

—Pues si crees que yo se lo he pedido al mío… Para él, sólo existiré el día de mi boda y, entonces, tendré que adorar a los antepasados de mi esposo.

—En tal caso, más vale que yo conozca los míos.

Ambos niños se dirigen una sonrisa cómplice.

Nada más cruzar el umbral de su palacio, Marco se da cuenta de que le esperan. Un espeso olor a incienso flota en el aire. Por el suelo han esparcido pétalos de flores, en una cinta multicolor que llega hasta la alcoba. Las luces son difusas. Las lamparillas de papel de arroz han sido cubiertas con un velo de un rojo cereza. La agitación habitual en la casa ha desaparecido. Sólo un carillón resuena, como una lluvia cristalina cuando la puerta se cierra por una corriente de aire. Mientras Shayabami le quita las botas, Marco se deja invadir dulcemente por una sensación de embriaguez. Sin apresurarse, se desprende del manto y de las calzas para ponerse una simple túnica tejida con la más hermosa seda. Su frescor corre por su piel como un manantial de agua viva. Con un gesto cómplice, despide a Shayabami.

Cuando sus pies desnudos hollan los pétalos de orquídea, su cuerpo se relaja tras la entrevista con el emperador. Sus músculos se vuelven más flexibles. Unos estremecimientos le recorren mientras hace unas profundas inspiraciones que le llenan de aire los pulmones. Piensa en la proposición del Gran Kan. Escribir la historia secreta de la dinastía que el emperador ha fundado, orgullosamente bautizada como dinastía de los Yuan, que en chino significa el «Comienzo». ¡Cuánto camino desde Gengis Kan! Sentado en el prestigioso trono que su antepasado ambicionaba, Kublai quiere dejar la huella más profunda que ningún nómada haya dejado antes. Tal vez incluso, al igual que los faraones del antiguo Egipto, se haga construir una tumba que esté a la altura de esa ambición de eternidad cuando, por el contrario, las creencias chamánicas mandan que el emplazamiento de la sepultura sea ignorado por los hombres.

Instintivamente, Marco ha puesto múltiples objeciones a la propuesta del emperador. Él no es un escriba, no conoce lo bastante la lengua mongol y, sobre todo, ignora el arte de la caligrafía. Pero el emperador ha replicado que le bastaba con encontrar un buen letrado para encargarse de la noble tarea. Y en ese caso, ¿por qué él, Marco Polo, un extranjero, va a dictarle al escribiente? Precisamente, ha respondido Kublai, porque él, Marco Polo, conocía el imperio mejor que nadie, e incluso el mundo más allá de sus fronteras. Podría transcribir en toda su veracidad la grandeza del imperio de los Yuan y hacer que sea conocida en todas las cortes de Europa. Marco se ha reservado la respuesta, lleno de dudas. ¿Estará a la altura de la petición imperial?

A medida que se acerca a la habitación, percibe los efluvios del té verde y del loto. Esa sutil variedad de esencias raras es el sello del perfume de su cortesana, Xiu Lan. A petición de Dao, que no puede ya soportar ese olor, ella ha aceptado abandonar el aroma de jazmín que tanto había contribuido a su éxito. Pero Marco no ha salido perdiendo con ello, pues una vieja bruja china ha compuesto para Xiu Lan una sabia mezcla afrodisíaca. Marco exige que sólo lleve esa nueva fragancia cuando esté con él. Desde que la instaló en su palacio de Khanbaliq, la joven está consagrada a su servicio y lo hace a las mil maravillas. Lleva la casa con mano de hierro, realizando economías cuando Marco no las pide. Ha hecho cambiar la orientación de los muebles siguiendo los consejos de un maestro del Viento y el Agua. Shayabami se queja a veces, con medias palabras, de su autoritarismo. A Marco, que sólo la conoce dócil y sumisa, le gusta imaginar su faz oculta. A veces intenta despertar en ella una rebelión, o una simple cólera. Pero su dominio de sí misma es perfecto.

Marco entra en la vasta estancia y adivina la cama tras las múltiples columnas que sostienen el techo. El palacio es una construcción cuadrada apoyada sobre unas columnas de laca decoradas con dragones y aves fénix. Unos paneles de bambú que se descorren hacen las veces de paredes. Marco se oculta a la sombra de un cortinaje de lino para observar a Xiu Lan. Está tendida en el lecho, medio desnuda, jugando a enrollarse en las sábanas de seda.

—Sed bienvenido, amo Polo —dice con su voz suave.

Al verse descubierto, Marco avanza. Boca abajo, con el rostro entre las palmas de las manos, ella le mira lánguidamente.

—Es inútil que os ocultéis, amo Polo, hedéis a diez pasos. Estabais con el emperador, ¿no es cierto?

—¿Sabes que podría ordenar que te azotaran por tu insolencia? —replica él, divertido.

—Yo preferiría que lo hicierais vos mismo.

—No me tientes.

Pasa delicadamente la mano por sus torneadas nalgas.

Ella se vuelve de pronto y se levanta, con un movimiento felino. Se dirige hacia un biombo, deslizándose sobre sus pies muy estrechamente vendados.

—Os he preparado un baño de flores de granado y leche de soja. Y he aquí algunas esencias de loto y demás aromas.

Marco esboza una sonrisa.

—Tras eso, me tolerarás en tu cama…

Sin responder, ella aparta el biombo bordado con piedras de nácar, talladas en forma de almendra. Una ancha bañera de agua sedosa invita al veneciano a sumergirse en ella. Recuerda bruscamente que su amigo Sanga le visitará de un momento a otro. No importa, hará que le espere…

Con mano acariciadora, la cortesana hace resbalar la túnica del dueño de la casa hasta el suelo. Marco se sumerge en el agua ardiente. El calor es tan intenso que le sacude un espasmo. Xiu Lan se aleja hacia el centro de la pieza donde brillan unas brasas en la tierna penumbra. Con la ayuda de una pinza, toma unos guijarros y los pone en una fuente de cobre. Luego los arroja en el agua del baño. Marco apenas tiene tiempo de abrir las piernas. Las piedras desaparecen con un humeante siseo.

—Estas piedras os aportarán todos sus beneficios.

Marco se recuesta hacia atrás, contra el almohadón de porcelana.

—Ven conmigo —dice.

Sin quitarse su ligera prenda de seda, Xiu Lan penetra lentamente en el baño. Con una leve sonrisa en los labios, no aparta los ojos de los de Marco. De pronto, se sumerge en el agua para avivar el ardor de su amante. Los negros cabellos de la cortesana se despliegan en la superficie del agua como los de una sirena. Marco acaricia la melena, mirándola resbalar entre sus dedos ya arrugados por el agua. Xiu Lan reaparece para tomar aliento. El agua gotea como perlas de sus pestañas. Se sienta voluptuosamente sobre Marco.

—He aquí algo que yo nunca podría hacer con el emperador.

—¡No vuelvas a empezar, Xiu Lan! —dice él en un tono de reproche.

—Si pudiera convertirme en intendente de los placeres imperiales, os estaría eternamente agradecida…

—Ya eres intendente de los míos. Eso basta.

Ella se estira, lánguida, levantando su melena por encima de su cabeza.

—No si me paso el tiempo embelleciéndome y esperándoos.

—A eso lo llamo yo una sana ocupación. Y a ti, que tan refinada eres, no puedo imaginarte en brazos de aquel bruto.

—Tal vez con las mujeres sea un ser exquisito.

—Lo dudo, Kublai es mongol antes que emperador. Recuerda lo que decía Gengis Kan: su mayor placer consistía en forzar a las mujeres y oírlas gritar debajo de él. A menudo he oído a Kublai reivindicar con orgullo esta herencia.

—No importa, soy una excelente actriz. Sabría resistirme y gritar a voluntad.

Comienza a agitarse y a gemir con convicción.

Marco no puede contener una sonrisa.

—Te quejas, ¿no es cierto?, del hedor que traigo conmigo cada vez que regreso de palacio. Enfermarías con sólo prosternarte ante él.

—Conozco algunas drogas eficaces para evitar las náuseas.

—En fin, ¿qué más necesitas? Tienes el más hermoso palacio de la Ciudad imperial, el más apuesto amante. Te doy en mi casa una libertad total, te ofrezco los más hermosos atavíos.

—Vuestro palacio es hermoso, amo Polo, pero no el más hermoso.

—Sus concubinas están enclaustradas en el gineceo. A centenares de ellas no las ha visto desde hace años. ¿A esta suerte aspiras tú?

Ella golpea suavemente la superficie del agua, imprimiendo ritmo al chapoteo.

—¿Me creéis acaso, amo, incapaz de despertarle el deseo de mi cuerpo cada día de vida que le den sus dioses?

Marco se abandona a las caricias de la cortesana.

—No lo dudo. Pero conmigo eres libre de salir cuando quieras.

—Acompañada…

—Es para tu seguridad.

—¡O para vuestra tranquilidad!

—¿Y qué? Es una costumbre de los tuyos que yo he adoptado.

—¿De modo que las damas de Venecia pueden circular solas? —pregunta ella inocentemente.

—No —admite Marco.

—¿Y las cortesanas?

—Eso es otra cosa. A veces tienen protectores.

—Algún día partiréis, amo Polo, ¿qué será entonces de mí? Tengo que asegurar mi vejez. Necesito un protector bien situado.

Él pasa la mano por el hermoso rostro liso.

—Me cuesta imaginarte vieja. Mira, Xiu Lan, esta consabida discusión me fatiga —dice el veneciano con mal humor—. Ni siquiera debería perder el tiempo escuchándote. —La abraza con furia—. Me perteneces y no quiero compartirte con nadie más.

Ella se agarra a sus anchos hombros, dispuesta a escuchar cómo las pequeñas olas entonan una voluptuosa melodía antes de recuperar la calma del océano al alba.

De pronto, un crujido le sobresalta.

—¿Eres tú, Shayabami?

Nadie responde.

Marco abandona el agua de un brinco y, movido por un reflejo, se precipita en busca de su arma. Pero su sable ha quedado en manos de su esclavo. Toma el peine de gruesas púas de Xiu Lan y avanza, al acecho, hacia el susurro que continúa. Como una sombra chinesca, distingue una silueta hurgando en un cofre.

Con gesto brusco, descorre el panel de bambú.

Dao Zhiyu da un respingo, levantando hacia Marco una mirada horrorizada, sin que este último sepa si la razón de su espanto es verse sorprendido o descubrir a su padre en su viril naturaleza.

—Dao, ¿qué estás haciendo aquí?

Rojo de vergüenza, el chiquillo aparta los ojos. Xiu Lan aparece tras ellos, cubriéndose apresuradamente con su prenda de seda. Envuelve a Marco en un paño de lino.

—¡Responde! —ordena Marco, furioso por haber sido interrumpido.

Dao lanza una furtiva mirada a Xiu Lan. Ella se eclipsa discretamente, dejando al padre y al hijo frente a frente.

—¡Ven aquí, Dao! —ordena Marco en veneciano. Con la cólera, su tono sube, gélido y amenazador—. ¡Vamos, vamos, apresúrate, no me hagas esperar!

Dao se acerca, hosca la mirada.

—Aquí no estás ya en la calle, tu vida de salvaje se ha terminado, estás en la corte del emperador. Debes respetar las reglas. Y la primera es obedecer a tu padre.

Dao no sabe aún cómo comportarse con ese padre cuya existencia ignoraba un año antes, un ser tan ajeno que le cuesta imaginar que es de la misma sangre que él. Sigue callando, con la cabeza gacha, aunque sepa que está atizando la cólera de Marco Polo.

—¡Estoy esperando! —gruñe Marco golpeando el suelo con el talón.

Dao Zhiyu suspira. El veneciano se aleja y toma el corto látigo que reserva para sus criados.

—¿Quieres probarlo?

Dao se queda aterrado. Todo antes que sufrir de nuevo aquel castigo que tanto tuvo que soportar durante «su vida de salvaje», como Marco la llama. Da media vuelta y echa a correr.

Per bacco! —exclama Marco todavía más enfurecido.

Se precipita tras su hijo sin preocuparse del paño de lino, que se le desprende durante su carrera. En unas pocas zancadas, alcanza al muchacho. Lo sujeta con puño firme. El chiquillo hace una mueca de dolor.

—Amo Polo… —interviene Shayabami a espaldas de Marco.

—¡Déjame!

Marco arrastra a Dao hacia la estancia principal y lo echa al suelo. Colérico, deja caer el látigo sobre el cuerpo del niño que se retuerce de dolor, revolcándose para escapar de los golpes.

—Pero ¿qué querías robarme ahora? ¡Estoy harto de tus fugas y de tus robos! Me avergüenzo de ti. ¿Qué voy a hacer contigo? ¡Mejor será devolverte a la calle!

Marco grita tanto que ni siquiera oye el llanto de Dao.

De pronto, una mano detiene su gesto. Una imagen fugaz acude a la mente de Marco, la de su padre Niccolò disponiéndose a pegarle. El veneciano aparta con horror aquel pensamiento.

—Detente, Marco —pide una dulce voz en uigur.

El veneciano se vuelve para descubrir a Sanga que clava en él una severa mirada.

—¡Sanga! ¡Nadie te ha anunciado! ¿Dónde está Shayabami?

Marco recoge rápidamente su paño de lino y se lo pone. Sanga, cuyo cráneo afeitado y cuyas vestiduras rojas revelan su pertenencia a la comunidad de los monjes budistas, se vuelve para permitir que el veneciano se vista.

—Deja de pegarle, no es un esclavo. No olvides la sangre que corre por sus venas —prosigue con voz suave.

—Sanga, respeto los vínculos que nos unen y el hábito que llevas, pero no te corresponde dictar el modo como educo a mi hijo —le espeta Marco intentando calmarse.

—No le trates como trataste a su madre, mi hermana —recuerda Sanga.

El niño se ha acercado, curioso, frotándose los muslos y los brazos. Se seca las lágrimas con el dorso de la mano. La presencia de su tío le da la seguridad que le faltaba momentos antes.

—Quiero saber dónde estaban mis antepasados en tiempos de Gengis Kan —dice Dao en un mongol aproximado.

—¿De qué estás hablando? ¿Tus antepasados? Estaban en Venecia.

—¿Y mi madre? Ella no era como vos, maese Polo, blanca como el yeso.

Marco esboza un movimiento de retroceso.

—Habladme de ella, ¿por qué no lo hacéis nunca?

—Porque no hay nada que decir —replica seco el veneciano.

Marco y Dao Zhiyu se enfrentan con la mirada. Los labios del muchacho tiemblan.

—Era una esclava, la esclava del que dice ser tu padre —suelta Sanga dirigiéndose al niño.

Estas palabras hieren a Dao con más crueldad que la correa del látigo. El muchacho aprieta los puños como dispuesto a golpear a Marco Polo. En vez de hacerlo, da media vuelta y huye sin decir palabra.

Marco sujeta a Sanga por el brazo.

—¿Cómo te has atrevido?

—Tiene derecho a saberlo. Cada día me visita en el monasterio, pero sólo puedo hablarle de ella como hermano. La última vez que vi a mi hermana, todavía era una niña. Tú la conociste mejor que yo.

Marco sabe que Dao ve a menudo a Sanga. Por primera vez evalúa la complicidad que une al tío y al sobrino. Él nunca ha conseguido salvar la distancia que le separa de su hijo. ¿En qué Sanga se parece más a Dao que él mismo?

—Soy yo quien debía elegir el mejor momento para decírselo.

—No, Marco, él debía decidirlo. La verdad quita la venda de los ojos y abre los corazones. Un hombre sin memoria avanza como un ciego y cada obstáculo que encuentra le hiere más aún.

El monje se retira tras un breve saludo.

Marco se deja caer en su lecho, hipnotizado por la decoración floral del techo. Unas plantas se enlazan en un apasionado abrazo. Por primera vez, a Marco le parece que intentan asfixiarse. Soñador, se repite varias veces la última frase de Sanga. A menudo el monje le deja sumido en pensamientos que arrastran a Marco muy lejos, en lo profundo de la noche. Esta vez, la sentencia del monje le hace pensar en el encargo que le ha hecho el Gran Kan durante la entrevista. Ordena que acuda una sierva para que acabe lo que ha iniciado Xiu Lan. Luego se duerme sin advertirlo.

A pesar de sus pies vendados, Xiu Lan corre tan deprisa como le es posible por las avenidas del parque. Lejos, delante de ella, en la oscuridad de la noche, Dao camina con la cabeza baja.

—¡Dao!

El niño se vuelve. Su rostro enrojecido por las lágrimas y la cólera se ilumina con una sonrisa. Jadeante, Xiu Lan le alcanza y le estrecha en sus brazos sin decir palabra. A los nueve años, Dao es casi de la misma talla que ella. Por encima del hombro de la joven, advierte a un monje que los observa de lejos. Al verse descubierto, el budista se acerca a grandes zancadas. Dao Zhiyu se aparta de Xiu Lan cuando reconoce a Sanga.

—Xiu Lan, ¿qué es eso? —pregunta el monje mostrando un mensaje apresuradamente garabateado.

Vestida con una simple túnica parda con ribetes negros, la cortesana se vuelve para enfrentarse a Sanga. El frío aviva el color de sus mejillas. También Dao ha reconocido el papel que Xiu Lan, analfabeta, le ha pedido que escriba. El muchacho percibe que entre Sanga y Xiu Lan existe un profundo secreto cuyo origen ignora.

—¡Dao! —grita una voz.

El niño descubre a la princesa Hayak que le hace una señal con la mano, en medio de su patio.

—Ve —propone Xiu Lan, sonriente.

Es un modo de despedirle. A pesar de su curiosidad, Dao corre al encuentro de la princesa.

—Caminemos —propone Sanga con voz dulce.

Xiu Lan sabe que el monje no quiere ser visto a solas con ella. Si camina con ella, por las avenidas de pinos, a respetable distancia, la cosa parecerá menos sospechosa.

—Marco Polo es un ser sensible, pero es un extranjero. Cree haberme tomado por concubina cuando… eso no es posible.

—Debes llevar a cabo buenas acciones en esta vida para no renacer de nuevo en la envoltura carnal de una mujer —dice Sanga con compasión.

Xiu Lan, ofendida a pesar de sus creencias, aparta la mirada.

—Sus celos para conmigo son difíciles de comprender.

—Tú misma lo has dicho, es un extranjero. Hay que perdonárselo.

Ella le desafía con la mirada:

—El que me desee debe ser libre de tomarme. Marco Polo me ha contado que, en algunos países que él ha visitado, las sacerdotisas se ofrecen a los fieles para honrar a los dioses.

—He oído hablar de estas historias. Pero no hay que creer todo lo que dice. ¿Qué quieres, Xiu Lan?

—Como Marco Polo, vos gozáis del favor del emperador…

Sanga inclina la cabeza, comprendiendo por fin adonde quiere llevarle.

—El Gran Kan es un anciano y no deseo nada mejor que encargarme de la felicidad de su crepúsculo —afirma ella.

El monje fue reclutado, siendo niño, por el ministro del culto budista, P’ag-pa. El viejo lama intentaba formar a sus discípulos antes de desaparecer. Sanga conoce todos los meandros de la corte. Incluso después de la muerte de su protector, consiguió mantenerse en un lugar destacado entre los consejeros de Kublai.

—Estaba seguro de que algún día me harías esta proposición, Xiu Lan. Me he preparado para ello. ¿Sabías que, desde hace algunas semanas, soy el que se encarga de escoger a las mujeres que tendrán el honor de ser ofrecidas al Hijo del Cielo? Éste es un terreno en el que Zhenjin no querrá meterse —añade para sí mismo.

Xiu Lan contiene el aliento. Así pues, el monje está más introducido en la corte de lo que ella creía. El encierro al que Marco Polo la tiene sometida le impide informarse como quisiera. Espera que no haya recibido esta información demasiado tarde.

—En efecto —prosigue él sonriendo—, estoy convencido de que podrías deleitarle con algunos fuegos artificiales para alegrar sus noches. Pues bien, has de saber que hace tiempo que ensalzo tus méritos ante el emperador.

Lanzando un suspiro, Xiu Lan se hincha de orgullo.

—¿De verdad, Maestro Sanga?

Sanga se acerca a ella. Baja el tono, como un conspirador.

—Escúchame, Xiu Lan, si te apoyase, me deberías un agradecimiento inmenso. Estarías en deuda conmigo por el resto de tus días.

—Maestro Sanga, estoy dispuesta a pagar esta deuda —dice Xiu Lan con voz firme.

—Muy bien. Yo me encargo de presentarte al Gran Kan. Y tú, una vez seas la favorita, pues no dudo de tu talento, procurarás que yo sea admitido en su consejo restringido.

Xiu Lan emite un breve suspiro de admiración.

—Vuestra confianza me honra, Maestro Sanga. Espero ser digna de merecerla. Sin embargo, hay un obstáculo para vuestro plan. Marco Polo no lo aceptará nunca. Se niega a complacerme en esto desde que lo conozco.

—Es cosa mía —dice Sanga, seguro de sí.

Xiu Lan siente que la recorre un estremecimiento. El monje ha pronunciado su última frase con tanta firmeza como si profiriera una amenaza.

Al despertar, Marco se incorpora bruscamente, con la sensación de haberse sólo adormecido. El sol del atardecer penetra por la ventana alargando desmesuradamente sus postreros rayos. Marco llama, da dos palmadas antes de que aparezca una sierva.

—¿Dónde está Xiu Lan?

—Se ha vestido y ha salido con el pequeño amo.

—¿Y Shayabami?

—Lo ignoro, señor.

Marco lanza un suspiro. Lamenta haber perdido los estribos con Dao, sobre todo ante testigos. Siente todavía un nudo en el estómago al pensar que ha actuado como su propio padre.

La revelación de Sanga ha impresionado, visiblemente, al niño. Marco hubiera debido desvelarle sus orígenes hace ya mucho tiempo.

«Un hombre sin memoria avanza a ciegas…».

¿Hasta dónde puede hundirse un imperio que ignora su Historia?

—Vísteme —ordena levantándose.

Antes de salir, bebe un licor de madroño que le despejará la mente, y mastica unos clavos de olor para que desaparezca el sabor del alcohol. Y no es que aquél a quien va a visitar pueda sentirse incomodado, pero Marco se ha acostumbrado a ello, como exigen las estrictas reglas de la etiqueta imperial.

Fuera, le impresiona el frío vespertino. Desde el horizonte el sol lanza sus rayos, rectos y orgullosos, hacia lo alto, atravesando las nubes con sus flechas de fuego. Los parques comienzan a preñarse de los aromas nocturnos. Al pasar, Marco acaricia con la palma de la mano las matas de jazmín. A esta hora, concluidas sus audiencias, el emperador va a comenzar su larga noche de embriaguez. El veneciano aprieta el paso.

Se hace anunciar por los guardias imperiales, les entrega su arma y enfila los corredores que llevan a los grandes salones de palacio. Saluda a los cortesanos retrasados que pasean conversando. A las puertas de la sala de audiencias, topa con un servidor obeso, confidente de Kublai.

—Samud, anúnciame al emperador.

Samud se inclina, visiblemente molesto. Marco ha debido de interrumpirle cuando se retiraba para el descanso nocturno. Kublai exige que su servidor esté disponible día y noche, y el sueño de éste se ve regularmente interrumpido por los caprichos del emperador. Los ojos de Samud tienen siempre un brillo febril a causa de esas horas de forzada vigilia.

Impaciente, Marco va de un lado a otro. Llegan del parque los gritos del relevo de la guardia. Cuando Samud regresa, el sol se ha puesto hace ya tiempo, pero nadie ha pensado en encender los candiles para el último cortesano.

—¿Maese Polo? —llama el servidor en la oscuridad.

Marco avanza, haciendo que sus botas resuenen sobre el suelo.

—Nuestro señor y dueño el emperador va a recibiros.

Marco camina tras el sirviente. Este avanza con pasos mecánicos, obligando al veneciano a reducir la marcha. Cuando penetran en la sala de audiencias, Marco se dispone a prosternarse. Ante su gran sorpresa, descubre que está del todo vacía. Teme, de inmediato, lo peor. Su corazón se encoge ante la idea de que Kublai se halle acostado, casi agonizante, mientras recibe al último cortesano.

La estancia parece inmensa sin la multitud que la puebla todo el día. Colgadas de las paredes, las pieles de tigre y de león adoptan un aspecto amenazador. En la oscuridad, sus colmillos acerados como puñales brillan en las fauces abiertas de las fieras. El negro agujero de sus órbitas mira a los visitantes.

En la galería desierta, el eco de sus pasos resuena hasta el infinito. Por contraste, hasta ellos llega el estruendo de los aposentos del servicio; los criados corren y ríen en alguna parte. Samud se dirige sin vacilar hacia un muro cubierto por un tapiz. Lo levanta, descubriendo un estrecho pasadizo. Precede a Marco y se vuelve para cerrar cuidadosamente la portezuela. Siguen por un corredor, bajan varios tramos de escalera. Un olor a humedad cosquillea la nariz de Marco. Por un verdadero laberinto subterráneo, doblan en ángulo recto, regresando sobre sus pasos. Finalmente, Samud se detiene de pronto. Se aparta para dejar que el veneciano avance hacia un lienzo de pared que se descorre con un ruido apagado.

Marco tiene la sensación de penetrar en el antro de un ogro. La habitación es de modestas dimensiones. Telas de seda roja colgadas del techo y los muros reproducen el interior de una tienda. Una multitud de velas forma dibujos chamánicos en el suelo y en pequeños nichos. Tras un biombo de laca negra, Marco percibe unos instrumentos de inquietantes formas cuya función ignora.

—Entra, Marco Polo, no voy a decir que seas bienvenido, pues los únicos hombres autorizados a entrar aquí ya no existen. Pero no te preocupes, tú eres distinto, tú eres un extranjero.

Recostado en mullidos almohadones, el emperador se dispone a recibir a las que van a honrarle. Se ha quitado los atavíos imperiales para ponerse un simple manto de seda. Lleva la cabeza cubierta con un pequeño gorro finamente bordado.

Un fuerte olor a incienso intenta disipar, en vano, los diversos efluvios que Kublai desprende.

—Habla, ¿qué quieres? Supongo que es de importancia para que me hayas obligado a despedir a mis pequeñas codornices.

Están solos. Un difuso perfume atestigua una fugaz presencia femenina.

Marco se pregunta si Kublai había comenzado realmente sus sesiones cuando ha aceptado recibirle. Lamenta no haber divisado a las muchachas. Unos emisarios de Kublai se encargan de recorrer todo el imperio para traerle las más hermosas.

—Me canso de su belleza. Quisiera que fueran distintas —dice el emperador sin esperar a que Marco diga nada. Luego clava su mirada de lobo en el veneciano—. Bueno, te escucho.

—Gran Señor, he pensado mucho tiempo en la oferta con la que tuvisteis a bien halagarme. El que carece de memoria avanza como un ciego. Me honrará contribuir a componer la memoria del imperio.

Kublai inclina la cabeza varias veces. Sonríe débilmente, como con esfuerzo.

—No esperaba otra cosa de ti, Marco Polo. Ahora tienes que conocer a un letrado. Un hombre particular que domina el mongol y el chino.

—¿Un intérprete?

—No, su nombre es Tatatonga. Fue escriba en tiempos de Gengis Kan. Se dice que su nacimiento se remonta al alba de los tiempos. Fue exiliado por mi hermano mayor, el emperador Mongka. De modo que estoy tranquilo, pues no conoce a mi hijo Zhenjin, ni a Sanga que revolotea a mi alrededor, ni a toda la horda de mis cortesanos. Estoy seguro de que no está metido en intrigas cortesanas. Es un sabio. Conoce las estrellas, las cifras y los signos de los rollos.

—Gran Señor, ¿le habéis mandado ya una convocatoria?

Acariciando su larga barba, Kublai se echa a reír dulcemente.

—Tú se la llevarás en persona.

—¿Dónde se encuentra?

—En una isla, cerca de las Indias, en el reino de Ceilán. La misión debe permanecer en secreto. De modo que te encargo este viaje con la excusa de una embajada.

—¿Cuándo deseáis que parta? —responde Marco, encantado de surcar otra vez las rutas del imperio.

—Debo consultar a mis astrólogos y mis chamanes. Lo sabrás cuando sea oportuno. Prepárate.

Marco saluda y se dispone a salir cuando el emperador le detiene.

—Hablando de mujeres, Sanga me habla a menudo de una perla que tú guardas bajo tu protección… ¿Qué harás con ella durante tu ausencia?

Marco reprime una violenta sensación de cólera y sorpresa. ¿Con qué derecho se permite Sanga hablar de Xiu Lan al emperador? Quiere obtener un favor utilizando el de los demás.

—Voy a cerrar su concha —replica Marco con excesiva sequedad.

—Ya veremos… —se limita a decir Kublai, despidiendo a Marco con un gesto.