4
La flor del deseo

De regreso al palacio que han puesto a su disposición, Marco descubre con sorpresa que se le ha preparado un banquete. Las montañas de frutas y carne no tardan en abrirle el apetito. Se instala y, como de costumbre, comienza por lo que no conoce. Toma una torta frita con mantequilla rellena de carne picada. Seducido por este manjar muy perfumado, lo degusta largo rato antes de averiguar que la masa está hecha a base de almendras, nueces, pistachos, cebolla y sabrosas especias. Pietro Tártaro le sirve en una copa de oro leche de coco fermentada. Después de tomar unos pedazos de carne asada en una salsa espesa con sabor a flores, Marco la emprende con las golosinas. Al final de la comida, Pietro le escancia agua con azúcar cande en un vaso de plata. La mesa se cubre de fruta confitada con sal, jengibre y racimos de pimienta fresca. Marco está chupando con delicia un mango cuando Pietro Tártaro le anuncia la visita de un servidor del marajá.

—Que entre —concede Marco una vez que se ha secado la boca.

Toqquz penetra en la estancia. Saluda al embajador del Gran Kan a la manera india, con las manos unidas sobre la cabeza. Pero Marco sólo tiene ojos para la muchacha que le acompaña. Por toda vestimenta, ésta lleva una tela de vivos colores anudada a las caderas y avanza, tímida, por la sala. Unas finas ajorcas que ciñen sus tobillos tintinean a cada uno de sus pasos. Sus pechos, generosos pese a su corta edad, se balancean al ritmo de sus andares, y quedan realzados por un corpiño de perlas y pedrería que nada oculta. Se adorna la cabeza con una redecilla bordada con gema^ que cae como una cascada por su melena de ébano, tan abundante como la selva de la India. Un amplio collar brilla con reflejos dorados sobre su piel de ámbar oscuro. Un anillo del que penden unos colgantes perfora su nariz. Sus pendientes le llegan hasta los hombros. Tan negros como sus ojos, sus lisos cabellos acarician sus muslos a cada uno de sus movimientos. Saluda a su vez a Marco, inclinándose con las manos unidas sobre su refinado tocado.

—El marajá me manda decirte que si esta joven esclava te gusta, es tuya —explica Toqquz—. Su nombre es Ishrat Gandhali, que significa «flor de deseo» en nuestra lengua. Entiende unos rudimentos de persa y ha recibido las enseñanzas de las danzarinas sagradas.

Marco, divertido, comprende que durante la audiencia real todos han percibido su admiración ante las mujeres de este país.

—No puedo aceptar este regalo —protesta débilmente.

—Comprendo tus recelos, señor. Cierto es que no parece muy robusta. Pero el marajá nunca querría cargarte con una esclava de débil constitución. ¡Su regalo no debe costarte nada! —dice riendo el intérprete—. Sin embargo, tranquilízate, las mujeres de su tribu son fuertes y buenas trabajadoras. Y si acabara disgustándote, siempre podrías volverla a vender antes de abandonar nuestro reino.

—En este caso, la tomo con gran placer —concede Marco—. Agradéceselo al marajá en mi nombre y en nombre del Gran Kan.

—Te recomiendo que no la descuides demasiado. En nuestras regiones hay monos que raptan a las mujeres para convertirlas en sus hembras.

Marco contiene un estremecimiento ante esa advertencia, preguntándose si se tratará de una broma.

El intérprete saluda al embajador y se retira, dejando a Ishrat Gandhali sola ante su nuevo dueño. Marco se dice que el regalo llega justo a punto para concluir el festín como es debido.

—Acércate —dice Marco en persa—. Hay una condición a la que deberás someterte y sobre la que no transijo. No quiero hijos. Sé que las mujeres tienen secretos que los hombres ignoran. Apréndelos si no los conoces. Porque si quedaras preñada, te expulsaría sin muchos miramientos.

Ella permanece inmóvil. Es imposible saber si ha comprendido. Marco se levanta para mirarla de más cerca. Le saca dos cabezas a la jovencita.

—Al parecer sabes danzar —dice—. Danza, pues, para mí.

Ella levanta los ojos hacia Marco. Son inmensos, negros como la noche, subrayados por un trazo de khol. Su hosca mirada parece lanzarle un desafío. Su rostro se ilumina con una sonrisa de blancos dientes tras sus labios brillantes como una cereza negra. Hechizado, Marco retrocede para arrellanarse en los almohadones bordados. El cuerpo de la muchacha comienza a ondular. Los sinuosos movimientos de sus caderas y sus brazos dibujan volutas en el aire. Con los pies fijos en el suelo, balancea en círculo la pelvis. Sus manos se desplazan como olas sobre su cabeza, recreando el flujo y reflujo del océano. Los cascabeles de los brazaletes que adornan sus tobillos y muñecas marcan el ritmo de la danza. Sin ninguna semejanza con los vendados muñones de las chinas, su pie desnudo se arquea, sensual y gracioso objeto de deseo. Unas perlas de sudor brillan entre sus pechos. Su flexible talle marca el compás del salvaje instinto de vida que la anima. La danzarina se toma su tiempo. Con un contoneo, se ofrece para enseguida negarse. Su cuerpo se convierte en una cuerda, en un suspiro, en un murmullo. El pulso de su vientre, la vibración de sus caderas alcanzan a Marco en lo más profundo de su ser. Con las manos húmedas, comienza a agitarse sin quererlo. La bailarina sigue tejiendo la voluptuosa tela de la tentación. Su silueta evoca cosas opuestas, como la fuga y la invitación. Su cuerpo recita un poema de amor. Se convierte en pájaro. Su cabeza gira y su cabellera se extiende como una llama negra a su alrededor.

Conmovido por esa danza del éxtasis, Marco toma en brazos a la bayadera y la tiende en los almohadones de seda. Suda tanto como ella. La muchacha se arquea con tanta energía que Marco se pregunta si se ofrece o se rebela. Él le besa con fruición los pechos. Ella se comba, agarrándole de los hombros. Marco le arranca el delicado paño de seda; con las rodillas, le separa los muslos y la penetra con brutalidad. Ahoga su grito poniéndole la mano sobre la boca. Luego, lentamente, le impone su ritmo. Ella se abandona mirándole con los ojos muy abiertos. El clava la mirada en la suya. Siente que el placer asciende suavemente en su interior. Se contiene largo rato antes de abandonarse. Luego se deja caer a su lado. Posa el brazo sobre su fino talle, gozando la simple felicidad de saber que Gandhali le pertenece. Cuando él está adormeciéndose, la muchacha se desliza suavemente fuera del lecho, toma un paño de seda en el cofre que hay junto a la pared y cubre los pies de Marco con una atención que conmueve al veneciano. A la mañana siguiente, Gandhali no oculta su orgullo por pertenecer al embajador del Gran Kan. Le exige a Pietro Tártaro que le deje a ella ocuparse por completo de su señor. Gandhali le prepara las comidas, le sirve en la mesa, le viste y le desnuda, le cubre los pies durante el sueño. Ella cocina, durante horas, sorprendentes manjares a base de pescado y coco. Esas recetas proporcionan al veneciano un vigor sin par. Por la noche, la joven le prodiga largos y voluptuosos masajes que sumen a Marco en un océano de bienestar. También le solaza con las melodías de un instrumento musical. Cuando Marco hace un gesto, ella empieza a danzar, su cuerpo se estira, se despliega como una liana. Por la noche está dispuesta a todos los caprichos de su dueño, con dulzura y sensualidad. Habla poco y a Marco le gusta que conserve así su parte de misterio. No consigue encontrarla bella pero, sin embargo, está poseído por un deseo inagotable. La danzarina de cuerpo voluptuoso impregna las noches con su animalidad.

Tras la primera audiencia y el regalo del marajá, Marco permanece en su palacio durante largas semanas. Un día tras otro, el intérprete le anuncia una nueva razón para que el rey no le conceda audiencia. Las estrellas no son favorables a los encuentros durante varios días. Luego, una de las esposas del rey da a luz un hijo, lo que provoca unos festejos a los que el extranjero no está invitado. Otra vez es la fiesta en homenaje a una divinidad la que impide cualquier negociación.

Cansado y exasperado, Marco no ve el momento de cerrar aquel asunto para pasar al que le preocupa mucho más: encontrar al letrado mongol. Decide acelerar el curso de los acontecimientos.

Cierta mañana, ordena a Pietro Tártaro que prepare su equipaje. Gandhali se ha ocultado en cuanto ha comprendido que preparaban la partida. Fuera del palacio, bien a la vista, los grandes baúles se alinean en el parque. La reacción del palacio real no se hace esperar. Pietro, que acechaba desde la ventana, corre para avisar a Marco.

El veneciano se pone el manto cuando Toqquz penetra en el palacio. El hombre está visiblemente asustado. Intenta disimular su agitación con una ancha sonrisa y una amabilidad que va más allá de las simples convenciones.

—Decidme, señor, ¿qué ocurre? —pregunta.

—Las negociaciones no avanzan. Tal vez yo no le convenga a tu rey. No importa, el Gran Kan enviará a otro embajador. Por lo que a mí respecta, me marcho —suelta Marco con un gran movimiento de brazos.

El intérprete, confundido, lanza un profundo suspiro.

—Señor, aguarda. Escucha, quiero hablarte con franqueza —dice bajando el tono. En señal de confianza, clava su mirada en la de Marco—. Tu embajada no es bien recibida por el rey —prosigue Toqquz—. Ha oído hablar de las guerras «amistosas» que el emperador ha librado contra otros reinos, en Birmania, en Annam y en otros lugares.

—Sois una isla perdida en medio del océano. ¿Cómo puedes dar crédito a rumores transmitidos por viajeros deseosos de demostrar su heroísmo?

El intérprete agita ante él la mano.

—Desengáñate, señor, no estamos aislados ni mucho menos. Muy al contrario, las corrientes y los vientos nos traen retazos de verdades que, una vez anudados en el telar de la política, adquieren todo su sentido. Nuestra isla mantiene buenas relaciones con sus poderosos vecinos. Somos prósperos. No deseamos una invasión mongol. Sabemos muy bien que, si te vas, el emperador nos enviará sus tropas. Ven, el marajá está dispuesto a oírte. Y, te lo ruego, escúchale.

—Eres prudente, Toqquz. Te agradezco tu honestidad. Daré a mis servidores la orden de que vuelvan a subir los baúles.

El intérprete cierra los ojos con alivio.

Marco cree que ha ganado la partida; pero eso supone no contar con el inflexible carácter del rey.

Éste recibe al embajador imperial en numerosas ocasiones. Marco se encuentra cada vez perdido en la masa de los cortesanos y vasallos llegados para solicitar privilegios o reclamar justicia a su soberano. Pero está lejos de verse aceptado finalmente en la comunidad, como él imaginaba, pues el desarrollo de cada audiencia es siempre el mismo.

—¿Estás contento de la comodidad de tu palacio? —pregunta el rey, lleno de solicitud.

—Sí, claro, soy tratado como un príncipe.

—¿La esclava que te regalé te da entera satisfacción?

—Ciertamente, no puedo quejarme.

—¿No te hace enfermar la comida?

—Muy al contrario, sus sabores me abren horizontes desconocidos.

—Entonces, todo va del mejor modo posible y deseo que te quedes largo tiempo aún para disfrutar de nuestra buena vida.

Saluda al embajador, indicándole el final de la audiencia.

Marco regresa, pues, a su palacio, donde degusta un té con leche muy fuerte, sazonado con especias. Invariablemente, recibe la visita de Toqquz.

—¡Toqquz, qué sorpresa y qué alegría!

El intérprete acepta sonriendo la infusión que sirve Gandhali.

—Eres mucho mejor diplomático que tu rey, Toqquz.

—Yo he estudiado para interpretar, él ha sido llevado por la divina voluntad.

—Escucha, Toqquz, adoro tu país. Pero el Gran Kan no me envió sólo para llevar un mensaje. Hubiera podido perfectamente mandar a uno de sus embajadores. Me eligió porque soy un extranjero y un mercader. Si hubiera tenido intenciones belicosas, habría enviado a un general ambicioso.

—Lo comprendo muy bien, pero no queremos ser vasallos del imperio.

—Dadme una muestra de buena voluntad. El mejor modo de evitar la invasión de la isla es un regalo… imperial.

Marco deja que el silencio se prolongue entre ambos. Adivina los pensamientos que se agitan en la mente de Toqquz.

—¿Qué exiges? —acaba preguntando el intérprete.

Por primera vez desde que se conocieron, Toqquz ha abandonado su talante abierto y su sonrisa. El tono es seco, cortante. Marco sabe que debe cuidar la susceptibilidad de su interlocutor, si no quiere echar a perder los esfuerzos realizados durante los largos meses pasados en la isla.

—No tengo exigencia alguna. Que tu rey me haga proposiciones. Yo juzgaré si el valor del regalo es digno del Gran Kan.

Toqquz se despide de Marco cálidamente. Sin decir palabra, ambos lamentan que su amistad, nacida de obligaciones diplomáticas, no pueda desarrollarse más.

Al día siguiente, el veneciano es recibido en audiencia privada por el marajá. Toqquz ha recuperado su radiante buen humor.

—Tu visita ha honrado mucho mi reino. Ahora, cuando vas a regresar, deseo confiarte un presente para el emperador. El gesto no será un signo de vasallaje sino un voto para que el buen entendimiento que nos une más allá de los mares perdure.

—La voluntad del emperador no es otra.

—Voy a ofrecerle una mujer, joven y hermosa, destinada a mi harén. Los gustos del emperador son bien conocidos —añade Toqquz con aire de complicidad.

—Agradezco a Vuestra Majestad esta atención —responde Marco cortésmente—. Sin embargo, no es que las mujeres de este país no estén entre las más hermosas del mundo; si me lo preguntaran, no diría otra cosa, pero lo adecuado sería ofrecer al Gran Kan un regalo de más valor.

Toqquz, en voz baja, comunica la observación de Marco. El marajá parece ofendido. Acaba soplando algunas palabras al intérprete.

—Entonces, el soberano te ofrece un elefante de su propio rebaño. Es un animal sagrado, con numerosas virtudes.

Toqquz ha decidido no seguir dirigiéndose a Marco como si hablara por boca del rey. Marco adopta la misma táctica, seguro de que ahora la negociación se desarrolla entre los dos.

—Toqquz, como te decía, es preciso un regalo digno del emperador. Pues bien, él posee ya varios centenares de elefantes. A menos que tu rey esté dispuesto a cederle su elefante blanco. Este animal resulta magnífico cuando desfila, adornado con enormes piedras preciosas en la frente y perlas en los colmillos.

De acuerdo con lo que Marco pensaba, Toqquz no lo traduce al rey.

—Por desgracia —contesta—, el animal es único en el mundo y podría no sobrevivir al viaje. ¿Te imaginas, señor, si llegaras a la corte del emperador sólo con los colmillos como regalo? Sin duda los grandes artistas imperiales podrían esculpir en ellos obras de gran belleza, pero…

Marco le interrumpe con un gesto.

—Muy bien. Una piedra, entonces. He oído decir que el marajá tiene en su poder el mayor rubí que nunca se ha visto.

El veneciano ha cuidado de presentar la información como si la hubiera obtenido durante su periplo. Si el rey supiera que el Gran Kan desea el rubí desde su trono, podría fracasar.

Esta vez, Toqquz no responde personalmente. Se dirige a media voz al soberano. Sigue un conciliábulo que dura varios minutos. Marco cree comprender por la entonación y los gestos que el marajá toma una decisión a la que se opone su intérprete, que al parecer actúa como consejero. Finalmente, el rey baja de su trono y, con una sonrisa, indica por señas a Marco que le siga. El veneciano dirige una mirada inquisidora a Toqquz, pero el intérprete no le hace caso, ocupado en ajustarse el turbante. Marco le ha visto ya realizar ese gesto maquinal cuando se sentía molesto.

Recorriendo anchos pasillos vacíos, el rey conduce personalmente al embajador imperial a un gabinete sumido en la oscuridad, bañado por una luz rojiza. Los acompaña una escolta fuertemente armada. Colocada en un almohadón de seda bordada está la piedra, enorme, brillando con intenso fulgor. Con muchos rodeos, el monarca da a comprender a Marco que semejante piedra no podría representar un simple regalo, ni siquiera imperial. El veneciano ofrece al rey comprarlo a buen precio. Con naturalidad, el marajá explica a Marco que nunca podrá deshacerse de él. Ha recibido la joya de sus antepasados y cada uno de los descendientes es su custodio. El día en que la piedra desaparezca o salga de la isla, el linaje real terminará con ella.

En aquel instante, Marco comprende que no la obtendrá nunca y decide aprovechar la negativa del monarca para abordar el núcleo de su misión secreta. El soberano ofrece al embajador imperial un hermoso cargamento de rubíes de modesto tamaño. Marco debe repetir durante varios días su demanda antes de poder permitirse cambiar de tema. Recibe a Toqquz en su salón, sentado en el suelo sobre unos almohadones.

—Toqquz, comprendo las reservas del rey con respecto al rubí. Es un asunto de familia. También entre nosotros la familia es sagrada. De modo que ya sólo me resta marcharme para informar al Gran Kan.

Toqquz se tensa, dispuesto a ajustarse el turbante.

—Me tocará explicarle al Gran Kan que vuestro pueblo desea ante todo vivir en armonía con el imperio. Sin embargo, tiempo atrás oí decir que vivía en vuestras regiones un famoso letrado llamado Tatatonga. Sería una gran alegría conocerle. De ese modo, me marcharía espiritualmente rico.

Toqquz contempla a Marco con atención, casi incrédulo.

—¿Quieres conocer a ese hombre?

—Sí, ¿le conoces tú?

—No. He oído hablar de él. El hombre que buscas se retiró a la montaña, cerca de la huella del pie, junto a la roca del León. Tu guía forzosamente conoce el lugar.

—Gracias, Toqquz.

Aliviado y entusiasta, Marco ordena enseguida que preparen un equipaje ligero. Se hace acompañar sólo por Pietro Tártaro. Deja a la joven esclava bajo la vigilancia de su cicerón hindú, en quien tiene más confianza que en sus guardias mongoles. Pide al marajá que ponga a su disposición un guía para conducirle por encima de la mina de piedras preciosas, abierta al aire libre, en la roca. Luego, sin perder un momento, comienza la ascensión. La montaña domina la bahía. En los senderos más altos, el lejano mar deslumbra la mirada con su luminoso azul. El agua es tan transparente que los corales parecen aflorar a la superficie. Las laderas están cubiertas de un bosque de árboles de hoja perenne. Flores multicolores, rosas rojas grandes como la palma de la mano, colorean el paisaje. Los monos, numerosos, observan el avance de los hombres alisándose el pelo, como si fuera una barba. Finalmente, el grupito se aproxima a un templo donde hay una estatua de oro. Sus ojos de piedras preciosas brillan como lámparas.

Más arriba, peregrinos de todas las confesiones se recogen ante la huella de un gigantesco pie. La leyenda del pie es distinta según las creencias. Para los musulmanes, es el de Adán; para los chinos, el de Buda; para los hinduistas, el de Shiva. Y para Marco es la certidumbre de que está tras las huellas de Tatatonga. Ordena hacer un alto de una hora a fin de prepararse para el encuentro. Recupera el aliento, se impregna de los perfumes ambientales. La atmósfera no es ya tan húmeda como abajo. La luz es cegadora. El persistente ataque de los mosquitos y las moscas le pone los nervios de punta, a pesar de los esfuerzos de Pietro Tártaro para alejarlos. Marco se estira hacia arriba las botas, que le llegan hasta las rodillas y le protegen de las mordeduras de serpientes o de arañas.

—Vamos —decide Marco por fin dirigiéndose al guía.

Éste acaba de ajustarse el turbante, mete una brazada de limones en su bolsa y precede a Marco por un estrecho sendero que se hunde en el bosque. El veneciano avanza lentamente en el calor plomizo. La ropa se pega a su piel. Sueña en los baños de Hangzhu, en su frescor de eucalipto. Pietro Tártaro agita con esfuerzo la gran hoja de palmera para abanicar a su dueño y, sobre todo, para alejar de él los insectos. Enormes flores se abren ante sus ojos. Al cabo de un momento, la vegetación se hace tan lujuriante que la senda desaparece. Pero el guía prosigue su camino, como si lo conociera perfectamente. Provisto de un machete, corta los tallos, que van a aplastarse ante los pies de Marco. Más de una vez, al apartar las ramas, el veneciano está a punto de ser golpeado. El camino baja ahora. Penetran en un terreno extrañamente lodoso, como si acabara de llover. El sendero se convierte en una verdadera ciénaga donde se hunden hasta los muslos. Las sanguijuelas comienzan a atacarles. Cautamente, el guía parte los limones y riega copiosamente a los parásitos. Luego, los separa delicadamente de la piel del veneciano. Marco lamenta haberse vestido con ropa tan ligera. Ha caído en la trampa del calor. Comienza a preguntarse adonde le lleva el guía cuando, de pronto, queda inmóvil ante el espectáculo que se ofrece ante su vista.

Un antiguo palacio o, tal vez, un templo ha sido erigido, solo, en pleno corazón del bosque. La techumbre queda medio oculta por los árboles de inmensas hojas. Las ruinas se levantan, espléndidas, invadidas por la silenciosa vegetación. El edificio ha sido dividido en dos, en sentido longitudinal, como por el hacha de un gigante, de modo que el interior del templo es del todo visible. En el centro, un Buda contempla a los visitantes desde su monumental altura. A la derecha, una escalera trepa hacia los cielos, dando a una puerta que no lleva a ninguna parte. Los desgastados peldaños están cubiertos de musgo. Pacientemente, la naturaleza recupera sus derechos, destruyendo el sublime trabajo edificado por las manos del hombre.

El guía hace una señal a Marco.

Oculta detrás de una espesa cortina de lianas, algo por debajo de la cima de la montaña, aparece una enorme roca. Tiene la forma maciza y grande de un león, de modo que es imposible saber si es o no obra humana. El guía rodea la roca para quedar ante la cabeza del animal. En lo alto, se ha reunido una multitud de peregrinos, cargados de ofrendas.

Las zarpas esculpidas en la roca enmarcan una escalera que, bajo la sombra de su melena, conduce a la cima.

Por estos detalles Marco comprende que unos escultores han perfeccionado la forma inicial de aquella monumental roca.

—Es allí arriba —dice el guía.

Con el calor, el ascenso de los desgastados peldaños es especialmente penoso. Pietro Tártaro no tiene ya fuerzas para levantar la hoja de palma por encima de su dueño. Finalmente, llegados a lo alto de la roca del León, Marco se vuelve hacia el paisaje. Su mirada se extiende por encima del valle, llegando de un tirón al horizonte. A lo lejos vislumbra el mar azul oscuro, sembrado de minúsculas manchas blancas de espuma. Del otro lado, donde el cielo se une con la tierra, se difumina una bruma azulada. El calor parece menos pesado. Unas mujeres aguardan, sentadas en el suelo, con su hijo en brazos. Algunos tullidos queman incienso. Un hombre salmodia una plegaria saltando sobre uno y otro pie.

Súbitamente, cuando Marco se dispone a penetrar en el interior del templo, todos los fieles hacen grandes gestos enojados.

—¡No podéis entrar! Él es el que llama a los elegidos. Y sólo cuando el sol se pone. Además, tenéis que presentarle ofrendas.

Haciendo caso omiso de la advertencia, el veneciano se adelanta hasta la negra boca de una gruta tallada por la mano del hombre. Con un gesto, Marco ordena a sus compañeros que se queden allí. Con idéntico alivio, éstos se dejan caer en el suelo, a la sombra de la melena del león. El veneciano enciende un candil de aceite, desenvaina su sable y penetra solo en la gruta.

Dao Zhiyu está sentado con las piernas cruzadas bajo las arcadas del patio. Hace unas horas, cuando rayaba el alba, Ai Xue ha ido a buscarle, y el muchacho ha reconocido con alegría al hombre que le sacó de la calle. El médico chino le ha anunciado que pretendía, por fin, entrenarle en el arte del Wu Shu. Desde hacía más de un año, el muchacho estudiaba impacientemente el Tai Chi, destinado a servir de fundamento para su enseñanza futura. Mientras baja uniformado hasta el patio, Dao Zhiyu se inmoviliza de pronto. Una silueta está ya entrenándose con el maestro. Después de saludarle, el misterioso alumno se pone en posición de combate. Ai Xue gira a su alrededor, observando a su adversario. Con maestría, evoluciona al mismo ritmo que él, como su reflejo en un espejo. De repente, lanza un fulgurante ataque que el otro esquiva rodando por el suelo. A continuación, el alumno de Ai Xue se incorpora a los pies de Dao Zhiyu. Sus rostros casi se tocan. Dao enmudece de sorpresa al reconocer a la joven.

Ai Xue saluda a su discípula, que le responde del mismo modo.

—¡Ah, Dao! Ésta es Li Wa, que seguirá mis enseñanzas al mismo tiempo que tú. Li Wa —añade dirigiéndose a la muchacha—, él será tu oponente.

Ai Xue ya había avisado a Dao Zhiyu que le necesitaría para ejercitar a un recluta, sin revelarle su identidad ni decirle siquiera que se trataba de una muchacha. El rostro de Li Wa está tan impasible que Dao Zhiyu se pregunta si ha reconocido al que le salvó la vida el día del macareo de Hangzhu.

Durante los ejercicios, la concentración de la joven es extrema. Dao siente, con placer, su fuerza. Con aquel contacto, gana seguridad.

El entrenamiento diario se inicia con una justa entre Ai Xue y Li Wa. Lleno de admiración, Dao sigue atentamente cada movimiento de la muchacha. Va vestida como un hombre, lleva los cabellos recogidos en un moño que le cae sobre la nuca. Ai Xue la acosa, lanzando gritos de guerra. Li Wa lo esquiva sin fallar, vivaz y alerta. En uno de sus movimientos, la túnica se entreabre descubriendo su piel desnuda. Unas perlas de sudor brillan sobre su vientre. Ella brinca sin detenerse, tan ágil con las manos como con los pies. Dao ve cómo se mueven sus músculos cada vez que para un golpe. Llena de agilidad, lucha con astucia. Pero Ai Xue la acosa a fondo. Ella acaba relajando su atención y cae al suelo.

—¡No respiras bien! —observa severo Ai Xue—. De ese modo, tu energía queda atrapada en tu pecho en vez de bajar hasta tu abdomen para liberarse y permitirte golpear al adversario. Te conviertes entonces en tu propio enemigo.

El entrenamiento de la muchacha es determinante para los planes del Loto Blanco. Ai Xue sabe que su alumna debe alcanzar la perfección. Debe convertirse en un arma implacable. El porvenir del imperio depende de ello.

Li Wa inclina la cabeza, atenta a las palabras del maestro.

—Dao tiene el problema inverso. Es como un cachorro loco. Libera su fuerza de pronto. Eso desconcierta al adversario. Si se las ve con un débil, entonces el efecto sorpresa servirá a las mil maravillas y ganará el combate. Pero ante un maestro de Wu Shu, él será derribado. Por ejemplo, si tú consigues resistir sus primeros asaltos, podrás vencerle con facilidad.

Li Wa sonríe, feliz ante esa perspectiva.

Aparece una sierva de Xiu Lan. Saluda a Ai Xue con respeto.

—Maestro, la señora Lan reclama a Li Wa.

Ai Xue inclina la cabeza.

—Muy bien. Li Wa, ve y fíjate bien en lo que Xiu Lan te dice. Es tan importante como lo que yo te enseño aquí.

La muchacha saluda a su maestro y sale de la estancia. Dao se dispone a ir tras ella, pero Ai Xue le retiene.

—Perdón, maestro —dice Dao advirtiendo que había olvidado saludarle.

—No se trata de eso. Cada uno de nosotros tiene que realizar su karma. Tal vez ella renazca en la envoltura de un hombre. No puedes seguirla adonde va, Dao. Su camino no es el tuyo.

Con un nudo en la garganta, Dao sigue con la mirada a Li Wa que desaparece en la penumbra del corredor.

En el interior de la gruta, el frescor es tan repentino que Marco siente un escalofrío. Avanza hacia la oscuridad, llevando la lámpara en su brazo extendido. El corredor se estrecha hasta convertirse en un pasadizo. Marco sigue hacia delante en la atmósfera que va enfriándose a medida que camina. La pendiente se hace más suave. Le parece que está descendiendo hasta el fondo del valle. Su respiración resuena contra las paredes cubiertas de musgo. De pronto, percibe un ruido. Se detiene. A lo lejos suena un gotear de agua. Marco aprieta el paso, casi corre. Desemboca por fin en una cueva subterránea. La luz de su lámpara se refleja en la negrura de las paredes. Las estalagmitas se levantan hasta el techo, como si sostuvieran la pared rocosa. El veneciano cree haber penetrado en las entrañas de la Tierra. Unas hornacinas erosionadas albergan antiguas esculturas. En el centro de la gruta, una charca subterránea alimenta extrañas plantas. Una película salobre flota en su superficie. Los insectos saltan de una hoja a otra, con un persistente zumbido. De pronto, en el interior de una hornacina apenas mayor que las demás, una estatua comienza a moverse. Marco suelta la lámpara y blande ante ella su sable.

—No temas, has venido a verme a mí.

El hombre ha hablado en mongol. Marco debe acercarse para distinguirle en la penumbra. Está sentado en el hueco de un nicho, en una postura de meditación. Su rostro de ajada piel tiene la tez mate de los antiguos mongoles.

—¿Cómo lo sabes? —pregunta Marco.

—Desde que llegaste a esta isla, sólo oigo hablar de ti. Esperaba que te marcharas como habías venido, solo. Pero eres tenaz. Si eso tiene algo que ver con tu karma, diría que en la otra vida has sido chinche —añade el hombre esbozando una sonrisa.

Recordando su misión, Marco se contiene para no partirle en dos.

—Grande es tu dominio de ti mismo. Sorprendente para alguien de tu raza. Está bien, está bien —comenta el mongol.

Está tan arrugado que parece tan viejo como la roca con la que se confunde. Despliega sus largas piernas de saltamonte. Sus ojos son enormes y saltones, como si los hubiera gastado a fuerza de observar el mundo. El veneciano comienza a preguntarse si el Gran Kan no se habrá engañado. A fin de cuentas, el emperador nunca ha visto a ese hombre. Sólo ha oído hablar de él. A Marco le cuesta imaginar al vejestorio sentado en una mesa de escriba para garabatear rollos y más rollos de caligrafía.

El anciano le indica por señas que se acerque. Marco contornea el pequeño lago buscando un paso. En vano.

—Pon tu pie en el agua y ella te llevará hasta mí. Ten confianza.

Marco vacila. Escruta el malicioso rostro del anciano. Es buen nadador. Si es una trampa, podrá llegar a la otra orilla. Prudentemente, adelanta la bota. En equilibrio sobre un pie, conteniendo su respiración, se hunde en el agua. Con gran sorpresa, sólo se sumerge unas pulgadas. El anciano suelta una carcajada.

—La penumbra alimenta la ilusión.

Resuelto, Marco recoge su linterna.

—¿Necesitas tu lámpara para verme o para tranquilizarte?

—¿Y a ti, te asusta el sol o temes que yo te vea a plena luz?

El anciano inclina la cabeza, como satisfecho de la respuesta del visitante. En pocas zancadas, el veneciano está al otro lado. El viejo le indica que se siente mientras él vuelve a acomodarse poniéndose en cuclillas. Inmóvil, clava en Marco su extraña mirada. Las gotas que caen en la charca puntúan su silencioso intercambio.

—Sígueme —ordena por fin el anciano.

Obediente, Marco le ofrece su lámpara, pero el viejo la rechaza. Con paso vivo, se introduce en una estrecha garganta. El corazón de Marco se va oprimiendo a medida que el pasadizo se estrecha. Ante ellos, la oscuridad es total. Algo cruje bajo los pasos del veneciano. No le cuesta imaginar que se trata de osamentas humanas. Llegan súbitamente a una vasta estancia. En las paredes se han excavado una multitud de hornacinas, cada una de las cuales alberga una estatua de los dioses de la India. En el techo, unas aberturas destilan una suave luz. El entorno parece inspirado en un sueño. Su magnificencia, digna de un palacio olvidado, ya sólo vive para el viejo letrado. En un extremo, el lugar parece habitado. Mesas cubiertas de vituallas se alinean a lo largo de los muros. Joyas de valor adornan las estatuas. Jarros, ánforas suntuosamente decoradas, muebles de madera preciosa, ídolos demasiado chillones desentonan en ese lugar sagrado. Las famosas ofrendas…

Unos frescos de colores pastel relatan la historia del lugar. Turbado, Marco admira largo rato las pinturas que muestran a muchachas desnudas, cubiertas sólo de piedras preciosas, con pechos redondos y generosos, bailando ante nobles cortesanos. Se parecen tanto a Gandhali que el veneciano tiene la impresión de que ella les ha servido de modelo.

—Hermoso, ¿no es cierto? Construido hace novecientos años por el rey Cassiapa. Venía aquí para sus diversiones, acompañado por sus cortesanos favoritos.

—Las mujeres eran muy atractivas.

—Siguen siéndolo. Pero es inútil precisarlo, me dirijo a un entendido.

Marco escruta el viejo rostro, bello como un pergamino. Se pregunta, sin creerlo, si el anciano, al igual que el rey, recibe a veces muchachas como ofrenda…

—¿De dónde vienes, extranjero? —pregunta el viejo mongol.

El veneciano decide concederle su confianza, como si fuera el propio Gran Kan.

—De Khanbaliq. ¿De modo que vives aquí?

El otro sonríe.

—Vienes de más lejos, pero no me lo dices. ¿Por qué?

Marco se encoge de hombros.

—Ahora, vivo en Khanbaliq. Mi único señor después de Dios es el emperador.

El anciano inclina la cabeza de nuevo. Parece reflexionar intensamente sobre las palabras de Marco.

—De modo que estás aquí por orden suya…

—En efecto.

—Prosigue.

—Antes necesito estar seguro de que eres, en verdad, el hombre al que busco.

—Debieras saberlo con el tiempo que hace que estás buscándome —dice el viejo riéndose.

El silencio que los rodea crea entre ambos una extraña intimidad. La discusión prosigue durante horas. El viejo interroga a Marco sobre sus orígenes, su viaje, su Dios. Finalmente, el veneciano tiene la sensación de que el anciano sabe sobre él más que a la inversa.

—Una leyenda afirma que trataste a Gengis Kan. ¿Es cierto?

—No debes preguntármelo a mí, sino al que te ha contado la historia. ¿Le conoces? ¿Sabes por qué lo hizo? Tal vez para apartar de sí mismo la atención. ¿Qué interés tendría yo en que se pensara eso? Existen a mi alrededor otras leyendas. Doy esperanza a esa pobre gente.

—¿Sabes escribir? Pon tu nombre en esta hoja.

Del pincel nacerá la verdad. Marco ha visto y memorizado en mongol el nombre del viejo. Saca de su zurrón sus útiles de escritura, los pinceles, las tintas, un rollo. Luego, cierra la caja para ofrecérsela al anciano como escritorio. Ve un charco de agua, sin duda agua de lluvia. Toma un pequeño frasco y se dispone a recogerla cuando el anciano le detiene con un rápido gesto. A Marco le sorprende su vivacidad. Tiene buenos reflejos aún, para su edad.

—El agua no es buena para la tinta —dice aquél con una mueca.

Marco le mira con aire interrogante.

El anciano recoge un pedazo de carbón negro que Marco no había advertido hasta ahora. Se vuelve hacia el muro y comienza a trazar signos en la propia roca. Marco acerca su lámpara y descubre con estupor una multitud de dibujos que forman un fresco primitivo. Es imposible saber si todos fueron trazados por la misma mano, nudosa como un árbol de la estepa y con abultadas venas, retorcidas y negras.

El veneciano está tan fascinado que olvida mirar lo que escribe su anfitrión. Se acerca, tocando el muro helado. El anciano escribe con mano aplicada y firme, lentamente. Los signos danzan ante los ojos de Marco. Reconoce sin vacilar el nombre mongol que ha aprendido a recordar, mucho antes de su partida de Khanbaliq: Tatatonga. Ahora deberá convencerle para que regrese a la corte. Aunque al principio Marco estaba convencido de que el infeliz le recibiría como a un santo llegado para liberarle de su miserable condición, advierte que todas las riquezas que ha llevado consigo tal vez no basten para persuadirle.

Marco experimenta un inmenso sentimiento de respeto ante ese hombre que conoció a los mayores emperadores mongoles. En cuanto al propio Marco, no sobresale en nada. Ni siquiera recuerda su lengua materna. Con el genovés le costaba encontrar las palabras en latín. No tiene la fuerza guerrera de los hijos de Kublai. No posee los conocimientos de los monjes y letrados. Se pregunta la razón que ha empujado al viejo emperador a confiarle esta misión. Sin duda, Marco conoce el imperio. Pero esta experiencia le parece de pronto vana. ¿A quién puede servir eso? Cierto es que nadie viaja tanto como él. Y quienes lo hacen integran los cortejos de embajadas, y se desplazan servidos con todos los honores. Perdido en las profundidades de una pequeña isla del océano, ante un hombre que vive como una bestia y lleva una existencia de sabio, Marco se pregunta el sentido de su misión.

Xiu Lan no consigue sujetar los palillos, tan rígidos de frío están sus dedos. Ha pedido que atizaran el fuego, pero de nada sirve. Pese a las pellizas en las que se arrebuja, no puede dejar de tiritar. De todos modos, tiene un nudo en el estómago. No le importa ya conservar la carne apetitosa que cubre sus caderas y su vientre. Muy al contrario, es feliz viendo sobresalir sus huesos como cuando era una niña e ignoraba la existencia que tendría que llevar. Desde que el Loto Blanco irrumpiera en su nueva vida, ha perdido el gusto por la felicidad. Piensa a veces en regresar a Khanbaliq y buscar la protección del emperador. Pero carece ya de fuerzas. Ai Xue tiene razón: Kublai no es su dueño. Desde el primer día, el médico chino ha tomado posesión de ella y seguirá utilizándola hasta su muerte. ¿Quién desaparecerá primero?

«Morir es acabar de vivir; pero acabar de vivir es algo muy distinto que morir», ha dicho Ai Xue. Estas «sabias» palabras resuenan aún como una amenaza en el espíritu de Xiu Lan.

Se distrae imaginando durante largo rato mortales torturas. Pero esas escenas sólo le proporcionan una satisfacción ilusoria. Con el menor pretexto comienza a golpear, más de lo razonable, a sus servidores. Xiu Lan pensaba que sería un placer educar a las muchachas para el emperador, para que Kublai encontrara una parcela de ella misma en cada una de las novicias. Pero Ai Xue le ha impuesto una jovencita que él ha reclutado personalmente. Xiu Lan sospecha que es su espía. Lo más doloroso es comprobar el dominio que Ai Xue ejerce sobre Dao. En sus arrebatos de cólera, Xiu Lan toma el pincel para escribir a Marco Polo. Desalentada, no va más allá de la primera palabra. Todos ellos son hombres. Incluso Dao, el bastardo, tiene esa suerte. Se pregunta qué falta pudo cometer en otra vida para renacer en la envoltura de una mujer. Entonces, comienza a orar para que su existencia sea breve y la próxima más feliz.

Todas las muchachas tienen la edad de Li Wa. Cada una de ellas es de especial belleza. Con sus redondas mejillas y sus ojos brillantes, emanan el frescor de la primavera y la promesa del estío. Hablan entre sí, ahogan su risa tras sus graciosas manos. Una de ellas se distingue por su aspecto altivo y orgulloso. Meng-mi tiene el porte de una reina. Su padre la vendió porque era la hija que sobraba en una carnada ya numerosa. Muestra su arrogancia en toda ocasión. Consigue imponerse en el grupo. Sólo Li Wa permanece al margen. Se sabe distinta de las demás y no consigue todavía demostrar lo contrario, aun sabiendo que eso es cosa de su aprendizaje. Están reunidas en el salón de la casa de Xiu Lan. El sol apenas se ha levantado y se estremecen de frío por haber abandonado tan temprano su lecho. Las paredes están forradas de paño de seda y decoradas con caligrafías. Un gran sillón preside el fondo de la estancia. Alfombras de seda cubren el suelo. Unos arcones están dispuestos, a igual distancia, a lo largo de los tabiques.

Con un susurro de satén, vistiendo una túnica azul de largas mangas colgantes, Xiu Lan avanza, soberana, por entre sus alumnas. La sigue una dama de compañía. El silencio sucede al murmullo de las conversaciones. Todas se hincan de rodillas ante la cortesana.

—Perfecto, hijas mías, eso basta para recibirme, pero no para saludar al emperador.

Xiu Lan lo aprovecha para contemplar a la joven protegida de Ai Xue. De aspecto enclenque, tiene una actitud casi viril, con las piernas bien ancladas en el suelo. Sorprendida, Xiu Lan advierte que no tiene los pies vendados. Su rostro es desagradable, con un mentón puntiagudo y una nariz muy chata. Sólo sus ojos, bien dibujados como las alas de un pájaro, proporcionan encanto y dulzura a su expresión. Xiu Lan nunca la habría elegido. Se pregunta angustiada cómo podrá hacer que el emperador la acepte.

—¿Para qué tener los pies estrechamente vendados? La que muestra lotos de oro pero camina como una garza coja lo ha perdido todo. Más vale incluso ser como Li Wa —dice con una pizca de desprecio.

Li Wa es, en efecto, la única que no tiene los pies atados con vendas. Desde la edad de cinco años, fue enrolada por el Loto Blanco, la sociedad a la que sus padres pertenecían antes de desaparecer en las mazmorras mongolas. Comenzó de inmediato el aprendizaje del Wu Shu y de ese modo se libró de la tradición de los pies vendados. Desde el comienzo, Li Wa se ha fijado en que Xiu Lan se muestra con ella especialmente exigente. Percibe su hostilidad, pero es posible que, conociendo su misión, la cortesana se limite a seguir las consignas de Ai Xue.

—Vamos, adelántate —ordena Xiu Lan a Li Wa.

La muchacha camina como le han enseñado, con pasitos muy cortos. Se concentra para permanecer perfectamente erguida, con los párpados algo caídos. De pronto, descubre el bastón de Xiu Lan dispuesto a caer sobre ella. Por reflejo, se vuelve y, con un movimiento de torsión, obliga a Xiu Lan a dejar el arma. La cortesana, sorprendida, se levanta. Su mirada es gélida.

—Recógelo.

Obediente a su pesar, Li Wa se inclina para tomar el bastón.

—Dámelo.

Lentamente, se lo tiende a Xiu Lan. La cortesana levanta el brazo y, con un amplio revés, fustiga las piernas de la muchacha. Li Wa cae de rodillas con un grito de dolor.

—Eso es exactamente lo que no debe hacerse, ya lo habréis comprendido —explica Xiu Lan, colérica—. Y es así exactamente como puede el emperador comportarse con vosotras. Debéis estar dispuestas a verlo todo, a oírlo todo, a sufrirlo todo, a soportarlo todo y a aguantar en silencio, incluso fingiendo recibir placer del emperador. No olvidéis el privilegio con que os honra. ¿Está claro?

Xiu Lan da unas palmadas sin esperar respuesta.

—Vamos.

A pesar del clima detestable, Marco ha pasado la noche en la entrada de la gruta, al aire libre, en lo alto de la roca del León. Al amanecer, le despiertan unas grandes hormigas que escalan su cuerpo formando columnas. Las aparta mascullando, con el canto de la mano. Su ropa está húmeda ya. El sudor le pega la túnica bajo los brazos. Al mismo tiempo, siente una corriente de aire helado. Pietro Tártaro le prepara un té con canela y jengibre, de acuerdo con una receta del guía. Éste, como la mayoría de los habitantes de la isla, debido a sus creencias, no puede preparar personalmente comida para un extranjero. Marco bebe el humeante brebaje como si fuera un infalible remedio, abrasándose la lengua. Entretanto, Pietro Tártaro le pone las botas, después de haberle quitado de las piernas los insectos que habían instalado en ellas su domicilio. Luego, Marco se decide a regresar a la gruta. Por el camino que ya conoce, llega al palacio donde el viejo letrado ha instalado su yacija.

—De modo que has vuelto —le dice Tatatonga a guisa de preámbulo.

—Y volveré así cada día hasta que me marche contigo.

El viejo contempla a Marco con los ojos brillantes.

—Está bien —dice después de mucho rato—. ¿El emperador ha decidido ofrecerme honores y riquezas?

—Evidentemente.

—¿Y también mujeres?

—¡Las más hermosas! —dice sonriendo Marco.

El anciano sacude su cabeza.

—Ahí mientes, Marco Polo, las más hermosas las guarda para sí.

—No, guarda las más expertas. Créeme, sé de lo que hablo.

El viejo inclina la cabeza con gravedad.

—¿Por qué me necesita, entonces? ¿Por qué ha recordado tan bruscamente mi existencia?

Desalentado, Marco juega su última carta.

—Sin duda nunca has oído hablar de un texto secreto que se llama Historia de los Mongoles

—… Y que cuenta la epopeya de Gengis Kan.

Marco calla, sin ocultar su sorpresa.

—Fui uno de los escribas del texto —prosigue el anciano con orgullo—. ¿Lo has leído?

—No, Kublai lo tiene encerrado en una biblioteca secreta. Y aunque hubiera podido tener acceso a él, no leo suficientemente bien el mongol. El kan tiene el fantástico proyecto de escribir la historia de su reinado. Vos y yo seríamos sólo sus instrumentos.

—Hubieras debido empezar por ahí…

—Entra, Dao.

El muchacho penetra en la vasta estancia del palacio que Xiu Lan ha cedido al médico chino. La sala es tan austera como su ocupante. Una simple estera en el suelo; un pebetero puesto junto a una tetera y un bol. Dao saluda a su maestro con el mayor respeto. Hace dos años que se entrena con Ai Xue. Al igual que Li Wa y Xiu Lan, Dao pertenece ahora al Loto Blanco. Sabe que interesa a la secta no por sí mismo —¿cuántos están dispuestos a consagrarse a una causa?—, sino por sus vínculos con Marco Polo. El extranjero está cerca del trono, lo bastante para hacer que se tambalee. Dao tiene la sensación de ser la piedra angular de un edificio cuya arquitectura no comprende.

Ai Xue le indica por señas que se siente ante él. El médico chino está sentado en el suelo. Dao le imita, con la espalda bien erguida, la mirada serena. Ai Xue le observa largo rato. Admira el dominio que ha conseguido Dao sólo en dos años. Su rabia y la vergüenza de su sangre mezclada se han convertido en su fuerza y su dulzura. Su respiración es tranquila y regular. A los trece años, Dao tiene ya actitudes de hombre, que expresa en los combates. El médico decide romper el silencio. Sabe que su discípulo no lo hará. Ai Xue se inclina hacia delante, como si se arrojara al vacío.

—Dao, escúchame bien. Ha llegado para ti el momento de regresar a Khanbaliq. Es posible que veas de nuevo a tu padre.

El chino calla de nuevo, contemplando a Dao que le escucha con gran atención. Este parpadea, se pasa la lengua por los labios. Son los únicos movimientos que revelan su emoción. Dao ha temido tanto ese momento que se siente aliviado al verlo llegar por fin.

—Tal vez no sea mi padre, maestro.

—Se ocupó de ti como si lo fuera y eso es lo que cuenta, ¿comprendes? —dice amablemente Ai Xue.

—Sí, maestro —aprueba Dao.

—Dao, escúchame bien. Voy a enviar a uno de mis agentes a Khanbaliq. Tú te encargarás de escoltarlo. Una vez seguro de que ha llegado a buen puerto, abandonarás enseguida la ciudad y te dirigirás al lugar que él te indique. Durante esa parte de su misión, no le interrogarás. No debes saber nada, por tu propia seguridad y por la suya. ¿Alguna consulta?

Miles de preguntas revolotean en la mente del muchacho. Sin embargo, mueve la cabeza.

—Eso es todo —concluye Ai Xue—. La partida está prevista para mañana al alba. Es un día favorable.

El muchacho saluda respetuosamente a su maestro y se retira.

Durante toda la noche, no logra conciliar el sueño, excitado por la idea de regresar a Khanbaliq. Han transcurrido dos años desde que abandonó la capital con Xiu Lan. En contacto con Ai Xue, ha adquirido paciencia y el sentido de la observación. Más tarde llegarán la fuerza espiritual y la seguridad. Ya no teme enfrentarse con Marco Polo. Si el extranjero volviera a levantarle la mano, podría derribarle en unos pocos movimientos. Imagina la escena y sus variantes con tranquila confianza.

Es de noche aún cuando se levanta, su equipaje está listo. Baja al patio. Allí está ya su acompañante. Sin decir palabra, el agente del Loto Blanco le indica que le siga. Dao obedece. Llegan a los establos donde el propio Dao ensilla los caballos. A la luz de un rayo de luna, Dao descubre por fin el rostro del desconocido.

—¡Eres tú, Li Wa!

Ella sonríe, cómplice.

—Tienes una misión, pero ¿qué misión? —pregunta el muchacho.

—No debes hacer preguntas —dice ella, severa.

—¿Y qué? No estás obligada a responderlas, supongo.

Dao la encuentra irresistible cuando frunce el ceño reflexionando.

—¿Conoces Khanbaliq?

—No, no he ido nunca allí, pero estoy muy contenta…

Se interrumpe, desarmada ante la sonrisa de Dao.

—Ya ves que sí respondes a mis preguntas.

Li Wa se aparta, preguntándose fugazmente si Ai Xue ha acertado al asociarlos para esta misión.

Finalmente, en el otoño del año del mono[3], Marco se pone en camino hacia Khanbaliq, a bordo de un bajel indio. Su grupo ha aumentado y ha debido tomar algunas disposiciones. Al principio, Tatatonga exigió que el veneciano le comprara un vestido nuevo, fabricado con la mejor seda de Ghella. Luego pidió ser tratado igual que Marco en lo referente a monturas y honores. El veneciano accedió sin rechistar a esa petición. Pero lo más arduo fue convencer a Gandhali de que se vistiera decentemente. Ella había observado con angustia los preparativos para el viaje, preguntándose cuál sería su suerte. Desde que Marco le ha comunicado su decisión de llevarla consigo, siente por él una devoción y un agradecimiento extremos. ¿De qué destino la habrá salvado para despertar en su alma semejantes sentimientos?

Curiosamente, Gandhali se rebeló contra la orden de vestirse. El veneciano tuvo que amenazarla con dejarla en la isla para que aceptase llevar una túnica. Aun así, se siente más disfrazada que vestida y logra que su dueño le permita desnudarse en cuanto están solos. Durante toda la travesía, hace gran uso de aceites perfumados, como la esencia de madera de sándalo, y al anochecer se frota el cuerpo con un pedazo de almizcle. Marco y ella son los únicos que no están enfermos a bordo. El veneciano está acostumbrado a mantenerse a salvo durante todas las epidemias. Extrañamente, la robustez de la muchacha le procura una gran satisfacción, más allá del buen gusto del marajá al escogerla entre su lote de esclavas. Los días de mal tiempo, la sonrisa de Gandhali basta para disipar el fastidio de la navegación. Cierta noche, cuando el oleaje hace que el junco se balancee tanto que no consiguen conciliar el sueño, Marco arrastra a Gandhali, vestida sólo con sus joyas, hasta la cubierta. Sin temor, ella avanza hacia la proa. Sobre sus cabezas, la bóveda celeste brilla con su miríada de estrellas. Sujetándola por la cintura, él la recuesta sobre el mástil de mesana, por encima del mar. Las olas la lamen con su espuma blanca. Su cabellera boga, arrastrada por el viento. Cuando Marco la estrecha de nuevo en sus brazos, está empapada pero radiante. Se dirigen una sonrisa cómplice que vale por mil juramentos. Por primera vez, Marco le estampa un largo beso en sus labios frescos. Por la mañana, Marco recibe la visita del capitán en su cabina. El veneciano cubre a Gandhali con una estola. Ella comienza a preparar té.

—Señor, nunca había tenido tan gran número de marinos enfermos a bordo.

—Lo lamento mucho, capitán. Tenemos mala suerte. Espero que eso no nos retrase. Sentaos, os lo ruego.

El capitán sacude la cabeza lanzando una mirada de reojo a la joven esclava.

—Señor, mis hombres piensan que nuestro navío ha recibido el mal de ojo.

—¿De verdad? —dice Marco que finge no comprender—. Pues bien, les basta con realizar algunas prácticas de conjuro.

—Exactamente, ¡eso es lo que nos proponemos hacer, señor!

Gandhali sirve a su dueño un bol de humeante brebaje. Marco admira su sentido del equilibrio, al ver cómo se contonea para luchar contra el balanceo del barco. El capitán, como viejo lobo de mar, se ha acuclillado apoyando la espada en una viga vertical.

—¿En qué puedo seros útil? —pregunta Marco.

—Señor, habéis sido navegante. De modo que debéis de saber que a los marineros no les gusta demasiado tener a bordo…, ejem, personas que no lo son. Ya entendéis lo que quiero decir.

—No demasiado, no.

El capitán suspira, visiblemente molesto.

—¡Vuestra esclava, señor!

—¿Queréis arrojarla por la borda? —dice tranquilamente Marco.

—Sí —aprueba el capitán, sintiéndose en confianza—. O desembarcarla al menos.

Dolorosamente, Marco se sume en sus recuerdos. Acababa de abandonar Venecia con una esclava. Él contaba diecisiete años. Había tenido que luchar contra las supersticiones de los marinos para impedir que desembarcaran a la joven Noor-Zade. Pero no había conseguido evitarle la tortura. Ignoraba entonces hasta qué punto la quería. Casi veinte años después, no es ya el mismo hombre.

Saca su cartera y extrae un generoso manojo de billetes.

—Capitán, doblo vuestro sueldo y el de cada uno de vuestros hombres. Mi esclava se quedará en la cabina durante toda la travesía, para que su presencia no hiera la sensibilidad de la tripulación. Os hago responsable de su seguridad. ¿Os conviene la oferta?

Por toda respuesta, el capitán se embolsa con avidez los billetes, como si temiera que el extranjero cambiara de opinión.

—Perfecto. Ahora, dejadnos —ordena el veneciano.

Cuando el capitán cierra la puerta a su espalda, Marco se sorprende por haber incluido a Gandhali en su deseo de estar solo. Sentada sobre sus talones, a su lado, muestra un rostro sonriente y sereno. Marco ignora si ha comprendido cuál era el objeto del trato. Espera que lea en su mirada la seguridad que él le ofrece. Con un movimiento de hombros, ella hace resbalar la tela que la cubre. Sin decir palabra, Marco la atrae contra sí y la estrecha en sus brazos.

A comienzos del año del gallo[4], el navío llega al puerto imperial de Zayton. El grupo debe detenerse varias semanas en un albergue. En el estado en que se halla Tatatonga, no podría soportar un viaje, ni siquiera en un lujoso palanquín. Encerrado en una habitación individual, no toca las comidas que le suben y se pasa el tiempo meditando. Un permanente olor a incienso perfuma su estancia. Marco pide a Ishrat Gandhali que cocine un plato cuyo secreto posee, con la esperanza de apresurar el restablecimiento del letrado. Halagada por el honor, la joven esclava exige los mejores ingredientes para preparar su receta. Requiere la ayuda de todos los servidores, retrasando la comida vespertina. A todo el albergue se le hace la boca agua ante los aromas que brotan de la cocina. Gandhali atrae tantas miradas que su dueño siente cierto orgullo y unos celos muy venecianos. Salvaje y refinada a la vez, la muchacha se distingue por su gracia y su sensualidad. Prudente, Marco encarga a Pietro Tártaro que suba a servir a Tatatonga en su habitación. Al cabo de unas horas, el anciano comunica que se siente algo mejor y que desea agradecérselo personalmente a Gandhali. Marco manda a una sierva para que recoja el mensaje destinado a su esclava. Como temía, aun sin creérselo por completo, a la mañana siguiente el veneciano recibe la visita de la sierva. Con las mejillas rojas de confusión, ella transmite a Marco el agradecimiento de Tatatonga que, ahora, está dispuesto ya a emprender de nuevo el camino.

Restablecido gracias al eficaz remedio de Ishrat Gandhali, el viejo mongol acompaña con mucha tranquilidad al grupo hasta Khanbaliq, navegando por el Gran Canal. Finalmente, las altas murallas aparecen a lo lejos. Aunque se anuncia la noche, no aguardan a la mañana siguiente para cruzar las puertas y se apresuran a hacerlo antes del toque de queda.

El letrado penetra en la capital, maravillado. No escatima elogios sobre la nueva arquitectura. Cuando cruzan la garita de la Ciudad imperial, se siente más aliviado aún al descubrir unas tiendas instaladas en el parque, aquí y allá. Marco invita a Tatatonga a su casa.

Cuando entran, Shayabami los saluda profundamente, sin dejar de mirar con expresión intrigada al acompañante de su amo. El palafrenero se encarga de los caballos. A causa de su edad, tal vez, refunfuña ante cualquier novedad. La idea de tener que servir a un extraño le desagrada. Observando con atención a su dueño, le encuentra cambiado, envejecido como el buen vino, más maduro. Su rostro ha adquirido el color y las arrugas de los grandes viajeros, como su padre. ¿Acaso sus cabellos se han vuelto más rubios o, más bien, han encanecido?

Marco descubre sorprendido que su padre Niccolò y su tío Matteo se han instalado en su casa mientras él estaba ausente. Sin embargo, Shayabami ha conseguido prohibirles la habitación de su dueño. Acogen a Marco con grandes agasajos, cuando éste hubiera preferido tranquilidad y discreción. Ante Tatatonga, Marco no hace pregunta alguna sobre las razones de la imprevista visita, aunque arde en deseos de saber algo más. Cuando Niccolò descubre a Ishrat Gandhali, imagina que es un presente que le ha traído su hijo. Llevándolo aparte, Marco le dice con claridad que la muchacha es sólo propiedad suya y, por consiguiente, es fruta prohibida para cualquier otro. Para consolarle, ofrece a Niccolò unas herraduras con clavos de oro puro, donadas por el marajá de Ceilán. Mascullando para sí, Niccolò se aleja llevándose a su hermano, que quiere saber todos los detalles. Viendo la expresión de su padre, Marco se dice que será preferible poner a Gandhali a buen recaudo. Encuentra un montón de misivas, varias de ellas procedentes de Hangzhu y firmadas por Xiu Lan. Ésta le envía noticias de su hijo y le comunica que crece en el respeto a las tradiciones que ella misma ha aprendido de sus padres.

Tras haber tomado un baño con hierbas perfumadas, Marco se pone un túnica de seda. Para cenar, hace que le sirvan una especialidad persa. Sentado en el suelo sobre esteras de seda, Tatatonga se retuerce como si la comodidad de su asiento le molestara. Apenas toca la comida. El veneciano ya había observado que el anciano no estaba acostumbrado a llenarse la panza como un guerrero de las vastas llanuras. Duda de si debe ofrecerle compañía femenina para pasar la noche. Decide proponerle los servicios de una intérprete que podrá tocarle algunas melodías en su alcoba, para ayudarle a conciliar el sueño. Tatatonga acepta de buena gana, con la mirada brillante de excitación.

En cuanto se ha retirado el anciano, Marco puede disfrutar por fin la felicidad del regreso. Escucha sin mucha atención el relato del viaje de su padre y sus deseos de que Marco influya en el Gran Kan con el fin de obtener nuevos cargos. Niccolò afirma haber ido a casa de su hijo para recuperarse de una indisposición. Pero Marco le encuentra un aspecto tan lozano como de costumbre. Sin razón precisa, acude a su memoria el recuerdo del genovés. El hombre ha debido de regresar ya a su casa, embarcar de nuevo hacia Persia y cruzar el desierto para llegar a Constantinopla, donde habrá vendido parte de sus mercancías. Luego, ha debido de tomar una galera genovesa y cruzar el Mediterráneo hasta su puerto natal. A menos que se haya embarcado en Acre, donde la colonia genovesa es más importante y donde tal vez tenga una factoría. Vista desde aquí, la disputa entre Venecia y Génova parece irrisoria.

Marco mira con emoción cada objeto. Esa concha traída de la bahía de Birmania da testimonio de la caída de los Song. Este jarrón Tang, comprado a un anticuario en la feria de Hangzhu, le recuerda los largos meses buscando a Dao, al que creía muerto. El incensario de oro fue adquirido en el monasterio tibetano donde Noor-Zade descansaba tras el nacimiento de su hijo. Su espada, recuerdo de Jerusalén, le fue ofrecida por Guillermo de Rubrouck cuando se disponía a zarpar hacia Khanbaliq. Pero nada proviene de Venecia. De su ciudad natal sólo le quedan recuerdos. Durante largo rato intenta traer a su memoria el rostro de Donatella, su amor de juventud. Ni siquiera consigue acordarse de si tenía la voz suave.

Aquí, en su palacio, debiera sentirse en su casa. Sin embargo, le domina una extraña sensación. Se siente perdido, como un navío que ha largado las amarras y cuya tripulación ignora su destino. Mira a su padre que parece pasar por la vida sin pensar en ella. El hombre vive con intensidad cada día como si fuera el último, sin detenerse a mirar atrás. Hace mucho tiempo que ha salido la luna cuando Marco decide irse por fin a la cama. Se despide de Niccolò y de Matteo, que se ha dormido sobre su plato. Recorre el pasillo hasta la habitación. Tendida de través en la cama, en el esplendor de su desnudez y con los ojos cerrados, Ishrat Gandhali ofrece su piel ambarina a la caricia de los rayos de luna. Marco sabe ya que va a dejarse tentar y la arrancará de los brazos de Morfeo. De pronto, resuena un repiqueteo de cascos en la calleja bajo sus ventanas. Instantes más tarde, llaman a la puerta. Marco corre a reunirse con Shayabami que interroga a su dueño con la mirada. Marco inclina la cabeza. Shayabami entorna la puerta. De inmediato, asoma un brazo que agita una tablilla de mando del emperador.

—¡Abrid, orden del Gran Kan!