9
Hijo por hijo

Agotados por el viaje de regreso a Khanbaliq, Dao y Marco descabalgan para entrar en el palacio. Marco se siente aliviado al haberse librado del manuscrito. El impresor hará su trabajo y enviará un mensaje en cuanto las obras estén listas. Largos meses de espera aún. Los caracteres que había fabricado la imprenta imperial han ardido en el incendio. La pesada tarea de grabarlos otra vez se ha confiado a monjes muy cualificados.

Apenas han cruzado el umbral de palacio cuando Dao se inmoviliza, sorprendido. La princesa Hayak-Kokedjin está sentada en el suelo, vistiendo aún su manto, más sencillo de lo que su rango exigiría. Shayabami se adelanta hacia Marco.

—Señor, viene a esperaros todos los días. Nada ha podido disuadirla de hacerlo —se defiende el anciano servidor—. Ni siquiera los señores Niccolò y Matteo.

—¿Dónde están?

—En el mercado de los pájaros.

Marco dirige un ademán de asentimiento a su esclavo.

Dao corre hacia la muchacha, tomándola de los hombros.

—¡Estás cada vez más hermosa! —dice con calidez.

En efecto, la niña ha desaparecido. Ahora, es una joven llena de vigor y de nobleza, una orquídea de porte altivo y delicada hermosura. Su boca bermeja ilumina su rostro como el cáliz de una flor.

Ella misma apenas reconoce a su antiguo compañero de juegos. A los diecisiete años, Dao es todo un hombre. Ha heredado de su padre la complexión fuerte y la estatura superior a la media. Sus hermosos ojos, almendrados, que brillan sobre sus pómulos atezados, reflejan la profundidad de su alma. La princesa quisiera estrecharlo contra sí, como antes. Pero ambos han cambiado y las normas sociales no lo permiten ya. Ella no quiere alimentar una vana esperanza.

—Vete, Dao, te lo suplico. La guardia imperial llegará de un momento a otro para detenerte.

Marco se adelanta, alarmado.

—Princesa, vuestra presencia y vuestra inquietud prueban la importancia del mensaje que debéis transmitirnos. En vez de mandar a un servidor, habéis decidido venir personalmente, ¿por qué?

Ella mira a Dao, muda.

—Quería volver a verle, maese Polo —reconoce tras unos momentos—. Tengo poco tiempo, mi séquito se pondrá en camino dentro de un rato.

—¿Adónde vas? —pregunta Dao con preocupación.

—¿No lo sabes? Parto a reunirme con mi futuro esposo, el ilkan de Persia. El príncipe Temur ha conseguido que el emperador me elija.

Y estalla en sollozos, liberando la tensión contenida durante tanto tiempo. Con gesto torpe, Dao la toma en sus brazos. Ella se abandona a la tierna caricia. Su llanto aumenta al pensar en su separación.

De pronto, unos golpes resuenan en la puerta. Dao y Marco se miran.

—Ya está, vienen a por mí —exclama Dao—. Maese Polo, salvadla. La guardia detiene a todos los que están presentes bajo el techo del criminal.

Marco aprieta las mandíbulas, conteniendo su emoción. De momento no puede hacer nada. Su impotencia le revuelve las tripas. Daría su vida por la de su hijo.

—No, no —suplica Hayak derramando lágrimas—. Nunca volveré a verte. ¡Te amo, Dao!

Marco la arranca de los brazos de su hijo y la arrastra por los pasillos de su casa. Corre hacia las cocinas. Pietro Tártaro está allí, engrasando las botas de su dueño.

—¡El horno! —ordena Marco con un amplio gesto.

Incrédulo, el esclavo abre la tapa del enorme horno de ladrillos que domina la estancia, y que es lo bastante ancho para contener un buey entero. Su dueño tiene a menudo extrañas peticiones. Pero la presencia de un par de correas colgadas en la pared de la cocina, al alcance de la mano, ha bastado para inspirarle la prudente costumbre de obedecer esas órdenes sin discutir.

Marco empuja autoritariamente a la princesa hacia el interior. Reticente primero, ella acaba por decidirse a meterse en el estrecho reducto. Marco la sigue de cerca. En la oscuridad, el veneciano pega a la muchacha contra sí, amordazándola por precaución con su mano. Unos soldados penetran en el palacio. El eco de sus voces les llega, deformado. Las botas de los guardias martillean el suelo del palacio en todas direcciones. Un ensordecedor estruendo llega hasta ellos, haciendo vibrar las paredes. Marco contiene el aliento. Imagina a su hijo maltratado por la guardia, arrastrado, golpeado tal vez. Finalmente, el tintineo de las armas va alejándose hasta desaparecer por completo.

—Se han marchado —susurra Pietro Tártaro con voz inexpresiva.

Dificultosamente, Marco sale del horno. Ayuda a la princesa, cuyo rostro está surcado por las lágrimas y que tiene la ropa manchada por una mezcla de hollín, cenizas y grasa. Marco se dirige a las otras estancias y descubre con espanto la magnitud de los daños causados. Su palacio ha sido saqueado, los muebles destrozados, la vajilla arrojada al suelo, las estatuas rotas, los armarios despanzurrados.

—Pietro, ve enseguida al encuentro de mi padre y de mi tío. Que alquilen una habitación en la Ciudad. No quiero que corran el riesgo de ser detenidos. Vamos, apresúrate.

Ishrat Gandhali, hecha un ovillo, solloza en silencio, escondida detrás de Pietro. Marco regresa junto a la princesa.

—Alteza, Ishrat Gandhali os ayudará a lavaros y os buscará ropa decente. Luego, os acompañaré personalmente a vuestra casa, con discreción.

—¿Y Dao? —pregunta ella con la voz quebrada.

—Por el camino, me contaréis todo lo que sepáis sobre los cargos que se le imputan.

Marco ha escuchado a la princesa Hayak-Kokedjin con estupor. ¿Cómo ha podido estar ciego durante tanto tiempo? ¡Su hijo, el asesino del heredero del trono! Sanga, cómplice, ha sido ejecutado esa misma mañana y su cuerpo arrojado como pasto a los perros. Se han encontrado en su casa tesoros pertenecientes a los emperadores Song. Aunque existen indicios que permiten suponer que habían sido depositados allí por sus oponentes, Kublai ha cargado esos delitos en la cuenta de su antiguo ministro. Al ir a entregarse personalmente al emperador, Marco no ignora la pena a la que se arriesga. Pero no puede permanecer pasivo ante la suerte que pueda correr su hijo.

Deja a la princesa en el umbral de los aposentos en los que ella reside. Cuando se dispone a marcharse, la joven rompe a llorar: le explica que ella y su séquito ya han intentado una vez hacer el viaje al oeste del imperio, pero han tenido que regresar porque el camino está cortado por las guerras entre clanes. La otra alternativa sería ir por el mar, pero el embajador del ilkan teme esa ruta pues la considera más peligrosa aún que la de las montañas. Marco tranquiliza como puede a la princesa, guardándose mucho de relatarle las peripecias de su propio viaje, por temor a asustarla más aún.

A grandes zancadas, Marco se dirige hacia la sala del trono. No es hora ya de audiencias, pero espera que, si le mencionan su nombre, el emperador aceptará recibirle. Afortunadamente, el propio Samud recorre la antecámara imperial.

Mientras la princesa se cambiaba, también Marco se ha puesto ropa de ceremonia, elegante pero sin ostentación. Deliberadamente, ha prescindido de cualquier accesorio de su país, pues desea presentarse ante Kublai como hombre y como padre, y no como ciudadano del imperio o de Venecia.

—Samud, quiero ver al emperador.

Marco advierte que el eunuco le saluda con menos respeto que de costumbre.

—Es imposible, señor Polo. Pero tal vez el príncipe Temur esté disponible.

«¡De ningún modo!», dice para sí Marco antes de declarar:

—Se trata de una cuestión de vida o muerte que sólo el emperador puede resolver.

Es inútil intentar corromper al eunuco. Está muy bien pagado precisamente para garantizar su absoluta fidelidad. La única forma de ablandarle es la persuasión.

—Samud, no quisiera que el emperador tuviera que enterarse de una noticia con un día de retraso cuando yo puedo comunicársela esta misma noche.

El veneciano ha dado en el blanco. El eunuco reflexiona. Como todos los servidores del emperador, y pese a sus privilegios, no puede permitirse disgustar al Gran Kan.

—Seguidme, señor Polo —decide por fin.

En la sala de audiencias no hay ninguna visita. Los rayos del sol agonizante dibujan largas flechas de luz en las baldosas. Sin embargo, una fila de cortesanos se interpone entre el emperador y Marco Polo. El veneciano se prosterna con toda la humildad que exige su posición. Reza a la Virgen para que Kublai no haya dado todavía la orden de ejecución. Si ya la hubiera dado, lograr que la revocara sería un milagro. Dieciséis años antes, cuando se inclinó por primera vez ante el mayor emperador del mundo, Marco se sentía capaz de medirse con el heredero del Gengis Kan, tal como había conseguido franquear las más altas montañas. Hoy, a los treinta y siete años, la experiencia de la vida le ha enseñado a calibrar bien sus fuerzas. Conoce el precio del valor. Se levanta. Su mirada refleja una calma que desmienten los sordos latidos de su corazón. Lejos, en el trono, Kublai habla en voz baja con uno de sus consejeros.

Sin ninguna sorpresa, Marco reconoce al príncipe Temur en la primera fila de los cortesanos que rodean al emperador. Pero es el nuevo chambelán, un chino enemigo de Sanga, el que toma la palabra.

—¡Marco Polo, te atreves a presentarte ante el emperador! —exclama con una altivez desacostumbrada—. ¡Traidor!

Marco no aparta los ojos de Kublai, pero éste finge no verle.

—Señor, reconozco mi audacia, pero la causa lo merece. Dejadme hablar con el emperador.

Súbitamente, Marco se siente indefenso ante la indiferencia de Kublai. El emperador está a su alcance, pero es inaccesible. ¿Cómo conmoverle?

—Ya hablarás ante tus jueces.

Sin ambages, el chambelán amenaza a Marco con la tortura. El que se permita tratarlo así significa que Marco ha caído en desgracia. Si le mandan a reunirse con su hijo, no tendrá ya medio alguno de salvarle.

Avanza con deliberación hacia el trono. Atónitos, los cortesanos se apartan. Aprovechando ese efecto sorpresa, Marco se apresura a aproximarse al emperador. Kublai se incorpora, estupefacto. La guardia imperial se ha acercado a su vez, dispuesta a intervenir. Marco tiene poco tiempo y lo sabe. Se arrodilla para no obligar a Kublai a levantar hacia él los ojos.

—Gran Señor, a tu juicio apelo. Detienes a los ejecutores, pero los verdaderos culpables siguen vivos, los que han jurado conseguir tu perdición. Al prender a mi hijo sólo les cortas una mano.

Por primera vez, Kublai clava su mirada de lobo hasta el fondo de los azules ojos del veneciano. Antaño, consideró a ese extranjero como uno de los suyos. Fue una ilusión, como esos espejismos de las estepas que hacen aparecer a los djinns[5]. Había creído en la sinceridad de Marco, a pesar de su diferencia de edad, de las muchas cosas que los separaban, de sus enemigos que procuraban alejarlos uno del otro. Hoy, Kublai debe admitir que tenían razón. Un emperador no puede gobernar con su corazón.

—Hijo por hijo, Marco. Me han arrebatado mi corazón.

Marco traga saliva con dificultad. Evidentemente, ¿cómo podría no comprenderlo?

Por una enorme ironía de la suerte, le viene a la memoria una sentencia de Ai Xue: «Servir a un príncipe es como dormir con un tigre, desconfiad, maese Polo».

—Gran Señor, dame la ocasión de aliviar el dolor de la fiera herida. En nombre de nuestros antiguos vínculos.

Kublai suelta un gruñido. Como él, también Marco había creído en la ilusión de su amistad. En nombre de ese sueño, apela a su clemencia. Conmovido, Kublai casi siente deseos de ceder.

Adivinando la vacilación del emperador, Marco prosigue:

—Abandoné mi país para convertirme en súbdito de tu imperio. Desde el primer día, te consideré mi señor y mi dueño. Me coloqué bajo tu autoridad. Fuiste para mí un padre, más aún que el mío. ¿Acaso los vínculos de sangre que se eligen no son más fuertes que los que el destino nos ha deparado?

Al escucharle, Kublai sabe que Marco habla también en nombre de Dao. Una noche de banquete, Niccolò Polo le contó la historia de aquel niño. Mientras que el veneciano manifestó no comprender el afecto de Marco hacia el bastardo, Kublai había callado por no contradecirle. Sabía el valor que Marco había necesitado para tomar esa decisión. Y concebía que pudiera sentirse afecto por un extraño, al igual que podía detestarse el fruto del propio árbol. Zhenjin se lo había reprochado a menudo. ¿Quién quedaba ahora para consolarle de su muerte?

—¿Si te traigo al jefe de la organización, me devolverás a mi hijo? —prosigue el veneciano.

—Si me traes su cabeza, aceptaré conmutar su pena por la de destierro.

Marco siente que el corazón le estalla en el pecho. Cae a los pies del emperador.

—Gracias, Gran Señor. Mi agradecimiento será eterno.

Sin embargo, antes que hombre, Kublai es emperador. Sabe que entre el bárbaro y él se ha roto definitivamente la amistad.

Cuando Marco se levanta ya y saluda, impaciente por abandonar el palacio, Kublai lo detiene con un gesto.

—Espera, no he terminado. Tu abandonarás con él el imperio. Y el nombre de Marco Polo será borrado de mis tablillas, como si nunca hubiera venido aquí, ¡como si nunca hubiera existido! —concluye el Gran Kan con voz gélida.

Aturdido por el impacto de la sentencia, Marco se niega a pensar en ella. Concentra su intelecto en la búsqueda que debe salvar a su hijo, sea cual sea el precio…

De regreso a su palacio, Marco vaga por los salones devastados. Unas pocas lámparas han escapado a los destrozos; dibujan aureolas de luz blanca, como lunas llenas. Deslizándose entre surcos de sombra, los esclavos se afanan en rescatar lo que puede salvarse. El veneciano se une a ellos, mientras reflexiona en la mejor estrategia que puede adoptar. Dao Zhiyu está incomunicado, es imposible ir a interrogarle. Sanga ha sido ejecutado. La princesa Hayak-Kokedjin, probablemente, no sabe más que lo que ya le ha dicho. Sería preciso un milagro. En voz baja, Marco comienza a rezar a la Virgen para que se lo conceda. De pronto, en medio de los restos de una estatua ecuestre de la dinastía Tang, Marco encuentra un peine para el cabello, de marfil y ébano, adornado con una guirnalda de perlas azuladas.

La sensación de una presencia le alarma de pronto. Marco se vuelve. Sin que la haya oído llegar, Ishrat Gandhali está de pie ante él. Sus, pies descalzos se deslizan por el suelo como si anduviera sobre nubes. Sus ojos están enrojecidos por las lágrimas. La irrupción de la guardia imperial en el palacio ha destrozado sus sueños de paraíso. Creía haber encontrado un refugio, un remanso de paz al abrigo de los tormentos del mundo. Era sólo un aplazamiento. Ahora, teme que la desgracia de su dueño precipite la suya. Saluda a Marco Polo y se arrodilla.

—Señor, una dama pide ser recibida. Dice que se llama señora Lan.

Una sonrisa de satisfacción ilumina el rostro de Marco.

—Hazla entrar en mi gabinete privado.

Ishrat Gandhali, incapaz de disimular su envidia ante la elegancia de la cortesana, introduce a Xiu Lan en la estancia cargada de recuerdos. Ésta lleva una túnica de brocado azul que realza su estilizada figura. Una vez están los dos solos, se quita el velo que oculta su rostro. Verla en aquella casa donde tanto amor han compartido conmueve a Marco. Se contiene para no tomarla en sus brazos.

—Pareces estar bien —advierte con alivio. Sin saber muy bien por qué razón, había temido que ella sufriera a su vez alguna represalia.

—Señor Marco, los ecos de vuestra visita al palacio imperial han llegado hasta el gineceo.

—¿Has venido sola? —se sorprende Marco.

—Se supone que no estoy aquí —dice ella con rapidez.

Naturalmente, ambos bajan la voz, como si fueran dos conspiradores.

—Quiero ayudaros y… también a Dao… El nada tiene que ver. Es inocente.

Su emoción es palpable, pese al gran dominio que tiene sobre sí misma.

—Lo sé —replica Marco suavemente.

—He sabido cosas acerca de él.

—¿Cómo? Está aislado.

—Su maestro de Wu Shu es el causante de todo eso. Vos le conocéis bien. Se llama Ai Xue.

Marco se acerca más a Xiu Lan y la toma de los hombros, a pesar de la prohibición imperial.

—Habla, ¿dónde está?

—No lo sé, señor Marco; os lo diría. No quiero que Dao muera. Es hijo de un milagro. La vida le debe mucho aún.

—La vida no debe nada a nadie. Gracias, Xiu Lan. Rezaré pensando en ti.

Apenas Xiu Lan ha salido del palacio, Marco da unas palmadas para reunir a sus servidores.

—Pietro Tártaro, ensilla mi mejor pura sangre y prepárate. Salimos de inmediato.

Decidido, el esclavo sale al patio para ejecutar las órdenes de su dueño.

Shayabami se presenta ante él. Marco se sienta ante su escritorio y garabatea apresuradamente una misiva, esforzándose en sopesar cada palabra. Se levanta, enrolla el mensaje y, tendiéndolo, posa su mano en el hombro de Shayabami, algo que nunca hace. El sirio comprende que el momento es grave.

—Shayabami, esta carta es para mi padre. No quiero ocultarte nada. Le doy plenos poderes para vender el palacio —dice con voz más afligida de lo que exigiría el sentido de sus palabras.

—¿Nos trasladamos, mi señor?

—Sí, reúne todas nuestras cosas. Para el dinero que cobremos por el palacio, no escuches a mi padre, dirígete a Matteo, él sabrá que tengo razón. Pídele que compre piedras preciosas y cóselas tú mismo en los forros de nuestros mantos más ordinarios. Haz que Ishrat te ayude. No te preocupes, es de confianza. Ah, y además quiero un traje nuevo, a la moda veneciana. Arréglatelas para que esté listo cuando yo regrese.

—¿Cuándo será eso, mi señor?

—No lo sé —admite Marco tras unos instantes.

Shayabami no se atreve a interrogar a Marco Polo y es la pequeña esclava traída de las Indias la que transgrede la discreción impuesta habitualmente a los servidores.

—Amo —pregunta con voz temblorosa—. ¿Me vendéis también con la casa?

Marco, que hasta ahora no la había mirado, descubre enseguida la angustia que expresan sus ojos.

—Ishrat, sin duda voy a abandonar Khanbaliq para un viaje muy largo. Puedes venir conmigo. Pero no te lo reprocharé si prefieres quedarte en el imperio. En ese caso, te prometo que encontraré un dueño que se ocupe de ti.

—Amo, quiero permanecer con vos. No importa adónde vayáis. En adelante, mi imperio sois vos.

A fin de cuentas, sin atreverse a reconocerlo, Marco se siente satisfecho de su respuesta. Se pregunta si habría aceptado realmente cederla a otro. Ella forma de tal modo parte de los escasos bienes que le importan, que le resultaría tan difícil separarse de ella como vender su espada.

Le dirige una sonrisa y sale sin decir una palabra.

A lo lejos, las nubes crepusculares se desgarran en un vaporoso abrazo. El disco de oro, oculto tras ellas, las colorea con pinceladas sangrientas. De pronto, cuando Marco cruza las murallas de la Ciudad, los rayos del sol se deslizan por un claro entre las nubes y fulminan el edificio imperial con sus flechas de fuego.

Abriéndose paso entre la multitud de las calles, Marco avanza tan rápidamente como le es posible hasta la única madriguera del Loto Blanco que conoce en Khanbaliq. Se ve obligado a evitar a los niños harapientos, los grupos de tullidos, los mercachifles ambulantes, atraídos por su aspecto noble.

Deja su caballo custodiado por Pietro Tártaro en una calleja adyacente y llama a la puerta. Cuando el pequeño ventanuco se abre, Marco presenta su antebrazo tatuado con las insignias del Loto, de acuerdo con las órdenes de Ai Xue. El batiente se abre de inmediato.

Marco no espera a que le inviten y se lanza al interior. El hombre, muy alto, con el cráneo afeitado y la panza hinchada, mira a Marco con ojos bovinos. Podría ser muy bien un vendedor callejero de semillas de sandía o de fideos.

—Tengo un mensaje para Ai Xue —anuncia el veneciano en un chino no muy correcto.

Los ojos del gigante se entornan hasta formar una raya negra. Si la estratagema no funciona, Marco se pregunta qué otra forma de persuasión tendrá que utilizar. Conoce a los adeptos del Loto Blanco y muchos preferirían morir antes que traicionar a su sociedad.

—Me espera —suelta Marco con seguridad, hablando de nuevo en mongol.

El hombre se inclina y precede al visitante por el corredor cubierto de hojas muertas. Con infantil placer, Marco las hace crujir bajo sus botas. El gigante le ofrece té en un bol mugriento. De mala gana, impaciente, Marco se sienta en el suelo. No dice nada hasta haber terminado el brebaje, que ingiere muy caliente, algo que nunca hace. Por fin, se decide a romper el silencio.

—¿Vas a avisarle?

—No está.

Todo se ha perdido. Marco se contiene para no levantarse de un brinco y darle un puñetazo en el mentón.

—¿Dónde está?

El hombre ni siquiera esboza un gesto hacia Marco.

—Dar mensaje.

El veneciano mueve la cabeza.

—Es imposible. Debo entregárselo personalmente.

—Espera, entonces.

—¿Cuánto tiempo? —pregunta Marco que no puede ya contener su impaciencia.

El gigante hace una mueca que expresa su ignorancia.

—Escucha, la cosa se refiere… al emperador —dice bajando la voz—. Dime dónde puedo encontrarle.

El hombre agita la cabeza en un gesto vago.

Marco decide jugar su última carta. Saca de su manga la cartera de cuero de león. Dobla un manojo de chao y lo pone sobre la mesa. Sabe que la suma representa más de un año de trabajo para un vendedor de fideos. El gigante no puede contener un imperceptible ademán hacia los billetes. Para ampliar su ventaja, Marco dobla la suma.

—Hangzhu —suelta finalmente el hombre sin apartar los ojos del dinero.

De inmediato, el veneciano le saluda dándole calurosamente las gracias y se precipita a recuperar su caballo. A pesar de todos los esfuerzos del Loto Blanco para hacerse suyos a sus adeptos, la miseria sigue siendo la más cruel de las debilidades.

Marco se asegura de que lleva una tablilla de mando del Gran Kan para abrirle el paso y toma el camino que conduce a las puertas de Khanbaliq. Compra un buen caballo para Pietro Tártaro. El esclavo se siente halagado, incluso después de que Marco le haya explicado con frialdad que no quiere verse retrasado por su penco. Cruzan las murallas de la Ciudad cuando el sol desaparece en el horizonte. Cabalgan toda la noche. Por la mañana, se detiene en una posta para cambiar de montura y restaurarse. Marco paga a un jinete para que devuelva su pura sangre a Khanbaliq.

Xighang se reúne con Ai Xue en un puente, desde donde podrán ver acercarse a cualquier indeseable. En Hangzhu, la estación es fresca ya y las calles están menos pobladas que en verano. El médico chino ha regresado con auténtico placer a la antigua capital de los Song tras su viaje por las estepas mongolas. La alianza del Loto Blanco con los príncipes rebeldes se ha saldado con un hiriente fracaso. Pero a estas horas Li Wa sin duda habrá actuado ya. En cuanto llegue la noticia de la muerte del Gran Kan, bastará con lanzar las entrenadas tropas del Loto Blanco sobre Hangzhu y poner de nuevo un emperador chino en el trono del Hijo del Cielo. La sociedad secreta ha decidido que era preciso devolver a la ciudad su estatuto de capital imperial.

Apenas llegado a Hangzhu, Ai Xue ha visitado a todos sus informadores. El único que ha afirmado saber alguna cosa ha sido Xighang, el antiguo compañero de infortunio de Dao Zhiyu.

—Sé dónde viven todos los extranjeros de la Ciudad, maestro.

Por la expresión malhumorada de Ai Xue, Xighang adivina que el maestro esperaba otra respuesta. Traga penosamente saliva. Más vale no hacerle esperar. Su vida no vale mucho para el Loto. Se trata de no decepcionarle.

—Ya conocéis mi carácter, soy curioso —añade, jovial—. Entonces seguí a aquel tipo. Supe enseguida que no era un simple mercader. Se dirigió…

—¿Quién?

—Un extranjero de ojos claros… —aclara esforzándose por disimular su alivio.

—Prosigue —ordena Ai Xue, intrigado.

—Se dirigió a casa de Hei Pao, una tienda de papel.

—La conozco, la imprenta del barrio de la luna poniente…

Ai Xue vuelve la cabeza, dejando que su mirada se pierda en el vacío.

—Un extranjero de ojos claros… —murmura para sí.

Sólo puede ser Marco Polo… En cuanto Xighang ha hablado de la imprenta, las piezas del rompecabezas se han colocado en su lugar de un modo natural. Tras el atentado que destrozó la imprenta de Khanbaliq, Marco Polo y su Kan necesitaban encontrar una nueva. El Loto había imaginado muchos lugares posibles, pero nunca que tuvieran la audacia de hacer imprimir los libros en el propio Hangzhu, en el antiguo establecimiento imperial de la dinastía de los Song. Esta vez, hay que disuadirles definitivamente…

El trayecto habitual dura quince días. Marco lo reduce a diez a pesar de la nieve que ha cubierto los caminos. El frío es tan vivo que nunca se detienen largo rato, temiendo helarse a causa de la transpiración que empapa su ropa. Finalmente, derrengado, con los muslos entumecidos, Marco descubre el lago de Hangzhu que brilla al sol de invierno. Algunas siluetas juegan a deslizarse por la extensión helada. A lo lejos, en la desembocadura, divisa una enorme masa oscura, aunque no consigue identificarla. Galopa hasta las puertas de la ciudad y, a pesar de su salvoconducto, tarda media hora en cruzarlas, pues ante ellas se apiña una compacta muchedumbre.

Una extraña atmósfera reina en la urbe. Los mercaderes de incienso hacen su agosto, los astrólogos y geománticos propagan sus predicciones, se agotan los comestibles destinados a los sacrificios que apaciguarían la cólera de los dioses. Un callado pánico se lee en todos los rostros, en todas las miradas. Familias enteras abandonan su morada. Marco detiene a una matrona que lleva en sus brazos unas gallinas vivas.

—¡Una ballena ha embarrancado, mal presagio! —le dice ella.

Su marido añade enseguida:

—El año de la serpiente, hace apenas diez años, tal vez menos, una ballena murió de ese modo…

—¡Y en el mismo lugar! —exclama su mujer.

—¡Y además no era tan grande! Pues bien, toda la ciudad ardió.

—Y eso ocurre desde que nuestros emperadores se marcharon —se lamenta la matrona.

Su marido le dirige una mirada de enfado. Saluda a Marco y tira de su mujer, que no comprende nada.

El hombre ha reconocido que Marco Polo pertenece al semuren, la clase privilegiada de los ocupantes mongoles.

Marco conoce esa superstición. No es la primera vez que un cetáceo embarranca en Hangzhu. Y este suceso siempre ha ido seguido de catástrofes, incendios en particular. En esta ciudad donde las casas son tan numerosas y tan altas, el fuego se propaga a toda velocidad. Atravesando en sentido contrario la marea humana, Marco toma la avenida principal.

Empujado por la curiosidad, guía su montura hacia la desembocadura del río. Un olor a muerte salobre comienza a sentirse.

—¿Adónde vamos, amo? —pregunta Pietro en tono inquieto.

—Quiero ver la ballena. Eso es algo que no conozco.

Pietro prescindiría perfectamente de ese conocimiento. ¿No puede la mala suerte caer sobre ellos si se acercan demasiado? De mala gana, sigue sin embargo a su dueño. Por lo demás, tampoco podría actuar de otro modo.

Se ha formado un grupo alrededor de los bancos de arena. La enorme masa de carne ensangrentada parece haber sido depositada por la mano de un gigante. Su negro lomo brilla como laca. Una capa escarchada salpica su piel de minúsculas estrellas blancas. Sus flancos estriados, de una blancura mórbida, han sido ya despanzurrados y exhalan un hedor insoportable. Cuando Marco llega, unos chiquillos apoyan escaleras contra el animal. Con gritos de júbilo, trepan al asalto del monstruo y cortan grandes pedazos de carne, llevándoselos luego como un tesoro. Presa de un extraño presentimiento, Marco quisiera impedírselo, como si la carne estuviera envenenada. Impotente, se persigna y se aparta para dirigirse al centro de la ciudad. A Pietro Tártaro no le pasa desapercibido que su dueño no está ya del mismo humor que antes de ver la ballena.

Marco cabalga a lo largo de los helados canales hasta el barrio de la luna poniente. Aliviado, ve aparecer intacto ante sus ojos el edificio de la imprenta. Influido por la superstición de los habitantes, había temido por unos momentos que un nuevo atentado se hubiera perpetrado contra la imprenta. Desmonta y entra en el almacén. Se han construido unos andamios para poder alcanzar los libros. En el suelo de madera, supremo lujo en semejante lugar, pilas de volúmenes se amontonan sobre las alfombras, formando columnas que se alzan a lo largo de los muros, como ladrillos de papel. En el centro del almacén, una escalera se levanta hasta el techo, dando acceso a los andamios. Desde un tragaluz practicado en el techo, un rayo de frío sol ilumina aquellos rimeros de obras. A su pesar, Marco se siente impresionado. Nunca había visto tantos libros, hay varias decenas de millares. Toma uno al azar. No se da del todo cuenta de que tiene en sus manos el resultado de muchos meses de trabajo. Sobre todo porque no comprende en absoluto todas las palabras. Lo hojea, lo recorre largo rato. Olisquea el papel nuevo, el fresco olor de la tinta. La caligrafía brilla en las páginas levemente coloreadas. La encuadernación es soberbia. Espera con impaciencia la reacción del Gran Kan cuando vea su obra final. Estupefacto, Pietro Tártaro se ha sentado en el suelo. Había visto ya algunos volúmenes en casa de su señor, pero nunca hubiera supuesto que podían existir tantos libros en el imperio.

En el primer nivel de un andamio, Marco distingue el cofre de oro en el que se conserva cuidadosamente el manuscrito.

—¿Quién está ahí?

Marco se vuelve, dejando el libro entre los demás.

El impresor, panzudo y encantado, todavía sostiene unos palillos en la mano. Varios granos de arroz están prendidos en su barba canosa.

—¡Maese Polo! ¡Qué honor veros aquí! De haberos esperado… habría preparado…

—No os preocupéis —le tranquiliza Marco saludándole—. Lo único que pido es compartir vuestra comida. Estoy hambriento. Y mi esclavo también.

—Seguidme —dice el hombre con un guiño de connivencia—. Mi mujer es una excelente cocinera. Con la edad, bien hay que compensar…

Entran en la pequeña cocina donde el impresor almuerza con su empleado, que se levanta enseguida para saludar a Marco y servirle. El fogón caldea la habitación lo suficiente para que el veneciano se despoje de su manto.

—¿Cuántos libros hay?, decidme —pregunta Marco devorando unas albóndigas.

El impresor no se atreve a sentarse en su lugar. Permanece de pie, torpe, con los palillos en la mano.

—Diez mil. Estamos listos para mandarlos a Khanbaliq, aguardamos vuestras órdenes. Ha sido mi mayor encargo. Ni siquiera en tiempos de los Song habíamos trabajado tanto. Hay que reconocer que al emperador le gusta que la gente lea. También yo me he puesto a hacerlo. En fin, éste no, no me hubiera permitido…

Subrayando con gestos sus palabras, Marco interrumpe la verborrea del impresor.

—Muy bien. Sólo una parte de los libros regresará a la capital, el resto se distribuirá directamente por todo el imperio. Y algunas obras serán enviadas a los principales reinos aliados del Gran Kan. Lo tengo todo preparado aquí. Os lo explicaré, pero después de comer. He ido a ver la ballena, y el espectáculo me ha despertado el apetito.

—Tenéis mucha suerte, maese Polo. A mí me pone enfermo. Ha embarrancado esta noche. Al amanecer, han comenzado a despedazarla. Ya sabéis, la gente se queja pero están muy contentos si pueden obtener algo de grasa del pobre animal. Y a todo el mundo le gusta mucho su carne. Una delicia. ¿La habéis probado ya? Daos cuenta de que os comprendo, yo tendría mucho miedo de que me sentara mal a causa de la cólera de los dioses…

Marco le corta la palabra de nuevo.

—No sólo estoy aquí por los libros. Necesito información sobre cierto médico chino…

El impresor se inclina hacia Marco, presintiendo que se trata de un asunto importante. Tal vez sea una oportunidad para que su negocio prospere y su posición se eleve en el seno del imperio. Se dispone a escuchar. Pero lo que se oye entonces es algo así como un crepitar. Marco, que no ha seguido hablando, intenta identificar el chisporroteo que aumenta gradualmente.

—¿Qué es este ruido? —pregunta Marco como para sí.

Inquieto, se levanta. Por una vez, el impresor no dice nada. Marco abre la puerta que da al almacén. De inmediato, una llama salida del infierno le lame. Un calor asfixiante los atrapa entre sus invisibles fauces. Marco intenta cerrar la puerta con dificultad.

—¡Salid, id a buscar ayuda, pronto! —ordena al horrorizado impresor. Luego, se vuelve hacia Pietro y el empleado—. Vosotros venid conmigo, intentemos salvar algunos volúmenes.

—Pero vamos a abrasarnos… —dice lloroso el infeliz muchacho.

Marco abre de nuevo la puerta. Se precipita en el incendio. Toma algunos ejemplares y los lanza al empleado. Pero la mayoría se han inflamado ya a una velocidad alucinante.

—¡El manuscrito!

Marco corre a la escalera y sube de cuatro en cuatro los peldaños. Llega al nivel del andamio, pero las tablas que lo sostienen han comenzado ya a consumirse. Marco no puede arriesgarse a poner el pie en ellas. En equilibrio sobre la escalera, pasa la mano a través de las llamas para llegar al códex. La encuademación de metal está tan caliente que le quema el antebrazo. Retira rápidamente la mano. Luego, hace una profunda inspiración y, sin vacilar, agarra el texto con los dedos. El dolor es intolerable, pero sin soltar el manuscrito lo aprieta contra su pecho. Comienza a bajar cuando, de pronto, descubre una sombra en el ahdamio, justo sobre su cabeza. No está seguro pero cree reconocerla.

—¿Ai Xue?

La silueta prosigue su carrera, huyendo hacia el tejado. Si Marco permite que Ai Xue escape, su hijo Dao morirá. Sin reflexionar, mete el texto en su cinturón y se lanza hacia la escalera. Salta sobre la tabla con bastante fuerza para desestabilizar a Ai Xue. Al otro extremo, el médico chino se agarra a una columna de madera para no caer al vacío.

—¡Ai Xue! —grita Marco.

El médico chino se da la vuelta. En la luz infernal, sus ojos negros brillan como espejos.

—¡Has utilizado a mi hijo!

—Tú nunca fuiste un padre para él —replica el chino.

Marco evalúa la solidez del edificio. Unos crujidos siniestros les hacen comprender que sus vidas están en peligro.

El veneciano se dirige hacia Ai Xue brincando hasta el andamio y avanzando por las tablas a grandes saltos. Tras él, la madera cae a trozos. El chino intenta salir por el tragaluz que lleva al techo. Marco le sujeta por el cuello. Con un gesto veloz, Ai Xue agarra el brazo del veneciano y lo retuerce con violencia. Marco chilla de dolor y de sorpresa y suelta su presa. El chino trata de arrancar el manuscrito del cinturón de su adversario. Marco le rechaza con brutalidad. Desequilibrado, el chino cae hacia atrás. Por instinto, se sujeta a la tabla de madera corroída ya por el calor. Sus dedos, como las zarpas del águila, se aferran a ella desesperadamente. Haciendo enormes esfuerzos, va subiendo a pulso hasta la viga. Marco le mira, incrédulo. Reza para que resbale. Pero, contra todo lo esperado, Ai Xue consigue poner un pie en el andamio y por fin se levanta con precaución, afianzándose sobre las dos piernas.

Marco blande ante él el manuscrito:

—¡Por esto lo has hecho todo! ¡Toma entonces, agárralo!

Se lo lanza a la cara violentamente. Ai Xue intenta atraparlo. El movimiento de torsión que hace con la cintura basta para que la viga ceda. Vanamente abrazado al texto, el chino cae en las llamas sin un solo grito. Marco se inclina para verle, pero no le distingue ya. Corre hacia la escalera, sin embargo ésta ha desaparecido, devorada por las llamas. Entonces descubre varias pilas de libros milagrosamente intactas. Se arroja a su cima y comienza a resbalar, mientras la columna se derrumba bajo su peso. Cuando llega al suelo, todos sus miembros le duelen, aunque ninguno parece roto. Se levanta.

Se mete de nuevo en pleno incendio. Entre dos lenguas de fuego rojizas, descubre la figura del chino. Marco se acerca a él con paso vacilante. El calor es tal que le parece abrasarse sin ni siquiera estar en contacto con las llamas. Se protege el rostro con el brazo y, a tientas, agarra el tobillo del médico. Cerca, distingue la forma del manuscrito. Se inclina para tomarlo, y se lo mete bajo el brazo. Arrastra el cuerpo de Ai Xue hasta el exterior del depósito.

Fuera, avanza entre una espesa humareda y de pronto oye un grito:

—¡Mirad, mi dueño está vivo!

De inmediato, unos hombres rodean a Marco. Le cuesta respirar, las piernas le flaquean. Se derrumba tosiendo. Le dan agua para que beba. Varias decenas de soldados se afanan en extinguir el fuego. En Hangzhu, ciudad especialmente expuesta a los incendios dada la aglomeración de casas de madera, las autoridades crearon un cuerpo militar para luchar contra esa plaga. Sus miembros recibieron un entrenamiento especializado, único en todo el imperio. Provistos de cuerdas y cubos, han organizado ya una cadena hasta el canal más próximo. Otro equipo, armado de hachas y sierras, intenta derribar las paredes más peligrosas. Todos van protegidos por ropa fabricada con una seda especial. En lo alto de las torres de vigía se han izado unas banderas para avisar de la catástrofe.

Marco está tendido en el suelo. Un soldado se inclina sobre él y le abre la camisa para ver si está herido. Se queda estupefacto al descubrir la tablilla de mando del Gran Kan. Llama a su capitán. Este saluda al enviado del emperador.

—Señor, sois muy valeroso, pero no era preciso arriesgar vuestra vida por un simple obrero.

De modo que nadie conoce la identidad del médico chino. Casi sin voz, con la garganta irritada, Marco murmura:

—¿Ha muerto?

—No, pero está muy grave.

El veneciano lanza un profundo suspiro.

—Cuidadlo lo mejor que podáis, debo llevarlo a Khanbaliq.

El capitán posa en su brazo una mano tranquilizadora:

—Señor, vamos a conduciros fuera de las murallas, a un lugar seguro, con vuestro servidor.

Marco vuelve la cabeza buscando a Pietro Tártaro. El esclavo se mantiene apartado, fascinado por el fuego. Con voz débil, el veneciano llama al joven mongol. Éste corre para arrodillarse junto a su dueño.

—¿Dónde estabas? Salva el manuscrito, va en ello tu vida. Y asegúrate de que cuiden bien al herido.

Impresionado por el aspecto casi moribundo y la ronca voz del veneciano, Pietro se inclina antes de marcharse a ejecutar sus órdenes. Marco intenta levantarse. El capitán, con suavidad y firmeza, se lo impide:

—No os mováis, señor. Podría ser peligroso, os habéis quemado. —Luego se vuelve hacia los soldados—: Apresuraos a evacuarle, la cosa va mal. No sé si lo conseguiremos.

Decenas de miles de habitantes huyen de la ciudad hacia las colinas de los alrededores. Los más ricos se quedan en sus casas, protegidas por fosos alimentados por el agua de los canales. Pese a los tres mil hombres destinados a luchar contra la catástrofe fuera de las murallas, el incendio duró cuatro días y cuatro noches y destruyó numerosos edificios administrativos y oficiales, y también casi sesenta mil casas. Cuando la última llamita hubo sido apagada por los cubos de agua, Marco había abandonado ya la ciudad, a la cabeza de un convoy compuesto por varios médicos.

Cuando entra en la sala de audiencias imperial, a Marco le cuesta disimular que cojea. Algunas de sus heridas son visibles aún, pese a los cuidados que le ha prodigado un médico muy bien pagado.

Por primera vez, Marco Polo se presenta ante el Gran Kan vestido a la veneciana. Sobre su traje nuevo luce un pesado manto de terciopelo azul ultramar ribeteado de piel, se cubre con un sombrero de fieltro de ala ancha y calza botas de cuero charolado.

Kublai está tan sorprendido que no lo habría reconocido si el ujier no le hubiera anunciado.

Cojeando, seguido por Pietro Tártaro, Marco Polo se dirige hacia el trono. Toda la corte tiene los ojos clavados en él. En la imponente chimenea se elevan rojizas llamas, que apenas caldean la vasta sala. Con el rabillo del ojo, Marco distingue al príncipe Temur, que clava en él una mirada de odio. A pesar de su lesión temporal, Marco conserva toda su prestancia. Los cortesanos permanecen en silencio. El paso desigual del veneciano resuena sobre el suelo.

En la sombra de su trono, Kublai permanece hundido como un animal adormecido. Un aliento ronco y sibilante revela la vida que escapa aún de su macizo pecho. Su enorme vientre descansa sobre sus muslos, extendiéndose como roscas de lava que escaparan de un volcán en fusión. Semejantes a fieras, sus grandes manos parecen dispuestas a saltar, descansando sobre sus separadas rodillas, con los pies bien plantados en el suelo. Marco reconoce una postura típicamente mongol, observada a menudo en los jefes guerreros de las estepas. Bajo el gran gorro de piel, Marco distingue la rubicundez del rostro, los ojos que desaparecen tras unos párpados hinchados por las noches pasadas aguardando el día. Su barba y su mostacho, cuidadosamente teñidos de un negro azabache, caen sobre su vientre como las correas de un látigo. Cuando todavía no ha esbozado siquiera un gesto, su rostro brilla ya con un sudor escarlata.

Marco, con cierto esfuerzo, se tiende cuan largo es para su último saludo al emperador. En los corredores, se ha enterado con indiscutible emoción de la muerte de Tatatonga, que falleció en su cama tras haber festejado durante varios días la finalización de su trabajo para el Gran Kan.

—Acércate, Marco Polo.

El veneciano se yergue apoyándose la mano en la rodilla, y avanza hacia el trono. Al encontrar la mirada del emperador, ve aquellos ojos de lobo que descubrió a su llegada a Khanbaliq. La hostilidad es manifiesta. Kublai le mira como una posible presa.

—¿Me traes lo que me prometiste? —pregunta el emperador.

Marco da una palmada. De inmediato, las puertas de la sala de audiencias se abren de nuevo ante dos guardias que flanquean a un prisionero. La multitud de los cortesanos retrocede con un murmullo de espanto. El hombre está irreconocible, desollado vivo, luchando a cada paso para mantenerse en pie. El tintineo de las cadenas cubre sus gemidos de dolor.

Kublai lo mira con satisfacción. Espera que el prisionero sea aún capaz de hablar.

—Debo cumplir mi promesa —dice el emperador.

Da unas palmadas.

Su amanuense se acerca llevando un escritorio.

—Escribe la orden de liberación de Dao Polo.

Con ágil pincel, el hombre traza unos signos en una hoja, la relee, luego la espolvorea con arena y la entrega al emperador.

Kublai, a su vez, le da una ojeada, saca luego un sello de su manga y lo estampa firmemente en el documento.

Marco siente que su pecho se libera de un enorme peso.

El Gran Kan tiene el rollo de papel en la mano. Marco levanta la suya para tomarlo, pero el emperador le detiene.

—Tengo una última misión para ti, Marco Polo.

Precisamente cuando va a desterrarle, el emperador le confía una nueva tarea… Marco imagina que acaso haya cambiado de opinión. Kublai quizá lo haya manipulado para descubrir al culpable. Ante esa idea, un sentimiento de cólera inunda el corazón del veneciano. Sea cual sea la oferta de Kublai, Marco está decidido a rechazarla y abandonar el imperio.

—La princesa Hayak-Kokedjin, prometida a mi sobrino el ilkan de Persia, ha tenido que regresar, pues su escolta no ha podido cruzar las montañas del oeste, por culpa de ese perro de Kaidu. Por esta razón te confío el encargo de escoltarla por vía marítima hasta Persia y ponerla sana y salva en manos de Arghun. Ve en paz, he dicho.

Kublai entrega el papel al veneciano. El emperador no le brinda la posibilidad de negarse. Sin duda esa eventualidad ni siquiera se le ha ocurrido nunca. Por otra parte, tampoco el veneciano piensa en ello ya. Saluda profundamente y sale, aliviado, de la sala de audiencias, entre los murmullos de los cortesanos.

Fuera, el frío le envuelve de golpe. El aire vivificador le muerde agradablemente las mejillas. Las coníferas están envueltas en una fina capa de escarcha. Marco no ha acabado de bajar el tramo de escaleras que lleva al parque cuando Samud, el intendente personal del Gran Kan, le detiene.

—Señor Polo, mi Señor desea hablar con vos en privado. Esta noche, cuando la luna esté en su cénit. Os esperaré aquí —dice indicando la estatua de un león de mármol—. Venid, os conduciré a la prisión.

Marco se extraña ante la amabilidad de Kublai. Rodean el palacio imperial, siguen la suave pendiente que bordea los establos. Atraviesan la parte oeste del parque y llegan por fin al edificio de los arqueros. Samud saluda familiarmente a los guardias. Penetran en el interior, donde el frío es apenas menos intenso. Marco no se atreve a imaginar la terrible situación de los prisioneros, debilitados por las torturas.

Un cancerbero se aposta ante ellos; es tuerto, y se le ve tan rígido y frío como los muros que los rodean.

Con un rápido gesto, Marco desenrolla el documento que lleva el sello del Gran Kan. El carcelero hace ademán de cogerlo, pero Marco lo sujeta con firmeza.

Descontento, el hombre acerca la cara al documento y empieza a leer en voz alta.

—«Orden de liberación del prisionero llamado Dao Polo». Quedaos aquí, mando a mis hombres a buscarle.

—Ni hablar, os acompaño.

El otro, algo confuso, queda desconcertado.

—¡Orden del Gran Kan! —exclama Marco con aplomo.

Finalmente, el carcelero asiente con una inclinación de la cabeza, invitándolos a seguirle. Un esbirro se une a ellos. Recorren un largo pasillo y bajan por una estrecha escalera. Los dos guardianes, con la ayuda de un complejo mecanismo, abren la cerradura de una puerta.

Para Marco, el mecanismo se parece más a un rompecabezas que a una cerradura y una llave. Cuando la hoja se entorna bajo el impulso de los dos carceleros, Marco tiene la impresión de ver cómo una montaña se agrieta, mostrando un paso a través de las entrañas de la Tierra. Al otro lado, un hedor fétido denota una humedad permanente. Las piedras de los muros no están desbastadas ni, menos aún, encaladas. La roca viva, con vetas de sílex, muestra todas sus aristas. Largos trazos negros recorren las paredes, como hinchadas venas. La oscuridad es total.

Marco se jura a sí mismo que matará a todos los guardias si se han atrevido a tocarle un solo cabello a su hijo.

El carcelero enciende una linterna y se mete en la gruta. Una corriente de aire está a punto de apagar la llama, que se reanima enseguida.

—Señor Polo, ¿puedo esperaros aquí? —pregunta Samud.

—Ni siquiera estás obligado a esperarme —responde el veneciano—. Gracias y adiós.

Cuando Marco entra en el oscuro pasadizo, el tintineo de unas cadenas revela la presencia de seres humanos tras las pesadas rejas. El techo de las mazmorras es demasiado bajo para mantenerse de pie. Marco adivina unas flacas piernas sujetas por unos grilletes. De vez en cuando, una mano se le agarra, sucia y desesperada, con un gruñido animal. Algunos prisioneros, de rodillas, suplican que los rematen. Con el corazón en un puño, Marco sigue avanzando clavando la mirada en la linterna del carcelero que va delante. Finalmente, el guardia se detiene ante una celda. Esta vez saca un manojo de llaves y mete una en la cerradura. Un ramalazo de pánico recorre la prisión: seguramente sólo sacan a los prisioneros para interrogarlos o ejecutarlos. Ni a uno solo se le ocurre la idea de que pueda tratarse de una liberación. En cuanto el guardia ha abierto la celda, el veneciano avanza. Se inclina para no golpearse con el techo. En el suelo yace un hombre, terriblemente flaco, sucio, medio desnudo, cubierto de cadenas. Marco es incapaz de reconocer a su hijo. Se acerca y habla en su lengua natal:

—Dao, soy yo, tu padre.

El prisionero no reacciona. Marco se vuelve para tomar la linterna del carcelero y, con un rápido movimiento, la acerca al rostro del yacente. Los ojos abotargados, la boca hinchada por la sed, las hundidas mejillas le hacen irreconocible.

—¿Es él? —pregunta el guardia.

Con el corazón palpitante, Marco no puede asegurarlo. De pronto, como un relámpago que iluminara su mente, se le ocurre la manera de averiguarlo. Estira el brazo del infeliz y lo ilumina. Entonces aparece claramente el tatuaje de un animal, medio tigre, medio dragón: reconoce con alivio el signo que lleva desde siempre su hijo.

—¡Sí, es él! ¡Es Dao Polo!

Marco instala a Dao en su propia habitación. Hace que enciendan un gran fuego y confía su hijo a los cuidados de Ishrat Gandhali, que se presta a ello con mucha delicadeza. Dao está debilitado y hambriento pero no ha sido especialmente maltratado. Tras haber engullido todo un cordero, o casi, el muchacho se duerme.

En su gabinete, Marco se reúne con su tío Matteo y pasa el resto de la jornada haciendo el inventario. Evalúa las transacciones que le había confiado. Le recrimina agriamente por lo poco que ha obtenido. Marco sabe que él no lo habría hecho mejor, pero necesita liberar la tensión acumulada desde hace días. La toma con el infeliz mercader, que no protesta ante la injusticia de los reproches. Una vez más, Marco tiene la impresión de actuar como su propio padre. Es consciente de ello, pero no consigue evitarlo.

Niccolò, por su parte, en una especie de frenesí, corre por las calles de Khanbaliq para embriagarse por última vez de este paraje que está seguro de no volver a ver. Acumula los objetos de valor, cada uno de los cuales constituirá un recuerdo valioso.

Dao Zhiyu sólo despierta una vez ha caído la noche. Sudando, aparta las sábanas demasiado gruesas que le cubren. Gracias a su fuerte constitución está del todo repuesto. Apenas reconoce la habitación de su padre, «su padre». El único mueble que subsiste es la cama en la que se encuentra. Todas las colgaduras, pinturas, caligrafías han desaparecido, dejando su rastro de polvo en las paredes. Incluso se han llevado las alfombras. En la chimenea crepita un cálido fuego. Su chisporroteo basta para caldear el alma de Dao. Su estancia en prisión ya es sólo una lejana pesadilla. Descubre a Gandhali, dormida a su lado. Lamenta sentirse tan débil y, sobre todo, que su padre sea de un temperamento tan celoso en todo lo que se refiere a la muchacha. Delicadamente, posa la mano en su hombro redondo y desnudo. Siempre le fascina verla en tan simple atuendo. Desprovista de pudor, lo único que la empuja a vestirse es el frío. Pero allí, en la habitación sobrecalentada por el fuego de crepitantes brasas, se ha dejado llevar por su impulso natural. Entreabre sus párpados bien dibujados. Viéndole restablecido, le dirige una resplandeciente sonrisa cuya blancura contrasta con sus labios del color de las cerezas negras.

Dao interroga a la esclava india, y se sorprende al sentir ciertas dificultades para hablar:

—¿Por qué está todo vacío?

Ella mueve la cabeza, no comprende el mongol, y corre a buscar a su dueño.

Marco llega pisándole los talones pocos instantes después.

—¡Dao! —exclama—. Hijo mío, ¿cómo te encuentras?

—Vivo. ¿Habéis elegido adrede una muchacha que no habla chino ni mongol? ¿Teméis que la arrebate a vuestros placeres?

Marco sonríe.

—Es la única que tengo a mano. ¿Pero cómo te encuentras? ¿Tienes hambre, sed?

—No lo sé. ¿Por qué está vacía la casa?

—Nos marchamos.

Dao se incorpora sobre un codo.

Con un gesto, Marco echa a Gandhali de la habitación. Prudente, prefiere no correr riesgo alguno. Ella puede haber adquirido ciertos conocimientos, al vivir enclaustrada en aquel universo de extranjeros. Marco está muy cualificado para saber que una mente despierta puede aprender un dialecto en pocas semanas. Aunque es cierto que no podría ya pasar una sola noche sin su presencia, ella es una mujer y sólo puede concederle una limitada confianza.

Marco va a sentarse en el borde de la cama de Dao.

—Se han producido muchos acontecimientos durante tu encarcelamiento —comienza.

—Padre mío, vuestro tono es grave —dice Dao con voz ronca.

—Lo que voy a decirte lo es también. Ahora eres un hombre, no voy a andarme con miramientos. Fuiste detenido, a consecuencia de una denuncia, por el asesinato del príncipe Zhenjin.

Dao se sienta a su vez.

—¿Quién? ¿Li Wa?

Marco frunce el ceño.

—¿Quién es Li Wa? —Prosigue sin esperar respuesta—: Sanga lo confesó todo. Ha sido ejecutado. Y sólo pude salvar tu cabeza a cambio de la de Ai Xue. Sin Xiu Lan, no habría podido hacer nada. Le debes mucho…

Pero Dao no escucha ya a Marco. Si Sanga ha hablado, puede haber denunciado también a Li Wa. Durante su encarcelamiento, mientras buscaba respuesta a las preguntas que sus carceleros se negaban a escuchar, había dejado de pensar en ella. La idea de encontrarla era la única esperanza que mantenía despierta su conciencia. De lo contrario, encadenado en una celda donde no podía caminar ni estar de pie, en una oscuridad total, sin orientación temporal alguna, alimentado de un modo irregular, viviendo entre sus propias inmundicias en un hedor insoportable, se habría sumido, como los demás, en la locura. Al comienzo, había intentado hablar para mantener una apariencia de humanidad. Pero el hambre y la sed habían acabado, poco a poco, con sus resoluciones. El silencio había añadido un eslabón más a su cadena. A veces, llamaba o se ponía a gritar, para provocar una reacción. Incluso había convocado a la muerte. Pero, fuera de esos instantes de desesperación, pensaba continuamente en Li Wa.

—¿Me escuchas, Dao?

La voz de Marco le saca de su ensimismamiento. Para ello, su padre ha utilizado las pocas palabras chinas que conoce.

Dao asiente maquinalmente con la cabeza. Si aquélla a la que ama está pudriéndose en una mazmorra, debe sacarla de allí.

—Mañana al amanecer tomaremos un barco hasta Persia, luego hasta Venecia.

—¡Es imposible! —exclama rápidamente Dao Zhiyu.

—¿Por qué?

Marco ve perfectamente su turbación, pero no descubre la causa.

—Bueno, ¡nunca he subido a un barco!

La razón es tan absurda que Dao ni siquiera parece creer en ella.

—Has subido a una barca, es lo mismo. Vamos, Dao, debo partir. Descansa, necesitarás mañana todas tus fuerzas.

Dao retiene a su padre por el brazo, gesto que nunca se habría atrevido a hacer unas semanas antes. Pero la prisión lo ha cambiado todo.

—¡Padre!

Desconcertado, Marco interrumpe su movimiento. Es la primera vez que Dao le llama así.

—¿Adónde vais?

—El Gran Kan me ha convocado para una última audiencia.

—¿Volveréis? —pregunta Dao inquieto.

Marco le responde con una sonrisa confiada.

Se emboza en su manto y pasa a su gabinete privado. Se asegura allí de que nadie le observa y, levantando la tapa de un baúl, hurga entre las túnicas que allí hay dobladas. Encuentra un gran sobre de cáñamo y se lo guarda en la pechera. Se ciñe la espada a la cintura y abandona solo el palacio.

Cabalgando a ritmo veloz, iluminándose con una linterna al extremo de un bastón, llega al corazón de la Ciudad imperial. La noche es fría. Su caballo lanza largos chorros de vaho por los ollares. Marco se cruza con la guardia imperial y la saluda con un estremecimiento. El edificio levanta su sombría fachada, aplastándole con toda su altura. Por primera vez desde que llegó a China, Marco daría cualquier cosa para no tener que entrar allí. Tiene el terrible presentimiento de que tal vez no vuelva a salir. Con los muslos soldados a los flancos de su montura, dispuesto a saltar a la menor alerta, Marco avanza hacia la esquina del parque donde debe de aguardarle el primer intendente del emperador. La avenida está sumida en la oscuridad. La reverberación de la escarcha da un aspecto irreal a los pinos que despliegan sus largas ramas en una majestuosa reverencia al cielo. El león de mármol muestra todos sus colmillos. A su lado, Marco reconoce enseguida la silueta maciza de Samud. Le acompaña un soldado de la guardia personal de Kublai.

—Señor Polo —dice Samud inclinándose—, os ruego que dejéis vuestro caballo al cuidado de este hombre.

Marco descabalga y entrega las riendas al soldado.

—También vuestra arma —exige el eunuco con voz pausada.

Habitualmente, Marco aceptaba esta norma de buen grado. Pero esa noche tiene la impresión de desnudarse.

—¿También vais a registrarme? —pregunta, enojado.

—No, señor Polo —responde Samud sonriendo—. Todavía sois portador de la tablilla de mando.

Ahora, Marco es consciente de lo precario de su posición. Si algún día había sido ingenuo, a la sazón sabe muy bien que sus privilegios cesarán cuando pierda el favor del emperador. Es hora ya de partir.

Camina en pos de Samud envolviéndose bien en su manto y apretando contra sí el gran sobre. Samud atraviesa una puerta secreta que lleva directamente a los corredores de palacio, sin pasar por la entrada principal. Después de recorrer las antecámaras de la sala de audiencias, llegan al gabinete privado del emperador. Marco espera encontrar allí al Gran Kan, pero cuando Samud empuja el batiente, descubre con estupor que la sala está vacía. El eunuco precede a Marco por interminables escaleras y estrechos pasillos excavados en la misma roca. Finalmente, Marco reconoce la enorme puerta donde el Gran Kan le recibió, hace ahora tanto tiempo ya. El intendente da la vuelta a la llave y las bisagras, al girar, descubren la biblioteca secreta del emperador.

Allí está Kublai, sentado en el suelo, y a solas, cosa que no resulta habitual.

—Entra, Marco Polo.

El veneciano lo hace, doblándose en un profundo saludo. El intendente sale y cierra la puerta tras de sí, dejando solos a los dos hombres.

—Siéntate.

Sin soltar el sobre, Marco se instala en el suelo con las piernas cruzadas, frente al emperador.

—¿No te quitas el manto?

—Lo haré, Gran Señor.

Kublai lanza profundos suspiros. Su respiración es más sibilante que nunca. Las raíces blancas de su barba brillan en la punta de su mentón. Su enorme papada cae sobre su cuello de yak. Incapaz de volver la cabeza, mira a Marco por el rabillo del ojo.

—Has regresado de Hangzhu. ¿Qué traes?

Marco abre su manto y deja el gran sobre ante él.

—¿Qué es? No veo nada. Esto está demasiado oscuro.

Sin embargo, las lámparas despiden una luz muy viva. Observando bien al emperador, Marco advierte que tiene los ojos velados.

Con mil precauciones, Marco despliega el tejido que envuelve el manuscrito. Su encuademación de cuero está medio calcinada.

—Lo he salvado arriesgando mi vida.

—Pero no la has perdido. Tu muerte no me habría servido de nada.

—Todo lo demás ha ardido. No queda ni un solo ejemplar. Ha sido obra del Loto Blanco. Pero os traje su cabecilla.

Kublai no dice nada, sin embargo ambos saben muy bien que Ai Xue sólo era un eslabón de la cadena que algún día estrangulará la dinastía Yuan.

—Os entrego el manuscrito, Gran Señor. Haced que instalen una imprenta en el propio recinto del palacio. Como siempre estáis haciendo obras, la cosa puede pasar desapercibida. Lo más largo será recomponer los caracteres.

Con un gesto, Kublai interrumpe al veneciano.

—No haré que lo vuelvan a imprimir. Te encargarás tú.

—Pero… yo me voy —se extraña Marco, sin comprender.

—Precisamente, mis enemigos no te seguirán. Y, además, me complace saber que el éxito de mi obra se iniciará en reinos extranjeros. El manuscrito volverá a mis manos, ya lo verás. Voy a hacer que cieguen esta biblioteca. No confío en Temur. Naturalmente, me sucederá, pero es un borracho. No es capaz de ver el horizonte del imperio. Quiero preservar estos tesoros, la epopeya de Gengis Kan y de mis antepasados. Y Temur apenas sabe leer. Temo que no haga buen uso de ella. Algún día, alguien la descubrirá y la dará a conocer, siempre que no la encuentren unos bandidos. A ti, Marco Polo, te confío mi historia.

El pensamiento de Marco vuela, de inmediato, más allá de los mares. Se pregunta si, desde su partida, Venecia habrá descubierto la imprenta. Piensa en confesárselo a Kublai, pero cambia de idea. Esta cuestión técnica no le interesa al emperador.

—Esperaba que me vieras morir —dice Kublai riendo.

—Y sois vos quien me veis partir.

Kublai inclina la cabeza.

—Ocúpate de tu hijo. Es preciso domarlo… Tienes la suerte de haber podido elegirlo.

Con esfuerzo, lentamente, se inclina hacia delante como una torre que se derrumbara. Milagrosamente, su enorme masa se detiene antes de caer. Toma el manuscrito y lo abre. Vuelve algunas páginas, mira las líneas de caracteres que su mala vista no le permite ya leer. Finalmente, lo tiende a Marco.

—Adiós…, hijo mío.

Entonces, impulsado por la emoción, Marco hace un gesto inaudito: se pone de rodillas y estrecha al emperador en sus brazos. Sorprendido, el Gran Kan no reacciona.

Marco se aparta, y esconde el manuscrito en su manto. Se levanta y sale, no sin dirigir una última mirada a la imponente silueta del Gran Kan, jefe del mayor imperio del mundo.

Marco regresa a pie, llevando al caballo de la brida. Le inunda un sentimiento de melancolía mientras respira por última vez el aire nocturno del parque imperial. Al llegar a su casa, es incapaz de decir una palabra o dirigir una mirada a Pietro Tártaro, que está aguardando a pesar de la hora tardía. Matteo y Niccolò descansan antes de la gran partida. Marco tiende su manto al esclavo que se suelta a hablar con una volubilidad que su dueño no le conocía.

—Señor, os lo juro, he hecho lo posible para impedírselo, pero sólo soy un esclavo. No ha querido saber nada. Quería hacerme prometer que callaría. Pero soy vuestro, de modo que… Incluso me ha empujado.

—Basta, Pietro, ¿de qué estás hablando?

—Del joven amo…

—¿Qué pasa?

—¡Se ha marchado!

La noticia aturde a Marco como el retumbar de un trueno. Agarra a Pietro de los hombros y casi le sacude.

—¿Qué ha ocurrido? Cuéntamelo detallada y tranquilamente.

Marco suelta al esclavo, y éste comienza a andar de un lado a otro. Retorciéndose las manos, Pietro pasa y vuelve a pasar ante su dueño ^in poder estarse quieto.

—No mucho después de vuestra partida, se ha levantado y vestido. Quería salir. Pero yo he oído ruido y he acudido. Le he preguntado adónde iba, me ha contestado que eso no me importaba.

—¿Ha dicho cuándo volvería?

El esclavo mueve la cabeza, desolado.

Marco intenta apaciguar su cólera y recuperar el ánimo. El cortejo de la princesa estará dispuesto al amanecer. Si Dao no está allí, la palabra de Marco no se habrá cumplido, será como si hubiera engañado al emperador. Le desollarán o empalarán. Y a Dao también, en cuanto lo hayan encontrado. Y tal vez también a Niccolò y Matteo. Dao ha aguardado a que él se hubiera marchado para abandonar el palacio, porque no quería que su padre supiera adónde iba. Marco intenta recordar un detalle, no importa cuál, que pueda ponerle sobre la pista. Dao le ha hablado de algo que no interesaba a Marco. Haciendo un esfuerzo de concentración, recuerda su conversación. La cárcel, su denuncia, la ejecución de Sanga, la ayuda de Xiu Lan, la muerte de Ai Xue, la partida… La cárcel, la denuncia, la ejecución de Sanga… La cárcel, la denuncia, «¿quién es Li Wa?»…

Marco se pone en pie de un brinco.

—¡Pietro, quédate aquí, volveré cuando amanezca!

Sin más explicaciones, Marco sale precipitadamente.

A toda prisa, sube a su caballo y se lanza al galope.

—Yalla!

Toma la dirección del palacio imperial. A lo lejos, la línea del horizonte se aclara ya. Poco tiempo falta para que amanezca. No le permitirán entrar sin solicitar audiencia. Pero no ha olvidado el pasadizo que el Gran Kan, por comodidad, hizo construir entre el gabinete de escritura y su gineceo. Sólo debe llegar a la terraza. Marco pone el caballo al trote y apaga su lámpara. Conduce su montura hacia un camino donde la hierba es tupida y amortigua sus pasos. Sin hacer ruido, rodea el edificio principal, contornea la parte trasera del palacio y se encuentra a los pies del dragón que le mira, con las fauces abiertas, desde el tejado, protegiendo el gabinete de escritura. Marco ata su caballo a cierta distancia para que, si alguien pasa, su presencia no despierte sospechas. Luego, vuelve sobre sus pasos y se dispone a trepar por el dragón. Dándole la vuelta al cinto se pone la espada detrás para que no le moleste. Con la misma agilidad que tenía de adolescente cuando, en Venecia, escalaba los balcones sobre los canales, se agarra a las escamas, pone los pies en las patas del animal, se iza a fuerza de dedos y brazos. Su pie resbala, está a punto de caer al suelo. Alcanza con dificultad la terrorífica mandíbula del dragón. Sólo faltan unas toesas ya. Se aferra a un colmillo del monstruo. ¡Horror! La piedra cede bajo su presión. Marco pierde el equilibrio. In extremis, se sujeta a la hinchada melena. Se ha quedado sin respiración, pero recupera penosamente el aliento.

Trepando con perseverancia, consigue alcanzar el borde de la terraza. Ruega a la Virgen que esté desierta. No ve a nadie, no oye ruido alguno. Se iza en un último esfuerzo y se deja caer al otro lado, en el suelo de la terraza. Su intención había sido quedarse en cuclillas, pero se encuentra rodando, incapaz de dominar sus músculos. Tendido en el suelo, lo aprovecha para recuperar sus fuerzas. No siente ya los brazos, sus dedos están helados. A pesar de lo peligroso de la situación, vuelve a encontrarse con verdadero placer en el lugar donde tanto tiempo ha pasado transcribiendo sus recuerdos en compañía de Tatatonga, aquel viejo loco. Prudentemente, baja de puntillas las escaleras. Con la ayuda de su espada, corta con limpieza el papel aceitado de la ventana. Lo aparta con delicadeza y se introduce en el gabinete. Todo está en orden, cada objeto ha encontrado su lugar meticuloso e imperial. Las tintas que el escriba había mezclado según sus gustos y sus colores están de nuevo alineadas en perfecto orden en los anaqueles. Los papeles que había desenrollado para elegir su textura han sido de nuevo enrollados y atados. A sus oídos llegan unos susurros que parecen surgir del otro lado de la pared. Levanta los rollos decorativos y comienza a palpar la piedra. Da tres veces la vuelta al gabinete sin encontrar nada. Comienza a desesperarse; desde la terraza se ven ya las primeras luces del alba.

¡Debe de haber un paso en alguna parte!

De pronto, recuerda un bote de pinceles que nunca fue desplazado durante toda la duración del trabajo. En aquel tiempo, Marco imaginó que era por negligencia, pero ahora, conociendo a Tatatonga, sabe que no lo hizo porque no podía. Se apresura a tocarlo, está fijo. Con el corazón palpitante, Marco lo tantea por todos lados. Finalmente, un gran pincel se mueve en su zócalo, acompañado por un leve chasquido. Una lámina caligrafiada en papel de lino, grueso y pesado, ondea como acariciada por la brisa. Con gestos rápidos y seguros, Marco se desliza tras ella y encuentra por fin la abertura que le parece haber buscado toda la noche. Se introduce en el hueco conteniendo la respiración. Avanza a tientas por un corredor de techo bajo, aunque lo bastante ancho para que pase el emperador. Los susurros se hacen más audibles. Al final, Marco topa con una reja labrada que permite ver sin ser visto. Está disimulada por una fina cortina de cuentas. Al otro lado, en la penumbra de una vasta estancia, adivina unas siluetas tendidas, dormidas. El gineceo. Imagina al emperador escondido, observando a sus concubinas sin que le vean. Busca de nuevo, con los dedos, el mecanismo de la puerta que debe de poder abrirse sólo por su lado. Lo encuentra justo a sus pies. Suavemente, hace girar la reja y se desliza al interior del gineceo imperial donde ningún hombre entero es admitido, salvo el propio emperador. Las mujeres están acostadas en colchones alineados en el suelo. En el abandono del sueño, algunas duermen entrelazadas o con una pierna posada sobre el cuerpo de su vecina. Marco no tiene la menor idea de la dirección que debe tomar e, instintivamente, intenta acercarse a los susurros. De puntillas, aguantando la espada para que no se arrastre por el suelo, avanza rozando el muro. En la oscuridad del harén, que la luz no ilumina todavía, Marco da cada uno de sus pasos con mil precauciones, para no pisotear por descuido a una de las mujeres tendidas en el suelo sobre anchos almohadones. Procura que no le distraigan esas furtivas visiones de bellezas dormidas, muchas de ellas medio desnudas. Los murmullos han callado. Maldiciendo, Marco se detiene, agachándose contra la pared. No ve que su espada acaba de rozar la espalda de una muchacha. Ella se incorpora de un brinco, asustada por el gélido contacto. Rápido como el rayo, Marco la amordaza con una mano. Los ojos de la muchacha se desorbitan, aterrados.

—¡Chisss! —murmura con voz tranquilizadora—. No quiero hacerte daño. No grites. No digas nada.

Al ver que no se trata de un eunuco ni del emperador, la muchacha se asusta todavía más. Su pecho se levanta como el oleaje de un mar tempestuoso. Marco vacila sobre la conducta que debe adoptar. ¿Puede correr el riesgo de apartar su mano? Si ella comienza a gritar, es hombre muerto. Pero no logra decidirse a matar a una concubina imperial. Por otra parte, si la lleva consigo, tendrá menos movilidad y su presencia quizá resulte peligrosa.

—Bu yao![6]

En alguna parte, más allá del corredor, alguien ha soltado esta exclamación. Marco reconoce de inmediato la voz de Dao.

Orando para que la muchacha comprenda el mongol, Marco se inclina hacia ella y le susurra al oído.

—¡Llévame a Xiu Lan!

Luego contempla a la pequeña. Ella asiente rápidamente con la cabeza. Entonces, poco a poco, Marco afloja su presión. Ella se limita a devorarle con sus almendrados ojos. La curiosidad ha vencido al miedo. Marco ha apretado con tanta fuerza su boca que el rostro de la joven muestra unas marcas rojizas; el veneciano confía en que nadie se preguntará de dónde proceden. Concentrándose de nuevo en Dao, sigue a la muchacha que avanza, descalza y con paso seguro. Puede muy bien llevarle a un eunuco que le cortará la cabeza antes de preguntarle su nombre. Pero Marco no tiene otra elección. En una muda plegaria, implora la protección de la Virgen.

Bajan por una escalera de caracol. La muchacha se detiene ante una puerta de madera, magníficamente pintada y lacada. Echa una ojeada a Marco que la alienta con la mirada. Ella rasca el panel. El veneciano acecha cada ruido, turbado por los latidos de su corazón palpitante, conteniendo el aliento. La muchacha está muy roja, preocupada también, temiendo que la azoten o algo peor por haber llevado a un extranjero hasta allí. El batiente apenas se entreabre el espacio de un grano de arroz. La muchacha dice unas palabras en chino. La puerta se entorna algo más, sin duda para contemplar al extranjero.

—¡Maese Polo! —exclama Xiu Lan a media voz.

Empujando con el hombro, Marco penetra en la estancia, arrastrando con él a su cómplice. Xiu Lan cierra rápidamente la puerta a sus espaldas. La cortesana goza de una habitación particular, decorada con gusto y boato. Marco se dice que incluso descubre en ella cierta ostentación que roza la vulgaridad, como si la nueva posición de Xiu Lan hubiera revelado un aspecto de su personalidad para él desconocido, a menos que no sea ella la única dueña de sus decisiones. En la época de su intimidad, él le habría hecho preguntas, habría inquirido sobre su felicidad. Pero desde que pertenece al emperador, Xiu Lan no tiene ya lugar en la vida de Marco. Constituye uno de los más preciados recuerdos en el historial de sus viajes, tan fugaz como el perfume de los jazmines cuando entró en Hangzhu o el de una fruta seca erizada de clavos de olor.

—¿Dónde está? —pregunta Marco con voz firme y autoritaria.

Xiu Lan indica con un gesto la habitación contigua.

Marco corre hacia allí, dejando a las dos mujeres juntas. Desemboca en un saloncillo, lacado de rojo, que tiene un vago parecido a las casas de té de Hangzhu. Dao está allí, hincado de rodillas, con las manos sobre los ojos.

Agarrándole por los hombros, Marco lo levanta sin que él se resista.

—¡Pones en peligro la cabeza de todos nosotros! —le riñe Marco, tan satisfecho de encontrar a su hijo que no logra retener su cólera.

—Ella ha muerto —dice Dao con voz débil.

—¿De quién estás hablando?

Tras ellos, Xiu Lan ha entrado en el salón. Con la mano en la cintura, responde con voz neutra:

—De Li Wa. Era una de mis muchachas. La que atentó contra la vida del emperador. Dao y ella se amaban.

Marco tiene ganas de burlarse. Pero se contiene porque, de hacerlo, se parecería demasiado a su propio padre. Aunque los amores de juventud se olviden, uno nunca consigue reponerse por completo. Las heridas se cierran, pero las cicatrices quedan.

—En la cárcel, no habló. Prefirió morir. Cuando la ejecutaron era casi un cadáver —concluye Xiu Lan con frialdad.

Con dulzura, Marco se lleva a su hijo, aturdido, a la otra estancia. Se dispone a salir al corredor del gineceo.

—Espera, señor Marco —pide Xiu Lan—. Ven.

El vacila un instante. Sin embargo, el tiempo apremia. ¿Quién sabe si no han dado ya la alerta? Tal vez sea una trampa para retenerlos.

Intrigado a su pesar, el veneciano deja a Dao con la muchacha que le ha llevado hasta Xiu Lan. La cortesana retrocede hasta el salón donde Marco ha encontrado a su hijo.

—¿Y cuál es tu castigo? ¿No estuviste también metida en la conspiración? —dice Marco con desprecio.

—Mi cárcel, estás viéndola. Estoy condenada a que ningún hombre pose en mí los ojos, salvo el Gran Kan. Ya ves, el emperador sabía cómo castigarme. Adivinó de inmediato mi debilidad. Pero su muerte es lo que yo más temo. Porque entonces no sé qué será de mí…

—El sabio dijo: «Se encierra a los pájaros más valiosos en una jaula y se cortan las más hermosas flores para adornar los jarrones». Entonces los pájaros dejan de cantar y las flores pierden su aroma y se marchitan —dice acercándose a ella.

Se embriaga por última vez con su perfume de jazmín. A su vez, ella levanta la cabeza besándole dulcemente los labios con su fresca boca. Un estremecimiento recorre el cuerpo de Marco. Rápidamente, se aparta y, sin mirarla, sale de la estancia.