6
El refugio
La noticia corre por el palacio como un reguero de pólvora. Algunos cortesanos, íntimos de Zhenjin, se esconden en su pabellón, mientras que otros se apresuran a presentar sus condolencias al emperador.
Kublai, durante los primeros instantes, ha ordenado que le dejaran solo. A los cortesanos les ha parecido oírle aullar lo mismo que un lobo herido. Luego el monarca ha dispuesto que todos volvieran a consagrarse a los asuntos del Estado. Pero no consigue poner buena cara. Su voz es gangosa, y a cada momento debe retener los sollozos y las lágrimas que acuden a sus ojos. Los cortesanos, aun compadeciéndole, temen que, sumido en su desgracia, olvide los males que aquejan al imperio.
Sanga se ha mostrado especialmente previsor. Él mismo ha propuesto hacer que examinen el cuerpo del príncipe Zhenjin sus médicos personales, que han dictaminado una muerte natural.
Ha tomado a su cargo las audiencias menores para aliviar al soberano. Ha sugerido al emperador que decrete un luto nacional.
Luego ha encargado mucho vino de arroz y buena carne. Kublai se ha abandonado poco a poco a sus naturales aficiones. Xiu Lan se ha apresurado a regresar de Hangzhu para responder a las exigencias del emperador, que la quería —sólo a ella— a su lado. Kublai pasa varios días dedicado a los placeres de una mórbida lujuria. Finalmente, firma varios decretos, uno de ellos nombrando a Sanga primer ministro.
Al enterarse de la muerte del príncipe Zhenjin, Marco ha regresado precipitadamente a su casa. En la pequeña entrada, encuentra postrado a Dao. El veneciano entrega su manto a Shayabami. Dao levanta la cabeza para mirar a su padre. Marco esperaba ver el rostro del chico cubierto de lágrimas, pero sólo ve en él una expresión de terrible rabia.
—¿Dónde estabais? —pregunta Dao en tono de reproche.
Marco se enfada con tanta rapidez como su hijo.
—¡Desapareces durante años y tienes la audacia de pedirme cuentas!
—¡Os necesitaba!
Marco levanta una ceja.
—Ahora estoy aquí —dice con afecto.
Dao aprieta los dientes, visiblemente contrariado.
—¿Puedo… puedo dormir aquí esta noche?
—¡Claro está!
Durante los siguientes meses, Dao no sale del palacio de su padre. Permanece muchas horas en su jardín interior, contemplando las orquídeas. A petición de Marco, Shayabami le enseña su lengua a Dao, que demuestra ser un alumno distraído. Desde que el joven vive bajo el techo de Marco, éste soporta mejor la presencia de su padre Niccolò.
Con más de cincuenta y cinco años, el mercader veneciano envejece mejor de lo que permite suponer. Aficionado aún a los placeres de la vida, goza con la posición de su hijo en la corte imperial y dispone de todo lo que le resulta indispensable: vino, mujeres y buena carne. Marco, que creció en el culto a ese padre ausente, al principio vio en su convivencia la ocasión de acercarse a él. Pero, más de una vez, ha tenido que recordarle a su padre quién era el dueño de la casa y poner coto a las libertades que Niccolò se arroga, incluso con sus propias esclavas. En realidad, si Marco tolera a su padre bajo su techo es porque, aparte del respeto que le debe, su hijo Dao Zhiyu ha adoptado a su abuelo. Marco se esfuerza en enseñar a su hijo tanto el arte de nadar o combatir con una espada como las siete artes: la gramática, la lógica, la retórica, la aritmética, la geometría, la música y la astronomía. Pero con Niccolò el chico ha aprendido sin dificultad alguna el latín y el veneciano. Cuando están solos abuelo y nieto, el muchacho no se cansa de escuchar los relatos de Niccolò, aunque no se deja engañar cuando su abuelo añade cien bandidos donde sólo había diez. Más de una vez, Marco se ha emocionado al sorprenderlos conversando en el patio del palacio, acariciados por la luz dorada del sol poniente. En aquellos momentos, se siente inclinado a creer a su tío Matteo, que le repite hasta la saciedad que la familia es irreemplazable.
Marco acude todos los días al palacio imperial para ver al letrado. Tatatonga le pide que enriquezca sus relatos sin tener en cuenta sus comentarios. El veneciano teme que el resultado no esté a la altura de sus esperanzas. A menudo regresa tarde y no ve a su hijo. Intuitivamente, sabe que esos meses seguirán siendo los más hermosos de su vida, acunado por la ilusión de haber reconstruido su familia.
Cierta noche, divisa la luz de una linterna que brilla en el jardín.
Se reúne con Dao y se sienta a su lado entre los jazmines que exhalan su suave aroma. Le extraña encontrar allí a Dao, que no soporta el olor de esas flores desde que se vio obligado a recogerlas cuando era un niño, esclavo de campesinos sin escrúpulos.
—¿En qué estás pensando? —pregunta Marco en veneciano.
—En nada —responde Dao en mongol, al cabo de un rato.
—Puedes responderme en árabe, es mejor. ¿No aprovechas acaso las lecciones de Shayabami?
—¿Para qué, maese Polo? Pronto va a morir y, entonces, ¿con quién voy a hablar esta lengua?
—La vida es más larga de lo que uno cree a tu edad. Tal vez algún día regresemos a Venecia.
—Si regresarais, no os seguiría. Está lejos, y allí no conozco a nadie.
—Eso me decía yo acerca de Khanbaliq.
—¿Y qué, no era cierto?
—Sí, pero…
Ambos callan, perdidos en la contemplación de un pez que se desliza bajo el agua de la alberca, jugando entre los arcos de un pequeño puente.
—¿Estás enamorado? —acaba preguntando Marco.
—¡No! —exclama Dao levantándose.
—¿Qué haces? ¿Quieres regresar a la calle?
Dao calla, apretando los puños.
—Vamos, vuelve a sentarte.
El muchacho obedece. Marco le posa torpemente la mano en el hombro.
—Quisiera recuperar el tiempo perdido —murmura.
Dao suelta una carcajada.
—¡Nunca estáis aquí, señor Polo!
—Es cierto, tengo obligaciones para con el emperador.
—Creía que estábamos de luto nacional —dice Dao en tono acerbo.
—No para mis actividades —responde Marco misteriosamente.
Dao contempla a su padre, intrigado.
—¿No me habláis de ello? Y sin embargo, ya me habéis dicho demasiado, ¿no es cierto?
El proyecto es secreto, ¿pero a qué se arriesga Marco si se lo cuenta a su hijo?
—Como todos nosotros, sin duda, y los poderosos más aún, Kublai quiere dejar huella en la Historia. Es cierto, ha construido una ciudad entera, Khanbaliq, ha consolidado incluso la Gran Muralla. Ha concluido el Gran Canal. Pero, para un hombre casi analfabeto, el más hermoso testimonio sigue siendo el escrito. De Ceilán traje conmigo a un viejo escriba mongol.
—Pero ¿y vuestra embajada?
—Un pretexto. El mongol está escribiendo la historia del imperio. Luego, el emperador hará que la estampen y difundan incluso más allá de las fronteras. La imprenta imperial se dispone ya a hacerlo.
—¿Y cuál es vuestro papel en este asunto? —pregunta Dao, escéptico.
—Yo cuento todo lo que he visto y lo que el Gran Kan ignora.
—¿Realmente todo? ¿Incluso lo ocurrido durante vuestro viaje hasta aquí?
—No, porque no me creerían —dice riendo Marco—. Si supieras todo lo que llegamos a pasar tu madre y yo…
—Habladme de ella, de vuestra… esclava.
Marco suelta un profundo suspiro lleno de añoranza antes de empezar su relato.
—Mi padre, Niccolò, la había traído de su primer viaje a Khanbaliq. La había comprado a su guía, llamado Kunze. La llevaba a Venecia para venderla como esclava. Quedé seducido enseguida. Nunca había visto a una muchacha como ella. Su misterio me fascinaba. Fue comprada por… una de mis amigas, que me la regaló. Cuando mi padre volvió a Khanbaliq, ella y yo nos unimos a su caravana. Ambos aprendimos la lengua del otro. Aprendimos a conocernos. Cierta noche, se reunió conmigo en mi lecho.
Marco levanta hacia su hijo sus ojos azules.
—Yo ignoraba entonces que Kunze la había violado aquella misma noche —añade con frialdad—. Nueve meses después, naciste tú. —Cierra los ojos al evocar aquel recuerdo—. Estábamos los dos solos en las montañas. Los demás nos habían dado por muertos. Yo nunca había asistido a un parto. Fue terrible. Pero sobreviviste. Y ahora estás aquí.
Afectuosamente, Marco agarra a su hijo del hombro para ocultar la emoción que le domina.
—¿Cómo murió mi madre?
—Tú apenas caminabas. Fuimos atacados por bandidos. Recibió un flechazo. Kunze te raptó. Sólo más tarde supe que ella te había tatuado —añade Marco mostrando el brazo del muchacho adornado con una criatura medio tigre, medio dragón—. ¡Te busqué durante tanto tiempo…!
Dao se yergue de pronto, ocultando por un acto reflejo su tatuaje.
—Entonces es cierto que no sois tal vez… mi padre.
Marco adivina la angustia en la mirada del muchacho.
—¡Qué importa ahora! Eres como un hijo para mí. Yo la quería. Te pareces mucho a ella —añade el veneciano, conmovido.
El muchacho se aparta, trastornado.
En aquel momento, Shayabami aparece anunciando al médico chino.
—¡Hazle entrar! —ordena Marco, entusiasta, sin percatarse de la emoción que aquella visita produce en el ánimo de su hijo.
Al cabo de un instante, Ai Xue penetra en la estancia. Sobriamente vestido de negro, saluda a Marco con las manos unidas.
El veneciano se levanta y le estrecha en sus brazos.
—¡Ai Xue, amigo mío! ¡Qué placer volver a verte! Siéntate. Comparte nuestra comida, íbamos a comenzar.
—Maese Polo, no quiero molestaros.
Muy al contrario, una vez más, Marco se siente aliviado al no verse obligado a quedarse a solas con su hijo. Ordena a Shayabami que sirva a Niccolò y a Matteo en su habitación. Mientras el esclavo se aleja para cumplir su delicada misión, Marco no advierte que Dao saluda a Ai Xue con más humildad de la debida.
—El honor es mío al recibirte en mi mesa —prosigue el veneciano—. Acomódate.
Tras las cortesías de costumbre, Ai Xue se sienta frente a Dao.
—Maese Polo, al parecer habéis ido a las Indias. ¿No habéis traído alguna maravilla que pudierais mostrarme?
—Sí, claro está.
El veneciano da unas palmadas. Aparece Ishrat Gandhali, medio desnuda, y se inclina graciosamente ante su dueño.
Ai Xue se echa a reír.
—En efecto, es muy hermosa.
La muchacha se encarga de servir la mesa.
Varias veces, durante la cena, Ai Xue intenta alejar a Marco para quedarse a solas con Dao. Pero el veneciano está lo bastante organizado para no verse nunca obligado a levantarse. Terminada la cena, Ishrat Gandhali los deleita con una danza. Cuando se despiden después de beber el consabido bol de té, Dao Zhiyu, tal como Ai Xue esperaba, insiste en acompañarle. Marco acepta, fatigado e impaciente por reunirse con su flor de las Indias.
Entre las dos puertas de la morada, Ai Xue detiene a Dao.
—He venido a verte —dice susurrando—. Ni siquiera Xiu Lan sabía dónde estabas.
La muerte del príncipe Zhenjin ha trastornado los planes del Loto Blanco. Todas las esperanzas de la sociedad secreta estaban fundadas en la estrategia de Ai Xue. El encierro de Li Wa en el gineceo ha cuestionado gravemente esa posición privilegiada. A través del destino del imperio, lo que el médico chino defiende es su propia posición. Enfrentado a este envite, ha decidido correr el riesgo de introducirse en la Ciudad imperial y presentarse ante Marco Polo.
—¿Me daréis noticias de Li Wa? —pregunta el muchacho.
Ai Xue frunce el ceño.
—¿Debiera hacerlo?
Dao asiente con la cabeza.
—Aquí, puedo salir cuando quiero. Mi padre me deja tranquilo, está muy ocupado con su emperador.
—¿En qué? —pregunta Ai Xue, intrigado y extremadamente atento—. Cuéntamelo todo.
Ai Xue presiente que, por fin, sus esfuerzos van a verse recompensados.
Durante los siguientes meses, en palacio se establecen nuevas alianzas. Los antiguos partidarios de Zhenjin descubren que simpatizan con Sanga. Corren rumores sobre la sucesión de Kublai. Entre todos los hijos y nietos del emperador, se inician las rivalidades. El Gran Kan no recibe a nadie salvo a Sanga, a quien entrega instrucciones precisas. El ministro se encarga de las audiencias urgentes, especialmente de las de sus partidarios. Aparta del consejo al príncipe Temur, hijo de Zhenjin y posible pretendiente al trono. Su madre maniobra con la complicidad de los eunucos para ganarse el favor imperial.
En cierta ocasión, mientras está distribuyendo cargos, Sanga debe interrumpirse porque le anuncian la visita del embajador de Persia. A éste le sorprende la magnificencia de la audiencia. Sanga está sentado en un alto sillón, decorado como un trono. El ministro viste una túnica de seda adornada con piedras preciosas. Está rodeado por una verdadera corte.
El embajador, indicando que se niega a tratarle como al emperador, se dirige con naturalidad a Sanga.
—Señor, nuestra pena es inmensa al no poder ser recibidos por el propio emperador, pero nos compadecemos de su desgracia.
—Se lo transmitiré, no lo dudéis —responde Sanga con voz melosa—. ¿A qué debo el honor de recibiros, señor?
—Mi señor Arghun ha pacificado ya Persia. Ha tomado varias mujeres, como es debido, pero le falta una esposa digna de su sangre. Por eso solicita del Gran Kan el honor de que éste le entregue una princesa imperial para ser la joya de su harén.
Sanga reflexiona.
—Parece una petición aceptable. Os presentaré un surtido de beldades capaces de satisfacer a nuestro primo de Persia.
—Deseamos que el emperador sea informado de nuestra demanda —precisa el embajador.
—Ciertamente, señor —responde el primer ministro.
En cuanto el embajador se marcha, Sanga se reúne con Kublai, retirado en sus aposentos. El Gran Kan está sentado ante una mesa donde le sirven un festín permanente: cordero entero hervido, pecho de lechal, huevos, tortas rellenas con hortalizas crudas y sazonadas con azafrán, té azucarado, kumis y cerveza de mijo. Cuando le anuncian a su primer ministro, está empezando a degustar el cuarto cordero. Sin preocuparse por su consejero, escupe en el suelo y eructa ruidosamente, con la barba llena de restos de salsa, pedazos de carne y granos de arroz.
—Querido Sanga, estás a mi lado desde aquel funesto día. Mi más fiel consejero. Piensas incluso en el mejor modo en que puedo ser consolado. La cerveza de mijo que me has entregado es deliciosa.
—¿Y las muchachas que os ha presentado Xiu Lan?
—En realidad, no las he probado aún. Me falta el valor. De momento, ahogo mi pena en el kumis. Es excelente para el qi.
Sanga no da muestras de advertir la ironía del emperador.
—Gran Señor, los consejeros os solicitan una audiencia privada.
—No puedo recibirlos de momento. Te dejo resolver los asuntos corrientes. Avísame sólo de lo que merezca mi atención.
Sanga se inclina profundamente, ocultando así su sonrisa de satisfacción.
En la antecámara, Sanga encuentra a los consejeros del emperador, entre ellos a un joven de rostro de bebedor, Temur, hijo de Zhenjin y nieto de Kublai.
—Lamentablemente, alteza, nuestro señor no está en condiciones de recibir a nadie. Se siente terriblemente afectado por la pérdida de su hijo, vuestro padre.
—Estáis usurpando el poder en vuestro beneficio, señor Sanga —exclama el príncipe, colérico.
Sanga no pierde la calma.
—Por desgracia, la verdad es muy otra. Como sabéis, me ha entregado unas cartas credenciales que me confieren plenos poderes. Sólo estoy obedeciendo las órdenes del emperador, como vos… —añade, pérfido.
La muerte de Zhenjin ha tenido como resultado que Marco deba agilizar el ritmo de su tarea. Kublai está convencido de que su fin se acerca. Marco se encierra a trabajar con Tatatonga, atendidos por un servidor que les proporciona vituallas y bebidas.
Cómodamente instalados en la terraza al aire libre construida a sorprendente velocidad, dominan ampliamente la Ciudad imperial y Khanbaliq. La vista llega muy lejos por encima de los palacios y las casas. Marco reconoce el barrio de los extranjeros, con sus grandes techumbres de formas distintas a las demás. Debajo de ellos, la guardia imperial realiza maniobras tres veces al día. Unos obreros trabajan esculpiendo un gran dragón que trepa a lo largo del muro. Aislados del tumulto de palacio, viven inmersos en una atmósfera de calma y serenidad propicia a su empresa. En todo caso, es lo que Marco creía. El carácter de Tatatonga imprime un cariz distinto a todas sus jornadas. El escriba ha exigido la presencia de unas tañedoras de instrumentos musicales. Un grupito de cuatro muchachas, soberbias cortesanas, toca sin cesar con una fina sonrisa en sus maquillados labios. Tatatonga hace que le sirvan unos ágapes de ogro y los devora con sorprendente apetito. Sin embargo, sigue tan delgado como cuando Marco le encontró en su gruta de Ceilán. Tras haber comido copiosamente, el letrado se deja caer en los grandes almohadones de seda donde se relaja rodeado por las jóvenes. Generalmente, Marco lo aprovecha para bajar a su palacio, resolver sus asuntos personales y encargarse de su correspondencia. Apenas ve a Ishrat Gandhali. Ella se distrae retozando en baños aromatizados o embadurnándose el cuerpo con ungüentos.
Han terminado ya una decena de rollos. Debido a la desgracia que ha caído sobre él, Kublai no los ha visto. Pese a que el escriba, inquieto, se pregunta si no sería mejor aguardar a estar seguros de que al emperador le satisface su trabajo, Marco prefiere continuar a la misma velocidad. Teme que el escriba, entregado a la ociosidad, no sirva luego ya para nada. Más de una vez, Tatatonga mantiene el pincel en el aire cuando Marco le cuenta sus viajes por el imperio.
—Yo creía que iba a redactar la historia del Gran Kan —masculla.
—En efecto, estoy aquí para darte una descripción de su imperio. Nadie lo conoce como yo. Por otra parte, ha sido el propio Gran Kan el que…
Se interrumpe, descontento. ¿Por qué demonios tendría que justificarse ante ese hombre?
—Escribe —ordena.
El amanuense lo hace de mala gana. Marco se inclina sobre el texto, incapaz de descifrarlo salvo unas pocas palabras. Se ve obligado a confiar en Tatatonga. Sin embargo, teme la reacción de Kublai si aquél se ha tomado inadmisibles libertades. Contempla fascinado los caracteres que adoptan formas humanas, aquí un hombre que danza, allá una mujer agachada o también algunas figuras fantásticas: una sirena autoritaria, un dragón que huye. Recupera el ánimo, apartando de su mente esas quimeras.
Durante horas, Marco dicta a Tatatonga. Éste hace a veces una pregunta, precisa una idea. Pero, muy a menudo, es Marco el que se anima, se entusiasma describiendo un hábito que ha descubierto, un pueblo con el que se ha encontrado, alguien que le ha conmovido. Se lanza a digresiones muy alejadas de su tema inicial. Sólo entonces advierte que Tatatonga ya no escribe y Marco se interrumpe.
—¿Realmente la historia del imperio debe contener detalles sobre esos inútiles pueblos? —ironiza Tatatonga.
En el gineceo imperial, Li Wa ocupa su lugar entre las recién llegadas. Está destinada al servicio de las veteranas. Con sus jóvenes camaradas, se encarga de limpiar las habitaciones y los baños de las demás mujeres. Ella creía que iba a llegar rápidamente la hora de cruzar el umbral de la alcoba del emperador. Pero pasan los días, monótonos, y nada ni nadie distrae a las recién llegadas. Li Wa no se atreve a hacer preguntas, por temor a despertar sospechas. Sus compañeras están tan intrigadas como ella por esa tranquilidad y se muestran, también, muy aliviadas. Las mujeres de más edad no tienen derecho a golpear a las jóvenes reclutas. Pero no se privan de infligirles las peores humillaciones. Algunas, aprovechando la inquietud que les produce la espera, les aseguran que acabarán como viejas vírgenes, siervas en el gineceo, esclavas de las demás concubinas que han tenido ya hijos. Algunas muchachas terminan sollozando. Entonces les regañan las matronas encargadas de vigilarlas y preservar su salud y su belleza. Si una de las concubinas está descontenta por el trabajo de una muchacha, está autorizada a azotarla con un látigo cuyas anchas correas no dejan huella alguna. El castigo pasa enseguida a formar parte de la cotidianidad de las infelices. La jerarquía es muy rígida entre las concubinas del emperador, la mayoría de las cuales son mongolas. Viven separadas de las tres esposas, que llevan una vida de emperatrices, cada una en su palacio. La primera concubina es la que más hijos vivos ha dado al emperador. Las que sólo han tenido hijas o son estériles se convierten en siervas de las demás. Los niños crecen en el gineceo hasta los tres años, momento en el que se les da un nombre oficial. Son entonces separados definitivamente de su madre y sus hermanas para recibir una educación imperial. Aprenden las artes de la guerra, la lectura y la escritura mongol y china, la historia, la geografía, la astronomía, la pintura, la caligrafía, la música, el teatro, la literatura, la astrología, los ritos y las prácticas budistas.
Por lo que a las niñas se refiere, permanecen en el gineceo hasta su boda, que sella a menudo una alianza con un jefe guerrero o un señor local. Entonces, tras haber vivido encerradas toda su vida, son enviadas de pronto a una región lejana, cuyas costumbres y cuya lengua desconocen, entregadas a un esposo al que nunca han visto. Éste las encierra a su vez en un harén donde deben conquistar su lugar.
De momento, Li Wa ha conseguido pasar desapercibida. Se consuela pensando que escapará al destino de aquellas mujeres. Habla tan poco que muchas piensan que es muda y, por consiguiente, sorda. De modo que las concubinas no se privan de charlar ante ella. Así, cierto día, durante una conversación, se entera de la muerte de Zhenjin, hijo del emperador y heredero del trono.
Este suceso hace que entre las esposas se declare de inmediato la guerra. Despliegan tesoros de persuasión ante el Gran Kan para impulsar a sus hijos hacia el trono. Pero el emperador, sumido en una profunda melancolía, no ha elegido aún. Desdeña incluso los placeres nocturnos y prefiere dedicarse al vino de arroz o el kumis.
Separada del mundo exterior, Li Wa se pregunta si la muerte de Zhenjin podría poner en peligro su misión. Se consuela convenciéndose de que la secta del Loto Blanco conseguiría siempre hacerle llegar un mensaje si fuera necesario. Pero nadie puede predecir cuándo reanudará el emperador sus juegos. Li Wa decide tomarse la cosa con paciencia. De buena gana se entregaría a sus entrenamientos marciales de Wu Shu, pero no puede correr el riesgo de ser vista y desenmascarada. Entonces, aprovecha las largas noches en las habitaciones colectivas donde duermen a centenares, para entregarse a ejercicios de meditación.
Después de esos ratos de ensimismamiento, piensa con emoción en Dao. Ella, que ha luchado toda la vida contra cualquier forma de sentimiento y afecto, advierte ahora que le echa en falta.
Esta vez, es el príncipe Nayan el que solicita el encuentro. La entrevista se celebra cerca de Karakorum, la antigua capital erigida por Gengis Kan, todo un símbolo. Más abajo, se ha levantado un campamento en la orilla de un lago. Los animales deambulan por allí libremente. Algunos niños juegan en el agua pese al frío. Hilillos de humo escapan de las tiendas que se extienden como mariposas clavadas en la estepa. Envuelto en un manto de pieles que cubre los flancos de su caballo, Ai Xue baja la pendiente hasta la yurta que está más al sur, la del jefe. Le rodea enseguida la guardia del príncipe, a la que no ha visto llegar. Se da a conocer, siempre alerta. Sin decir una palabra, uno de los hombres descabalga y entra en la tienda. Sale instantes más tarde. Con un gruñido, autoriza a Ai Xue a entrar. El médico cruza el umbral prudentemente. Saluda al príncipe que estaba ocupado con una de sus esposas. Ai Xue se arrodilla en la parte izquierda de la tienda. Nayan le ofrece el tradicional kumis. El médico acelera las cortesías de costumbre, impaciente por llegar al motivo de la convocatoria.
—Habéis alcanzado el corazón del imperio, eso está bien —comienza el príncipe—. Pero no habéis tocado aún a su cabeza.
De modo que Nayan, como Kaidu, imagina probablemente que el Loto Blanco ha sido el inspirador de la muerte de Zhenjin. Ai Xue reflexiona rápidamente. Esa creencia refuerza la posición del Loto y la suya propia. Decide dejar que la duda planee sobre este tema.
—¿Cuál es la situación? —pregunta Nayan.
—Algunas informaciones importantes tienden a demostrar que el emperador está poniendo en marcha un gran proyecto de propaganda. Debemos detenerlo. —Ai Xue deja que cunda el silencio para aumentar el efecto de sus palabras—. Se trata de un libro que narra su reinado, alabando su gloria y reescribiendo la Historia —añade con voz solemne.
Nayan reflexiona unos instantes.
—¿Y vais a lanzar una operación por unos miserables pedazos de papel que sólo algunos letrados podrán leer?
Evidentemente, Ai Xue hubiera debido sospechar que los mongoles de las estepas serían incapaces de comprender o entrever el poder de los libros.
—Sin embargo, tranquilizaos, no abandonamos nuestro proyecto… —afirma Ai Xue.
Nayan suelta un gruñido y declara:
—Nuestros chamanes no aprueban un acercamiento a vuestra sociedad. Ésa es la verdad. En adelante, haremos lo que mandan los astros. Vamos a atacar.
—Dadnos algo más de tiempo —pide Ai Xue.
—No lo tenemos —dice sonriendo el príncipe.
Ai Xue piensa en qué fórmulas secretas va a emplear para enviar un mensaje a Dao Zhiyu. Por el eficaz sistema de las postas mongolas, piensa con cinismo, la orden llegará a su joven discípulo mucho antes de que él regrese a Khanbaliq. Es una lástima, le habría gustado ver con sus propios ojos las llamas del auto de fe. Ai Xue había soñado en dispersar con sus manos las cenizas de la historia de Kublai…
—No aguardemos, entonces… —concluye.
Aquel soleado atardecer, Marco intenta leer los textos mientras Tatatonga descascarilla unas pepitas de sandía. Las jóvenes intérpretes siguen tocando. El veneciano no consigue concentrarse. Aun sabiendo que va a disgustar a Tatatonga, les da la orden de detenerse. Vuelve a sumirse en la lectura mientras el anciano se aleja, enfurruñado, hacia la terraza.
—Caramba, se ve humo por allí. Sin duda será un incendio.
Marco no presta atención a lo que le dice. Concentrado aún, levanta la nariz del manuscrito.
—Perdóname, creo que has comprendido mal lo que he dicho sobre los elefantes birmanos. Ahí escribes…
El viejo se vuelve, enojado.
—¿Y tú, comprendes tú lo que lees?
Marco lanza un suspiro. Esas interminables discusiones retrasan el progreso del trabajo. El veneciano está tan acostumbrado a hacerlo todo personalmente que no consigue confiar en el viejo mongol. Tanto menos cuanto que éste contempla de vez en cuando a Marco como si no le escuchara. En estas ocasiones, el veneciano cambia bruscamente de tono o inventa una peripecia absolutamente extravagante y monta en cólera cuando Tatatonga ni siquiera parece extrañarse.
—Pero ¿por qué no puedo escribirlo? Tú afirmas que has visto serpientes con patas y dientes. ¿Por qué no, entonces, hombres con cabeza de perro?
Marco suspira, aterrado y vencido a la vez.
De pronto, un servidor entra gritando en la estancia.
—Un incendio en la imprenta. ¡Todo ha ardido!
De inmediato, Marco corre hasta el extremo de la terraza. La humareda se hace mayor. Una gran nube negra se eleva hacia el cielo.
«¿Quién lo sabía?», se pregunta Marco. Instintivamente, no acepta que ese incendio sea simplemente accidental.
—¡Es una catástrofe! —exclama.
—De todos modos, no hemos terminado todavía —suelta Tatatonga, fatalista.
Kublai escucha sin mucha atención el informe de Sanga. El ministro ha terminado cediendo a las presiones de los consejeros y ha restablecido las reuniones del consejo, aunque en un marco restringido. Temur ha logrado participar en ellas, muy a pesar de Sanga. Éste, gracias a su red de informadores, mantiene su posición preponderante junto al emperador. Va enumerando con detalle todas las tareas que le incumben. La construcción del Gran Canal que une Hangzhu y Khanbaliq emplea una nutrida mano de obra, dando trabajo a muchos chinos. Viendo que el emperador da cabezadas como si fuera a dormirse, Sanga se interrumpe unos instantes. Se acerca a Kublai.
—Gran Señor, nuestros informadores nos han comunicado unos datos de la mayor importancia. No necesito recordarlo: Kaidu ha invadido Manchuria y ocupado Karakorum. Y vuestros ejércitos han regresado de las campañas birmanas. Se ha reanudado el reclutamiento.
Al oír el nombre de Kaidu, Kublai abre un ojo. La traición de su primo es una ofensa personal. Hace ya años que hubiera debido acabar con él de una vez por todas, pero las guerras en el Japón y en el Imperio birmano han ocupado el grueso del ejército imperial.
—El príncipe Nayan se ha unido a Kaidu y han juntado sus fuerzas. Suponemos que pretenden lanzar una gran ofensiva contra el imperio. Sobre todo, impiden que nos proveamos de caballos.
Kublai se incorpora en su asiento.
—¿Y ahora me lo dices? —exclama el emperador.
—El príncipe Temur acaba de comunicármelo —se excusa Sanga.
—Pues bien, has hecho mal. Y tus informaciones serían más valiosas aún, Sanga, si fueran más precisas. ¿Cuándo está previsto el ataque?
—Es el único dato que nos falta, pero tenemos esperanzas de obtenerlo rápidamente.
El Gran Kan se anima como tras un largo adormilamiento.
—No lo esperaremos. Es preciso atacar antes. Sanga, vamos a ordenar la leva y movilización de todos nuestros ejércitos.
Los ojos de Kublai han comenzado a brillar de furor y excitación.
—Por desgracia, Gran Señor —interviene Temur—, el grueso de nuestros ejércitos está acantonado en el sur del país. La ofensiva que llevé a cabo con éxito en el Imperio birmano ha ocupado a muchos de nuestros soldados.
—Yo creía que habías salido victorioso, Temur.
—Lo hice, pero mis hombres tardarán meses en llegar al norte, donde los necesitamos.
El consejero budista interviene a su vez.
—Temur es uno de nuestros mejores generales. Es el momento oportuno para abordar la cuestión de la sucesión, Gran Señor.
—Es una cuestión que no deseo decidir —decreta Kublai.
—Sin embargo, Gran Señor… —insiste el otro.
—Una palabra más, consejero, y moriréis antes que yo.
El tono del emperador deja helados a los consejeros. Un pesado silencio cae sobre el consejo privado.
Kublai reflexiona tirando con aplicación de los pelos de su barba.
—Ordeno la leva secreta de los hombres disponibles. Para que la acción no se conozca, sólo deseo a mi alrededor a mis más cercanos oficiales. Requisad todos los caballos que podáis encontrar. Comprobad el armamento. Preparad catapultas y proyectiles. Que los mejores artesanos comiencen a fabricar bombas a base de pólvora. Quiero, y es esencial para nuestra victoria, que todo se organice sin mencionar a Kaidu o a Nayan, ni siquiera Manchuria. Debe parecer una operación rutinaria. Si hubiera una indiscreción, señores, os consideraré personalmente responsables de ella y os mandaré a primera línea. Pensad en los errores que cometimos contra Japón. Id y regresad en paz, he dicho.