11
Extranjero en su tierra
En la casa, la sorpresa es total. Fiordalisa, la sierva a la que Niccolò preñó antes de su partida, se desmaya al verle. Los hermanastros de Marco, Stefano y Giovanni, de unos veinte años, descubren a la vez a un padre, un tío y un hermano.
La casa ha sido reformada por completo y los viajeros, enaltecidos por el simple hecho de haber sobrevivido, ocupan las habitaciones más confortables. Niccolò y Matteo duermen en la misma estancia. A veces, Niccolò hace que suba la nueva sierva, más joven que Fiordalisa. Matteo se queja todas las mañanas de no haber podido dormir. Pero se niega a instalarse en la cocina, como muy amablemente le ha propuesto Niccolò.
Marco comparte su habitación con Ishrat Gandhali y Dao. El joven despierta mucha curiosidad. Nadie comprende que Marco no le trate como a un esclavo.
Durante largas veladas, el anciano tío Il Vecchio, que se quedó en Venecia, les relata todo lo sucedido en la región desde su partida veinticinco años antes. El Dux ha creado una nueva moneda, el ducado, tan válida en el extranjero como en Venecia, para facilitar el comercio. La rivalidad con Génova se ha exacerbado desde las peripecias del Reino de ultramar. Cada potencia se ha dedicado a jugar un juego peligroso contra su competidora. Ahora, expulsadas ambas, se encuentran en el mismo terreno. Las galeras son atacadas a menudo. Una simple escaramuza puede degenerar en un conflicto abierto. Génova ambiciona extender su poderío sobre todo el Oriente, y más allá incluso.
—Venecia, como Génova, son sólo mosquitos comparados con el Gran Kan —comenta divertido Marco.
Il Vecchio frunce sus grandes cejas.
—Marco, guárdate de semejantes consideraciones. El Dux ha metido a algunos en la cárcel por mucho menos. Venecia rebosa de espías.
—¿A sueldo del Dux?
—¡Del Dux, de Génova, del Papa! Debes desconfiar de todo el mundo.
—Lo intentaré.
—Sin embargo, tenemos que dirigirnos a Génova —advierte Matteo vaciando su copa.
—Tratemos más bien de acercarnos al Dux —sugiere Niccolò—. Con todo lo que sabemos sobre Oriente, estoy seguro de que seremos admitidos sin dificultad en el Gran Consejo. ¿Qué opinas tú, Marco?
—Nada. Seguiré tus sugerencias.
De pronto, les interrumpe un ruido sordo. Marco es el primero en acudir, empuñando la espada. Sorprende a Stefano y Dao a punto de llegar a las manos.
—¿Qué ocurre? —pregunta, alarmado.
—Dejadme, hermano —dice Stefano—, la cosa se arreglará enseguida. Creo que hay que enseñar a este bárbaro cuál es su lugar.
Stefano se arroja sobre Dao. Pero el joven lo esquiva con un movimiento del cuerpo, y Stefano cae al suelo. Marco se marcha, dejando que Dao inflija un castigo al insolente. No le matará, pero sabrá mostrarse disuasorio. En efecto, tras haber hostigado a Stefano hasta dejarle agotado, Dao, con unas pocas patadas, lo hace caer al suelo. No le ha golpeado fuerte para evitar que pierda el conocimiento.
Pero el efecto no es el que esperaba Marco. Unos días más tarde, es Giovanni quien solicita una audiencia a su hermano mayor.
—Marco, ¿tenéis acaso la intención de reconocer a Dao?
—¿Qué quieres decir?
Giovanni gira en torno al mapamundi preguntándose qué puede ser aquel objeto. Por ese mismo desconocimiento los griegos desdeñaron ese regalo del Gran Kan.
—Reconocerlo como vuestro hijo, quiero decir.
—Dao es mi hijo.
—Sí, claro, pero…
—Lleva mi nombre. Vive bajo mi techo. ¿No basta eso?
—Lo digo por vos, Marco. La gente habla —añade haciendo un amplio gesto con el brazo.
Marco se acerca a su hermano menor.
—¿Se trata de la gente? —pregunta Marco imitando el gesto de Giovanni—. ¿O de la familia?
Giovanni calla, sosteniendo la mirada de Marco.
—Temes por la herencia, ¿no es cierto? Como Stefano. Tranquilizaos entonces, no poseo nada. O muy poco. Id, pues, a pedirles cuentas a los griegos y no a mí.
En cuanto Giovanni ha salido, Marco se dirige al patio.
Se acerca a su padre, que está sentado en el suelo, bajo la higuera. Niccolò tiene los párpados cerrados, como si durmiera.
—Padre mío, voy a abandonar la casa, la atmósfera se ha hecho demasiado asfixiante —suspira Marco.
Niccolò abre sus fatigados ojos. Su pelo ha encanecido mucho desde que regresó. Sus arrugas se han hecho más profundas, sus mejillas se han vuelto flácidas.
—¿Te has fijado en que, desde aquí, se ve muy claramente el nido de pájaros que hay en lo alto del campanario?
Marco levanta la cabeza en la dirección indicada por Niccolò. En efecto, es visible un gran nido, semejante a una hirsuta cabellera. Una sombra baja planeando. El ave lleva comida a sus pequeñuelos.
—Creo que añoro las águilas. Pero no habríamos podido quedarnos allí. ¡Qué lástima!
—¿Quién sabe? —lamenta a su vez Marco.
—Toma, lee —dice Niccolò sacando una carta de su jubón—. Comprenderás.
Marco recorre rápidamente la misiva. Atónito ante su contenido, Marco se sienta a su vez en el suelo. El mensaje procede del embajador de Persia en Venecia, que se ha hecho amigo de Niccolò.
Querido amigo:
Me apresuro a informaros de la noticia, pues sé que os será de gran interés. He aquí el contenido del correo: Kublai Kan falleció el 18 de febrero del año de gracia de 1294 a la edad de setenta y nueve años. Los ritos de los chamanes no pudieron curarle pese a los cuidados aportados a sus manos y sus pies. Caminaron sobre su vientre pero sólo consiguieron hacerle reír. Ha dejado el trono a Temur Oldjaitu, su nieto, el hijo de Zhenjin. Transportado al norte del desierto, su cuerpo fue enterrado en el bosque donde reposan sus antepasados, de acuerdo con los ritos mongoles, sin que nada indicase el emplazamiento de su tumba.
Conmovido, Marco procura disimular su emoción. Una parte de su vida desaparece con el Gran Kan. En su fuero interno, había esperado regresar a Khanbaliq para mostrarle el manuscrito.
Pero, ahora, ¿para qué intentar siquiera cumplir su promesa y llevar a cabo su misión? ¿A quién va a interesarle la historia de Kublai Kan? Los recuerdos afluyen a oleadas, agolpándose en su mente.
Marco se estremece al pensar que el emperador estaba muerto ya cuando él pisó el suelo de Venecia por primera vez desde hacía veinticinco años.
—¿Estabas diciéndome que querías abandonar el palacio? —pregunta Niccolò.
Marco vuelve de pronto a la realidad.
—Sí, más tarde hablaremos de ello —responde levantándose.
—No, dímelo ahora.
—Los Polo de Venecia no toleran a Dao. Y yo no puedo aguantar sus mezquindades.
—Precisamente pensaba como tú. No me gusta este lugar. Deseo estar en otra vivienda, donde poder sentirme en mi casa. ¿Sabes que Il Vecchio se ha negado a que yo cuelgue la única piel de tigre que me queda porque le parece que es vulgar?
—Lo dice porque nunca ha visto un tigre vivo —comenta Marco.
Al día siguiente, Marco sale a solas del palacio, y vagabundea todo el día por la ciudad. Embarca en una góndola que le lleva a la isla de Lido, ante la Dogana da Mar.
Permanece horas mirando las maniobras de los navíos que zarpan.
—¡Padre!
Ni siquiera se vuelve al oír esa exclamación pronunciada en mongol.
Una mano se ha posado en su hombro, firme y pesada.
—¡Padre! ¡Os buscaba desde hace horas!
Dao está ante él, sudando, con los ojos brillantes de excitación.
—¿Y sólo ahora has pensado en venir al puerto?
—No, desde el principio, pero no creía que estuvierais aquí. He visto a Niccolò. Me ha encargado que os transmita un mensaje. Ha encontrado una casa y la ha comprado.
—¡Está loco! —exclama Marco.
—Sí —confirma Dao con una sonrisa que descubre sus blancos dientes.
—¿Te has enterado de la muerte del Gran Kan?
—Sí, él me lo ha dicho. Mejor así. Yo me siento aliviado. Vivió demasiado tiempo. Hizo mucho daño a su alrededor, el viejo ogro impotente.
Marco mira a su hijo sonriendo. La vida se impone al pasado, a fin de cuentas.
—Ese libro… que le debíais… —empieza a decir Dao.
—¿Conoces su existencia?
—Ser bastardo no me impide reflexionar y relacionar las cosas. Tampoco Ai Xue me decía nada, pero yo lo sabía todo. Olvidad al Gran Kan y escribidlo por vuestros hijos. Sentirán curiosidad por todo lo que habéis conocido.
—Tú ya estás al corriente.
—Pero no los demás.
—¿Quiénes? —pregunta Marco, desconcertado—. No tengo otros hijos. Y soy demasiado viejo ahora para crear una familia.
—¿Acaso impediréis siempre que Gandhali dé a luz?
Aunque Marco tenga más de cuarenta años, la joven india está en la flor de la edad. Ahora que ha renunciado a los viajes, es hora de plantearse la cuestión. De momento, su única preocupación es el libro del Gran Kan.
—¿Qué lenguas sabéis escribir? —pregunta Marco.
Evalúa de una ojeada al hombre que se presenta, enclenque y temeroso. Su primera impresión no es alentadora.
Decidido a llevar a cabo la redacción del manuscrito, Marco se dirige a escribientes públicos profesionales. Se siente incapaz de componer un texto de semejante magnitud. Ha instalado provisionalmente su gabinete de escritura en el de su tío Il Vecchio. Éste sólo aceptó porque sabía que su sobrino abandonaría pronto la casa.
—Bueno, conozco el véneto y el latín —responde el otro.
—Perfecto. ¿Podéis anotar al dictado, por favor?
El hombre lo hace. Necesita un tiempo interminable para cortar su pluma. Cuando por fin está dispuesto, Marco se siente exasperado. Comienza su relato, ayudándose con sus notas. Pero el amanuense no puede seguir su ritmo. Marco acaba despidiendo al hombre con un gesto.
—Vamos, vamos, lo siento mucho, pero usted no me conviene.
Otro escribiente pretende saber latín cuando sólo sabe véneto.
Por fin, Marco cree haberlo encontrado. El hombre es arrogante pero rápido. Cuando Marco cuenta su periplo, el escribano no puede evitar una risa sarcástica, una carcajada incluso.
—Perdonad, monseñor, vuestras fábulas son tan increíbles que me resultan divertidas.
—Escuchad, no puedo trabajar en estas condiciones. Me impedís concentrarme. Necesito tranquilidad para reunir mis recuerdos.
Se resigna a contratar a un monje copista que tiene la ventaja de saber caligrafía. Marco está obligado a censurarse, especialmente en lo que se refiere a las costumbres de algunos pueblos que ha conocido. Cada vez que menciona una tribu que vive desnuda, el monje brinca en su asiento, y comenta que no puede escribir algo así.
—¡Marco! ¿Conoces a una tal Marta Polo?
Marco se interrumpe. Su padre le llama por las escaleras de la casa. Se excusa ante el monje y sale de la estancia para encontrarse con su padre en las cocinas. Niccolò está observando al cocinero que llena el caldero en la chimenea.
—¿Qué Marta Polo?
—¡Eso me gustaría saber! —exclama Niccolò—. Vamos, Pietro, repítele lo que me has dicho.
—Monseñor, una dama solicita entrar en palacio. Pretende llamarse Marta Polo.
Marco mueve la cabeza.
—No, el nombre no me dice nada. Recibámosla y veamos de qué se trata.
—Ella afirma ser la mujer del signore Matteo Polo —añade Pietro bajando la voz.
—¿Y por qué sólo lo dices ahora, animal? —suelta Niccolò.
—Monseñor, me ha parecido tan increíble que no he considerado oportuno comunicároslo.
—La próxima vez, deja que juzguemos lo que es oportuno o no lo es. Si vuelves a hacer algo semejante, te juro que muy pronto estarás de más aquí.
—Ve a buscar a Matteo —ordena Marco.
Pietro sale corriendo, feliz al abandonar la cocina donde la atmósfera se ha vuelto muy tensa.
Niccolò y Marco se miran, divertido el hijo, incrédulo el padre.
Instantes más tarde, aparece Matteo, con el aire culpable de un chiquillo sorprendido en flagrante delito de hurto.
Niccolò, sorprendido, mira a su hermano.
Matteo aparta la cabeza, visiblemente turbado.
—Bueno, tío, ¿quién es esa Marta, la conocéis?
—Vagamente… —responde Matteo.
—Hazla entrar —ordena Niccolò impaciente—. Bien tendremos que aclarar el asunto.
—Aguardad. Voy a explicártelo, Niccolò. Bueno, ¿cómo decirlo?, de hecho… estamos casados.
Niccolò levanta las cejas sobre unos ojos redondos como platos.
—¿Qué estás diciendo? Nunca, en toda mi vida, te he visto con una mujer.
—Lo que no quiere decir que no las tratase —replica Matteo con aire travieso.
Marco asiste arrobado a la conversación entre los hermanos.
—¿Cómo? —ruge Niccolò.
—¡Eh, Niccolò, que tengo sesenta años! Creo que tengo derecho a casarme. Incluso queremos tener hijos.
—¡Sin decírmelo! ¿Qué edad tiene ella?
—Cuarenta años —responde tímidamente Matteo.
—No puede ya parir —advierte Niccolò, aliviado.
—Los adoptaremos. Es de excelente familia.
Marco se aleja, dejando que los dos hermanos arreglen sus cuentas.
Se dispone a regresar al gabinete cuando una voz le llama.
—¡Marco, espera!
Niccolò le alcanza a la carrera y se detiene, jadeando y apoyándose en la pared.
—Marco, pequeño. También tú debes pensar en casarte. Sé todo el afecto que sientes por Dao. Pero él nunca podrá heredar nuestra casa, lo sabes tan bien como yo. Tus hermanos Stefano y Giovanni son jóvenes e inexpertos aún. Yo quisiera confiarte las riendas de nuestro futuro después de mi muerte.
—Eso está muy lejos todavía, señor padre mío.
Niccolò se frota los ojos, preocupado.
—No tanto. Tengo ya sesenta años. Muchos hombres están ya muertos a mi edad. De regreso a Venecia, he encontrado muy pocos amigos de juventud. Y, con todos los lis que llevo recorridos, estoy más avejentado que los demás.
—¡Muy al contrario!
—Deja de burlarte, Marco. Lo veo muy bien, estás anclado en tus recuerdos de Khanbaliq. Pero Khanbaliq está muy lejos y el emperador también. Es aquí, en Venecia, donde debes instalarte, fundar una familia, tener un hijo del que no debas ruborizarte.
—Crecí allí.
—Escúchame, ¿recuerdas a Bonnetti? Me ha hablado de algunas muchachas. Voy a pedirle que te las presente.
—¡Me fatigáis, padre mío! —exclama Marco exasperado.
Niccolò maldice para sí.
—Hemos recibido, al menos, una invitación al palazzo Bonnetti. Acude a esa fiesta, en nombre de la familia.
Harto ya, Marco acaba asintiendo con la cabeza.
Como una especie de provocación, Marco ha decidido vestirse a medias al estilo mongol. Lleva su manto de seda y pieles, al tiempo que se cubre con un ancho sombrero veneciano de terciopelo rojo. Se ha puesto las altas botas de las estepas sobre sus calzas venecianas. Su aspecto destaca y le precede su reputación. De modo que, cuando entra en la sala del palacio, todas las miradas se vuelven hacia él. En cuanto Marco Polo es anunciado, el duque, anfitrión de la fiesta, sale a su encuentro para acogerle.
—Monseñor Polo, es un honor recibiros. Vuestra presencia ilumina los lugares a los que acudís.
—Gracias, signore —responde Marco con sobriedad.
Poco tiempo después, Marco se ve asediado por los curiosos, que le hacen mil preguntas sobre sus viajes.
—¿Es cierto que habéis encontrado caníbales?… Dicen que las chinas tienen unos pies minúsculos… He oído decir que habíais escapado a unos hombres con cabeza de perro…
Marco da detalles, procurando satisfacer la curiosidad de cada cual. Pero advierte muy bien que no le creen. Muchos se ríen, casi se burlan de él. Esta representación le fatiga.
Al cabo de un rato, se aleja, sale al balcón. La temperatura es fresca allí. Pero, después del frío de las estepas mongolas y las montañas del Himalaya, el invierno de Venecia es suave como una caricia. Con gran sorpresa y decepción, advierte la presencia de otra persona en la terraza. Sin prestarle atención, se dirige hacia el otro lado, paseando la mirada a lo largo del Gran Canal. Algunas luces lo iluminan. Una góndola se desliza por el agua, transportando un ataúd.
—¿Monseñor Polo?
Marco se vuelve. En la oscuridad, una silueta femenina se ha acercado a él. Divisa una cascada de bucles rubios que escapan de la toca de una muchacha.
—Os he oído contar vuestro viaje… —comienza ella—. Era apasionante. Y si los invitados no os han creído, debéis comprenderles. ¡Vuestros relatos son sencillamente increíbles!
—¿Soléis abordar así a los desconocidos?
Ella retrocede, desconcertada, ofendida. Observa con atención el rostro cobrizo del hombre, recorrido por esas profundas arrugas propias de los marineros y los viajeros que han contemplado el sol cara a cara. Sus ojos azules, realzados por los surcos estrellados que marcan sus sienes, tienen el brillo de los de un animal salvaje. Su barba sembrada de hilos de plata está recortada en punta, cosa nunca vista en Venecia. Ella vacila unos momentos antes de replicar:
—Pero vos no sois un desconocido, monseñor, sois Marco Polo. Tal vez seáis sólo un extranjero…
Marco sonríe.
—Hablar para ese público de sordos me ha secado la garganta. Por favor, id a buscarme una copa, algún vino fuerte.
—¡Qué audacia! ¿Así tratáis a las mujeres, monseñor? —exclama ella, muy molesta.
—Así lo hago desde hace veinte años y ninguna ha visto en ello motivo de queja. Aunque no todas fuesen damas…
A pesar de la penumbra, Marco está casi seguro de haberla visto ruborizarse. Decide, divertido, sobrepasar las reglas de la urbanidad:
—En China se dice que «cuando la suerte nos sonríe, encontramos amigos; y cuando nos vuelve la espalda, hallamos una hermosa mujer».
Dando media vuelta, ella se aleja sin decir palabra. Pasa bajo un candelabro que permite a Marco entrever su rostro, liso y casi infantil. Es más joven de lo que él había supuesto. Dieciséis años, como máximo. Incluso su silueta, longilínea y delgaducha, parece inmadura.
Por fin solo, se reprocha haber cedido ante Niccolò. Pero sin duda su padre tiene razón. Mejor será buscar un partido interesante y efectuar una petición oficial. Todo antes que esas comedias de sociedad. Marco se vuelve hacia la laguna. La jovencita le ha traído recuerdos. Ve de nuevo a Xiu Lan cuando le servía el té, después del amor. Sus gráciles dedos tenían la levedad de una paloma. Lamenta por un instante no haber podido llevársela consigo. Pero ¿habría soportado verla marchitarse?
—El señor está servido —anuncia con ironía una voz.
Marco se vuelve. Ve con gran sorpresa que la muchacha ha regresado y le ofrece con una encantadora reverencia una copa de oro. Él la toma.
—Gracias, señorita —dice sonriendo.
Da unos tragos ruidosos, y luego eructa sin miramientos, como un mongol.
—El vino no es gran cosa, pero vuestra presencia le da mucho sabor.
Ella sostiene su mirada, desafiante. Se ha levantado el viento. Ella se estremece, pero permanece inmóvil.
—¿Tenéis miedo?
—Es el frío —dice la joven frotándose los brazos.
Galantemente, él se quita el manto y cubre con él los hombros de la muchacha.
—¿No os da miedo permanecer a solas conmigo?
—A los catorce años, creo ser demasiado joven para temer nada de vos, monseñor Polo.
—Sin duda, a esa edad sois vos la peligrosa. Ahora, perdonadme, señorita, pero es tarde y me esperan.
La saluda y, cuando comienza a alejarse oye que la muchacha le pregunta:
—¿Una china?
Marco se detiene y se vuelve hacia ella.
—¿Os espera una china? —insiste ella, provocadora.
—No, es una india. Tiene la piel muy negra, unos pechos soberbios y el pelo largo hasta los riñones.
La muchacha procura no reaccionar, pero no puede evitar ruborizarse de nuevo. Él la saluda para despedirse.
—¡Aguardad! ¿No deseáis saber mi nombre, monseñor?
—No estaría seguro de recordarlo —responde suavemente.
—En todo caso, vos procuráis que vuestro nombre no se olvide —responde ella con una pizca de cólera—. Pues bien, también yo. Sabed que me llamo Donata Badoer. Intentad recordarlo.
Ella lanza una ojeada por encima de su hombro para asegurarse de que no los observan. Y, sin más advertencia, se pone de puntillas y posa sus labios en la boca de Marco. Luego huye, levantándose la falda por encima de los tobillos.
«Donata Badoer, una chiquilla insoportable», piensa Marco al salir del palacio. Divertido, se dice que Niccolò se pondría furioso si supiera que ha tratado tan mal a la hija de un grande de Venecia.