8
El abrazo del loto de fuego

—Hayak, estás ya en edad de casarte.

Al oírlo, la princesa se ruboriza, apartando la cara. Su silueta de quince años se ha convertido en la de una mujer que se oculta aún bajo atavíos de niña. Los árboles en flor prestan al parque imperial un aire de primavera. Hayak y Temur están acompañados por el séquito de la princesa, que la sigue a buena distancia para darles la ilusión de cierta intimidad.

—Y yo seré, algún día, emperador… —añade Temur con orgullo—. Pero puedo ya elegir a mi primera esposa.

—¿No crees que es un poco pronto? —pregunta ella, vacilante—. El Gran Kan no te ha designado aún oficialmente.

—¿Ya quién puede designar en mi lugar? ¿A mi hermano mayor?

—Todos alaban sus grandes cualidades militares…

—Sí, pero le falta una, e importante. Mi madre nunca quiso reconocerle como su hijo. ¿Por qué aguardar? Sabes muy bien que tu modo de ser es adecuado a lo que yo espero de una mujer. Has sido educada para ser la esposa de un príncipe.

—¡No forzosamente! —dice ella con cierta brusquedad.

La mirada de Temur se ensombrece.

—¿De qué estás hablando, Hayak? ¡No me digas que piensas en ese… bastardo!

Temur espera que ella lo desmienta, pero Hayak le mira sin parpadear, con ojos huraños. Temur se inclina hacia ella y murmura, con voz sibilante:

—Si, antes de que finalicen las fiestas del Gran Kan, me permites pedir su autorización para desposarte, serás la más feliz de las princesas. De lo contrario…

Tras su victoria, el Gran Kan ha regresado a su capital, Khanbaliq, tomándose tiempo para mostrarse a su pueblo. Sus informadores le comunican que Kaidu ha interrumpido los preparativos de guerra contra el emperador, de modo que éste decide organizar una ofensiva y acabar de una vez con su enemigo. De momento, sólo quiere disfrutar del éxito con sus súbditos. Los festejos durarán varios días.

Cientos de caballos y elefantes han sido cubiertos de paños ricamente bordados, dignos de rivalizar con las más hermosas galas de los marajás indios. Incluso los camellos de las estepas han sido traídos a la fiesta y cubiertos de preciosas sedas. Todos los animales, suntuosamente enjaezados, desfilan ante el Gran Kan en el patio de palacio.

Kublai pasa revista a los hombres de su Estado Mayor. Uno a uno, los va ascendiendo un grado en la escala de jerarquía militar, por sus méritos y su valor en el combate. Les regala vajillas de plata y equipamientos procedentes de sus caballerizas personales: sillas, arcos, arneses. Añade joyas de oro y plata, perlas, piedras preciosas e incluso caballos.

El emperador regresa a la gran sala de palacio. Un incensario de oro esparce perfumes, balanceado por un oficial de las fiestas imperiales. Los malabaristas comienzan a distraer a los invitados.

Pero la mayor atracción sigue siendo el propio Kublai.

Todo el mundo se extasía ante su gran fuerza. Sanga la alaba atribuyéndola a la bendición del Cielo, de quien Kublai es el Hijo. El emperador bebe abundantemente y todos los invitados siguen su ejemplo. Unos fuegos artificiales arden toda la noche, iluminando el cielo como en pleno día. Danzarinas y acróbatas contorsionistas divierten a la concurrencia. Todos los embajadores de los reinos vasallos del imperio se han desplazado hasta allí para felicitar al soberano.

Sin embargo, mientras que todos se maravillan, el mongol, sumido en hondos pensamientos, oculta sus preocupaciones devorando concienzudamente un tigre entero, asado al espetón. Ha observado largo tiempo a su nieto Temur, hijo de Zhenjin. ¿Cómo va a confiar el destino del imperio a un borracho que bebe sin saber moderarse ni comportarse? Todo estaba perfectamente dispuesto. Su hijo Zhenjin había sido educado por preceptores chinos. Había recibido la enseñanza de sus antepasados mongoles, para que no olvidara nunca que era descendiente de Gengis Kan. Al mismo tiempo, Kublai había cuidado de integrarle en la cultura china para que fuera adoptado por sus súbditos como, sin duda, él mismo no lo será nunca, a pesar de sus esfuerzos. Ahora, todo debe volver a empezar…

Kublai comienza a sentirse ahíto. Dejando el hueso que roía, decide dejar de comer, jurándose seguir una dieta hasta el próximo invierno. ¿Cuántas veces se ha dejado llevar por sus apetitos? Creo que, desde la muerte de Zhenjin, no se ha permitido ya sus largas sesiones de tres noches seguidas consagradas a gozar de los encantos de jóvenes vírgenes. Pero esta noche está decidido a festejar su victoria dignamente y con todo el lujo que su regenerado yang le permita.

Tiene tres hijos más de sus esposas y veinticinco de sus concubinas. Y tal vez olvida a algunos. Pero le toca a él cumplir las reglas de la sucesión. Aunque sienta gran afecto por su hijo Namo Kan, a quien Marco Polo liberó de Kaidu, no puede confiarle tan alta responsabilidad sólo a causa de esos vínculos. Tanto más cuanto que, aunque Namo sea un excelente capitán, no está seguro de que llegara a ser un emperador. No ha sido educado para dirigir un imperio. Ni siquiera conoce el chino.

¿Cuánto tiempo le queda a Kublai? Nadie sabe el día ni la hora. Apremia tomar una decisión.

Evidentemente, Sanga estará ahí para asumir la continuidad del gobierno. Pero luego… Todos los días, sus consejeros chinos le preguntan sobre tan espinosa cuestión. Al mismo tiempo, le cuentan ciertos excesos cometidos por Sanga. Al parecer permitió que profanaran y desvalijaran las tumbas de los emperadores Song y obtuvo su parte del botín. Kublai no ha podido creerlo. Sanga le es fiel y no le traicionaría. Se trata, sin duda, de manejos de unos consejeros envidiosos. Los mismos que, hace un rato, han intentado arrojar un baldón en la fiesta acusando al emperador de gastar demasiado.

Kublai se pregunta qué progresos habrá hecho Marco Polo en su manuscrito. Le dirige al veneciano una señal para que se acerque.

—¿Te atreves a participar en los festejos en vez de estar trabajando? —le reprocha en broma, haciendo ver que está enfadado.

—Bien quisiera, Gran Señor, pero mirad…

En efecto, pasmado ante los contorsionistas, Tatatonga se embriaga con desenfreno.

—Aprovechémoslo para ir a echar una ojeada al manuscrito.

Cuando Kublai casi ha abandonado ya su trono, Samud se acerca y le dedica una profunda reverencia.

—Señor, el embajador de Persia desea presentaros personalmente sus respetos.

Kublai apura su copa de vino de arroz, se deja caer pesadamente en el trono y asiente.

El embajador de Persia, que se ha comportado perfectamente durante la fiesta, se aproxima al emperador. Se inclina con mucho respeto.

—Gran Señor, os felicito por vuestra victoria. Ahora, mayor será el honor para mi ilkan cuando tome por esposa a una joven princesa de vuestra corte.

Kublai inclina la cabeza, mirando al embajador por el rabillo del ojo.

—Bueno, vuestra petición es inesperada.

El embajador frunce sus finas cejas.

—Supongo que vuestro primer ministro os habló de la petición del ilkan, Gran Señor.

—Sin duda, pero la memoria de un anciano no es muy buena.

Esa declaración está lejos de ser cierta, pues Kublai ejercita diariamente su memoria con prácticas chamánicas.

El embajador esboza una sonrisa compasiva y repite la demanda que hizo ya a Sanga.

—Nunca perdéis de vista el objeto de vuestra misión, ¿no es cierto? —comenta Kublai.

—Es mi papel —replica el embajador modestamente.

—Pues bien, en la euforia de mi victoria —dice el emperador en tono alegre—, estaría dispuesto a acceder a todos los caprichos de mi última concubina. De acuerdo, pues. Avisad a vuestro señor, mi primo segundo Arghun, de que le concedo su petición. Decidle que con ello se sella entre nosotros una segura alianza. Quiero poder contar con él y con sus ejércitos.

—Ése era el sentido de la petición, Gran Señor —replica meloso el embajador.

—En ese caso, sólo me queda ya elegir entre mis pequeñas princesas.

—Mi señor la desearía bastante joven para que pudiera darle numerosos hijos… —precisa el persa con voz untuosa.

—Y hermosa, supongo.

El embajador pone cara de circunstancias.

—¡Ya salís con exigencias, señor embajador! —exclama el Gran Kan—. Creo que mi pariente os ha elegido con el mismo cuidado con el que yo elegiré a su futura esposa. Vamos, no os preocupéis, le enviaré la mujer adecuada.

Kublai comienza a sentir cierta fatiga. Por nada del mundo quiere estropear su fiesta. Bebe un nuevo vaso de vino de arroz para recuperar energía. Con un gesto, pide a Marco que se acerque.

Durante la anterior entrevista, que le interesaba muy poco, el veneciano, admirado, había permanecido concentrado en Dao Zhiyu, que rivalizaba en acrobacia con los contorsionistas ante los pasmados ojos de la princesa Hayak-Kokedjin. Como príncipe de las calles, el muchacho se integra perfectamente en el grupo de saltimbanquis. Pese a los esfuerzos de su padre para elevarlo por encima de su condición, mantiene ciertas inclinaciones que se revelan en semejantes ocasiones. Su rostro irradia tanta alegría que Marco no le llama al orden como exigiría su rango.

—Este embajador ha conseguido que conceda una esposa a su señor —le comenta Kublai—. Es una alianza fundamental en esta región del imperio. No quisiera que el territorio cayera en manos de los de Kaidu.

—El ilkan de Persia es uno de vuestros primos.

—¡Razón de más! Por otra parte, creo que le conociste bien.

Marco se acerca más al emperador.

—En efecto, Gran Señor, cuando Arghun todavía era príncipe. Era un altivo guerrero, en verdad. Mataba y violaba con gran facilidad.

Kublai mira a Marco, desconcertado. Luego, suelta la carcajada. Las sacudidas de su vientre hacen temblar los vasos posados en los brazos de su trono.

—Vamos, me has dado una pauta útil a la hora de elegir entre mis princesas.

—Se necesita una que sepa someterse.

—Muy al contrario. Arghun tendrá que estarme agradecido. Pensará en mí todas las noches… Al menos, al comienzo.

Marco sonríe a su vez.

—Gran Señor, estamos listos para iniciar la impresión del manuscrito —dice bajando la voz, precaución inútil pues la concurrencia hace honor al festín armando mucho alboroto—. ¿Venís a verlo?

—Esta misma noche. Luego, tú mismo lo llevarás a la imprenta. ¿Has elegido una nueva?

—En Hangzhu. Vuestros enemigos no creerán que tengáis la audacia de hacerlo imprimir en la antigua capital de los Song.

—Excelente. Viajarás con otra identidad, naturalmente. Partirás al alba. Vamos ya, la fiesta me fatiga. Y estoy impaciente por reunirme con mis jóvenes flores, apenas abiertas —añade Kublai con lúbrica mirada.

Cuando se levanta, todos los asistentes le imitan y le saludan con más o menos respeto, en función de su estado de embriaguez. Con un gesto, el emperador los invita a proseguir la fiesta.

Temur aparece tras la princesa Hayak-Kokedjin y le pregunta:

—El emperador se retira. ¿Tienes algo que decirme?

—Alteza —responde ella con voz dulce—, no quiero casarme con vos.

El príncipe clava en Dao Zhiyu una mirada cargada de odio. Luego se vuelve hacia Hayak.

—Nunca le pertenecerás. Hubieras podido ser emperatriz, la esposa de un hombre civilizado. Pero, ahora, te reservo otro destino.

Entretanto, Kublai arrastra a Marco por los corredores del palacio. Impaciente, resoplando como un yak, trepa por los peldaños que llevan al gabinete de escritura, custodiado por un centinela armado. Éste se prosterna ante su dueño.

—Ábrenos —ordena Kublai con voz jadeante.

El hombre obedece.

Kublai invita a Marco a precederle en el gabinete de escritura. De pronto, el veneciano descubre que un individuo está hurgando entre las hojas colocadas sobre el escritorio.

Per bacco! ¿Quién sois?

El hombre, sorprendido, agarra algunos documentos y huye precipitadamente hacia la terraza. Marco se lanza tras él. No puede permitir que le roben el trabajo de tantos meses. La mera idea le produce sudores fríos. En unas pocas zancadas, lo alcanza. Desenvaina la espada. El desconocido es un chino, joven, decidido. Viéndose atrapado, se coloca en posición de ataque, blandiendo ante él sus manos como si fueran puñales. Marco sabe que está ante un experto en Wu Shu. Decide no correr riesgo alguno y exclama:

—¡Gran Señor, llamad a la guardia!

—Ya lo he hecho —replica el emperador con voz tranquila.

El veneciano mantiene al intruso apartado con la punta de la espada. El otro quiere obligar a Marco a girar pero éste no cambia su posición. Se miran así largo rato. De pronto, el chino salta por encima del parapeto y se arroja al vacío. Marco corre para retenerle. Le descubre entonces asido al dragón que los obreros están esculpiendo a lo largo del muro. Con agilidad, el intruso desciende por las garras del monstruo, aferrándose a las escamas con sus fuertes dedos. Pero, cuando salta a tierra, es inmediatamente detenido por la guardia imperial.

Kublai se ha reunido con Marco en la terraza.

—¿Qué quería? —se pregunta Marco.

—Hablará. Mis jueces inquisidores son muy convincentes —afirma el Gran Kan con una sonrisa cruel.

Las muchachas van vestidas sólo con un paño de lino anudado a las caderas. Incluso sus rodillas están al descubierto. Se mantienen de pie, en fila india, por lo general con las manos en el pecho. Li Wa siente cómo se aceleran los latidos de su corazón bajo sus manos sudorosas. Observa atentamente la actividad de las verificadoras. Las muchachas pasan detrás de una cortina, permanecen allí unos minutos, vuelven a salir luego, a menudo ruborizadas de vergüenza. Una de ellas reaparece derramando lágrimas. Corre a buscar su ropa y se viste apresuradamente ante la severa mirada de una de las ancianas, que se golpea la palma con un corto látigo. Ésa no tendrá el honor de ver al emperador. El turno de Li Wa se acerca. Si no fuera por su misión, sentiría el impulso irresistible de huir. Se pregunta si la receta secreta será suficiente para engañar a las verificadoras. Ni siquiera piensa en Dao. Sólo en ella misma. Nunca ha visto al Gran Kan, pero el retrato que de él le han hecho es lo bastante repulsivo como para que no tenga ganas de conocerle. Esta mañana, por la cháchara de las concubinas, ha sabido que el emperador había partido personalmente en campaña. Las concubinas han manifestado temer mucho por su vida y, sobre todo, por su propia suerte. Saben que a la muerte del emperador, perderán todas sus prerrogativas. El sucesor en el trono sólo tendrá la obligación de sufragar sus necesidades vitales. Si algunas concubinas le gustan, tal vez las mantenga a su lado. Pero también podrá venderlas a ciertos jefes o señores para asegurarse una alianza. En todo caso, permanecerán enclaustradas hasta su muerte en un palacio de última categoría, sin las comodidades imperiales a las que están habituadas.

A media tarde, un zafarrancho de combate ha agitado el gineceo, transformándolo en una verdadera colmena. Los eunucos han ordenado a las jóvenes reclutas que les siguieran, mientras las verificadoras se aseguraban de que todas estaban presentes. Sobreexcitadas, acosando a preguntas a los eunucos que permanecían tan mudos como las paredes, las muchachas se han apresurado a recoger sus cosas, guardadas en la siguiente habitación. Un eunuco les ha ordenado luego que se desnudaran. Se han mirado, atónitas. Pese a sus reticencias, han obedecido antes de ser llevadas a un oscuro corredor donde han aguardado a ser examinadas.

—¡La siguiente! —ordena una voz fuerte.

Li Wa levanta la cortina. Se encuentra en una minúscula alcoba. Largos cortinones escarlatas caen en anchos pliegues hasta el suelo, de modo que las paredes parecen bordeadas de oscuras olas. En un banco está sentada una anciana enmascarada. Cuando la muchacha entra, se seca los dedos en un pañuelo de seda. Una profunda sensación de asco oprime la garganta de Li Wa.

—Aparta las manos —dice la vieja en tono firme y suave.

Sin vacilar, Li Wa deja caer los brazos y los pega a lo largo de su cuerpo. Se dice que se sentirá menos impresionada ante el Gran Kan que ante esa mujer meticulosa. No puede apartar la mirada de las nudosas manos de la matrona, retorcidas como viejas raíces. Sus negras uñas rezuman una savia antigua.

La verificadora pone sus manos en los pechos de Li Wa. Los palpa como si fueran un melocotón. Li Wa aprieta los dientes, disimulando su asco. Luego la vieja da una palmada en los muslos de la muchacha.

—Abre las piernas, apresúrate.

Li Wa contiene el aliento. Aparta las rodillas sin dejar de mirar a la vieja. La matrona, con mil precauciones, desliza una mano en la entrepierna de la china. Li Wa la siente palpar una región que, antes del entrenamiento de Xiu Lan, nunca habría tenido la audacia de explorar. Cierra los ojos. El examen parece durar horas.

—Muy bien, tienes un himen muy tenso, como al emperador le gustan —acaba diciendo la vieja con un suspiro—. Puedes marcharte.

Retira su mano con la misma delicadeza para liberar por fin a la muchacha. Trastornada a pesar de su preparación, Li Wa se apresura a salir del horrible reducto, sin una mirada hacia sus compañeras.

—Las que han sido seleccionadas que me sigan —ordena una matrona.

Las jóvenes elegidas lanzan una mirada por el rabillo del ojo a sus infortunadas compañeras, que serán implacablemente convertidas en esclavas al servicio de una u otra de las concubinas. Luego se apresuran a caminar tras la matrona. Ésta las conduce a una gran sala de baño donde las aguardan otras mujeres, ligeramente vestidas con unas tiras que les cubren los senos y un lienzo anudado en torno a la cintura. La atmósfera es muy cálida. De nuevo, las muchachas aguardan su turno.

Por medio de una pasta especial, hecha una bola, las sirvientas las depilan arrancándoles los pocos pelos que podrían perjudicar la armonía de su cuerpo, no hacen caso de los estridentes gritos de las muchachas. Li Wa aprovecha la ocasión para contar a sus compañeras. Son cinco. Reconoce a Meng-mi que, como ella, pertenece al círculo de protegidas de Xiu Lan. Su belleza destaca con arrogancia en este palacio donde todo está destinado a sublimarla por una noche. Luego las sirvientas las lavan. Cada parcela de su cuerpo es vigorosamente frotada con piedras calientes. Li Wa se acaricia un poco la piel, que se ha hecho sedosa. A continuación, las muchachas reciben un hábil masaje. Las siervas se untan las expertas manos con aceites aromatizados de sensuales virtudes antes de inclinarse sobre los cuerpos juveniles. Ejecutan maquinalmente su tarea, con gran seriedad, sin conceder real atención a las muchachas. Concentradas en su trabajo, mantienen la vista fija en la parte del cuerpo que las ocupa. Levantan un brazo, una pierna, blandamente abandonados por las jóvenes, que para ellas sólo son pedazos de carne que modelan para placer de su dueño.

Acto seguido, las muchachas son vestidas con suntuosas túnicas tejidas con las más hermosas sedas. Cada cual luce un color distinto, de tornasolados matices. Cuando por fin se pone la túnica que le ciñe las caderas, Li Wa se aparta del grupo tras un biombo, fingiendo alisar los pliegues de la tela. Discretamente, al abrigo de las miradas, Li Wa escupe la bolsita que contiene el veneno y que, durante todo el examen, había guardado bajo la lengua. Se la mete entre los muslos, en lo más profundo de su intimidad.

Después, las criadas las peinan y les recogen los cabellos en unos complicados moños con varios bucles y cintas, adornados con peinetas de marfil, con hilos de oro y plata, perlas y pedrería. Li Wa sabe muy bien que los magníficos aderezos pertenecen al tesoro imperial y regresarán a él en cuanto la «ceremonia» concluya. Pero, al igual que sus compañeras, no puede evitar admirarlos y, sobre todo, lucirlos con orgullo.

Después son empolvadas, maquilladas, perfumadas. Incluso sus pezones son pintados con carmín, realzando la blancura de la piel. Finalmente, con mucha delicadeza para no estropear su peinado y maquillaje, les cubren los ojos con una venda anudada en la nuca.

La matrona, con varias ayudantes, las precede por innumerables corredores. El grupo baja escaleras, abre puertas que dan a nuevos pasillos oscuros. Cada muchacha es conducida con firmeza por una sierva que le indica el camino a seguir y le susurra el número de peldaños que debe subir o bajar. Li Wa, pese a su entrenamiento, debe admitir que sería incapaz de encontrar el camino. Al comienzo, ha conseguido contar los pasos, pero su memoria se ha visto rápidamente derrotada por las múltiples revueltas. Se pregunta si la finalidad del tortuoso trayecto no será prevenir cualquier veleidad de fuga. De pronto, la sierva la obliga a detenerse y está a punto de tropezar.

—Quitadles con cuidado la venda —ordena la matrona.

Las siervas lo hacen, silenciosas. Las muchachas se encuentran en un minúsculo vestíbulo, iluminado por una lámpara de porcelana. Li Wa advierte enseguida que la escena dibujada en la pantalla es, precisamente, la de un hombre rodeado por varias mujeres desnudas que lo acarician. Reina un silencio tan pesado como si, condenadas a muerte, aguardaran hallarse ante el verdugo.

—Detrás de esta puerta, estaréis solas ante el emperador. Como ya se os ha dicho, tendréis que obedecerle en todo, aunque alguna de sus peticiones os parezca sorprendente. Nuestro Señor tiene mucha imaginación y no vacilará en hacérosla compartir. Vamos, buena suerte, muchachas.

Saludan a la matrona por última vez. Un eunuco empuja la puerta invitándolas a entrar. Adelantando el pecho, Meng-mi es la primera que cruza el umbral. Mientras Li Wa cede el paso a todas sus compañeras, no puede evitar interpretar las últimas palabras de la matrona como una advertencia personal. Una a una, las muchachas desaparecen como devoradas por el antro oscuro. Ella es la última en acceder a él. El interior está tan sombrío que no ve nada.

—Acércate, no tengas miedo —dice una voz procedente de la noche.

Con el corazón palpitante, Li Wa da un paso hacia delante. Sus ojos se acostumbran a la penumbra y se ve rodeada por sus compañeras. Se encuentra en un vasto salón con los muros lacados de un oro parduzco. Unos cuantos pergaminos pintados penden a lo largo de las paredes, representando escenas eróticas muy explícitas. Li Wa le agradece a Xiu Lan el haberla iniciado en el erotismo. Algunas de sus compañeras, ruborizadas de confusión, mantienen los ojos fijos en los propios pies. Exóticas alfombras cubren el suelo. Varias mesas están dispuestas como para un convite, pero Li Wa advierte que tienen menos de siete cubiertos. Jarrones chinos de antiguas dinastías están llenos de extrañas plantas, acostumbradas sin duda a vivir en la oscuridad. En efecto, al parecer la habitación carece de ventana alguna o, en todo caso, las aberturas han sido cuidadosamente cubiertas por las colgaduras.

Una alcoba parece llevar a otra sala. Instintivamente, Li Wa se siente aliviada al no haber visto nada semejante a un lecho en esta estancia. Tiene la secreta esperanza de poder llevar a cabo su misión sin verse obligada a pasar por la «ceremonia». Pero enseguida otro pensamiento la estremece de angustia. ¿Dónde está el emperador?

Oculto tras un biombo hábilmente estudiado para ello, Kublai observa a las muchachas sin ser visto. Ha descubierto ya a la más seductora, una hermosa china de pechos prominentes y estrechas caderas. Sin duda será de las que le miren a los ojos cuando la haga suya. De antemano se alegra de poder descubrirle las oleadas del placer físico. La reservará para más tarde, confiando en que entretanto no se haga eliminar. En todo caso, siempre podrá cambiar las reglas del juego para poder poseerla.

Las dos tímidas son encantadoras. Despertarlas a su desconocida sensualidad formará parte de los momentos privilegiados de aquella noche. Es evidente que están deseando desaparecer bajo tierra.

La cuarta es del tipo práctico. Examina con atención las maravillas que la rodean como si estuviera ya eligiéndolas para su propio salón de concubina. Tiene una elegancia desenvuelta que le da cierto aspecto altivo.

La quinta es sin duda la más juguetona. Apenas salida de la infancia, parece divertirse mucho con la situación, decidida a sacar de ella el mayor partido.

La última es la que menos llama la atención de Kublai. Hermosa sin exceso, y sólo a causa de su juventud, tiene una silueta angulosa, casi varonil, que no es del gusto del Gran Kan. Alta y delgada, su porte es rígido como el de un insecto. Se desplaza con una ligereza que podría hacer pensar que no tiene los pies vendados. En efecto, son más bien grandes aunque están ocultos, como los de las demás, por unos borceguíes de brocado de oro. Debido a su maquillaje o a su expresión natural, su rostro no ofrece encanto alguno: barbilla puntiaguda, ojos almendrados, gran boca bien perfilada. Parece indiferente a todo. Él se pregunta incluso por qué está ella ahí. Se promete hacerle reproches a Sanga, encargado de elegirlas. Pero luego renuncia a ello diciéndose que su ministro la ha dejado pasar, sin duda, para realzar la belleza de las demás.

Contempla a las muchachas, que van de un lado a otro en silencio. No se atreven a hablar. Tal vez se sientan incluso espiadas. La que parece un saltamontes está explorando la habitación y se dirige hacia la alcoba. El Gran Kan decide interrumpirla. Derriba de pronto el biombo ante él. Las dos tímidas lanzan un grito de espanto. Las demás se sobresaltan. Sólo el gran saltamontes no parece sorprendido, aunque tiene una reacción que deja pasmado al Gran Kan. Se ha vuelto bruscamente adoptando una actitud parecida a las técnicas de defensa de los maestros de Wu Shu. Pese a sentirse intrigado, Kublai olvida con rapidez sus preguntas cuando todas se arrojan a sus pies y se prosternan ante él.

Kublai lleva una máscara de teatro chino. Oculta así su rostro para reforzar la atmósfera de misterio que le gusta crear. Es hora ya de exponerles las reglas del juego.

—Muchachas, me encanta recibiros aquí. Levantad vuestro hermoso rostro para que pueda veros.

Ellas obedecen, de rodillas aún. Kublai se deleita con la expresión que muestran sus semblantes. Él jamás se cansa del efecto que produce en las jóvenes flores. Naturalmente, han sido advertidas de la edad y la corpulencia del emperador. Pero encontrarse ante un viejo mastodonte es siempre más sorprendente que todo lo que hayan podido decirles.

—Ya sabéis para qué estáis aquí —prosigue Kublai—. Pero… no lo sabéis todo. Ocurren cosas que nadie se atreve a repetir.

El emperador, adrede, deja en suspenso su frase. Las dos tímidas, ruborizadas, comienzan a sudar de temor. La más hermosa inclina levemente la cabeza, aguardando con impaciencia. La cuarta mira hacia otro lado. La pequeña traviesa comienza a sonreír. El gran saltamontes escucha, atento.

—Soy un jugador. Como habéis observado, ningún esclavo está presente, y pronto comprenderéis la razón. Para elegir a la más meritoria, he imaginado una serie de pruebas. Cada ejercicio elimina del juego a la que pierde. Ésta deberá entonces asumir el papel de sierva para el resto de la ceremonia. No sabréis cuánto tiempo puede durar eso. La luz del día no llega hasta aquí. Puede suceder que yo me ausente. En ese caso, aguardaréis dócilmente a que yo regrese. Espero que el juego os complazca tanto como a mí —concluye con una gran sonrisa.

Furtivamente, las muchachas se dirigen miradas inquietas. Incluso la más traviesa ha perdido su sonrisa. A Kublai le gusta darles miedo. Así, mientras dura el encuentro, esa pizca de temor le da sazón al juego.

—Comencemos enseguida. Levantaos y presentaos —ordena con voz repentinamente autoritaria.

Como esperaba, la más hermosa es la que inicia la prueba. Ejecuta varios pasos de danza mientras canta con voz cristalina. Levanta los brazos y despliega las mangas de su túnica blanca que le da la apariencia de un cisne. Kublai se siente cada vez más conquistado. Con una seña, la interrumpe. Tal vez la muchacha no lo haya visto o quiera esmerarse por temor a no ser elegida, porque no obedece. Kublai frunce el ceño. En ambos casos, es un punto malo para ella. Esperará a ver cómo se comporta en la prueba siguiente. Levanta la voz:

—¡Ya basta!

Ella se detiene, pálida como el lirio.

—¿Tu nombre? —pregunta el emperador.

—Meng-mi —responde ella, temblando aún.

—Vuelve a tu lugar. Aquí serás «Flor de orquídea».

Ella se prosterna para saludar al emperador y se arrodilla, algo al margen de sus compañeras. El emperador ve cómo su pecho se levanta en grandes suspiros.

Una vez más, saborea el espectáculo que cada una le ofrece. La segunda, tímida, declama un poema en tono dramático, esbozando incluso algunos gestos. Es conmovedora. La tercera recita un cuento que hace sonreír al emperador. La cuarta se lanza a unas acrobacias que permiten augurar complicados abrazos. La pequeña traviesa representa la escena de una obra de teatro que el emperador conoce porque la ha financiado. La chiquilla se ha informado bien. Finalmente, le llega el turno al gran saltamontes.

Avanza, erguida como una vara, se prosterna ante el Gran Kan y dice con voz monótona:

—Gran Señor, no tengo el talento de mis compañeras y no quisiera ofender a Vuestra Excelencia con sosos intentos de brillar ante vuestros ojos. De modo que no efectuaré ninguna exhibición.

Kublai queda desconcertado ante esa reacción.

Li Wa lleva tanto tiempo ensayando este discurso que muchas veces ha temido fallar al verse ante el emperador. Pero la energía que ha sacado del fondo de sí misma le ha permitido recitarlo lo mejor posible. Ahora, se siente aliviada. Dentro de unos instantes, podrá pensar en la segunda parte de su misión, la más esencial.

—¿Cómo te llamas?

—Li Wa, Gran Señor.

—Aquí serás «Hierba del prado». Regresa a reunirte con tus compañeras. Voy a dictar mi sentencia.

Ella se levanta y retrocede, inclinada, hasta arrodillarse junto a las demás muchachas, visiblemente satisfechas de que no haya actuado.

Kublai reflexiona largo rato mientras las observa. Ellas están en ascuas, con excepción de Li Wa, que muestra un rostro sorprendentemente relajado. Mientras todas las demás han procurado complacer a su Señor, ella es la única que, deliberadamente, casi ha pedido que la apartaran del juego. El anciano de setenta y tres años, que tanto ha visto y vivido ya, sólo puede sentirse intrigado. No encuentra explicación a la actitud de la joven. Es posible que él le inspire tanto temor o repulsión que el destino de concubina secundaria le parezca preferible al de concubina imperial, mucho más prestigioso. Eso le evitaría sufrir los asaltos eróticos de su dueño. Al mismo tiempo, en su larga existencia, Kublai nunca ha visto que una mujer rechazara una posición más alta que la que su nacimiento le había deparado. En el caso de esa muchacha, se trataría de una estrategia, tan eficaz, en realidad, que Kublai concentra todos sus pensamientos en ella y no en las demás… Esta idea le provoca una sonrisa. Decididamente, ninguna interpretación le parece del todo satisfactoria. Es preciso estudiar el alma de la joven.

—Hierba del prado, tu modestia te honra y, en mi gran magnanimidad, consiento en darte una segunda oportunidad.

La noticia sobresalta a las muchachas como el súbito retumbar de un trueno. Se miran, incrédulas, pues un momento antes estaban convencidas de que su compañera sería la primera eliminada. Más aún que todas las demás, Li Wa se siente fulminada por un rayo. En un abrir y cerrar de ojos, las gotas de sudor corren bajo sus brazos. Estaba previsto que fuera rechazada en la primera prueba, para poder cumplir finalmente su misión. Ai Xue parecía muy seguro de sí mismo, hasta el punto de que esa parte de su entrenamiento sólo había durado unos pocos días. ¿Y si Ai Xue se había engañado? ¿Y si se equivocaba? A fin de cuentas, nunca ha visto al emperador y tal vez su informador no estuviera tan bien «informado». Lo peor es que ella ha conseguido concentrar sobre sí toda la atención del emperador.

En efecto, Kublai examina el rostro del saltamontes. Es evidente que tampoco ella esperaba esa decisión. Por primera vez desde su entrada, su rostro expresa una viva emoción: se ha puesto muy roja y abre la boca como si quisiera hablar. Kublai lamenta que las reglas de la etiqueta se lo prohíban. Nadie está autorizado a expresarse ante el emperador sin haber sido invitado a ello. De modo que ella quería ser eliminada en la primera vuelta. Esa certidumbre no hace más que acrecentar la curiosidad de Kublai. La joven tiene algo que ocultar. El misterio hace nacer un sordo deseo en el vientre del emperador. Se jura poseerla, sea cual sea el final del rito.

Por provocación, casi tendría ganas de apartar a la que tan segura está de sí misma, Meng-mi, pero decididamente es demasiado hermosa. Elige a la que parece tan indiferente a todo. Sin embargo, cuando ella se echa a llorar, siente una sincera compasión.

Como segunda prueba, cómodamente instalado en sus almohadones, mordisquea especias confitadas, golosinas que riega generosamente con vino de arroz. Li Wa sigue atentamente todos los gestos del emperador. Observa sus grasientos dedos que toman los cristales brillantes de azúcar cande y los llevan a sus gruesos labios. De momento, no ve medio alguno de acercarse a él sin despertar sospechas.

—Cada una, por turno, se adelantará y me confiará un secreto, sólo a mí. Quiero que me digáis lo que creéis que va a ocurriros esta noche.

Ellas se dirigen miradas atónitas. Por un instante, Kublai tiene la impresión de que desearían ponerse de acuerdo.

—Yo no diré nada a nadie —dice para tranquilizarlas.

La primera se decide. Kublai adora el momento en que recibe las confesiones de las jóvenes doncellas. Aprende a separar lo cierto de lo falso, sus temores de sus esperanzas. Cuando Meng-mi se confía, provocadora Kublai suelta la risa. Luego elimina sin dificultad a una de las más tímidas.

Como tercera prueba, ordena que se desnuden mutuamente. La más hábil es aquella que con la sensualidad de sus gestos consigue apartar la atención del cuerpo que está desvistiendo y atraerla hacia sí misma. Como era de prever, Meng-mi lo logra con infinita gracia. Y, como Kublai esperaba, Li Wa lo hace sin convicción alguna, como si desplumara un pollo. En su fuero interno, la muchacha se felicita por haber ocultado la bolsa que contiene el veneno allí donde nadie pensaría en buscarla. Nunca habría imaginado que llegaría a ese nivel del juego, pero un presentimiento la ha impulsado a tomar precauciones. Poco a poco, la atmósfera ha cambiado. Las muchachas ya no se sienten rivales, sino que entre ellas ha nacido cierta complicidad.

Kublai se dispone a subir un peldaño más con la próxima etapa.

—Muchachas, vuestras tres infelices compañeras se dirigirán al palacio de las concubinas secundarias. Y como quiero reservarme para vosotras, hermosas mías, partirán de aquí tan vírgenes como entraron. ¿No sería una gran tristeza privarlas de los goces del amor?

Las muchachas intercambian miradas interrogativas.

—Tengo una idea —prosigue el emperador en un tono juguetón—. Vayamos aquí al lado.

Las precede hasta la sala contigua con sus andares renqueantes. Las muchachas se detienen un momento en el umbral. Alfombras de pieles de tigre y león cubren el suelo. Unas estampas rojas y negras tapizan las paredes, representando parejas enlazadas en posiciones especialmente obscenas. Un lecho de imperiales dimensiones entreabre, como una herida rojo sangre, sus sábanas de satén escarlata. Unos garfios están hundidos en los muros de piedra a distintas alturas. Misteriosos instrumentos sobresalen a lo largo de la pared que hay frente a la cama. Al pie de los muros se alinean unos arcones.

—Muchachas —dice dirigiéndose a las perdedoras—. Venid e instalaos en la alfombra, ahí, ante mí. Preparaos para someteros a vuestras compañeras.

Kublai se deja caer pesadamente en los almohadones, mientras las tres muchachas, visiblemente inquietas, se arrodillan ante él.

—Por lo que a vosotras se refiere, eficientes jóvenes, abrid el primer arcón.

Meng-mi levanta la tapa. Todas lanzan un grito de sorpresa. Kublai se echa a reír.

—¡Caramba, ya veo que no sois tan novicias! Cada una de vosotras pondrá manos a la obra.

Al escuchar la sentencia, las perdedoras rompen a llorar. Una de ellas comienza incluso a suplicar al emperador que la libre de ese trance. Esta súplica hace que el Gran Kan monte en cólera.

—Tú tendrás derecho, además, a unos latigazos. Flor de orquídea, te encargarás de ésta. No te andes con miramientos.

Decidida, Meng-mi toma un corto látigo. Pese a la seguridad de que hace gala, Kublai advierte que unas gotas de sudor brillan en su frente. Ella se arrodilla detrás de su desgraciada compañera. Parece vacilar por primera vez. Levanta los ojos hacia el emperador, audacia suprema. El Gran Kan la tranquiliza con una mirada dulce, casi paternal.

Suavemente primero, Meng-mi actúa. Estimulada por los ánimos del emperador, acentúa su presión. Kublai no aparta de ella los ojos cuando se muerde los labios.

—Vamos, el látigo.

Meng-mi, como embriagada, azota con las correas las nalgas y la espalda de su víctima. Cada vez más exaltada, al cabo de un momento no necesita los gritos de ánimo del emperador para proseguir su tarea.

—Ya basta, detente —ordena él.

Meng-mi tarda de nuevo en obedecer. El emperador sabe que a ella le gustaría completar el castigo, pero quiere contenerla. Con gesto vivo, Kublai le arrebata el látigo y fustiga con violencia las caderas de Meng-mi. Ésta suelta un aullido de dolor.

—¡Así obedecerás! —exclama Kublai riendo—. No voy a mandarte a un harén, sino a un burdel.

Al Gran Kan le gusta, a veces, emplear un lenguaje desvergonzado y vulgar. El efecto es inmediato. Meng-mi se prosterna ante el emperador reclamando su perdón. Su compañera se encoge sobre sí misma sin dejar de llorar.

—La siguiente —ordena Kublai.

Otra muchacha, asustada por el espectáculo al que ha asistido, se apresura a obedecer. Se entrega a su tarea con orden y método, aunque sin pasión. El emperador siente cierto placer pero aprecia, sobre todo, el espectáculo de Meng-mi.

Ésta sigue de rodillas, muy erguida. Pero se retuerce imperceptiblemente por el escozor del latigazo que le sigue atormentando. Kublai se inclina y ve claramente una huella sanguinolenta que le llega hasta la curva de los riñones.

Por fin es el turno de Li Wa. Desde el comienzo, sólo piensa en ser eliminada. Muy a su pesar, recuerda su entrenamiento, las enseñanzas de Ai Xue, la esperanza que representa para todo su pueblo. Sin embargo, aun apoyada por miles de chinos, nunca se ha sentido tan sola. Intenta comprender por qué el plan de Ai Xue no ha funcionado esta vez a la perfección. ¿Dónde está el fallo? Interiormente, comienza a orar con ardor.

—Gran Señor, me niego a entregarme a esta práctica —declara con aplomo y una gran dulzura.

Sus compañeras lanzan un grito de espanto. Se preguntan cómo se atreve a desafiar así la voluntad del emperador. A Kublai no le sorprende.

—¡Muy hábil! De este modo darías a nuestra Flor de orquídea la ocasión de agotarse y conseguirías que careciera de ardor para las siguientes pruebas. En verdad, Hierba del prado, me impresionas. Vamos, Flor de orquídea, ocúpate de la última de tus siervas.

Asombrada, Meng-mi se levanta, jadeando aún. Es evidente que sigue excitada, y como su anterior experiencia la ha endurecido, olvida sus primeras vacilaciones.

El emperador decide eliminar a la pequeña traviesa que había perdido su sonrisa y que, decididamente, no le divertirá mucho tiempo más. Ahora se siente impaciente por conocer el secreto de Li Wa.

Con un suspiro, Kublai se deja caer hacia atrás.

—Bueno, llegamos a la última prueba, que me servirá para elegir entre vosotras dos, mis queridas Hierba del prado y Flor de orquídea.

Meng-mi estudia a Li Wa con aplomo.

—Se trata de lo siguiente: os invito a enzarzaros en un verdadero combate. Quiero que os peleéis por mí. Declararé victoriosa a la que haya derribado a la otra. Y cuidado, Hierba del prado, he visto claro tu juego.

Al oír esas palabras, a Li Wa le parece que la sangre abandona su corazón. Se cree perdida. Sin embargo, mantiene erguida la cabeza, dispuesta a oírlo todo.

—No se te ocurra dejarte ganar —prosigue el emperador—. Si considero que no te has defendido con bastante energía, decidiré que has ganado.

Meng-mi dirige una mirada interrogativa a Li Wa, que se mantiene impasible a pesar de la tormenta que agita su espíritu.

De modo que el emperador creía haberla descubierto. Ai Xue la ha formado en las artes del combate, pero no en las del disimulo. El Gran Kan sospecha que ella no es como las demás, pero ignora sus intenciones, de lo contrario la habría hecho detener ya. Li Wa se tranquiliza al pensarlo. Hasta ahora, el viejo lobo se ha mostrado más astuto que ella, sin ni siquiera comprender los envites de la cruel partida. Ahora Li Wa ya no duda de que tendrá que cumplir su misión aunque le vaya en ello la vida. Debe a toda costa perder esta lucha contra Meng-mi. Lamenta no haberle hecho confidencias. A Meng-mi le habría encantado seguirle el juego. Pero las consignas de Loto Blanco son estrictas, y le era imposible transgredirlas.

Con una especie de rabia, Meng-mi se arroja sobre Li Wa. Instintivamente, Li Wa gira sobre sí misma para encontrarse frente a su adversaria.

—Vamos, hazlo, Flor de orquídea, agárrala del pelo.

Alentada por los gritos del emperador, Meng-mi esboza un gesto para asir el moño de Li Wa. Rápida como el rayo, Li Wa detiene el brazo de Meng-mi, levantando el otro en posición de ataque. Esta vez, Kublai está seguro: la muchacha conoce el arte del Wu Shu. ¿Cómo una doncella destinada al servicio del emperador ha podido seguir un aprendizaje que exige años? ¿Y con qué objeto, sobre todo?

Li Wa está en una situación insostenible. Cuanto más intenta hacer que la eliminen, más el emperador, intrigado, quiere mantenerla entre las últimas candidatas. Tan ingenuamente como Ai Xue, Li Wa había creído que las demás bellezas la suplantarían fácilmente. Pero los dos habían subestimado a Kublai. Le habían tomado por un patán como su antepasado Gengis Kan, y ninguno de ellos había sospechado su sensible inteligencia. Con un furioso sentimiento de ira contra Ai Xue, la muchacha se siente traicionada. Comienza a vencerla la desesperación. Se le ocurre matar a Meng-mi. ¿No sería eso crimen suficiente para que la detuvieran enseguida, dándole así una ocasión para verter su veneno? No, sin duda, aunque estén aisladas, los guardias deben de estar apostados detrás de las puertas. Al menor grito del emperador, la inmovilizarían enseguida y le impedirían actuar. Entonces lo habría echado a perder todo. ¿Y si, a fin de cuentas, intentaba acceder al rango de concubina imperial? Tal vez se le presentara otra ocasión. Pero ¿cómo comunicarse entonces con el Loto Blanco? Sin embargo, es su última oportunidad. Decidida, opta por esta solución. Con una hábil presa, desequilibra a Meng-mi y se sienta sobre ella, retorciéndole un brazo en la espalda. Meng-mi grita de dolor. Li Wa levanta la barbilla con orgullo hacia el emperador, como hacía ante Ai Xue. Sorprende la pasmada mirada de Kublai. El emperador alza la mano. Li Wa libera a Meng-mi.

Jadeantes, las dos muchachas se miran con sincera simpatía.

Kublai se incorpora y pronuncia su sentencia.

—Reconozco que, por una vez, ambas habéis dado pruebas de verdadera voluntad. Por muy penoso que me resulte escoger a una de las dos, así es el juego… Hierba del prado, desde el comienzo has tenido una actitud muy distinta a la de tus compañeras. Pues bien, por fin voy a satisfacer tus deseos. Ven, ayúdame Flor de orquídea.

Agarra las muñecas de Li Wa.

—Te elijo a ti, Li Wa. Y como eres una verdadera tigresa, voy a domarte antes de poseerte.

El Gran Kan la ha llamado por su nombre. Sin saber la razón, Li Wa ve en ello un funesto presagio. El juego ha terminado. Debe aislarse, tiene que quitarse la bolsita…, de lo contrario…

—Aguardad —dice aterrorizada.

Pero el emperador no está ya dispuesto a escucharla. Kublai, pese a su edad, conserva una fuerza colosal. Arrastra a la muchacha hasta la cama, seguido por Meng-mi que no comprende aún lo que su dueño espera de ella; el hecho de que él pida su ayuda la hace olvidar, de momento, su inmensa decepción. A su alrededor, las velas se han consumido. La oscuridad recorta en los rostros sombras duras e inquietantes. Para librarse del abrazo de Kublai, Li Wa retuerce sus muñecas como le enseñó Ai Xue. Tiene que encontrar un modo de sacar el veneno antes de que el emperador la posea.

—Aguardad, aguardad —repite.

Pero, a pesar de sus esfuerzos, no consigue deshacerse de los dedos de Kublai que son una verdadera tenaza.

—Ahora, Flor de orquídea, mira detrás de las cortinas.

La muchacha lo hace y descubre unas anillas de hierro atadas a una corta cadena.

—Encadénala.

Li Wa se agita más aún. Piensa con espanto que si no tiene las manos libres, no podrá extraerse a tiempo la bolsita. ¿Qué sucederá entonces? Arquea su cuerpo con renovada energía.

—¡Nunca había visto fuerza semejante en una mujer! —exclama Kublai con admiración—. Si tuviera treinta años menos no me tomaría el trabajo de inmovilizarte.

Meng-mi pone los grilletes en las muñecas de Li Wa. Pero la muchacha no ha renunciado aún. Luchando con furor, lanza puntapiés para impedir que Kublai se le acerque. El emperador se limita a mirarla. El sudor no tarda en brotar entre los pechos de Li Wa.

—Puedes quedarte, Flor de orquídea, si eso te complace.

La muchacha se instala en unos almohadones, decidida a no perderse nada de lo que había esperado vivir.

Kublai sube a la cama y, evitando los terribles saltos de Li Wa, consigue meterse entre sus muslos. Su proximidad impide que la muchacha se defienda. Sin aliento, intenta seguir dando patadas. Pero la corpulencia del emperador es tal que sus esfuerzos se reducen a nada.

—Será un verdadero placer poseerte —dice él, lascivo, con la respiración entrecortada.

Li Wa siente el rígido miembro contra su vientre. ¡No! Tiene que impedirlo.

—¡Gran Señor, os lo suplico, aguardad! ¡No lo hagáis!

Sordo ante las súplicas, Kublai penetra a la muchacha. Ella intenta escapar por última vez. El Gran Kan la sujeta por los riñones, levantándola para tenerla a su disposición. Se incorpora bruscamente y, sin miramientos, empuja el tallo de jade contra su flor de loto. Ella gime a cada acometida del emperador.

—Eres estrecha, me pregunto si no corro el riesgo de desgarrarte.

—¡No! —sigue suplicando ella.

—Quedarás sorprendida, va a gustarte mucho.

Ella aúlla de terror. Sin decir palabra, en la oscuridad, él la taladra largo rato. Por fin advierte que su miembro está cubierto de sangre. La muchacha parece sufrir lo indecible. El flujo escarlata que él atribuía al desgarro del himen sigue vertiéndose. Inquieto, Kublai se retira. Un abundante chorro brota de la vagina de la joven, exhalando un fuerte olor a carne. Aunque él se haya apartado, Li Wa da respingos y se retuerce de dolor. Kublai despide a todas las demás y manda que acuda con urgencia un médico. Asustado, le explica que la ha violentado demasiado y que la ha llevado a las puertas de la muerte.

El médico, un viejo chino medio sordo, examina con calma a la muchacha casi inconsciente que gime sacudiendo la cabeza. Cuando se inclina entre sus muslos e introduce la mano en su intimidad, Li Wa tiene un espasmo. El médico la palpa y extrae un pequeño pedazo de tela ensangrentado. Lo contempla con cara de asco. Luego lo mete en un frasco y se seca las manos en un paño de lino. Se dirige al emperador para tranquilizarle.

—Gran Señor, con todos los respetos que debo a vuestra virilidad, no habéis sido vos la causa. Esa muchacha se ha envenenado.

Kublai deja escapar un gruñido de espanto.

—Explícate.

—Necesito algo más de tiempo para estar seguro de mis conclusiones pero, al parecer, llevaba veneno en el interior de sus genitales y vuestra entrada lo habría, ¿cómo decirlo?, liberado. La sustancia se habría desparramado entonces en su vientre, provocando una infección.

—¿Va a morir?

—Sí, probablemente. No sé cuánto tiempo tardará.

—Quiero que viva. ¡Cúrala! —exclama Kublai, furioso.

—Ahora mismo voy a administraros varios remedios que conozco y que seguramente podrán eliminar los humores que hayan podido alcanzaros.

—Llama a mi chamán. Dime, ¿qué es ese veneno?

—Gran Señor, creo que es una ponzoña que suele ponerse en la comida o en una bebida.

Kublai reflexiona, preocupado.

—No quiero que la noticia se divulgue. Esta muchacha será aislada en mis mazmorras subterráneas. Allí permanecerás con ella hasta que se restablezca. Nadie debe saber nada del asunto. ¿Está claro? —dice con voz cortante.

—Absolutamente, Gran Señor. Instalaos, voy a aplicaros un bálsamo.

Kublai se recuesta en sus almohadones, dejando que el médico se ocupe de sus partes viriles. Intranquilo, repasa con detalle el desarrollo de la velada. Los pedazos del rompecabezas van encajándose en su cabeza a toda velocidad. Ella, desde el comienzo, había procurado no llegar a la prueba siguiente. Su habilidad en el combate había despertado la admiración pero también las sospechas del viejo emperador. Es una verdadera guerrera, entrenada en los métodos de lucha de las sociedades secretas chinas. Ella lo había preparado todo: estaba segura de que sería eliminada y destinada al servicio. Entonces, tendría la oportunidad de derramar su veneno en los platos. Habría así ejecutado sin compasión a sus compañeras, lo que significa que éstas son probablemente inocentes. Kublai se pregunta, sin embargo, si no debiera hacerlas ejecutar también, por precaución. La cólera del emperador aumenta cuando piensa que Li Wa estaba al corriente de que a algunas muchachas se les atribuiría el papel de sirvientas. Ha tenido, pues, cómplices en el propio palacio. Rápidamente, pasa revista a todos los oficiales que conocen con detalle sus juegos. Las verificadoras no saben nada, salvo que las muchachas no salen vírgenes de la ceremonia. Los eunucos conocen el desarrollo de unas pruebas, pero ignoran la función de las que pierden. Sus consejeros se interesan muy poco por los placeres imperiales. A fin de cuentas, el único que lo sabe todo es… Sanga. Él es también el encargado de la última selección de las doncellas. Poco a poco al emperador le domina un sentimiento de rabia. Las advertencias de sus consejeros, las prevenciones de Bayan, las sospechas de sus oficiales vuelven a su memoria. Por aquel entonces, Kublai había desdeñado las acusaciones contra Sanga, que le culpaban de haber profanado y saqueado las tumbas de los emperadores Song. Había aceptado condenar al desconocido que había servido de chivo expiatorio. Pero ahora…

Kublai da unas palmadas. Samud, el hombre de cuya fidelidad no hay duda, aparece de inmediato.

—Avisa a Sanga de que quiero verle ahora mismo. Y convoca a mi guardia personal. Que se disponga a intervenir.

El paisaje de la llanura del norte desfila a un ritmo desesperadamente lento. La barcaza de Marco Polo no es lujosa pero no carece de nada. En las escalas, los tripulantes se aprovisionan de alimentos y bebidas. Los remeros bogan con fuerza animados por los gritos de su jefe. Dao Zhiyu evita a su padre, mezclándose con los marinos y los mercaderes. Encerrado a solas en su cabina, Marco lee y vuelve a leer el manuscrito fijándose en cada palabra y cada ideograma. Por la noche, el conjunto se mezcla en su mente como un ejército de insectos carnívoros dispuestos a devorarle. El hombre que intentó robar el manuscrito murió durante el interrogatorio sin haber revelado sus secretos. Los inquisidores saben que sólo una organización puede tener tanto poder sobre sus adeptos, el Loto Blanco. Desde entonces, Marco no se siente ya seguro, pese a la guardia que le escolta en cada uno de sus desplazamientos. Está impaciente por llegar a Hangzhu y poner el manuscrito en lugar seguro. Mientras el viaje dure, siempre temerá un atentado.

Finalmente, el lago de Hangzhu aparece a lo lejos. Los primeros techos de las altas casas brillan al sol. El río extiende sus meandros hasta la desembocadura.

Marco llega a Hangzhu con gran alegría. Hace que descarguen su supuesta mercancía y se dirige el barrio del Este, donde podrá alquilar una habitación en un discreto albergue. Con el corazón en un puño, Marco accede a la petición de Dao y le deja pasear solo por la ciudad. El muchacho ha expresado el deseo de reencontrarse con su pasado. Se dedica a vagabundear por las calles, que reconoce con sincera complacencia. Encuentra el taller donde estuvo a punto de ser contratado. Deambula frente a la casa de té donde trabajaba Xiu Lan. Cediendo a la tentación, entra en el establecimiento por la puerta principal. Es la primera vez que cruza el umbral como un simple cliente. Antaño, pasaba por la entrada de las hetairas, escurriéndose entre sus largas piernas, disfrutando la furtiva caricia de la seda de sus vestidos en las mejillas. Ahora es recibido como un invitado. Unas cortesanas de pechos desnudos le sirven licor de madroño y té perfumado. El elige a una joven de hombros cuadrados y pecho casi plano. Cuando ella se desnuda en la celda, advierte que tiene la silueta de Li Wa. Pasa la velada con ella, cerrando los ojos durante todo su abrazo. No puede impedirse imaginar la cópula de Li Wa con Kublai Kan. Eyacula con desenfrenada rabia. Pese a la buena voluntad de la cortesana, en la boca le queda un sabor amargo. Sin dirigir una mirada a la muchacha, abandona la habitación como si huyera.

Es noche cerrada aún cuando sale de la casa de té. A ciegas, se orienta hacia el canal. De pronto, oye unos susurros. Se detiene, aguza el oído, alerta. Sabe que hubiera sido mejor esperar tranquilamente la mañana en el cálido regazo le la cortesana. Sigue avanzando, pues se siente invencible. De pronto, una sombra aparece ante él. Por instinto, Dao extiende de golpe la pierna y propina una patada al desconocido que, alcanzado en el plexo solar, cae al suelo. Aparecen ya otros hombres, las hojas de cuyas armas brillan al claro de luna. Dao Zhiyu se pone ágilmente en posición de combate, con las rodillas dobladas. El primer bandido se lanza contra él. Dao lo esquiva, escurriéndose como una anguila. El otro se desploma pesadamente. Dao aprovecha un instante de distracción de sus adversarios para asestarles unos puntapiés en plena mandíbula. Los bandidos vacilan.

—¡Larguémonos, es un maestro de Wu Shu! —exclama una voz aterrorizada.

Dao reconoce con incredulidad al que acaba de hablar con voz gangosa.

—¿Xighang? ¿Eres tú?

La silueta se acerca prudentemente.

—¿Dao Zhiyu? ¡No puedo creerlo, has regresado!

Dao apenas reconoce a su compañero de los malos días.

Su rostro lleva las marcas de los golpes recibidos. Las pandillas son implacables. Sus ojos de animal acosado se mueven constantemente, como si temiera un ataque por sorpresa. Incapaz de estarse quieto, retrocede cada vez que Dao se le acerca. Ha adelgazado y parece tener muchos años.

—Ven, ¡invítame a una copa! En memoria de los viejos tiempos —propone Xighang.

Dao acepta de buena gana. Es un lujo que Xighang no puede sin duda permitirse nunca. Xighang ordena a sus acólitos que los escolten. Los demás obedecen de mala gana. No es una de sus atribuciones. Dao se da cuenta de que Xighang exagera para impresionar a su antiguo amigo. A buen seguro es sólo un esbirro que goza de poco respeto, sometido a la autoridad de sus jefes.

—Perdóname, te he tomado por un mongol —dice Xighang—. Con esas ropas, en la oscuridad, no se distingue nada.

Por la expresión de su amigo, Dao advierte el abismo que ahora los separa. Una pizca de legítima envidia empaña el tono entusiasta del chino.

—¿Por qué? ¿Sólo atacáis a los mongoles?

—Bueno, sí, como siempre. Orden del Loto.

Dao inclina la cabeza. De modo que Xighang sigue aún bajo el dominio del Loto Blanco.

Dao decide ocultarle que se ha convertido en discípulo de Ai Xue. Es una información secreta que tal vez algún día tenga valor.

—Avisaré a nuestro señor de que estás aquí, le complacerá volver a verte.

—¡No! —se apresura a replicar Dao—. Muy al contrario, no digas nada. No nos hemos visto.

Dao Zhiyu contempla a Xighang preguntándose si puede confiar en él. Tal vez debiera ponerle de inmediato fuera de combate…

—Bueno, ¿y la chiquilla que habías conocido la última vez? —pregunta el chino—. ¿Qué es de ella? Apuesto a que seguís juntos. ¿Vas a casarte con ella?

—No, se ha convertido en concubina imperial —responde Dao con una voz neutra.

Xighang emite un silbido de admiración.

—¡Entonces no eras bastante para ella! Mejor así, si ella se da ahora la gran vida.

Xighang ha hablado con espontaneidad, sin sospechar un solo instante que hunde en el corazón de Dao un puñal que reaviva su dolor y sus pesares.

—Sí, se da la gran vida ahora —suelta éste en un susurro.

Con el cuello y las manos apresados en un cepo, completamente desnuda, Li Wa está atada al techo con una pesada cadena. El inquisidor imperial gira a su alrededor acosándola a preguntas desde hace horas.

—¿Quién te ha mandado? ¿Quién es el hombre que ha guiado tu mano?

A veces el inquisidor sale de la celda con sus ayudantes, dejándola a solas largo rato. Li Wa ha perdido la noción del tiempo y sería incapaz de calcular cuánto hace que dura su encarcelamiento. Tras la terrible ceremonia con el emperador, despertó en una mazmorra, desnuda, con grilletes en las manos y los pies. Su vientre la hacía sufrir atrozmente. Un médico la visitaba regularmente, prodigándole sus cuidados con gran eficacia, pero también con una gélida indiferencia. Ella intentó hablarle, preguntarle qué suerte le esperaba. Él se limitaba a interrogarla sobre su estado de salud sin responder nunca a sus preguntas. Un día, o tal vez una noche, cuando el médico consideró que estaba curada, el inquisidor imperial se plantó ante ella. Su larga barba blanca recortada en punta le daba aspecto de sabio. Sus ojos brillaban de inteligencia, simples grietas bajo unas cejas pajizas. Una perpetua sonrisa iluminaba su rostro ceroso. Desprendía una impresión de benevolencia que había tranquilizado a Li Wa.

Pero cuando él la condujo a la sala de interrogatorios, donde la sola visión de los instrumentos bastaba a menudo para desatar las lenguas, la venda le cayó de los ojos a Li Wa. Inmovilizada por el cepo que le ciñe el cuello, arrodillada, el interrogatorio comenzó. Puesto que callaba, fue golpeada varias veces sin que ni siquiera pudiese ver el rostro de sus agresores. Siempre se había preguntado si el inquisidor era uno de ellos.

Luego, la colgaron del techo por una cadena, dejando que apenas tocara el suelo de puntillas.

Reaparece el inquisidor, escoltado por sus esbirros. De pronto, se vuelve meloso, se acerca tanto a ella que puede sentir su refinado aliento con perfume de té de jazmín.

—Escucha, sabemos que semejante idea no puede nacer del cerebro de una mujer. Dinos pues el nombre de tus cómplices, así te salvarás.

Espera unos instantes y, luego, hace una señal. Su ayudante se acerca a Li Wa y le propina un latigazo en la espalda. Agotada, ella lanza un grito de dolor.

El inquisidor dirige un gesto a quienes le secundan.

—Bajadla. Utilizadla mientras todavía está presentable. Vuelvo dentro de un rato.

Aunque sea el inquisidor, Li Wa querría retenerle. Es el único que le muestra aún una pizca de humanidad. Sus ejecutores son peores que él. Desde que permanece encerrada en los cimientos del palacio, cuya existencia ignora la mayoría, no le han dirigido ni una sola palabra. Está incomunicada, lo que significa que nadie le habla o la escucha, a excepción del inquisidor en las sesiones de interrogatorio. Se limitan a atarla y a transportarla como harían con un pedazo de carne. Al escuchar la nueva sentencia, Li Wa no siente ya fuerzas para suplicar que no lo hagan. De pronto, sin saber por qué, la imagen de Dao acude a su mente. Siente tanta vergüenza y pesadumbre que expulsa vivamente su recuerdo. ¿Qué pensaría de ella si la viera así? Contra su voluntad, no puede contener las lágrimas.

Al cabo de varias horas, no siente ya su cuerpo que se ha convertido en una sola llaga en carne viva. Los últimos carceleros han salido de la celda. Está tan destrozada que las piernas apenas la sostienen y lucha para permanecer de pie con la postrera energía. Cada vez que se deja caer, el cepo la asfixia, pero no lo bastante para acabar con ella. Debe elegir entre el agotamiento y el dolor del cepo.

El inquisidor reaparece flanqueado por sus ayudantes. Con un gesto, ordena que la reanimen. Le arrojan a la cara un cubo de agua helada. La recorren unos temblores que no puede reprimir.

—El emperador ha dictado tu condena a muerte. Vas a desaparecer sin que nadie sepa nada y tus restos serán arrojados a los perros. Sin embargo, te da una oportunidad para que te redimas si no quieres renacer como una miserable lombriz. Di el nombre de tus cómplices.

Incapaz de hablar, ella sacude la cabeza.

—Muy bien. Hágase la voluntad del emperador.

Sueltan la cadena que la sujetaba al techo. Se derrumba como una muñeca de trapo.

—Lleváosla —ordena el inquisidor.

Inmovilizada aún por el cepo, los ayudantes la levantan. Siente que la sangre le palpita en las sienes con un rumor de tempestad. Su cabeza parece a punto de estallar. Unas gotas de sudor le irritan los ojos, nublándole la vista.

—Has traicionado al emperador. Llegaste a su casa para seducirle con todos los atributos de una virgen que no eras. Eres experta en Wu Shu, algo que te habría sido imposible con los pies vendados. Sin embargo, el emperador habría podido creerlo puesto que lucías el mismo calzado dorado que tus compañeras. Hemos ordenado poner remedio a eso —añade con su voz melosa.

Los verdugos la arrastran por el corredor. El instinto de Li Wa la saca con brutalidad de su sopor. Presiente que va a ocurrirle algo terrible. Está dispuesta a morir; no aguardaba otro destino al aceptar esta misión. Pero el maestro no la había entrenado para soportar semejantes tormentos. La desgraciada intenta resistir. Hunde los talones en el suelo negándose a avanzar. En vano. Sus fuerzas se han debilitado durante los días que ha permanecido detenida, sufriendo privaciones y torturas.

La arrastran por un largo pasadizo oscuro, que rezuma mugrienta humedad, donde viven ratas e insectos. Al fondo hay un pesado rastrillo coronado de dragones del otro lado del cual surge un fuerte calor. Cuando se acercan, la reja se levanta con un siniestro rechinar de cadenas. En el centro de la habitación hay una mesa de madera erizada de grilletes. Le han quitado el cepo. Pero su alivio es de corta duración. Es arrastrada y tendida en la mesa. Luego, le atenazan las muñecas y las piernas con grandes anillas de hierro que penetran en su carne. Vuelve la cabeza con dificultad para divisar una forja en la que unos extraños objetos son calentados al rojo sobre unas llamas. Tienen un aire vagamente familiar, aunque no consigue identificarlos del todo.

El inquisidor se acerca a ella.

—Conoces el «loto de oro», ¿no es cierto? El nombre que se da a los delicados pies de las mujeres que han conseguido detener su crecimiento para que conserven un tamaño muy reducido. ¡Conoces el loto de oro! —repite bruscamente.

Li Wa está tan sorprendida por el tono que inclina rápidamente la cabeza. Sabe muy bien que es un método clásico de intimidación. Pero está tan débil que toda su resistencia parece haberla abandonado. Se siente terriblemente sola.

Un sentimiento de cólera la invade cuando piensa en Ai Xue, que la envió a las fauces del ogro. ¿En nombre de qué causa él le ocultó la suerte que le esperaba? El Loto Blanco no reconoce tener jefes, y tampoco tiene en cuenta a los individuos.

—Ahora voy a darte a conocer… ¡el loto de fuego! —prosigue el inquisidor, exaltado—. No lo practicamos muy a menudo.

Li Wa percibe en su voz una excitación malsana. El verdugo enmascarado, con ayuda de un gran par de tenazas, toma uno de los dos objetos que Li Wa ha visto enrojeciéndose al fuego. Cuando lo acerca a ella, reconoce horrorizada su forma. Esperaba que la marcaran con un hierro al rojo, pero es mucho peor que eso. Son unos escarpines de hierro, calentados al rojo, divididos en dos mitades iguales unidas por un gozne. Y, en el colmo de la crueldad, tienen un sistema que permite apretarlos hasta una dimensión minúscula, casi la de los pies de un recién nacido.

—¡No! ¡No!

Instintivamente, se arquea para romper sus cadenas. El verdugo se acerca lentamente mientras su ayudante sujeta la pierna de la víctima. Ella se debate, moviéndose en todas direcciones. Trabajosamente, el ayudante consigue introducir el pie en el interior de la mitad del escarpín. Li Wa lanza un aullido de dolor que hace temblar los muros de la prisión. Un hedor a carne abrasada llena la estancia. ¡Es la suya! El verdugo le pone la segunda mitad para cerrar el escarpín alrededor de su tobillo. Se oye un nuevo crepitar y del calzado brota una humareda gris. Ella grita con todas sus fuerzas antes de desvanecerse. Pero es reanimada enseguida por un cubo de agua fría que le han arrojado al rostro.

—Prosigue tu obra —ordena el inquisidor.

Entonces, implacablemente, el verdugo, ayudándose con sus tenazas, da vuelta a la rueda dentada para encoger aún más el escarpín. Aniquilada por el sufrimiento, aullando hasta perder el aliento, Li Wa oye con horror los huesos de sus pies que crujen como nueces que se quiebran. Insensible a sus gritos, el verdugo sigue apretando su instrumento, destrozando definitivamente los pies de la muchacha hasta convertirlos en minúsculos muñones con las terribles dimensiones del «loto de oro». Cuando pierde de nuevo el conocimiento, los ayudantes la rocían con agua helada. Los espasmos sacuden su cuerpo. Todos sus miembros tiemblan con tanta violencia que el verdugo apenas puede ponerle correctamente la última mitad del segundo escarpín. Deja libre el dedo gordo que acaba cayendo al suelo cuando él aprieta el instrumento. De pronto, la muchacha deja de moverse. No consiguen ya hacer que recobre la conciencia. Su respiración es irregular. Su rostro, cubierto de sudor, está blanco como el yeso.

—¡No debe morir, no ahora! —exclama el inquisidor colérico, pero también inquieto—. ¡Quitadle eso!

Obedientes, los ayudantes intentan aflojar los escarpines. Pero retroceden porque se han quemado los dedos. El verdugo se ha apartado, como si aquella tarea no fuera ya cosa suya.

Un asistente toma las tenazas para abrir los escarpines. Pese a todo lo que ha visto, el inquisidor hace un gesto de asco cuando descubre lo que queda de los pies de su víctima.

—Llamad al médico de los prisioneros. Quiero que viva un poco más.

—¡Xiu Lan, cuánto me alegro de verte! A decir verdad, te esperaba con impaciencia.

La cortesana se prosterna ante el emperador. El tono de Kublai es tan frío como cálidas son sus palabras. Una ira sorda aflora en cada una de sus miradas. Lo que más inquieta a Xiu Lan es que el emperador la reciba en audiencia privada. Sólo el fiel Samud está de pie a su lado. Sujeta con una cadena al guepardo domesticado del Gran Kan. Con las fauces abiertas, mostrando unos colmillos que chorrean baba, el animal acecha a la cortesana. El Gran Kan se golpea la palma de la mano con un corto látigo. Ni Sanga ni el hijo de Kublai asisten a la entrevista, como si debiera permanecer secreta. Xiu Lan se dobla más aún en su reverencia para disimular el estremecimiento que la recorre.

La estratagema no le pasa inadvertida a Kublai, que la observa con agudeza de fiera. En su fuero interno, la ha condenado ya a muerte. Anunciárselo es sólo una formalidad.

—Levántate. Acércate. Bueno, ¿has sabido la noticia?

En el rostro de Xiu Lan aparece una expresión interrogativa. Pestañea varias veces con rapidez. Un terrible presentimiento la domina de pronto. ¿Qué rumor de palacio se le habrá escapado?

A su vez, el emperador se levanta, algo que nunca hace durante una audiencia. Xiu Lan está tan sorprendida que retrocede, como si temiera ser aplastada por la temblorosa montaña de carne que se acerca a ella.

—Gran Señor, lo ignoro todo —responde con una sonrisa.

—Entonces, yo te lo comunicaré, ¡eso espero! —dice con un tono preñado de cólera—. Una mujer ha intentado asesinarme.

Xiu Lan deja escapar un grito. Se pone pálida como la muerte. Sin saber por qué ni cómo, presiente que de un modo u otro está implicada en ello.

—Es una bendición para todo el imperio que vuestros enemigos no lo hayan conseguido —dice para ganar tiempo.

—Poco ha faltado. La autora del atentado ha sido castigada como merecía. Esta mañana. Lástima que te lo hayas perdido.

La escruta para descubrir en su fisonomía un gesto que la traicione. Pero con la larga experiencia de las mujeres de placer, la cortesana mantiene una expresión indiferente, con el rostro petrificado en una graciosa sonrisa. El emperador prosigue:

—Mis médicos no han conseguido reanimarla cuando ha sido necesario encerrarla en el tonel erizado de púas. La prueba de que estaba exánime es que el caballo la ha arrastrado sin que se oyera un solo grito, ni un gemido. Mis inquisidores habían exagerado un poco en el interrogatorio. Eso echa siempre a perder el placer de la ejecución.

—Gran Señor, ¿y ha revelado ella el nombre de sus cómplices?

—¿Te interesa, pues? Creía que tú sólo hablabas de tao y de joyas.

Xiu Lan baja los ojos. Se siente perdida. Recurriendo de nuevo al arte del disimulo, levanta la barbilla.

—Pertenezco ahora al emperador y todo lo que le afecta me afecta también —dice con voz pausada.

Se trata, ahora, de jugar con sutileza, de lo contrario Kublai podría afirmar que ella ha confesado. Pero el emperador advierte que no está dispuesto aún a sacrificar a Xiu Lan. Todavía puede servirle.

—Se llamaba Li Wa —dice él mirándola a los ojos.

Ante ese nombre, Xiu Lan palidece más aún, cosa que parecía imposible. Llena de zozobra, cae de rodillas.

—¿La conoces? —prosigue el emperador.

Xiu Lan mira a todas partes con ojos aterrorizados. Jadea. Cualquier cosa antes que sufrir los interrogatorios de la policía imperial. Decide jugarse el todo por el todo.

—Gran Señor, es una de las muchachas que tuve el honor de presentar a Vuestra Excelencia. Nada sabía de sus siniestras intenciones.

Kublai se aparta. Le sorprende que hable tan fácilmente. Tal vez, a fin de cuentas, no esté al corriente de nada. Tal vez diga la verdad.

—¿Qué sabes?

—Nada, Gran Señor. No era una de mis reclutas ordinarias. Me fue impuesta.

—¿Por quién?

Xiu Lan vacila. Si el Loto Blanco se entera de su traición, tiene los días contados. Pero si miente al emperador, la hará ejecutar en el acto. Decide conservar su vida inmediata.

—Suplico a Vuestra Excelencia que me conceda su ayuda. Cuando él sepa que he dicho su nombre…

Kublai hace chasquear el látigo en el suelo. Ella se sobresalta.

—No estás en condiciones de reclamar nada.

Ella saluda al emperador como lo hace ante el altar de los antepasados. Él sabe así que se coloca bajo su protección.

—Fue un médico chino llamado Ai Xue, le conocí en Hangzhu.

De pronto, Temur irrumpe en la sala de audiencias. Kublai hace un gesto de mal humor. Ordena, con un ademán, a su nieto que espere.

—Permanecerás en palacio hasta que decida tu suerte —decreta—. Vete.

Aliviada por haber salvado la piel, aunque sea sólo de momento, Xiu Lan acompaña al guardia del Gran Kan.

En cuanto la cortesana ha desaparecido, Temur se prosterna rápidamente ante su abuelo. Está tan agitado que esperar unos minutos más le habría resultado imposible. Desprecia a su abuelo por haber dado preferencia a la audiencia de una cortesana. Ocultando su despecho, se levanta y saca de su caja un rollo. Lo tiende al emperador.

—Gran Señor, Sanga ha hablado, he aquí la lista de los nombres que ha confesado.

Kublai se instala de nuevo en su trono.

Sin dar tiempo al emperador a examinar el documento, Temur blande otro rollo.

—Su orden de ejecución, Gran Señor.

Kublai permanece un momento desconcertado, dividido entre la cólera y el orgullo. Tal vez, a fin de cuentas, su nieto podría ser un gran emperador. Si bebiera algo menos… Temur tiende al Gran Kan una carta bordeada por la franja roja imperial.

—Déjamela —responde Kublai, contrariado.

Temur percibe las reticencias de su abuelo. Cuando él esté en el trono, procurará no dejarse influir por sus amistades.

—Gran Señor, perdonad mi dureza. Debe de resultar penoso condenar a quienes han sido sus consejeros, sus íntimos tal vez. Pensad que, además de vuestra propia supervivencia, está en juego el porvenir de vuestra dinastía. El trono de los Yuan que vos levantasteis no debe tambalearse. Fuisteis inflexible cuando se trató del príncipe Nayan, que llevaba la misma sangre que vos…, la misma sangre que yo.

Kublai abre mucho los ojos, sorprendido.

—Debéis preparar vuestra sucesión. Vuestros enemigos reclaman la cabeza de Sanga. Eso apaciguaría los ánimos. Firmad —insiste Temur con voz autoritaria.

«¡Su padre no se atrevía a hablarme en ese tono!», se dice el emperador.

Temur acerca un escritorio y lo deposita en las rodillas del anciano.

Kublai empuña el pincel y firma la sentencia de muerte de su ministro. Con mano temblorosa, él mismo aplica el sello de color sangre.

Temur toma el documento y lo enrolla con gesto rápido. Kublai se apoya en el respaldo. Extiende el papel en el que se han trazado unos grandes caracteres caligráficos, para que pueda leerlos personalmente. Escruta con atención cada nombre, murmurando comentarios sobre aquéllos a los que conoce.

—Nunca hubiera imaginado que denunciaría a tantos —se sorprende el Gran Kan.

—Os cegó durante demasiado tiempo —observa, lacónico, el príncipe.

—¡Dao Zhiyu! —exclama de pronto Kublai.

—Incluso él, Gran Señor —asiente Temur al oír ese nombre detestado.

—Es el hijo de Marco Polo… —dice para sí el emperador—. Que manden de inmediato mi guardia.

—Ya lo he dispuesto —suelta Temur con evidente alegría.