3
El dragón negro

Antes de partir, Marco ha tenido que pelearse con Shayabami, que quería acompañarle a toda costa. Pero el veneciano se ha negado, tanto para ahorrarle a su viejo esclavo un viaje que presiente penoso como para estar seguro de tener un servidor cuya ayuda sea eficaz. Shayabami lo ha comprendido y se ha sentido mortificado. De modo que, apenado, pregunta a Marco cuándo piensa despedirle. El veneciano ha tenido que desplegar todo su arsenal de argumentos para tranquilizar al sirio. Una vez convencido, ambos inician una nueva discusión para decidir qué criado, de entre los que Niccolò envió, va a llevarse Marco. Vuelve a leer la carta de su padre, que éste ha dictado a Matteo, como deduce Marco al reconocer la aplicada caligrafía de su tío. Aunque su padre no diga nada de ello, Marco teme encontrarlo ciego, o casi.

He tardado tanto tiempo en responderos porque no me apetece mucho tomar la pluma para escribir. No preguntáis cómo estoy, pero voy, de todos modos, a daros algunas noticias. Nuestro comercio de sal es bastante próspero y me ha permitido adquirir tres concubinas más, a pesar de mi avanzada edad. He ofrecido incluso a mi querido Matteo regalarle una, pero es como un monje, aunque no lleve hábito; está muy preocupado por su salvación eterna y teme que los pecados de su hermano le salpiquen. Como me habéis pedido, os envío algunos esclavos que yo mismo he elegido.

Al observar al joven que Shayabami ha destinado a su servicio, Marco no puede sino constatar que el sirio merece su confianza. El pequeño esclavo es tan discreto que Marco ni siquiera advierte su presencia. Todas las tareas se realizan como por arte de magia. Por la mañana encuentra las botas cuidadosamente limpias, su caballo ya enjaezado, encendido el fuego, la comida caliente. El muchacho no se queja nunca, ni siquiera cuando debe efectuar parte del viaje a pie porque su mula se ha roto una pata con una liana demasiado nudosa, y todavía no han adquirido otra.

En el patio del caravasar, envuelto por el aire fresco del anochecer, Marco se entrega a sus ejercicios. Practica con la mano izquierda, menos ágil que la diestra en el manejo de la espada. Hace una finta, esquiva lanzando gritos de guerra. Al cabo de unos instantes, jadeando, deja su bastón de entrenamiento.

—¿Cómo te llamas? —pregunta Marco al esclavo, a quien dirige la palabra por primera vez desde que salieron de Khanbaliq.

El joven se apresura a saludar con humildad a Marco. Tiene la piel mate y los ojos almendrados de los mongoles, pero la constitución más bien enclenque de los chinos.

—Señor Marco, ignoro mi nombre. Pero Shayabami me llama Pietro.

Marco se echa a reír.

—¡Pietro! ¡Pero si es un nombre de mi país!

El muchacho se encoge de hombros, sin responder. Sonríe a su vez, contagiado por el buen humor de su dueño.

—Y sin embargo, viendo tu jeta eres un verdadero tártaro —prosigue Marco—. Mira, voy a bautizarte Pietro Tártaro, eso te irá mejor.

—Como os plazca, señor Marco —dice el esclavo volviendo a saludar.

—¿Y qué edad tienes?

Pietro se encoge otra vez de hombros.

—Debes de tener la edad de mi hijo —calcula Marco.

Malhumorado, se aparta. Por décima vez, saca de su manga la carta que Dao le ha enviado. Escrita en mongol con torpe caligrafía, no tiene más de diez palabras. Pero cada una de ellas es un puñal en el corazón del veneciano.

«Maese Polo, parto bajo la protección de Xiu Lan».

Xiu Lan abandona Khanbaliq a bordo de un ancho barco de fondo plano que llegará a Hangzhu por el Gran Canal en unas pocas semanas, una proeza posible gracias a las grandes obras ordenadas por el emperador. El séquito de la cortesana es excepcional. Xiu Lan ha aprovechado todas las ventajas que el Gran Kan le ofrecía y ha renovado su vestuario, su mobiliario, sus perfumes, sus maquillajes, sus animales, sus joyas. Dao Zhiyu se divierte especialmente con los gatos que ella ha adoptado. Xiu Lan ha hecho teñir algunos de acuerdo con el color de sus vestidos. El chiquillo intenta enseñarles en vano trucos de habilidad. El favor imperial ha conferido a Xiu Lan una seguridad que nunca había tenido. Da muestras de una autoridad que inspira respeto y temor a sus servidores, cuyo número ella ha triplicado. Cómodamente instalada en un vasto sillón trenzado, imparte sus órdenes con voz seca. Las puntúa con golpecitos de su abanico de nácar. Cuida de no modificar la expresión de su rostro, para no alterar la lisura de sus rasgos, cosa que presta a sus cóleras un carácter impresionante. Es capaz de mostrarse amenazadora casi sin abrir la boca ni fruncir el ceño. Hasta el punto de que los espíritus débiles le atribuyen poderes mágicos.

Su travesía por el canal permite, tanto a Xiu Lan como a Dao, descubrir el imperio. El esplendor de su séquito hace que sean tratados con los mayores honores. Los notables de los puertos en los que atracan se pelean para ser recibidos a bordo y ofrecerles avituallamiento y regalos. Xiu Lan dicta a Dao una misiva para su antigua amiga de las casas de té, Fan-fi, a la que espera ver en Hangzhu.

La campiña desfila lentamente. Es la estación en la que debe replantarse el arroz. Miles de campesinos, con los pies desnudos en el agua y la cabeza cubierta por un ancho sombrero de paja, se inclinan sobre los minúsculos brotes. Saludan a la embarcación al verla pasar.

Finalmente, llegan a Hangzhu. La ciudad ha sido más restaurada aún desde que la abandonaron. La barcaza se desliza bajo un arco que delimita la entrada a la población. Xiu Lan no necesita mostrar el salvoconducto: las armas imperiales que adornan el navío bastan para abrirle paso. Xiu Lan permanece unos días a bordo, dejando que su intendente, un eunuco pagado por Kublai, tenga tiempo para elegir el más hermoso palacio de la ciudad. Este regresa para comunicar a Xiu Lan que ha encontrado una espléndida morada, pero que está habitada. La favorita no se desalienta y ordena que los habitantes sean expulsados de inmediato. Unas horas más tarde, el intendente reconoce que ha fracasado en su misión. Tanto más furiosa cuanto que hace tiempo ya que espera, Xiu Lan decide acudir personalmente al lugar, pese a las protestas de su intendente. Exige que la acompañe un servidor que le sostenga la sombrilla sobre la cabeza, privilegio reservado a los individuos de rango imperial. Impresionados, los habitantes del palacio le abren las puertas que habían mantenido cerradas ante su intendente. El altanero porte de su cabeza, el atavío digno de una princesa bastan para convencerlos de que están en presencia de un personaje importante. Se prosternan ante Xiu Lan con todas las señales de respeto, saludando la memoria de sus antepasados. Con la cólera fría que le es habitual, ella les concede el tiempo que marca un reloj de arena para largarse con su familia y sus cosas, so pena de ser azotados en el patio del palacio, ante los criados. A los infelices no les queda otra salida que obedecer. Una vez cerradas las puertas, Xiu Lan se siente en su casa en ese palacio habitado antaño por los emperadores chinos Song. Faltando a la estricta disciplina que se impone a sí misma, Xiu Lan se permite sonreír por primera vez desde hace mucho tiempo.

El barco se bambolea en el mar turquesa. Hace seis meses que Marco ha abandonado el puerto de Zayton[2], al sur del imperio. Cambiando de navío según el destino, se ha instalado por fin en el que va a llevarle a buen puerto. Pensó primero en viajar por tierra. Pero el itinerario a través de las montañas del oeste era peligroso. La situación en el Imperio birmano era incierta, y además Marco guardaba un terrible recuerdo del clima y de la vegetación exuberante dispuesta a devorar a un hombre. De modo que prefirió arrostrar los peligros marítimos de las tempestades y los piratas. Pietro Tártaro no le sirve para nada, pues está indispuesto durante la mayor parte del viaje y no se mueve del fondo de la cabina pese a las recomendaciones de su dueño. El veneciano es casi el único que admira el paisaje que va desfilando ante sus ojos: las costas chinas están cubiertas de un bosque tupido, de tonos verdes profundos y cambiantes bajo la bruma. Marco habría preferido evitar la estación de las lluvias, pero los retrasos de la navegación decidieron otra cosa. Aprovecha esa demora para mantener al día su correspondencia, aunque no está seguro de que todas sus misivas lleguen a su destinatario, tan aleatorio es el correo de los navíos.

Por fin, el grito del vigía llama la atención de los pasajeros. Dejando su pincel, Marco corre a la proa del barco. En el horizonte se divisa una línea a la altura del mar, la isla de Ceilán. A medida que el navío se acerca, el veneciano distingue la silueta de unos imponentes cocoteros en la ribera.

Una vez fondeada la embarcación, Marco ordena que desembarquen rápidamente su equipaje. Él mismo se encarga de elegir un albergue en plena ciudad. Su anfitrión le recibe con pasmo. Luego, el visitante merodea por las callejas, descubriendo las maravillas del reino. Los habitantes están acostumbrados a tratar con mercaderes extranjeros. Se dirigen a Marco en persa y en árabe, alabando las bellezas de sus zafiros o de sus alfombras. El veneciano compra una torta redonda, rellena de jalea con aceite de sésamo y miel. Mientras la saborea, se detiene ante unos magníficos marfiles esculpidos. Pese a los riesgos del viaje —en especial bandidos y piratas—, decide adquirir un par de colmillos de tamaño impresionante. Representan un palacio en cuyas columnas labradas se entrelazan bailarinas de generosas formas que prometen placer a los hombres. Cada rostro y cada cuerpo es distinto. Las siluetas están adornadas con joyas y perlas. El mercader le ofrece dos taburetes de madera de sándalo y un collar de piedras lunares. Cuando regresa al albergue, Marco atraviesa un gran parque de caneleros, cuya especia contribuye a la riqueza del reino. A diferencia de los rectilíneos jardines de Khanbaliq, éste es un laberinto de tortuosas avenidas. Divertido, Marco se pierde en el dédalo de pequeños estanques y maleza antes de encontrar su camino hacia el albergue. Es un edificio encalado. Su arquitectura es de inspiración china, y su techo de pagoda. La madera visible está decorada con dibujos rojos sobre fondo amarillo. Se levanta en medio de un jardín de embriagadores aromas.

Al cruzar el umbral, le sorprende encontrar su equipaje ante la puerta, cuando Pietro lo había dejado en la habitación. Llama al posadero. El hombre, sin responderle, se dirige a alguien. Un mocetón flaco, que lleva un simple taparrabos y luce unos grandes bigotes, saluda al extranjero uniendo las manos ante la frente, rematada por un enorme turbante que le cubre la cabeza.

—Perdonadnos, señor, pero no podéis quedaros aquí —dice en persa y en tono suave.

—¿Y por qué no? —pregunta Marco, ofendido.

—Podría deciros que todas las habitaciones están ocupadas, pero siempre es más sencillo decir la verdad: sois un extranjero. Y debemos observar las reglas de nuestra casta, que no son compatibles con vuestra presencia, señor.

Marco suspira.

—Sabré adaptarme, pues no quiero vulnerar vuestra disciplina.

El hombre parece turbado. Se acerca a respetuosa distancia, y murmura:

—Las cocinas están aquí al lado y no podríamos ya comer el alimento en el que vos hubierais puesto los ojos.

Incrédulo, Marco contempla al hombre. Parece culto. Su franqueza es una cualidad valiosa.

—¿Cuál es tu nombre?

—Me llamo Satya —dice saludando.

—Satya, ¿aceptarías ser mi guía? —pregunta rápido el veneciano—. Pago muy bien.

Sorprendido, el otro reflexiona.

—Siempre encontraríamos un modo de no infringir las reglas de tu casta —propone Marco—. ¿Qué necesitas?

—Me hará falta mi propio servidor, y mis provisiones.

—Muy bien. ¿Y para dormir? —pregunta el veneciano señalando el albergue.

—Voy a conduciros a un lugar reservado a los extranjeros.

Durante mucho tiempo, Dao Zhiyu vagabundea complacido por las calles de Hangzhu. Los canales serpentean bajo pequeños puentes. Reconoce el barrio de los curtidores. Se acerca al hospicio donde pasó algunos meses. Por aquel entonces ignoraba si seguiría viviendo al día siguiente. No confiaba en nadie. Habría matado por un bol de arroz. Sólo tiene once años pero le parece que aquello ocurrió en otra existencia.

Oye a los chiquillos jugando en el patio. Brotan gritos y risas. La emoción le pone un nudo en la garganta.

De pronto, cuando se aleja, una voz le llama:

—¡Dao! ¡Eres tú!

Dao Zhiyu se vuelve y descubre sorprendido a un flaco chiquillo al que apenas reconoce. Este padece un tic que le hace volver sin descanso la cabeza.

—¡Xighang! ¿Qué haces aquí?

—¿Y tú? ¡Palabra, pareces un príncipe! ¡Te creía muerto y regresas vestido como un mandarín!

Dao se ruboriza de vergüenza. Por aquel entonces, los dos llevaban la misma vida. Dao, gracias a su gran estatura, le protegía de los ataques. Xighang compartía con él el botín de sus miserables latrocinios. Ambos buscaban clientes para las prostitutas que caminaban bajo las lámparas rojas.

—Estaba en Khanbaliq. Pero ahora he vuelto —dice Dao como para justificarse.

Calla, sin atreverse a evocar su nueva condición.

—Yo continúo trabajando para las mozas del barrio de las flores. Te echo de menos, ¿sabes?

—Yo también.

Entre ambos se instala un largo silencio. Dao, incómodo, se mira los pies.

—¡Ven, se anuncia un buen macareo, un verdadero maremoto! ¡Vamos a divertirnos! —exclama Xighang.

Arrastra a su amigo hacia la desembocadura del río. Allí se ha reunido ya una inmensa multitud, que cubre las riberas por ambos lados, aguardando el paso del monstruo. Hay gente de toda edad, niños, ancianos, hombres, mujeres. Incluso se ven extranjeros. Algunos están de pie, otros cómodamente sentados, excitados ante la idea de asistir a la llegada de las olas. La bahía de Hangzhu está llena de gente. Al pasar, Xighang se dirige a quienes están más cerca de la orilla.

—No os quedéis aquí, os mojaréis.

Le responden con indistintas palabras de agradecimiento. En vez de tener en cuenta su advertencia, los curiosos se acercan más aún.

Dao y Xighang escalan la torre de la pagoda de las seis Armonías. La pagoda, situada en lo alto de la colina Yuelun, domina el río Qiantang; fue construida apenas hace trescientos años. Otros chiquillos se les han adelantado, pero les ceden de buena gana algo de sitio, como si la cólera del dragón que se anuncia provocara el respeto de todos ellos.

Un letrado se instala a su lado y les explica que el macareo de Hangzhu es espectacular porque el estuario tiene forma de embudo. Pero Dao Zhiyu le escucha sin mucho interés. Un rostro llama su atención: redondo y liso, con una boca apenas dibujada, unas cejas claras, es un rostro de muñeca inconclusa. Dao no aparta de él los ojos, preguntándose por el sexo de esta figura. Cuando la silueta se vuelve y Dao ve la larga trenza que le envuelve la cintura está seguro de hallarse en presencia de un hada.

—Dicen que la gente viene a admirar el macareo de Hangzhu desde la dinastía Tang —prosigue el letrado, orgulloso de sus conocimientos—. El propio emperador se desplazaba el decimoctavo día de la octava luna, en el aniversario del Espíritu de las olas.

Entre la multitud, unos espectadores elegantemente ataviados aguardan, sosteniendo un bol de té que le han servido sus atentos esclavos. Xighang se los muestra a Dao y ambos se divierten pensando en el espectáculo que éstos involuntariamente van a ofrecerles. De pronto, Dao descubre, no lejos de los notables, a la muchacha del rostro asombroso.

—Dime, Xighang, ¿los que están allí van a mojarse?

—Peor que eso: ¡van a ahogarse! ¡El dragón negro no perdona! Es preciso tomarlo en serio y adoptar mil precauciones para escapar a su furor.

Dao abandona a toda prisa el lugar al que se ha encaramado, sin hacer caso de las preguntas de su amigo. Utilizando los codos, se abre paso hasta la orilla. Cuando se acerca a la muchacha, ve cómo levanta el brazo.

—¡Ahí está! —exclama emocionada.

Dao Zhiyu mira en la dirección señalada. Aparece la ola. De lejos, parece un arco iris levantándose del océano. Lentamente, comienza a crecer con ensordecedor estruendo, como si diez mil caballos se lanzaran al galope al mismo tiempo. La espuma hierve en su superficie. En las orillas, algunos han montado a caballo para intentar perseguir la ola. Lanzan gritos de júbilo fustigando a sus monturas.

La gran ola sube por el río a gran velocidad. Las olas sucesivas se propagan con creciente rapidez, alcanzando las últimas a las primeras, como si quisieran ganar una hipotética carrera. Es un espectáculo majestuoso. La rompiente golpea de lleno una peña en medio del río, provocando un enorme chorro de agua que salta hasta varias veces la altura de un hombre, salpicando a todos cuantos están en los alrededores, que lanzan exclamaciones de alegría.

El río se convierte en un inmenso campo de olas. Las más grandes, que distan entre sí una decena de metros y son tan altas como las más elegantes casas de Hangzhu, se propagan a lo largo de un centenar de lis, antes de desaparecer entre poderosos remolinos al retroceder el flujo de la marea.

De pronto, la ola se hincha, se hace enorme, tan alta como el templo de las seis Armonías. Penetra en las tierras, se abre paso, inunda todo lo que la rodea. Es un inmenso oleaje, un mar que ondula como una serpiente para encontrar su lugar en la ciudad. Una barquita de pesca es devorada por el primer embate, como si fuera preciso apaciguar el belicoso humor del monstruo. Los navíos que han permanecido en el puerto rompen sus amarras con el violento oleaje y acaban destrozados contra el muelle. Sólo las barcazas fondeadas en medio del río consiguen izarse hasta lo alto de la barra para caer al otro lado del muro de agua, mojadas pero intactas. El dragón negro se desplaza a una velocidad de vértigo, con un silbido inquietante. Es enorme, se hincha en las riberas. Las olas se levantan tanto hacia el cielo que los curiosos olvidan incluso contemplar su avance. Huyen con gritos de terror. Varias personas caen al suelo y son pisoteada por los demás sin miramiento alguno. Los alaridos dominan ahora las exclamaciones de la multitud. Las olas brotan cada vez más altas y numerosas, como si quisieran tragarse a los miserables y pequeños seres humanos. El agua lodosa se desploma con violencia sobre ellos.

Como simples figuras de porcelana, varias personas son arrastradas por la fuerza de las olas. Dao Zhiyu apenas alcanza a divisar a la muchacha, que desaparece en una espuma parduzca. Corre hacia ella, sumerge al azar su mano, agarra un brazo y tira de él con todas sus fuerzas.

En la pagoda de las seis Armonías, Xighang no se pierde nada del espectáculo. Ve a su compañero acudir en auxilio de la muchacha, arriesgando su propia vida. Dao la sujeta de los hombros, esforzándose por mantenerle la cabeza fuera del agua. Ella lanza agudos gritos, con los ojos cerrados.

A su vez, Dao es arrastrado por la marejada. Gira sobre sí mismo y se encuentra apretado contra la chica, tendido en tierra firme. Están empapados, cubiertos de lodo. Sin esperar, Dao se levanta y la obliga a seguirle. Ella vuelve a ponerse en pie. Echan a correr hacia la pagoda para refugiarse. Por fin, bajo un arce de rojizo follaje, recuperan el aliento. Intercambian una mirada. Son de la misma estatura, pero ella es mucho más esbelta que él. Empapados, cubiertos de barro, tienen un aspecto lamentable. Tratan de quitarse el lodo que los cubre. De pronto, sueltan juntos la carcajada, liberando la tensión acumulada.

Xighang se une a ellos.

—¡Dao, estás loco! ¡Habrías podido ahogarte! Por otra parte, ¿dónde aprendiste a nadar así?

—Me enseñó mi padre —responde el muchacho sin dejar de reírse.

—¡Qué sucios estáis! —exclama Xighang, que se echa a reír a su vez, contagiado por la alegría de su amigo.

Siguen a Xighang por las estrechas calles de Hangzhu. A Dao le sorprende que la muchacha no intente reunirse con sus compañeros en la bahía. Se pregunta si estaría sola. Sería algo insólito, pero la joven está lo bastante aureolada de misterio para que nada le sorprenda. Atraviesan los puentes sobre los canales. Desembocan en una pequeña plaza aislada, donde Xighang se dispone a mojarse la nuca con el agua del canal. Levanta una tina llena de ropa y la vacía en el suelo, luego se la tiende a Dao, que se la entrega a la muchacha. Ésta se agacha y la llena de agua; a continuación se la vierte a Xighang en la cabeza. La chica sigue con la ropa chorreante de barro. Su trenza se le ha deshecho en la espalda, revelando una interminable melena negra. Se frota metódicamente el vestido para limpiarse. Sus senos incipientes se transparentan bajo la tela. Ruborizado, Dao aparta los ojos. Ella le palmea el hombro para entregarle la tina. Dao la toma sin mirarla y la deja caer torpemente. Ella suelta la carcajada.

—Mi nombre es Li Wa —dice ella.

—El mío Xighang —tercia Xighang.

Dao se aparta, con las mandíbulas prietas de estupor. Li Wa y Xighang entablan una conversación. Sin previo aviso, los celos atenazan el corazón de Dao. Hirviendo de furor, arroja la tina al canal y también él salta al agua, salpicándoles. Xighang lanza un grito. Dao permanece largo rato bajo la superficie. El líquido es turbio y lodoso. Con las mejillas hinchadas, se siente a punto de ahogarse. De pronto, aspira el agua. Atragantándose, sube apresuradamente a la superficie. Busca la orilla, con los ojos empañados por el lodo.

—¡Por aquí, Dao, por aquí! —grita Li Wa.

El sonido de su nombre hace que Dao Zhiyu sienta que su pecho se hincha de esperanza. Se agarra a la orilla. Con ayuda de los brazos, se iza a la ribera y escupe el agua al rostro de Xighang. Li Wa suelta la carcajada, y después, con una sonrisa, le tiende la mano a Dao.

—¿Sabes mi nombre? —pregunta él trepando a lo alto del margen.

—Xighang me lo ha dicho. ¿De dónde vienes?

—De Khanbaliq —responde antes de comprender que ella alude a su sangre mezclada—. ¿Tienes hambre? —le pregunta a su vez, decidido a no ser más explícito.

Ella inclina la cabeza, con los ojos brillantes.

Sin mirar a Xighang, Dao la conduce hacia el puente de los Hortelanos.

—Xighang, amigo mío, regresa a tus flores de luna. Pronto caerá la noche, te necesitan.

Xighang se vuelve y se aleja mascullando.

Dao saca discretamente varios billetes para comprar una hermosa sandía que el vendedor le corta en forma de abanico. Luego se instalan a orillas del canal, en la placita bañada por el sol de otoño. Ofrece a Li Wa un pedazo de fruta. Ella la muerde con apetito. Dao se concentra en su boca para evitar mirar su cuerpo.

También Dao muerde la jugosa fruta. El zumo lleno de azúcar se deshace en su lengua, fresco y agradable. Tras el amargo sabor del barro, es un placer divino el dulce gusto de la sandía. Escupe las pepitas al canal. Ambos comen en silencio. El zumo corre por la barbilla de Li Wa, deja una huella rosada en su cuello, se acurruca en el hueco entre sus clavículas, para desaparecer en el misterio de su camisa. Permanecen así, silenciosos, hasta que el sol desaparece tras los techos de las altas casas. Entonces, ella se levanta secándose las manos en los muslos. Aguarda a que Dao se ponga también de pie. Luego, le saluda con respeto uniendo las manos ante sí.

—Gracias, Dao Zhiyu, sin ti, estaría muerta. Y habría sido una gran desgracia para el imperio…

Él la saluda, incapaz de hablar. Luego la ve partir. Ella se vuelve varias veces haciéndole una señal con la mano. Dao no sabe cómo retenerla, aunque siente que le importa más que su propia vida.

Una vez que la muchacha ha desaparecido, él echa a correr, en vano.

El grupo de Marco hace ya varios días que ha abandonado la costa. Se internan en la opaca selva. Para mayor comodidad, Marco ha llevado consigo unos elefantes. La tropa cruza una marisma cubierta de cañas. El veneciano se ve obligado a mantenerse medio tendido sobre la cabeza de su elefante, tan densa es la vegetación. Continuamente ha de hacer contorsiones para no chocar con las retorcidas ramas de los árboles o impedir que le agarren las suspendidas lianas. El único medio de luchar contra el calor es cubrirse los hombros con un lienzo húmedo que es preciso mojar constantemente. Cuando Marco se quita la tela de la nuca, descubre, a lo lejos, en un verde calvero, una humareda gris que se eleva por los aires. Si es un incendio, habrá que encontrar otro camino. Marco se dispone a hablar con su guía, pero éste no parece inquieto.

De pronto, se oye un grito, que domina los ruidos habituales de la selva.

—Dio! Lasciate mi!

Marco se siente tan sorprendido al oír hablar genovés que necesita cierto tiempo antes de advertir que comprende la lengua. Se vuelve, con ademán interrogativo, hacia su guía hindú. Éste le indica por señas que no se mueva. Los gritos resuenan en la lejanía. Marco golpea con los talones los flancos de su montura. El elefante se lanza al trote.

Los hombres de Marco le siguen, sin comprender la razón del brusco apremio de su señor.

La selva se hace de pronto más densa. Los rayos del sol penetran a duras penas. Diríase que de repente ha caído la noche. Marco baja del elefante y lo deja bajo la vigilancia de Pietro Tártaro. Armado con su sable, se abre paso a través del follaje.

Poco a poco, va apartando las inmensas hojas para descubrir un calvero poblado por un centenar de personas. Una mujer desnuda se baña en una pequeña charca negra. Está rodeada de bailarinas y cantantes. No lejos de allí, desprendiendo un calor infernal, arde una pira de la que surge la humareda que Marco había divisado.

Fuertemente sujeto por una decena de hombres, un cristiano se retuerce intentando soltarse, con el rostro enrojecido por sus esfuerzos.

El veneciano avanza con paso tranquilo y el sable desenvainado.

El prisionero se inmoviliza al ver a Marco, mostrando una expresión en la que se mezclan el estupor y el alivio. Se pregunta quién será aquel hombre de rasgos latinos aunque vestido de mandarín, cuyo semblante muestra las huellas de los años pasados por los caminos y cuyos ojos claros iluminan su faz como la luna llena en plena noche.

—¿Quién sois? ¡Ayudadme! —exclama en latín, con el terrible acento de la desesperación.

Marco vuelve a envainar su sable. Examina, a su vez, al extranjero. Melena negra y espesa cubierta por un sombrero de fieltro, manto de brocado, demasiado cálido para esas regiones…, el personaje podría ser veneciano. Marco avanza hacia el grupo de hombres y los saluda.

—Quiero ver a vuestro jefe —dice en persa.

Se acerca un anciano.

Marco se inclina respetuosamente con los gestos que ha aprendido desde que llegó a la isla de Ceilán. El otro le responde del mismo modo. Marco muestra las tablillas de oro del Gran Kan.

—Soy embajador imperial, en misión ante vuestro soberano, para entregarle un mensaje de paz.

—Nos honra tu presencia —dice el anciano.

—¿Qué ha hecho este hombre? —pregunta Marco señalando al extranjero.

—Ha intentado arrebatar a una viuda el honor de reunirse con su marido. Debe ser castigado.

Durante su estancia en Ceilán, Marco se ha enterado de la suerte que aguarda a las esposas de los difuntos: ser quemadas con los despojos de su marido.

—¿Qué vais a hacer con él?

—Correrá la misma suerte que la mujer. Así tendrá una posibilidad de reencarnarse en una forma mejor.

Marco traga saliva.

—Él ignoraba vuestras leyes —alega.

—Hubiera debido conocerlas.

—Mi condición me confiere poder de justicia. Entregadme a ese hombre y os prometo que será castigado de acuerdo con nuestras costumbres.

El viejo reflexiona largo rato. Se vuelve hacia sus compañeros e intercambia con ellos unas palabras.

El extranjero dirige a Marco una mirada de angustia. De haber podido, se habría puesto de rodillas para hacer su última plegaria.

—No podemos ir contra la voluntad de un gran soberano —acepta el anciano—. Pero queremos que el castigo se aplique aquí mismo. De lo contrario, ella no podría partir en paz —añade señalando a una mujer que se acerca.

Marco reconoce en ella la silueta que había visto bañarse en la alberca. Va ahora vestida con un simple sari de lino, con la cabeza cubierta. Su rostro respira serenidad. Después de saludarla, Marco avanza hacia el cristiano. A éste no deja de sorprenderle la frialdad de su mirada azul.

—¿Cuál es tu nombre? —pregunta Marco en latín.

Atónito, el extranjero hace una pausa antes de responder.

—¿Quién sois? —pregunta incrédulo.

—¡Responde! —ordena Marco con voz acuciante.

—Giovanni Doria. Soy mercader, originario de…

—Giovanni Doria —declama Marco con solemnidad, utilizando de nuevo la lengua persa—, por haber infringido las leyes de la isla de Ceilán, te condeno a recibir… —Dirige una mirada al viejo que, impasible, no aparta de él los ojos—. Cincuenta latigazos. «Cincuenta latigazos» —traduce Marco en latín y a media voz.

Siempre que sea bastante…

—¡Estáis loco! —exclama Doria.

Sin hacerle caso, Marco se vuelve hacia el anciano.

—Siendo este hombre de mi raza, no os infligiré la vergüenza de mancillaros las manos. Yo mismo le castigaré. Atadlo.

Vacilando entre el espanto y la incomprensión, Doria se deja arrastrar hasta un árbol de grueso tronco.

—Señor Doria, ¿tenéis otra ropa? —pregunta Marco.

—Sí, claro está —responde Doria sin comprender.

Con un gesto, el veneciano ordena que lo aten con fuerza. Doria sigue los movimientos de Marco mirándole por encima del hombro. El anciano entrega al veneciano un largo látigo para ganado. Pero éste declina la oferta. Decide utilizar el que cuelga de su cinturón, más corto y menos grueso.

—No os inquietéis, soy un experto —dice Marco con voz tranquilizadora.

Con amplio ademán, Marco levanta el látigo por encima de su cabeza y lo deja caer sobre la espalda del infeliz, que lanza un suspiro apretando los dientes. Contando los golpes con voz fuerte, Marco inflige el suplicio al mercader. El látigo chasquea en el silencio de la selva. Cuando ya lleva contados bastantes azotes, el mercader empieza a dejar escapar unos gemidos que no logra ya contener. La correa lacera el manto del extranjero. Marco sabe que tendrá que hacer correr la sangre para satisfacer a los ofendidos. Consigue demorar el momento hasta el cuadragésimo golpe. Bajo los últimos latigazos, más lacerantes, el hombre se retuerce de dolor con las uñas hundidas en la corteza.

—Cincuenta, se ha acabado —anuncia Marco en latín.

Doria se derrumba, apoyado en el tronco del árbol.

El viejo da calurosamente las gracias a Marco mientras éste enrolla el látigo para anudarlo a su cinturón. El anciano le invita a asistir a la incineración. El veneciano, que no puede declinar la oferta, acepta declarándose muy honrado. En mongol, llama a Pietro Tártaro y le ordena que desate a Doria y lo lleve aparte, para prodigarle cuidados.

En ese momento acercan el cuerpo del difunto, envuelto en un sudario de tela basta. En la región reina tal miseria que sus habitantes se niegan a quemar valiosas vestiduras, sin pensar en que al guardarlas pueden propagar la epidemia, si es que el muerto padecía de una enfermedad contagiosa. Los oficiantes vierten aceite de sésamo en las brasas para atizar el fuego. Finalmente, arrojan a la pira los despojos desnudos. Entonces, aparece el cadáver en la ardiente claridad. Sus miembros se levantan bajo la abrasadora caricia de las llamas. Unas últimas contorsiones retuercen el cuerpo, como si se debatiera. El muerto se incorpora. El cráneo estalla con un seco chasquido que sobresalta a Marco. No puede apartar la mirada de aquel espectáculo fascinante y repulsivo a la vez. Instintivamente, se persigna murmurando para sí una rápida oración.

De pronto, los músicos comienzan a tocar unos timbales. Ha llegado para la viuda el momento de seguir el destino de su esposo. Se pone las manos en la cabeza para saludar el fuego y se arroja enseguida a él. Los hombres cubren inmediatamente su cuerpo con haces de leña lo bastante pesados como para impedirle huir, último reflejo de supervivencia. Una llama más alta que las demás se eleva hacia el cielo. Unos terribles aullidos resuenan en toda la selva. Marco ve el cuerpo que se agita con loca energía. Vacilante, se aparta. Descubre entonces a Doria, que ha asistido también al siniestro espectáculo. Blanco como la espuma, su rostro refleja una terrible expresión de espanto.

Marco corre hacia su montura y ordena partir al galope.

Avanzan hasta el anochecer sin decir una palabra. El grupo de Doria se ha unido al de su salvador. El mercader se mantiene algo retrasado con respecto al veneciano. Procura poner buena cara a pesar de sus sufrimientos. Marco siente su mirada en la espalda. Ha ordenado hacer un alto para que Doria pueda quitarse su ropa hecha jirones y cambiarse, con el deseo de evitar que comparezca así ante sus hombres. La noche ha caído casi por completo cuando instalan el campamento. Como de costumbre, el guía hindú se aleja con su servidor para preparar y consumir su alimento al margen de los extranjeros. Cuando Doria se dirige a su tienda, Marco le llama en latín:

—Señor Doria, os invito a compartir mi comida.

Doria le mira sin decir palabra, antes de soltar, sombrío:

—Va bene.

Detrás de su tienda, Marco pasa largo rato quitándose la mugre, como si quisiera borrar de su piel hasta el olor de la pira. Pide que le traigan otras ropas y las perfuma por medio de un pedazo de almizcle. Está peinándose la barba cuando Pietro anuncia la llegada de Doria.

Marco entra y se sienta en el suelo, con las piernas cruzadas, ante una mesa baja.

—Que pase.

Doria ha recuperado el color. Es un hombre apuesto que apenas debe de ser mayor que Marco.

—Entrad, sentaos, señor Doria.

Marco adopta el latín, lengua común de todos los cristianos.

—Servios, estos gusanos son muy perfumados —prosigue.

Horrorizado, Doria ve que Marco toma una enorme lombriz viva, le arranca la cabeza y la mastica con deleite. Doria no oculta una mueca de asco.

—Os equivocáis, es excelente para recuperar la energía.

Doria le mira, incrédulo. En Génova, se consideraba un aventurero. Cuando sus hermanos se embarcaron en la Marina militar, él había abrazado la carrera de mercader. Se creía endurecido. Ante aquel desconocido de tez bronceada por años de sol, mirada brillante como un diamante azul, aspecto de Hércules y extraño acento, Doria tiene la desagradable sensación de ser un gentilhombre calzado con chapines de seda que no hubiera puesto nunca los pies más allá del muelle del puerto de Génova.

—Mi esclavo nos ha preparado un camaleón relleno con cúrcuma, ¿lo habéis probado? —prosigue Marco con naturalidad.

Doria vacila unos momentos, buscando un asiento. Por fin, imita a Marco y se instala, penosamente, en el suelo ante él.

—Os agradezco que me hayáis salvado la vida, señor…

A Marco no se le escapa que Doria se ha dirigido a él en un tono que, bajo otros cielos, exigiría un duelo.

—No hablemos más de ello —replica el veneciano—. Si conocierais el persa, habríais podido prescindir de mí.

—Lo conozco… —exclama Doria con excesiva rapidez.

Calla bruscamente. Por primera vez en su vida comprende que no basta conocer una lengua para hacerse entender.

—Lo escribo mejor que lo hablo —dice a modo de excusa.

—Hubierais tenido que redactarles un memorial.

Doria se atraganta ante esta ironía. Marco llama en mongol a su criado para que les sirva. Pietro llena los boles con un líquido blanquecino.

—¡Es la tercera vez que os pregunto vuestro nombre, señor! —dice Doria impacientándose—. ¿Quién sois? Habláis mi lengua y habláis también la de esos salvajes, ¡esos bárbaros! Tenéis los rasgos de un gentilhombre de nuestros puertos, pero la mirada de un pirata de alto mar. Me salváis la vida, pero para infligirme un humillante castigo, ¡y por vuestra propia mano!

Marco se pregunta cuál de estos recuerdos resulta más doloroso para el genovés.

—Viajáis con un séquito digno de un príncipe, pero coméis sentado en el suelo. ¿Quién sois, pues? —concluye Doria.

Marco bebe a pequeños tragos. No hay aquí licor de arroz, ni vino. Degusta con curiosidad la leche de coco que es lo que suelen consumir los indígenas. Escuchando a Doria, Marco advierte por primera vez la distancia que le separa ahora de sus orígenes. Se pregunta si algún día podrá regresar a Venecia. La ciudad ha cambiado, sin duda, pero desde luego menos que él. Desembarcaría como un extranjero, desconocido para el Dux, cuando aquí se ha ganado, con el transcurso de los años, el favor del Gran Kan, el mayor emperador del mundo. ¿Quién podría soñar algo mejor? Y, sin embargo, la presencia de ese extranjero —¿cómo se atreve a considerar así a un cristiano?— le incomoda. Encontrar a un mercader de una ciudad próxima a la suya, aquí, a miles de leguas de Venecia, le sume en una oleada de nostalgia que nunca habría imaginado.

—¿Quién sois? —repite Doria agitándose—. Yo soy un mercader de Génova, que salió de Ormuz hace tres meses. Atracamos en la isla de Ceilán para comprar rubíes, que tienen mucha fama. Quise aventurarme hacia el interior por simple curiosidad. Y entonces asistí a la preparación de esa pira. Habían puesto un velo entre aquella mujer y el fuego. Cuando vi que quitaban el velo, comprendí a qué la destinaban. Se me encendió la sangre. Me lancé para impedírselo, actuando así como un gentilhombre.

Perdido en sus pensamientos, Marco mira largo rato al genovés. De pronto, su pasado regresa arrollador a su memoria. Su boca se reseca. Deja el bol de aquella maldita leche de coco. En Venecia, como en Génova, la vida prosigue su curso. Debe de estar muerto para los suyos que se quedaron allí. Sin intentar rechazar su recuerdo, piensa en Donatella, su amor de juventud, preguntándose cuál será su destino. Piensa en su hijo Dao Zhiyu, un bastardo. Pero ¿no se ha convertido, también él, en eso mismo? No del todo súbdito del imperio, no del todo ya ciudadano de Venecia… Únicamente aspira a recuperar el tranquilo lujo de su palacio de Khanbaliq. Sin embargo, debe admitir que sólo se siente cómodo a lomos de un caballo, ignorando qué techo le albergará la próxima noche. La esencia de su felicidad es encontrarse en medio de esa lacerante soledad en la que todo parece ser posible y en la que, a medida que avanza, se van ensanchando los límites del horizonte. Allí, cada día es un nuevo amanecer de un mundo que debe edificarse.

—¿Por qué se ha lanzado ella al fuego, entonces? —insiste Doria, arrancando a Marco de sus pensamientos.

El veneciano se pasa una mano por la frente.

—El hombre al que han quemado era su marido. Aquí, para una viuda es un honor compartir el destino de su esposo. Las que se niegan sufren oprobio y son puestas al margen de la sociedad. Deshonran a su familia, son rechazadas y no tienen ya lugar en parte alguna. Su fidelidad está en juego.

Doria contiene un estremecimiento.

—¿Cómo puede un cristiano permitir que hagan eso?

—Mi nombre es Marco Polo. Soy embajador del Gran Kan, súbdito del imperio.

—¿Sois un oficial de la corte imperial? —exclama Doria estupefacto—. Pero no sois…

El genovés tiene la impresión de que el hombre que está frente a él no existe. Sólo puede ser una ilusión.

—Salí de Venecia hace ya casi quince años —contesta Marco—. Mucha agua ha debido de correr ya bajo los puentes de los canales. Debierais regresar a los puertos de la costa. Os proporcionaré una escolta.

Ve brillar en los ojos del genovés un relámpago de insaciable curiosidad. Ahora, Marco ya sólo piensa en huir de su propio pasado, tanto como del malestar que le invade cada vez que se siente contemplado como un animal curioso. Ha terminado acostumbrándose a la mirada de los chinos y los mongoles. Descubrir el mismo brillo en los ojos de un latino le procura una sensación de extrañeza. Prefiere acortar la entrevista. Se levanta, saluda al genovés, que le imita precipitadamente.

—Permitid, señor Doria, que me quede solo. Temo que los acontecimientos de la jornada me hayan afectado más de lo que imaginaba.

—Señor, no quiero poneros en una situación incómoda.

—Mi esclavo os servirá en vuestra tienda.

En cuanto el genovés ha desaparecido, Marco suspira de alivio. Una vez instalado bajo la mosquitera de lino, no puede conciliar el sueño. Da vueltas en su yacija, presa de difusas y múltiples angustias. La claridad de la luna baña sus ropas cuidadosamente dobladas. Pasa el resto de la noche observando el paciente trabajo de una minúscula araña que teje su tela entre sus botas. No puede evitar sentir una profunda desazón pensando en la maravillosa obra que él mismo barrerá con un revés de la mano dentro de pocas horas.

En su tienda, Doria se acuesta penosamente boca abajo. El escozor del látigo sigue torturándole. Reprocha al veneciano haberle azotado, aun sabiendo que su vida dependía de ello, e incluso las vidas de ambos. Con un estremecimiento, recuerda las advertencias que le han prodigado los marinos: en esas regiones, los marajás aplican el suplicio del palo y también hacen desollar vivos a los prisioneros, antes de rellenar con paja su piel, inútil ya. Se pregunta si va a proponer a Marco Polo que embarque en su galera para regresar los dos a casa. En ningún momento le pasa por la cabeza que el veneciano desee quedarse entre esos bárbaros. Prosigue sus reflexiones hasta dormirse, sin sospechar que, por la mañana, el veneciano se habrá marchado sin despedirse, dejándole una escolta con el encargo de acompañarle hasta el puerto más próximo.

—Señora Lan, un médico solicita audiencia.

—Dale unos billetes y despídelo.

Desnuda, cómodamente recostada en un gran almohadón de seda, Xiu Lan está ungiendo su cuerpo con una grasa especial que hace suave la piel e impide que se arrugue con el tiempo. La compró a un embalsamador que se encargó de despedazar a la ballena que embarrancó, dos años antes, en la bahía de Hangzhu. Está inclinada sobre su muslo cuando la molestan de nuevo. La puerta se abre.

—Pero, bueno, ya he dicho que no…

Se interrumpe enseguida. El que está ante ella no es su servidor. Nunca ha podido olvidar el rostro horrendamente desfigurado de Ai Xue, recuerdo de las mazmorras mongolas. Sus retorcidas manos sujetan la calabaza de médico. Xiu Lan toma rápidamente una túnica y se envuelve en ella, apretándola contra sí; permanece con los brazos cruzados y los ojos bajos. A su pesar, no puede impedirse temblar de pies a cabeza. No es un hombre el que está ante ella, bien plantado en el suelo, contemplándola de arriba abajo, sondeando su alma hasta lo más profundo, es la encarnación del Loto Blanco. La sociedad secreta toma posesión de todos aquellos que le interesan. Ingenua y llena de esperanzas, se había sentido feliz cuando Ai Xue la había elegido, a ella que vivía perdida en plena altiplanicie, agotada por los trabajos domésticos y las vejaciones de su padre. Soñaba en partir y eso era lo que él le había prometido. Cierto que ella había abandonado su miserable condición para encontrarse en una lujosa casa de té en Hangzhu. Ahora, evaluaba el precio que eso le iba a costar. Y sabía que, fueran cuales fuesen sus protecciones —imperiales incluso—, nunca dejaría de pagarlo.

—¿No me saludas, Xiu Lan?

—Sí, claro, maestro —dice con la voz quebrada.

Luchando contra su repulsión, se acerca al hombre que acaba de entrar en la estancia y se prosterna ante él como haría ante el emperador.

—Estoy contento de volver a verte —prosigue él—. Levántate y deja que te admire.

Ella lo hace, rígida.

Ai Xue da vueltas a su alrededor, la escruta, la contempla de los pies a la cabeza.

—Eres muy hermosa. No sé si te sienta mejor la edad o el dinero. Adiviné enseguida que tu cuerpo se convertiría en un objeto de lujo, en cuanto te vi, sucia y medio desnuda bajo los harapos en tu miserable cuchitril de las montañas. Has desmentido la frase del sabio que dice: «Una hija es una mercancía que se vende con pérdidas». Pero continúa con lo que estabas haciendo, no quiero interrumpirte.

Ella mueve la cabeza, incapaz de pronunciar una sola palabra.

—¡Vamos! —ordena, brusco.

Xiu Lan se sobresalta. Se instala de nuevo en el almohadón y toma un poco de grasa con los dedos. Cuando desvela sus piernas, unas lágrimas de rabia brotan de sus párpados.

—Tu servidor me ha dado esto —dice él arrojando los billetes al suelo—. Eres muy generosa, eso está bien. Pero yo necesito otra cosa y tú lo sabes, ¿no es cierto?

Ella inclina la cabeza, apretando los labios.

—Al parecer has compartido el lecho del emperador, ¿no es así?

—Es cierto, maestro.

Por primera vez, Xiu Lan lo lamenta y habría querido ser de nuevo la campesina anónima de las montañas.

—La regla quiere que en adelante seas intocable. ¿La has seguido?

—Sí, maestro.

—¿Incluso con Marco Polo?

—Sí, maestro.

—Eso está bien —aprueba tranquilamente.

Se acerca a ella. Levanta su mano mutilada por las torturas. Xiu Lan se petrifica.

—Pero conmigo la regla no tiene valor alguno. Ese emperador no es el mío. Ni el tuyo. El Loto Blanco espera mucho de ti. Lo sabes, ¿no es cierto?

De nuevo inclina ella la cabeza, luchando para contener sus lágrimas.

—Entonces, obedece pronto. Luego, escribiremos a Marco Polo para tranquilizarle sobre la suerte de su hijo.

A Xiu Lan, la mano deforme que rodea con firmeza su muslo le parece una quemadura en la piel. Autoritariamente, él la agarra del cabello y la atrae hacia sí. Tragándose su vergüenza, ella despliega todo su talento sabiendo que de ello depende su vida. Siente en ella el peso de su fría mirada. Ha conocido decenas de hombres, pero nunca había sentido semejante humillación. Cierra los ojos intentando olvidar. Como si él lo presintiera, coloca sus manos una a cada lado de su cabeza y la guía, implacable. Ella se echa a temblar.

—Voy a instalarme en tu casa, pero nadie debe saber nada. Seré tu médico particular, eso es todo. Te he traído una recluta perfecta para seguir tus enseñanzas. Me aseguraré personalmente de que sea una buena alumna.

Luego, la tiende en el almohadón. Con gélido empeño, actúa largo rato, horas tal vez, jugando con el cuerpo de la cortesana como lo haría con una muñeca. Ella intenta permanecer impasible, pero se siente invadida por una oleada de impotente furor. La espuma de rabia devora su corazón. ¿Qué quedará de ella, tras esto?

Llegado por fin a pocas leguas de la capital de Ceilán, Marco Polo envía a su guía hindú para que anuncie su presencia al marajá. Al finalizar el día, una tropa de guardias montados en caballos enjaezados para el desfile se plantan ante la embajada del Gran Kan. Marco Polo los saluda respetuosamente. Ellos se presentan, y luego se encargan de escoltar al embajador hasta palacio. Mientras la noche cae bruscamente, el grupo llega por fin a la ciudad real. Marco y los suyos son autorizados a residir junto al palacio en una morada digna de un sultán. El patio de entrada es suntuoso, al igual que el edificio, construido con ladrillos azules vidriados. El techo dorado tiene forma de cúpula. Un mensajero advierte a Marco de que el marajá le invita a su última audiencia antes de la cena. El veneciano se apresura a lavarse y a ponerse ropa limpia, ayudado por Pietro Tártaro. El calor que reina le obliga a cambiarse a menudo. Luego, acude a pie a la invitación del monarca.

La ciudad está llena de vegetación, como si el hombre sólo fuera tolerado en ese lugar dominado por la naturaleza. Engastado en un estuche de verolo, y aunque de dimensiones más modestas que el del Gran Kan, el palacio del marajá es más fabuloso aún que todo lo que Marco ha podido imaginar. Estatuas artísticamente esculpidas sostienen las múltiples columnas que forman un friso ante el vasto portal. En el interior, mosaicos incrustados con pedrería decoran la sala de audiencias. Ventanales de grandes dimensiones dejan pasar la luz del sol.

Instalado en un trono de alto respaldo, el marajá es un hombre en la flor de la edad, treinta años tal vez. Su atuendo consiste en un mero taparrabos, pero luce una larga cadena de rubíes y zafiros que le llega hasta el ombligo. Le rodea una numerosa corte. Las mujeres, a cual más bella, visten sólo una tela alrededor de las caderas. Sin avergonzarse, Marco se deleita mirando sus pechos desnudos. De piel oscura, llevan vistosos collares de rubíes, topacios y zafiros. Lucen brazaletes que cubren sus brazos de las muñecas hasta los codos.

Marco une las manos por encima de la cabeza a guisa de saludo. Como embajador del Gran Kan, no puede humillarse más. El rey le sonríe ampliamente, es evidente que está encantado de conocerle. Comienza a hablarle en un idioma que el veneciano no conoce. Marco le responde en lengua persa. Un hombre, tocado con un turbante, el intérprete sin duda, avanza hacia Marco y le saluda respetuosamente.

—Mi nombre es Toqquz —dice en persa—. Sed bienvenido al reino de Ceilán. Nuestro marajá se siente muy honrado de recibir a un embajador del Gran Kan.

Una vez despachadas las cortesías, Marco entra de lleno en el tema, impaciente por llegar al meollo de su misión.

—Majestad, el Gran Kan ha oído hablar de las riquezas de la isla. Se dice en Khanbaliq que poseéis piedras de gran belleza.

El rey sonríe con aire tranquilo.

—No poseo nada. Las piedras pertenecen a la tierra donde anidan. Sólo las exploto para honrar a esa tierra.

«Pero no le molesta vender a precio de oro rubíes que se dispersan por las cuatro esquinas del imperio», piensa el veneciano, que se limita a dirigirle su más hermosa sonrisa.

—El emperador desea crear vínculos de amistad entre el imperio y el reino de Ceilán —declara.

El marajá frunce los labios en una mueca de fastidio, pues conoce el sentido de la amistad del Gran Kan. Para un pequeño reino como el suyo, eso significa pagar un tributo por tener el privilegio de ser vasallo del imperio, aceptar que se instalen tropas mongolas en su territorio. El Gran Kan podría exigir su parte en el comercio de la pedrería, imponer su moneda, quedarse con las tasas imperiales y mil otras molestias que el marajá no desea.

Viendo la expresión disgustada del soberano, Marco comprende que tendrá que jugar fuerte.

—El viaje ha debido de fatigaros —le dice al rey a través del intérprete—. Os invito a restauraros sin más tardanza.

El veneciano sabe lo que significa esta invitación que se asemeja a una despedida. De acuerdo con las costumbres del país, tendrá que hacer sus comidas al abrigo de las miradas y, por lo tanto, regresar solo a su palacio. Habría querido apresurar esta fase de su misión. Decepcionado por esta primera audiencia, demasiado corta, Marco saluda humildemente al monarca y se retira con un extraño presentimiento.