5
La misión

Cuatro años después de haber abandonado la capital, Dao Zhiyu entra de nuevo en Khanbaliq como si fuera la primera vez. Su hediondez contrasta con la limpieza de las calles de Hangzhu. Él y Li Wa se ven obligados a saltar por encima de los detritus que cubren las callejas. Unos mendigos, expresamente tullidos por codiciosas organizaciones, se le agarran a la ropa con sus manos ganchudas. Dao los aleja con suavidad y firmeza. Decide alquilar un verdadero palanquín. Cuando llegan a la Vía imperial, un sentimiento de desmesurado orgullo le invade. Tiene la impresión de hollar como conquistador la capital de la que huyó cuando apenas tenía nueve años. Es una eternidad. Ahora, a los trece años, se siente casi un hombre. Cada vez que piensa en su padre, un acceso de cólera le acomete. Se esfuerza, pues, en olvidarle. No deja de contemplar a Li Wa. Durante el viaje por el Gran Canal, su amistad ha tejido nuevos vínculos. Jugando con gatos abandonados, riéndose de los trucos que él conocía, se han hecho mutuas confidencias. Ella le ha hablado del ánimo de venganza que la anima desde la infancia y que imagina haber ocultado hábilmente a Ai Xue. Pero se ha negado a hablar de su misión. Dao Zhiyu le ha contado extensamente su historia, desde sus primeros recuerdos, cuando trabajaba de niño en un campo de jazmines, hasta su encuentro con Marco Polo, su padre. Más amargado que ella, reconoce tener dudas sobre sus propios orígenes.

Durante todo el viaje, Li Wa ha sido considerada como una verdadera mujer mientras que Dao era tratado aún como un chiquillo. Pero una vez llegados a Khanbaliq, ella se cubre el rostro con una máscara, al tiempo que Dao parece ganar importancia. Así, a cubierto de las miradas, Li Wa abre unos ojos maravillados ante las avenidas gigantescas de la capital. Se asombra ante las múltiples razas y pueblos que circulan libremente por las calles. Cuando Dao Zhiyu le muestra la Ciudad imperial levantándose a lo lejos, como un inmenso bajel donde se decide el destino del pueblo chino, Li Wa siente que una brusca tensión se apodera de su ser, y ya no consigue gozar del espectáculo de la ciudad. Li Wa pide a Dao Zhiyu el favor de visitar el mausoleo erigido a la gloria de Confucio. Se recoge largo rato ante el monumento. Viéndola tan menuda y frágil, Dao Zhiyu advierte que, poco a poco, le invade un sentimiento de rabia y de injusticia. Cedida al emperador, será maltratada antes de ser encerrada en un dorado gineceo. Escenas de lujuria desfilan ante los ojos de Dao, inspiradas por los recuerdos de su infancia en las casas de té de Hangzhu. Imagina a Li Wa aplastada por el ogro Kublai. Cierra los ojos, furioso. Debe recurrir a toda la enseñanza del maestro para sobreponerse a sus emociones.

—Vamos, ven —ordena con voz firme.

La arrastra hacia un albergue muy confortable. Alquila una sola y gran habitación que da a un discreto patio. Ante el posadero afirma ser el hermano de Li Wa. Todo está previsto por si los informadores del Gran Kan circularan por la ciudad. Xiu Lan ha mandado a otras muchachas a Khanbaliq. Pero el orden en que aparecerán en palacio se echa a suertes, para que no conozcan el momento de su presentación al emperador.

Ambos se descalzan para no manchar el suelo muy limpio. Dao pide que le lleven té y una cena a la habitación. Mientras comen, Li Wa intenta ocultar a su compañero el nerviosismo que la domina. Viéndola falta de apetito, Dao Zhiyu le recuerda la importancia de su misión. Si se adelgaza, corre el riesgo de que las «verificadoras» la eliminen. Entonces, ella se obliga a tragar sin placer el plato de pato lacado, cocinado no obstante con maestría. Dao Zhiyu sabe que luego irá a ocultarse para devolver la mitad.

Li Wa regresa, más blanca que el arroz en su bol.

—¿Porqué tú, Li Wa? ¿Y por qué yo? —inquiere Dao.

Ella mueve la cabeza en sentido negativo.

—Ya lo sé, nada de preguntas. Pero, entre nosotros, creí que era sólo nada de respuestas —agrega él sonriendo.

Ella sigue callando.

—Escucha, no tengo el cerebro de un gusano de seda. Si fueras como las demás, estarías con ellas. Y si tu misión sólo dependiera de Xiu Lan, Ai Xue no me hubiera pedido que continuara entrenando contigo hasta el último instante. ¿Y bien?

Dao se pone en guardia. Li Wa se levanta a su vez. Inician unos movimientos de combate libre. A Li Wa le cuesta concentrarse, mientras que Dao sigue siendo preciso y rápido en sus ataques. Con un diestro golpe dado con el pie, la hace caer al suelo. Ella se sienta, sin respiración. Más pálida que nunca, abre la boca, con la mirada fría y decidida. Entonces, Dao presiente que corre el riesgo de lamentar lo que Li Wa se dispone a anunciarle con el impacto de un rayo que fulmina al árbol en una tormenta.

—Debo matar al emperador —suelta ella con voz entrecortada.

Incapaz de pronunciar una sola palabra, Dao Zhiyu se acerca a ella. Aunque hasta entonces habían cuidado de no rozarse nunca salvo durante los combates, la estrecha con naturalidad en sus brazos, como un hermano haría con su hermana. Ella se abandona a su ternura, rompiendo a llorar en silencio por primera vez desde la muerte de sus padres. El té ardiente eleva sus blanquecinas volutas hasta el techo. Fuera, el sol se ha velado, corriendo una oscura cortina en la habitación. Perdidos como dos pájaros en la tormenta, se apoyan el uno en el otro, se consuelan por su carencia de amor. Educada como un soldado, acostumbrada a dominar sus emociones, el encuentro con Dao, el pequeño bastardo arrebatado a sus orígenes como si le hubieran arrancado la piel, le recuerda a Li Wa lo que ella procuraba olvidar. ¿Cuánto tiempo hace que no ha recibido un gesto de afecto? Solos en esa habitación desnuda, le parece que pertenecen a la eternidad. Aunque Ai Xue no se lo haya dicho, ella sabe que va a morir. Por el asesinato del emperador, será condenada y ejecutada. Con los ojos cerrados, se deja invadir por la dulzura del cálido cuerpo de Dao junto a ella. Con una delicadeza infinita, él comienza a acariciarla. Su afecto nada tiene ya de fraternal. En su fuero interno, ella ha soñado que su primer abrazo ocurriera así. Se ha entregado por completo a su misión pero, si todo sucede como está previsto, el Gran Kan nunca pondrá sobre ella la mano. Por lo que respecta a las verificadoras, conoce los secretos para engañarlas. Tiene la sensación de que están solos en el mundo, y de que el tiempo ha detenido su marcha. Nada podrá alcanzarlos. En los ojos de Dao, ella lee todo su horizonte.

Entonces, decide olvidar a Ai Xue, a Xiu Lan y al emperador.

Marco reconoce las insignias de la guardia imperial.

Puesto que no puede sustraerse a semejante orden, da permiso a Shayabami para que los deje entrar.

Con paso marcial, el jefe cruza el umbral, flanqueado por sus hombres armados.

—¿Señor Marco Polo? Tenemos orden de llevaros a palacio de inmediato, y también a vuestro invitado.

—Permitid que me vista decentemente.

Sin esperar su autorización, Marco se aleja ordenando a Shayabami que se quede con los soldados.

Mientras se viste en su habitación, despierta sin miramientos a Gandhali.

—Ve a buscar al maestro Tatatonga —le pide en persa—. El Gran Kan nos ha convocado.

Marco advierte que el sonido de ese nombre enciende un fulgor brillante en las pupilas de la joven esclava. Ella se cubre el cuerpo con una amplia túnica y sale descalza al corredor. Instantes más tarde, Tatatonga aparece, anudándose a la cintura su ancho pantalón de tela y desprendiendo a cada movimiento un olorcillo de transpiración. Marco le rocía con agua de tilo mientras le habla.

—Kublai quiere vernos ahora mismo.

—Entonces nunca duerme —masculla Tatatonga.

—En todo caso, no por la noche.

Como Marco sospechaba, el capitán no le permite llevarse el arma. Con la sensación de estar desnudo, monta en su semental árabe y abandona su palacio. Acompañados por la guardia imperial, Tatatonga y Marco atraviesan los jardines de la Ciudad. La noche libera el aroma de las flores y los pinos. Un explorador ilumina el camino con una linterna atada al extremo de un largo bastón. Con un gesto, Marco muestra a Tatatonga las tiendas redondas colocadas frente al edificio principal. Tras unos minutos de trote, el grupito llega al recinto del palacio. En el patio, dejan los caballos al cuidado de los centinelas. Unos peldaños los llevan al vasto vestíbulo de entrada. Marco y Tatatonga son registrados, pero el anciano se niega a dejarse palpar. Con voz seca y desagradable, el oficial de guardia le indica que no podrá comparecer ante el emperador y que se arriesga a ser ejecutado. Inflexible, Tatatonga replica con altivez que ha afrontado ya la muerte más a menudo que el joven petimetre que se atreve a hablarle así. El tono va subiendo y Marco se ve ya encarcelado por cuestiones de prelación. Armándose de paciencia, apacigua la cólera del anciano y acaba obteniendo el permiso del guarda para registrar personalmente al viejo ante la mirada inquisidora del oficial.

Luego, un Samud en uniforme de gala los precede a través de unas amplias salas desiertas y oscuras hasta la parte del palacio reservada al emperador. El servidor lleva en la mano un candil de aceite. Tatatonga adivina en la oscuridad el esplendor del palacio.

—En la estepa, en nuestras tiendas, no necesitábamos todo eso —murmura, despectivo.

Marco se extraña al oír su tono, pues sabe que el viejo vivía en un antiguo palacio dedicado a los placeres terrenales. Al veneciano le parece haber efectuado ya ese trayecto. Se pregunta si Kublai va a recibirlos en su biblioteca secreta. De hecho, suben varios tramos de escaleras, cruzan una hermosa puerta de madera esculpida. En la lejanía, brotan risas y exclamaciones procedentes de los salones donde se jugará toda la noche, dejando parte de las ganancias para las arcas del imperio.

Suben una escalera tan estrecha que Marco está seguro de que el emperador no la utiliza nunca. Jadeantes, llegan a un pequeño gabinete iluminado por varias decenas de lámparas. Numerosos escritorios de maderas preciosas constituyen el principal mobiliario. De las paredes caen cascadas de papel de seda con caligrafías chinas y mongolas. En los anaqueles de cerezo, grandes rollos de papel se amontonan como otros tantos brazos tendidos. Pinceles de todos los tamaños atados en manojos se apilan sobre placas de piedra, como espesas cabelleras. Tintas negras y rojas brillan en la oscuridad como ojos de gato. Unos biombos de laca pintados a mano forman el ideograma del Camino, invitando al visitante a que encuentre el suyo. Al ignorante el camino le parecería un simple laberinto. La ventana cubierta de papel aceitado es la única abertura al exterior. Un rayo de luna baña el suelo con su vaporosa nube. Una sombra se desprende de la pared. Marco se sobresalta antes de reconocer al Gran Kan.

—¡Marco Polo! ¡Entonces era cierto, has regresado y no te has presentado! —dice Kublai tristemente.

—Es esta noche, ¿no es cierto? —pregunta Dao.

Li Wa inclina la cabeza; el nudo que tiene en la garganta le impide decir una sola palabra.

Pasan el día meditando uno junto al otro.

Al caer la tarde, con aplicación, ella prepara su equipaje. Dao Zhiyu la observa, deshecho. También él se pone sus mejores galas. Li Wa dobla cuidadosamente las más finas sedas, guarda las perlas más luminosas, los zapatos bordados del modo más delicado. Hace que le suban un bol de arroz y té verde para su última comida fuera del palacio. Descose un dobladillo del que extrae una minúscula bolsa de vejiga de cerdo. Vuelve a coser luego el vestido. Coloca la bolsita en su bol, la envuelve cuidadosamente con arroz y se lo traga todo con esfuerzos.

—¿Qué es eso? —pregunta Dao, intrigado.

Ella levanta los ojos como si le viera por fin.

—Ya has tenido bastantes respuestas —dice con voz dulce.

Unas lágrimas brillan en los bordes de sus párpados.

Dao calla, inclinando la cabeza.

—¿Estás dispuesta? —acaba preguntando.

—Sí, vamos.

Dao baja solo a la calle para detener un palanquín y llama a Li Wa. Resplandeciente, oculta tras una máscara de plumas, tiene ya aspecto de concubina imperial. Comprendiendo de pronto que no lo será, Dao toma conciencia de la gravedad de la confesión que ella le ha hecho. Ambos suben al palanquín. Cada sacudida del camino es como un mordisco en el corazón del muchacho. De pronto, Li Wa pone su mano en la de Dao. Sorprendido, él la estrecha con fuerza. Se mantienen así, incapaces de decirse nada durante todo el trayecto que los separa de palacio.

En la garita de la entrada a la Ciudad, tras haber mostrado el salvoconducto, los obligan a descender del palanquín para proceder a registrarlo. Luego le toca el turno a Dao. Con altivez, contempla al guardia que ignora que el cuerpo entero del muchacho se ha convertido en un arma, lo mismo que el de Li Wa. Finalmente, son autorizados a proseguir su camino. Suben de nuevo al palanquín y pasan por dos controles más antes de poder acceder a la majestuosa entrada del palacio. Li Wa siente tal angustia que es incapaz de disfrutar del esplendor del espectáculo. El oficial de guardia los dirige hacia otra puerta, más discreta. Entran por ella, muestran su salvoconducto una vez más. Un servidor los precede por corredores recién enlucidos.

Finalmente, les hace pasar a una antecámara cuyos acabados aún se están haciendo. Esperan largo rato sin dirigirse una mirada. Para entretener la espera, Dao explora la habitación. Oculto tras un biombo, un reducto contiene montones de tejidos destinados, sin duda, a recubrir las paredes.

De pronto, la puerta se abre…

«Todo ha terminado. No volveré a verla…».

El veneciano se prosterna cuan largo es ante el emperador. Tatatonga le imita con algunos gruñidos, doblando difícilmente su cuerpo anquilosado por la edad.

Samud, que los ha acompañado, se retira con discreción, cerrando cuidadosamente la puerta a sus espaldas. Sólo se queda una pequeña esclava, arrodillada junto a una bandeja en la que descansa una tetera posada en un cestillo para mantenerla caliente.

Marco y Tatatonga se incorporan y, por invitación del emperador, se instalan en el suelo, sobre unas alfombras de seda. Kublai, sentado en un estrado, domina a sus invitados.

—¿Tienes el rubí? —pregunta el Gran Kan muy secamente.

—Por desgracia no, Gran Señor.

Kublai inclina la cabeza con gravedad.

—Lo sabía, debiera haber mandado a tu padre. Por cierto, ¿qué es de él?

—No os hubiera traído al maestro Tatatonga —prosigue Marco sin responder a la pregunta, que es de pura cortesía.

Con aire satisfecho, Kublai se posa las manos sobre el abultado vientre.

—Sé bienvenido, Tatatonga.

—Que la paz y la sabiduría sigan siendo las estrellas que guíen vuestro reino, Gran Señor —dice Tatatonga en un tono cortesano.

La joven esclava les sirve unos tazones de té humeante.

—Sé que mi hermano Mongka te… mandó a visitar otro reino. Tenía sus razones. Yo tengo las mías para hacerte regresar.

—Lo sé, el extranjero me lo ha dicho.

Marco se siente de pronto excluido de la conversación. El término «extranjero» empleado por Tatatonga le choca más que el resto. Una especie de complicidad une a los dos mongoles. Al cabo de un rato, interrumpe con audacia su conversación:

—Gran Señor, he cumplido mi misión, permitidme que me retire —dice con voz fuerte.

Kublai le contempla con los ojos muy abiertos. Incluso la joven esclava comienza a temblar como si midiera la magnitud de la cólera imperial. Finalmente, el Gran Kan suelta una carcajada tan estruendosa como un trueno.

—¿Acaso esperas volver a dormir? Te equivocas. En adelante, tus días y tus noches me pertenecen. Sabe que, por lo que a mí respecta, ya descansaré cuando haya muerto. Quiero que os pongáis a trabajar de inmediato. El viaje al país de mis antepasados puede sorprenderme en cualquier momento y tenéis que haber acabado mi obra antes. Entonces, sólo entonces, podréis deteneros, y yo también.

Una vieja con el rostro maquillado y vestida con una túnica en la que relucen mil gemas, entra en la antecámara. Es muy pequeña pero consigue, sin embargo, mirarlos de arriba abajo. Apenas echa una ojeada a Dao antes de dirigirse a Li Wa.

Ésta se dobla en una profunda reverencia.

—Soy Li Wa Si-Yen, honorable dama.

La anciana la observa detalladamente, antes de tenderle el manto que llevaba al brazo. Li Wa se lo pone ayudada por Dao. Parece ya una princesa.

—Muy bien. Tu compañero puede partir.

Se aparta y sale con un gran frufrú de seda.

En cuanto la puerta se cierra, Dao Zhiyu y Li Wa se miran. No necesitan hablar para comprenderse. En un instante, reviven su común pasado: su encuentro en el macareo de Hangzhu, su entrenamiento con Ai Xue, las secretas enseñanzas de Xiu Lan.

—Adiós —murmura Li Wa con voz ahogada.

Cuando se dispone a retirarse, Dao Zhiyu se precipita sobre ella y la estrecha contra sí. Li Wa retrocede, arrastrándole hacia un rincón sombrío. En la oscuridad, ella adivina la brillante mirada de Dao. En pleno palacio, sus alientos se acompasan en un abrazo prohibido.

De pronto, brota la luz en el oscuro reducto. Dao se vuelve con brusquedad.

—¿Quiénes sois? ¿Qué estáis haciendo aquí? —pregunta una voz autoritaria.

Ante ellos se yergue un hombre de unos cuarenta años, vestido como un mandarín, bastante corpulento. Les ha hablado en chino. Da un paso hacia delante.

Dao Zhiyu se coloca ante Li Wa para protegerla.

—Yo…, nos íbamos… En fin, yo…, era yo el que…

El desconocido escudriña la oscuridad. La voz le resulta vagamente familiar a Dao, pero el contraluz impide distinguir los rasgos de su rostro.

—Pero ese manto, ¿no es…? ¡Una futura concubina del emperador! —exclama el intruso, furioso.

Dao se vuelve hacia Li Wa. Ambos están desconcertados, creyendo que se las están viendo con un eunuco.

—¿Cómo te atreves, perro? ¡Miserable bastardo, vas a morir! —grita el hombre.

—¡No! —suplica Li Wa.

Dao se lanza sobre el desconocido y le amordaza con una mano antes de que pueda llamar a la guardia. Lo arrastra hacia el interior.

—Dao, ¿qué estás haciendo? Dao, ¿qué estás haciendo? —repite Li Wa, aterrorizada.

De momento, él sólo quiere impedir que el hombre dé la alarma. Está más preocupado por la suerte de Li Wa que por la suya. El desconocido se defiende. Con una presa de Wu Shu, Dao le retuerce con violencia el brazo. El hombre cae pesadamente al suelo, y su cabeza se golpea contra un arcón. Cuando Dao le suelta, el otro permanece inmóvil.

La oscuridad y el silencio invaden el estrecho corredor. El corazón de Dao comienza a palpitar enloquecido. Está muerto de miedo. Extraviado en pleno palacio imperial, nunca se ha sentido más cerca de su perdición. Tiene las manos húmedas. El sudor le resbala por la nuca. Sus pensamientos se entremezclan en tortuosos vericuetos. Su respiración es jadeante. Le parece oír el paso cadencioso de los guardias que corren hacia él. Imagina que aparecen, con las hojas de sus armas brillando a la luz del día. Cierra los ojos y trata de calmarse inspirando profundamente. Decide dejar de pensar y pasar a la acción, como le ha enseñado su maestro Ai Xue. No intenta averiguar si el hombre ha muerto o no. Lo arrastra para ocultarlo bajo un montón de telas dobladas.

—Dao, ¿qué estás haciendo?

El muchacho ha de emplear todo su esfuerzo, pues su víctima es muy pesada. Por fin, se sienta sobre los talones recuperando el aliento con serenidad. Luego se seca el sudor, que podría traicionarle. Finalmente, se levanta y va a escuchar junto a la puerta.

—Quédate aquí, voy a buscar a mi padre.

—¿A Marco Polo? —pregunta Li Wa levantando la voz.

—Más bajo, podrían oírte.

Aguarda a que el ruido de pasos haya cesado y sale con la mayor naturalidad posible.

—¡Espera! —dice ella, aterrorizada.

Dao se ha marchado ya. Sumida en la oscuridad, Li Wa, con la espalda apoyada en la pared, resbala hasta el suelo sin dejar de mirar al desconocido inerte, y se hace un ovillo apretando las rodillas contra el pecho. Hunde la cabeza en las manos, dejando que sus lágrimas broten en silencio.

—Gran Señor, temo que este miserable bol de té no nos baste —protesta Tatatonga.

Marco mira pasmado al anciano. En Ceilán, era un eremita, partidario de todas las privaciones. En Khanbaliq muestra una exigencia de cortesano.

—Ve a buscarnos algo para comer —ordena Kublai a su esclava.

La muchacha saluda a su dueño y se aleja.

Entretanto, Kublai invita a Tatatonga a instalarse en un escritorio. El letrado se toma su tiempo. Se sienta ante cada uno de ellos, finge escribir, se levanta, mide la anchura de la tablilla, mira por encima de su hombro la ventana que deja pasar un rayo de luna. Por fin se pone en pie frotándose los riñones.

—Aquél podría satisfacerme. Pero el asiento es algo incómodo.

Kublai sonríe, visiblemente divertido.

—Tendrás almohadones a tu medida. Tu comodidad será perfecta.

Tatatonga no parece aún satisfecho. Sin decir nada, pasea ante la ventana, suspirando ruidosamente.

—¿Qué pasa ahora? —inquiere Kublai.

Tatatonga hace un gesto de hastío.

—Nada, pero ¿cómo saber si la luz será bastante para mis fatigados ojos? He vivido tanto tiempo encerrado, lejos del sol…

—Siendo así, la oscuridad, por el contrario, debiera de conveniros —observa Marco.

El anciano hace oídos sordos al comentario del veneciano.

—Podríamos ir a un gabinete con ventanas más anchas.

Kublai se levanta acariciándose la barbilla para reflexionar. Pocas veces Marco le ha visto tan agitado.

—No, aquí está todo el material de escritura. Además, vuestra empresa debe permanecer secreta. Aquí estaréis al abrigo de los curiosos.

Mientras el Gran Kan va dándose tirones a la barba, Tatatonga palpa largo rato los rollos de papel para elegir el que prefiere. Prueba los pinceles pellizcándolos entre sus arrugados dedos.

A Marco le invade una súbita angustia. Ni siquiera se ha asegurado de que el anciano fuera efectivamente capaz de escribir páginas enteras. Aunque abrigue la intención de imprimir el libro, Kublai desea sin duda que el copista tenga una caligrafía impecable para facilitar el trabajo de la estampación. Marco se pregunta si la mano del anciano no temblará cuando vaya a posar el pincel en la hoja. Como si intuyera los pensamientos del veneciano, Tatatonga levanta bruscamente su mirada de búho hacia Marco. Este aparta la cabeza, disimulando su embarazo.

El Gran Kan da una palmada. Samud aparece de inmediato.

—Dime, Samud, ¿no estamos justo debajo del tejado?

—En efecto, Gran Señor.

—Entonces, ordenarás al arquitecto imperial que construya una escalera que lleve a él directamente.

El intendente abre unos ojos como platos.

—Pero, Gran Señor, arriba no hay nada. Sólo el tejado, las tejas…

—Pues bien, que construya una terraza. Cubierta, pero sólo en parte —precisa Kublai.

El Gran Kan, entusiasmado con su proyecto, tiene la mirada vivaz de un chiquillo. Avanza hacia Tatatonga, que está tan contento como el emperador. Ambos comienzan a discutir los detalles cuando el intendente, en vez de retirarse, se acerca discretamente a Marco.

—¿Señor Polo? Un joven ha pedido veros —dice susurrando.

El veneciano se inclina hacia Samud.

—¿A estas horas? —pregunta, extrañado.

El intendente asiente con la cabeza.

—¿Ha dicho su nombre?

—Sólo ha dicho que era vuestro hijo.

Marco frunce el ceño. Sentimientos contradictorios agitan su corazón. No ha visto a Dao desde hace cuatro años. Ha respetado su silencio. Y el bribón decide manifestarse en plena noche, en plena audiencia imperial. La cólera le invade.

—¿Le has dicho que estaba con el emperador?

—Evidentemente, señor, pero ha insistido.

—Dile que vaya a mi casa. Le veré allí —replica Marco con sequedad.

Dao vagabundea por la parte animada del palacio. Saluda maquinalmente a los cortesanos con los que se cruza, buscando un rostro amigo. No puede impedirse pensar en su padre y en el maldito servidor que sin duda ha deformado sus palabras. Enfila un corredor que no conoce y que desemboca en una sucesión de estancias. Sin saber cómo, llega a una gran sala donde se han reunido varias decenas de cortesanos que juegan a las cartas y al go.

De pronto, Dao descubre un rostro familiar. Se dispone a dirigirse al hombre cuando reconoce al príncipe Temur, hijo de Zhenjin. Se contemplan mutuamente con fijeza. La mirada del príncipe está tan preñada de odio que hiela a Dao. Temur se levanta ruidosamente y se dirige hacia el muchacho, seguido por su séquito.

—¿Qué estás haciendo tú aquí? ¡Este lugar está prohibido a los bastardos! —exclama riendo.

Pese a la rabia que le invade, Dao Zhiyu saluda al príncipe como exige su rango.

—Busco… a la princesa Hayak-Kokedjin, alteza.

Dao advierte, aunque demasiado tarde, que eso era exactamente lo que no debía decir.

—¿Estás todavía revoloteando a su alrededor? ¿Y a estas horas? ¿No comprendes que pones en peligro su honor? —pregunta Temur con voz cortante.

Para no perder el dominio de sí mismo, Dao Zhiyu le saluda y se dispone a salir cuando el príncipe interviene de nuevo:

—¡Guardias, detenedle!

Dao Zhiyu reprime, veloz, el instinto que le impulsa a dar un brinco y huir. Se concentra en Li Wa y en el modo de sacarla de aquel avispero.

—¡Aguardad! Le conozco —dice una voz.

Todos se vuelven. En la multitud, Dao busca al que ha hablado.

Este avanza a contraluz, sin que Dao pueda distinguir sus rasgos y sólo le reconoce cuando está a pocos pasos de distancia.

—Es mi sobrino —afirma el personaje.

Aliviado, Dao saluda respetuosamente a su tío, inclinándose con las manos a la altura de la barbilla.

Sanga se vuelve hacia el príncipe Temur y su guardia personal.

—Es sólo un niño. Me lo llevo conmigo, no os molestará, alteza.

Aprovechando el efecto sorpresa, Sanga arrastra a Dao hacia el exterior.

—¿Qué estás haciendo aquí, Dao? —susurra Sanga.

El muchacho calla, intentando orientarse en el palacio. Ahora sólo piensa ya en reunirse con Li Wa.

—Me satisface volver a verte. ¡Cómo has cambiado! Lo que pasó con tu padre me apenó profundamente. Os amo igualmente a ambos.

—Precisamente estoy buscándole —se apresura a decir Dao.

—Estaba en una misión, en la isla de Ceilán.

—¿No está en Khanbaliq?

Dao se pregunta si Samud le habrá mentido.

—Ignoro si ha regresado —declara su tío—. Ven, vayamos a informarnos.

—¡No! —responde Dao con vivacidad—. No… no tengo tiempo.

Sanga le observa atentamente, advirtiendo su inquietud.

—¿Qué ocurre, Dao?

Dao estudia a su tío con la mirada.

—Necesito ayuda.

—Lo presentía.

—Prométeme que guardarás el secreto.

—Puedes pedírmelo todo.

—Pues bien —dice Dao bajando la voz—, he luchado con un hombre.

—¿Con quién? ¿Dónde?

—Aquí, y no sé quién es.

—¿Aquí, en Khanbaliq?

—En el palacio. Creo que está…

Sanga abre mucho los ojos, asustado.

—¿Cuándo?

—Hace unos minutos. Creo que sabré conduciros hasta allí.

Con paso rápido, atraviesan de nuevo los corredores y las antecámaras. Dao vuelve hacia atrás más de una vez, nervioso, perdiéndose en los meandros del palacio. Por la noche, todas las salas se parecen. Qué lejanos le parecen los tiempos en los que era capaz de reunirse, a ciegas, con la princesa Hayak-Kokedjin en cualquier rincón de la Ciudad. Llegan por fin al corredor fatal. Lo recorren discretamente, asegurándose de que no les vean. Al oírlos, Li Wa levanta con brusquedad la cabeza.

—¿Quién es? —pregunta Sanga.

Li Wa saluda a Sanga respetuosamente.

—Me llamo Li Wa, maese Polo. Estoy destinada a ser presentada al emperador.

—No es Marco Polo, es mi tío —explica Dao.

Li Wa se excusa con un gesto, pero Sanga lo pasa por alto.

—¿Dónde está ese hombre? —pregunta el monje a su sobrino.

Dao levanta las telas que ocultan el cuerpo.

Sanga retrocede.

—¿Le conocéis? —pregunta Dao, incrédulo.

Sin responder, Sanga se inclina hacia el hombre al que ha reconocido inmediatamente; es Zhenjin, el heredero del trono e hijo cié Kublai. Le pone una mano en el pecho. El príncipe respira aún.

—¿Vive? —pregunta Dao, ansioso.

Sin vacilar, Sanga aplica con firmeza su palma sobre la nariz y la boca de Zhenjin. Un último temblor agita el cuerpo del heredero.

—No, ha muerto —responde Sanga levantándose—. Ven, ayúdame a sacarlo de aquí.

—¿Y ella? —pregunta Dao, angustiado.

Sanga contempla a Li Wa de la cabeza a los pies.

—Yo mismo la escoltaré hasta las puertas del gineceo. Pero, créeme, no será esta noche cuando la presenten al emperador… —añade con una leve sonrisa—. Vamos, sácalo de aquí.

Dao vacila, incrédulo.

—¡Obedece, no discutas! —ordena Sanga con una voz imperiosa—. Confía en mí…

Dao arrastra el cuerpo hacia el exterior mientras Sanga vigila.

—Déjalo aquí, está bien.

Dao advierte en los ojos de su tío un brillo para él desconocido.

—¿Y ahora qué?

—Ahora, desaparece. Ve a casa de tu padre. Yo me encargo de todo. Y de ella también.

Li Wa y Dao Zhiyu intercambian una última mirada. El muchacho se contiene para no estrecharla en sus brazos. Ella es la que se aparta.

Siguiendo las indicaciones de su tío, Dao se dirige con rapidez a la majestuosa entrada del palacio. En el patio se cruza con unos guardias que corren hacia el interior. Algunos cortesanos lanzan grandes gritos. Dao demora su marcha para comprender el sentido de sus conversaciones. Lo que oye le llena de espanto.

—¡El príncipe Zhenjin ha muerto!

—Dicen que ha fallecido, víctima de una repentina enfermedad.

Dao echa a correr por las amplias avenidas del parque. Quiere abandonar de inmediato ese palacio maldito al que había regresado como conquistador y del que huye como un criminal.