10
Las cenizas del exilio

Con los ojos cerrados, Marco se impregna de las últimas imágenes de China que se lleva consigo. Es como si temiera que nuevas visiones borrasen las antiguas. Presa de un vértigo extático, se deja mecer por el oleaje que imprime al barco unos brutales balanceos. El navío palpita con la regularidad y la violencia de su propio corazón. Acostado en cubierta, cada vibración le hace estremecerse hasta la raíz de los cabellos. Empapado por las salpicaduras, se embriaga con el estruendo de las olas que van a romperse contra la proa. Sus labios entrecerrados beben, gota a gota, la espuma salada del oleaje. Imposible no medir el espacio y el tiempo recorrido. Llegado a los veintiún años a la corte de Kublai, tras un viaje de cuatro años que le convirtió en hombre, Marco Polo no es hoy el mismo de entonces. A sus treinta y siete años, ha conocido los honores de los mayores cortesanos, el alivio de la riqueza, la felicidad del amor siempre satisfecho. Se marcha con una misión esencial, sin duda la más estimable que el Gran Kan le haya confiado. Lo es tanto más cuanto que ni siquiera podrá darle cuentas de ella. Sabe muy bien que no regresará para entregarle el texto impreso. Pero esta misión, la última voluntad de un moribundo, va a cumplirla contra viento y marea. Ha encerrado cuidadosamente el valioso manuscrito en un cofre de su cabina. Todos los días comprueba su presencia, como si algún genio malvado pudiera introducirse en el bajel y llevárselo. Es un temor injustificado, pues nadie conoce la existencia del documento. Y el valor de ese objeto miserable, a medias calcinado, parece ínfimo.

Unos pesados pasos le arrancan de sus reflexiones. Esos andares que podrían ser los suyos sólo pueden pertenecer a su padre.

—¿Niccolò? —pregunta.

—¡Cómo puedes dormir aquí! —se extraña el viejo mercader, gritando para cubrir el estruendo del mar.

—Mi mente está bien despierta —responde Marco sin levantar el tono.

—¿Qué te ocupa tanto, pues, para que estés obligado a cerrar los ojos?

A regañadientes, Marco abre los ojos. La luz blanca de la bruma le ciega. Se lleva la mano a la frente.

—Entremos.

Apoyándose el uno en el otro, padre e hijo entran en la cabina principal.

En su interior, se oye menos el fragor de las olas y la atmósfera es más cálida.

—¡Mírate! ¡Estás empapado! —gruñe Niccolò.

Manda a un servidor que le traiga ropa seca. Entretanto, comienza a desnudar a Marco, que le deja hacer, algo que nunca hubiera tolerado tan sólo un mes antes. Pero los últimos acontecimientos han moderado su carácter. A fin de cuentas, su padre es casi un anciano, cincuenta, tal vez cincuenta y cinco años. Es probable que muera durante la travesía. Sucumbirá a la primera epidemia o al primer ataque de los piratas. Marco quiere preservar de incidentes sus últimas semanas.

—Padre mío —dice Marco—, me consideraba feliz en la corte del Gran Kan. Me tomaba por alguien importante, amado, respetado. Imaginaba que había encontrado todo lo que más apreciaba, el amor, la gloria, la fortuna. Me engañaba. Me duele reconocerlo. Hoy, cuando contemplo los años pasados, llenos de ilusiones, me domina el vértigo porque me parece que sigo buscando el sentido de mi andadura.

Niccolò muestra la expresión de quien ya sabía y nunca ha sido escuchado.

—¿Y crees que en Venecia vas a encontrar lo que te ha faltado allí? —pregunta, cínico.

—No, Venecia se ha convertido en un sueño. Hace tanto tiempo que partí que, no cabe duda, la Venecia de mis recuerdos ya no existe. Pero al menos formaré parte de ella. Le perteneceré, como ella me pertenece.

En la línea del horizonte, el puerto de Zayton se aleja como un espejismo. No sin orgullo, Marco abarca con la mirada los catorce juncos que componen su flota. Seiscientos marinos constituyen la tripulación. Varias decenas de damas de compañía y siervas están destinadas al séquito de la princesa Hayak-Kokedjin. El Gran Kan ha sido generoso al equiparar el convoy. Ha ofrecido también a los Polo mucha pedrería, sedas y objetos valiosos.

Los tres enviados de Arghun encargados de escoltar a su prometida se han encerrado en su cabina, donde juegan ruidosamente a los dados. El capitán, Alí Zauali, es un antiguo súbdito del califa de Bagdad, antes de que la ciudad fuera tomada por los mongoles. Desde entonces, a pesar de su mucha edad, se ha enrolado al servicio del imperio, alabando su barco y su tripulación. Es obvio que se siente orgulloso de transportar a unos mercaderes cristianos que conocen su lengua.

Vestido con ropa seca, Marco, de pie en la proa del navío, olisquea por última vez las salpicaduras del mar de China. La ruta será larga hasta Jerusalén, donde quiere hacer escala para cumplir una promesa. Con melancolía, acaricia entre los dedos la estrella de seis puntas que lleva siempre al cuello. Juró a Michele, su amigo moribundo, enterrarla en el monte de los Olivos. Michele permaneció mucho tiempo enfermo, habían tenido que abandonarle para no poner en peligro toda la caravana. Marco no le vio morir. A menudo, espera que habrá sobrevivido. Le imagina recorriendo las rutas del Himalaya o de Persia. Tal vez, incluso, podrían encontrarse en algún caravasar.

—Ven, Marco, es peligroso quedarte ahí. Sigue el ejemplo de tu hijo —le dice Niccolò.

Marco se pregunta si Niccolò es ingenuo o sólo indiferente.

Dao Zhiyu y Hayak-Kokedjin no se separan desde la partida. La princesa ha sentido toda la gama de emociones del corazón humano a partir del momento en que se supo prometida al ilkan de Persia. Al principio pasó noches imaginando los suntuosos palacios persas, la agradable vida en la corte del ilkan, la clemencia del clima, los poetas y trovadores de la península. Luego, se descompuso al oír los relatos de sus siervas o primas, enteradas por narradores bien informados. La crueldad del ilkan —un vejestorio de cuarenta años— y su desprecio por las mujeres eran legendarios.

En el imperio, se había acostumbrado al lugar inferior de la condición femenina. Sin embargo, había imaginado que tendría un destino distinto al de sus hermanas. Con orgullo, había creído ser excepcional. La realidad era muy otra. La más anciana de las concubinas intentó devolverle la esperanza diciéndole que podría domar a su esposo, tener verdadera autoridad sobre él y endulzar, así, sus días y sus noches. No dijo a la muchacha que era demasiado tarde para enseñarle cómo lograr tal cosa. La princesa comenzó a temer el largo viaje hacia un país desconocido, el desarraigo total. La idea de encontrarse con extranjeros de los que no conocía la lengua ni los hábitos y costumbres, aunque fueran mongoles, la petrificaba. Aquella boda representaba un pacto de alianza entre el ilkan y el Gran Kan, por lo tanto tendría que ser dócil y sumisa, dominarse. Lo peor, sin duda, será verse escoltada por Dao Zhiyu, pues su presencia le recordará de un modo cruel su renuncia al amor. Fascinada y aterrada, ha escuchado los relatos de las damas de su séquito sobre la noche de bodas.

Dao Zhiyu, por su parte, se siente destrozado. Piensa con espanto en el terrible final de Li Wa. Durante todo su aprendizaje junto a Ai Xue, había intentado encontrarle un sentido a la vida, aprender a dominarla. Y, luego, todo se le había escapado. Arrojado en prisión, liberado luego para verse obligado a abandonar para siempre su tierra natal, su sensación de impotencia es extremada. Dao y Hayak comparten el mismo sentimiento cuando ven cómo se aleja en la bruma la costa de China. En adelante, ambos conocerán el exilio.

Al día siguiente, la melancolía ha abandonado a Dao. A fin de cuentas, en Khanbaliq, era sólo un bastardo, ni chino ni mongol, hijo de extranjero. En Venecia, será reconocido como el heredero de una gran familia. Se imagina rodeado por una corte de hermosas venecianas ávidas de relatos exóticos. Por otra parte, se pregunta qué aspecto tendrá una veneciana. A hurtadillas, contempla a Hayak, preguntándose en qué se parecerán a ella esas extranjeras. De pronto, sintiendo el peso de aquella mirada, ella se vuelve bruscamente. Se miran largo rato, sin decir palabra, como si temieran romper la intimidad creada por su cercanía.

Al cabo de unos días en alta mar, Hayak pide autorización para salir a cubierta. Marco convence al embajador persa de que el encierro es malsano. Reconociendo los efectos vivificantes del mar, el enviado acepta, al igual que ha aceptado, en nombre de los vínculos que les unieron de niños, que Dao se encargue de distraer a la princesa, enseñándole juegos prohibidos a las mujeres, trucos de cartas con los que ella se divierte mucho.

El embajador, que ha conocido a Dao desde su tierna infancia, sigue viéndole como a un chiquillo. De todos modos, ha exigido que Hayak y él nunca estén solos, que siempre los acompañen por lo menos dos damas del séquito. La princesa, que siente curiosidad por todo, interroga a Marco sobre los peces que pueblan los mares, las tribus que habitan las islas. Escucha con pasión los relatos del veneciano, que exagera un poco de vez en cuando. Finalmente, se arriesga a preguntar por Persia y sus mongoles. Cuando sabe que Marco conoció a Arghun en su juventud, no cesa ya de intentar sonsacarle. Pero Marco elude todo lo que se refiere a las relaciones del mongol con las mujeres; se limita a describir a un valeroso guerrero, corajudo jinete, digno príncipe.

Por lo que se refiere a Niccolò, está excitado como un chiquillo. Marco tiene a veces la sensación de que su padre se ha embarcado por primera vez. Le conmueve ver a un hombre de más de cincuenta años tan entusiasmado como un adolescente y, al mismo tiempo, le exaspera su carácter inmaduro. A pesar de su experiencia, Marco no le confiaría su caravana. Se pregunta, incluso, cómo ha podido sobrevivir Niccolò a tantos viajes. Éste no deja de atribuir su suerte a la buena estrella de los audaces. No se cansa de admirar en el pañol del navío las pacas de seda y las montañas de sacos de especias que venderá, a precio de oro, en Venecia. Mil veces al día, obliga a Matteo a hacer una y otra vez eruditos cálculos capaces de precisar los millones que va a embolsarse. Matteo, para escapar a la tiranía de su hermano, con la excusa del mareo, permanece encerrado en su cabina, donde engulle a hurtadillas el doble de su ración.

Transcurridos tres meses de navegación, aparece la costa de Sumatra, recortándose en la bruma, verde y lujuriante, ante las miradas de los viajeros. El capitán decide hacer escala para aprovisionarse de leña, agua dulce y víveres. Echan el ancla cuando el crepúsculo ilumina las playas con un manto de seda con desgarrones rojos y amarillos. El capitán prefiere aguardar a la mañana para desembarcar, dada la supuesta hostilidad de las poblaciones.

La mayoría de los pasajeros, en cubierta, están acodados en la batayola, admirando el esmeralda de la costa, que brilla con la puesta de sol. Dao descubre que Hayak está llorando. Ella se aparta.

—¿Por qué lloras? —pregunta Dao, sinceramente inquieto.

—Esperaba pisar hoy mismo tierra firme. ¡El barco es ya una cárcel! —solloza como una niña.

Dao Zhiyu mira a su alrededor para estar seguro de que no llaman la atención. Luego arrastra suavemente a Hayak hasta el otro lado de la cubierta, como si buscaran peces voladores en la superficie de las olas. Ella se vuelve y levanta hacia él unas pupilas negras húmedas de lágrimas.

—Dao, no quiero ir; te amo a ti. Te conozco desde siempre. Jugamos juntos. Quería casarme contigo, ¿recuerdas? Porque sabía que no me harías mal alguno, que incluso me protegerías.

—Eras como mi hermanita.

—¿Y ahora?

Dao lanza un profundo suspiro.

—Eres una princesa, Hayak. Y yo un bastardo.

—¡Pero todo eso sólo importa en el imperio! —dice ella casi gritando.

El posa una mano apaciguadora en su brazo. Hayak se sobrepone.

—Si no estuviéramos bajo la autoridad del Gran Kan, podríamos vivir felices, ¿no es cierto? —dice ella con dulzura.

Conmovido, Dao la toma en sus brazos como hacía cuando tenían doce años. Siente sus firmes pechos oprimiéndose contra su torso. En el firmamento se levanta la luna, llena y redonda como un vientre de mujer.

Es de noche todavía cuando Dao se levanta de su yacija. Sin hacer ruido, llega a la cabina de Hayak. En silencio, abre con cuidado la puerta y penetra en el interior. La contempla, encogida sobre sí misma como una niña, con el rostro sereno en el sueño. Se acerca con sigilosos pasos y le tapa la boca con la mano. Ella despierta, sobresaltada.

—¡Chisss! Soy yo —susurra.

Ella se sienta y mueve la cabeza. Dao aparta la mano.

—¡No dejaré a mi hermanita entre las zarpas de un bruto!

Se dirigen una simple mirada, brillante de esperanza.

Ambos conocen los riesgos que corren, pero están decididos. Rápida, ella se pone un manto, toma algunas cosas y sigue a Dao hasta la cubierta del navío. Con precaución, el joven bota una barca al mar. Ayuda a Hayak a instalarse en ella. Hunde delicadamente los remos en el agua y se aleja del junco. La costa se acerca con rapidez.

En el cielo estrellado, la luna brilla como un sol.

—¡La princesa ha desaparecido!

Marco se levanta de un salto. Pietro Tártaro, despeinado, repite:

—¡La princesa ha desaparecido!

En camisa, Marco corre hacia la cabina imperial. Está vacía. Trastornado, se vuelve hacia Tártaro:

—¡Despierta a todo el mundo, a mi padre, a mi hijo! ¡Vamos!

Marco comienza la búsqueda registrando los botes. Lo hace dos veces. Mientras los está contando, Tártaro regresa, seguido por Niccolò.

—¡Amo! ¡Es terrible! —grita el esclavo, aterrorizado.

—El amo joven ha desaparecido también, ¿no es cierto?

—¿Cómo lo sabes? —interviene Niccolò.

El anciano está vestido, señal de que tampoco ha podido conciliar el sueño esta noche.

—Se han llevado una barca —explica Marco con voz tranquila.

—¡Están locos! —exclama Niccolò con un gesto.

También Marco lo piensa, pero como de costumbre, no pierde su sorprendente facultad de mantener la sangre fría. A algunos chinos les pasmaba esa capacidad en un extranjero que no estaba iniciado en los secretos del Wu Shu.

El capitán se les reúne, obsesionado por la idea de recuperar su esquife. Muy pronto la cubierta está tan animada como en pleno día. Incluso los legados de Arghun han salido de su cabina, vistiendo magníficos atavíos nocturnos. Marco se dirige a grandes zancadas hacia su camarote.

—Vamos, hay que encontrarlos. Que todos los hombres se pongan a buscarlos, a bordo sólo se queda la guardia. Capitán, ¿estáis de acuerdo? —pregunta Marco por cortesía.

Alí Zauali se inclina respetuosamente.

—Estoy a las órdenes del enviado del Gran Kan.

El embajador de Arghun se acerca al veneciano.

—Debo advertir de ello al emperador, y también al ilkan.

—Dadme primero una oportunidad —replica Marco con voz firme.

El diplomático no oculta su desagrado.

—Lo lamento mucho, monseñor. Pueden sucederos muchas desgracias en semejante expedición. Y yo no debo regresar a Persia sin la prometida del ilkan. Hace ya meses que la aguarda. Si se entera de que semejante infortunio se le ha ocultado, yo perdería su confianza.

«Y también la vida, aunque antes serán ejecutados los cristianos responsables de la protección de la princesa», piensa Marco. Conteniendo un estremecimiento, recuerda que el ilkan de Persia ha adoptado algunas costumbres locales, como la del empalamiento.

—Escuchadme, señor, necesitáis toda una jornada para redactar la misiva. Digamos que no saldrá antes de mañana por la mañana. Espero sinceramente que ese tiempo me baste.

El tono de Marco es lo bastante firme como para que el embajador no se atreva a replicar. Si el ilkan repudia a la princesa, fugada como una vulgar sierva, tendrán que regresar a Khanbaliq, esperar la nueva elección del emperador, embarcarse de nuevo para un peligroso viaje. Navegan desde hace meses y ninguno de los dos hombres desea volver atrás. El diplomático conoce los imperativos de su función. A la vista de todos, no puede ceder ante el veneciano. Pero éste espera, para sus adentros, que el legado encontrará un pretexto para retrasar su misiva. Marco prevé las consecuencias del incidente. Suponiendo que consigan encontrar a los jóvenes sanos y salvos, la princesa tendrá que someterse a un examen para certificar su virginidad. Resulta más impensable entregar una prometida mancillada al ilkan que inventarse una fábula sobre su rapto por indígenas de las islas.

La cólera permite a Marco no achicarse ante la magnitud de la tarea. Saluda al embajador y salta a bordo del bote en el que han embarcado ya unos soldados, acompañados del capitán.

—Dicen que estas islas están pobladas por caníbales. Corren peligro de muerte —observa el capitán.

—Están vivos —afirma el veneciano, confiado.

Los remos se hunden a ritmo regular. El agua tibia los salpica a cada movimiento. Costean a lo largo de varias millas antes de descubrir el esquife embarrancado en la arena. Marco da orden de acelerar.

Atracan en la playa, en un silencio de muerte. El veneciano explora los alrededores buscando una pista. Rápidamente, descubren huellas de pasos. Marco trepa a una roca para impartir órdenes.

—Vamos a explorar por parejas. Cada ramificación del sendero será investigada por dos de los nuestros. No os alejéis nunca solos. Si encontráis indígenas, no os mostréis hostiles. Hacedles saber que pertenecéis al glorioso ejército del Gran Kan. No quiero, sobre todo, derramamiento de sangre. Tenemos que encontrar a la princesa y a Dao Zhiyu vivos, ¡a los dos! —insiste Marco en tono imperioso—. Suceda lo que suceda, nos encontraremos al anochecer aquí mismo. Vamos, buena suerte a todos.

—Ya sólo podemos orar para que la gloria del Gran Kan haya llegado a esos salvajes —murmura el capitán.

Marco y su grupo avanzan primero rápidamente. Pero a medida que se internan en la selva, caminan con mayor dificultad. Van cortando las lianas con sus pesadas espadas. El veneciano comienza a dudar. Es improbable que hayan pasado por aquí. Habrían dejado algún rastro. Mejor hubiera sido tratar de encontrar una pista antes de lanzarse ciegamente a esa maraña de vegetación infestada de insectos grandes como una mano y de serpientes que se confunden con las ramas. Ya piensa en desandar el camino cuando, de pronto, un siseo llama su atención. Instintivamente, se agacha. Oye un resoplido a sus espaldas. Uno de los hombres cae fulminado. Marcos se inclina sobre él. Una minúscula flecha le ha alcanzado en la base del cuello. Está muerto.

—¡Nos atacan! —grita Marco—. ¡Listos para el combate!

Vuelan los proyectiles. Los silbidos se multiplican como una invasión de mosquitos, sin que pueda verse el menor enemigo. Los soldados, pese a estar alertas, caen como moscas sin haber tenido ocasión de defenderse. Marco ordena el repliegue. Los hombres no se lo hacen repetir y emprenden la retirada a toda velocidad, esperando librarse de aquellos mortíferos flechazos. Si Hayak y Dao han muerto, ¿cómo encontrar sus cuerpos? Regresan a la playa a la carrera. Se derrumban en la arena, jadeantes, molidos por el peso de las armaduras. No han sido perseguidos. Por lo visto, los indígenas no salen de la selva. Con espanto, Marco cuenta a sus hombres. Faltan unos veinte. Encuentra la mirada aterrorizada del capitán, que los está aguardando.

—Monseñor Marco, no puedo permitiros que os llevéis así a mis marinos —exclama, furioso—. ¿Qué voy a hacer si ya no dispongo de tripulación para encargarse de las maniobras de mi navío?

—Volvamos a bordo. Allí estaremos seguros.

De regreso en el navío, Marco no consigue conciliar el sueño; está preocupado, a la vez, por su hijo, por su padre, por su tío y por él mismo. Pasa parte de la noche rezando a la Virgen, confiando en su misericordia. Al amanecer, observa angustiado al mensajero del embajador que embarca en uno de los juncos, llevando la fatal misiva. Por un momento, desea que el junco no llegue a su destino, pero de inmediato rechaza arrepentido esta idea.

Realizan varias expediciones a la densa jungla, y cada vez pierden numerosos hombres. Procuran recoger los cuerpos para darles una sepultura digna, en lugar de dejar que los devoren los indígenas.

Al iniciar una de esas operaciones al interior de la isla, Niccolò sujeta a su hijo por el brazo.

—Marco, espera. Si no volvieras, si te sucediera una desgracia…

—Ya sólo tendríais que regresar y pedirle al Gran Kan que os diera otra princesa.

—¡Estás loco, Marco! Para empezar, me desollaría vivo.

—En ese caso, haceos corsario, eso os sentaría muy bien —comenta Marco con sorna.

Buffone! —dice Niccolò para sí, haciendo una mueca.

Pero en el fondo, Marco comienza a desesperarse. El capitán le exhorta a abandonar la isla. Afortunadamente, los vientos son desfavorables y dejan clavados en la bahía a los trece juncos restantes.

Por la noche, en el cobertizo que le sirve a la vez de gabinete de trabajo, de alcoba y de comedor, Niccolò dice a su hijo:

—A veces, Marco, me pregunto si te quedas para encontrar a la princesa o a Dao.

—Están juntos.

—Puedes tener otros hijos. Por lo que a la princesa se refiere, tú mismo lo has dicho, el Gran Kan no es avaro con las mujeres.

Marco ni siquiera replica, apartando con un gesto a su padre.

Cierta mañana, tras cinco meses pasados en la isla, Pietro Tártaro despierta con brusquedad a Marco.

—¡Amo! ¡Venid pronto!

Marco corre a la playa en camisa.

El horizonte está cubierto de bajeles. Inquieto, el veneciano se esfuerza con impaciencia por distinguir su pabellón. Descubre con espanto que enarbolan los colores imperiales. El navío almirante echa el ancla en las proximidades de sus juncos. Un pequeño bote se acerca. Hay a bordo un personaje importante: va cubierto con casco y pertrechado con toda suerte de armas. Sin duda es el general de la flota. Tras él, Marco reconoce al embajador de Persia.

El veneciano se acerca a ellos.

El militar se quita el casco, mostrando el rostro sanguíneo del príncipe Esen Temur, heredero del trono imperial. El veneciano se prosterna cuan largo es, como haría ante el emperador.

—A través del embajador del ilkan, el emperador ha sabido que la princesa ha sido raptada por unos indígenas, junto con tu hijo, que intentaba socorrerla.

Marco dirige una mirada al embajador. Este responde discretamente con una sonrisa cómplice.

—Puesto que no lográis encontrarlos, el emperador ha decidido enviar una armada a cuyo mando estoy, para meter en cintura a ese insolente reino. En adelante dirigiré en persona todas las operaciones.

Marco debe aceptarlo sin hacer ni decir nada, ni siquiera puede, a pesar de sus ganas, estrechar al embajador en sus brazos. Los soldados mongoles desembarcan a millares en la isla. Marco ya sólo es un observador. Solicita el privilegio de acompañar al príncipe Temur en sus maniobras. Como en una verdadera batida, el ejército de Temur avanza por la jungla, destruyendo la vegetación que impide el progreso de los soldados. Asustados sin duda por la magnitud de la invasión, los indígenas se esconden. Temur comunica a Marco que su última misión es invadir la isla de Sumatra y acabar con la rebelión del rajá. Ahora, el veneciano comprende mejor por qué se ha desplegado semejante flota por una simple princesa. Era el pretexto para una operación de envergadura en la región. Cuando llevan varias horas avanzando, Temur ordena regresar a la playa. Celebra consejo con sus capitanes, decidido a no permanecer más de un mes en la isla. Interroga a Marco sobre la situación de las radas.

—No las hemos explorado. Por tierra es difícil acceder a ellas porque están rodeadas de acantilados. Nuestros hombres no están equipados para franquearlos.

—Entonces, los han llevado allí. Si no los encontramos, avisaremos al Gran Kan de que la princesa ha desaparecido y levaremos anclas.

La frase cae como una sentencia de muerte. Temur da órdenes para emprender una expedición a la mañana siguiente.

Marco insiste en unirse a ellos. El ascenso es difícil por las rocas volcánicas. Algunos soldados resbalan y caen al vacío, aplastándose al pie de los despeñaderos. Por fin, se acercan a la cima; los primeros hombres la franquean y se deslizan por el otro lado. Marco sube a su vez hasta el punto culminante. De pronto, resuena un grito de mujer. Abajo, las rocas bajan en suave pendiente hasta la arena. En la playa, una mujer se debate en los brazos de un soldado mongol. El veneciano desciende a toda prisa, saltando de roca en roca a riesgo de romperse un tobillo, con el príncipe Temur tras él. Marco apenas reconoce a la princesa. Su suntuoso vestido está desgarrado en múltiples lugares y su rostro está curtido por el sol. Marco busca a Dao Zhiyu con los ojos. Hayak lanza un grito. Unos soldados sujetan a Dao. Uno de ellos se dispone a herirle con su espada.

—¡Aguardad! —ordena Marco.

Con la energía de un demente, corre hacia los mongoles. Cuando está a pocos pasos, desenvaina el sable y amenaza con él al guerrero.

—Alejaos y dejadle partir —ordena apretando las mandíbulas.

—¿No es uno de esos… indígenas? —pregunta Temur con desprecio.

—Es mi hijo, estaba con la princesa cuando ella se marchó. Intentó impedírselo.

—¿Vuestro hijo? —se extraña el príncipe—. Sin embargo, parece oriundo de estos parajes.

—Es bastardo, pero la sangre que corre por sus venas me es tan cara como la mía propia.

Dao clava en el veneciano una mirada hosca. Está seguro de que, sin la presencia de su padre, Temur no habría vacilado en asesinarle.

—Soltadle —ordena Temur.

Marco y Dao suspiran con el mismo alivio. El joven baja los ojos.

El veneciano se aparta para dirigirse hacia Hayak-Kokedjin. Al reconocer al príncipe Temur, su corazón se ha llenado de felicidad y de temor.

—Alteza, hemos venido a buscaros —dice Temur con voz fría.

Marco cree leer en sus ojos una sincera buena voluntad.

—Vamos a acompañaros —añade, Temur.

—¿A la corte? —pregunta ella con júbilo.

—Sí, a la corte del ilkan —precisa Temur.

La princesa dirige a Dao una mirada inquieta. Había creído que aún sería posible volver atrás, ser de nuevo la muchacha llena de esperanzas que era pocos meses antes. Pero los hombres han decidido otra cosa.

El príncipe Temur escolta personalmente a la princesa hasta lo alto del acantilado. Cuando se trata de escalar las rocas, no permite que se le acerque nadie. Sin pedirle permiso, la toma en sus brazos y la lleva al otro lado. Hayak aparta ostensiblemente la cabeza para no tener que encontrar su mirada. Pero escucha con atención lo que él le susurra al oído.

—Hayak, cuando el mensaje del embajador de Persia llegó a la corte, el emperador montó en cólera. Pero mantuvo en secreto esa información, porque no sabía qué decisión tomar. Estaba dispuesto a darte por perdida y a enviar una nueva princesa. Sin embargo, yo insistí en organizar la expedición que debía rescatarte. No fue muy arduo convencer al Gran Kan, porque el marajá de Sumatra ha tenido la audacia de rebelarse. En cualquier caso, sabe que si el bastardo te ha puesto la mano encima —concluye con voz amenazadora—, te ejecutaré con mis propias manos.

El grupo regresa a la playa. Los hombres se lanzan bromas, felices al poder abandonar por fin la isla. De pronto, los mortíferos siseos se dejan oír de nuevo. Algunos hombres caen, fulminados. Aterrorizados, los soldados trepan precipitadamente a los botes, seguidos por Temur. La princesa es llevada hasta la embarcación más cercana. Marco se asegura de que Dao tiene tiempo de subir también a la barca, y después vuelve la cabeza hacia la playa. Con sorpresa, descubre una hilera de indígenas medio desnudos que ha salido de la selva. Rápidamente, éstos echan al agua unas cincuenta canoas con balancín. La mitad de ellas va provista de fardos encendidos atados al extremo de una cuerda. Cuando llegan cerca, los nativos lanzan sus proyectiles. El navío almirante se aproxima para facilitar la huida, de Temur y los suyos. De pronto, algunas flechas consiguen alcanzarlo. Las llamas prenden, de inmediato, en las velas replegadas. La tripulación salta a los botes y abandona el navío.

—¡El manuscrito! —murmura Marco horrorizado.

Se dirige al capitán.

—Hay que regresar al barco. Debo recuperar a toda costa unos documentos de gran importancia.

—¡Ni lo sueñe, monseñor!

—¡Es necesario! —insiste Marco.

—Perdonadme, monseñor —replica Alí Zauali en un tono autoritario—, pero el único que manda a bordo, después de Dios, soy yo.

Sin detenerse a reflexionar, Marco evalúa la distancia que le separa del navío y, tras haberse quitado la armadura y la espada, se zambulle en el agua ante los ojos atónitos de la tripulación.

Nada tan deprisa como puede. Los marineros encaramados a los botes le tienden la mano, ofreciéndole su ayuda. Marco los ignora. Muy pronto, el fuerte olor a quemado domina el del mar. El casco del barco cruje con verdaderos gritos de dolor. Las llamas llegan a los mástiles que se inflaman como antorchas. Una humareda negra se eleva hacia el cielo. Marco descubre la cadena del ancla. Se agarra a ella y comienza a escalar. Pero, cuando está llegando a la borda, suena un estruendo. Es demasiado tarde, el navío va a partirse. Antes de hundirse a su vez, Marco tiene una última visión: el mascarón de proa se disloca y se sumerge en el mar.

Marco recupera el conocimiento, presa de una terrible náusea. Apenas tiene tiempo de inclinarse y vomitar su bilis. Unos crujidos le llenan de espanto. Se levanta de pronto. ¡Rápido! ¡Hay que abandonar el navío, está ardiendo!

—¡Cálmate, Marco! Todo va bien.

Niccolò está a la cabecera de su hijo, con el rostro cansado, pero sus ojos brillan, realzados por las arrugas que se abren como estrellas en sus sienes.

—Estás a bordo del segundo junco.

—¿Y el navío almirante?

—Ha ardido por completo, y luego se ha hundido. Al saltar, sólo he podido salvar las piedras preciosas —dice Niccolò para tranquilizarle.

Marco cae de nuevo en su yacija, abrumado por la magnitud del desastre.

—Cuando Dao vio que te hundías con la nave, se zambulló. Consiguió encontrarte entre los remolinos y los restos y te llevó a la superficie. En verdad, le debes la vida. Ignoraba que supiera nadar. Creía que nunca había ido a la mar.

—Es cierto —responde Marco maquinalmente—. ¿Dónde está?

—Con la princesa. El príncipe Temur ha embarcado a su vez y ha zarpado hacia Sumatra. Nos ha dejado la bendición del Gran Kan para que llevemos a cabo nuestra misión. Nos ha suministrado más armas. Ya teníamos, pero ha considerado que no eran bastantes. El monzón es favorable. Y el capitán ha izado velas al mismo tiempo, para gozar de la protección de los ejércitos mongoles, durante algunas millas por lo menos…

Marco no escucha ya a Niccolò. Siente que le invade un arrebato de ira. Se levanta de pronto, sin aguardar a que su padre haya terminado su relato. Sale precipitadamente y se lanza por el pasillo que lleva a los demás compartimentos. Abre de par en par la puerta del gabinete privado de la princesa. Ambos jóvenes están muy juntos.

—¡Fuera! —exclama Marco dirigiéndose a Dao.

Impresionado, el muchacho obedece sin discutir.

Marco ordena que la princesa sea encerrada y bien custodiada. Le prohíbe cualquier contacto con la tripulación. Su compañía sólo debe ser la de sus damas y siervas. Marco hace llamar a Dao. El muchacho ha cambiado. Su tez se ha bronceado, como la de la princesa, tras esos meses pasados al sol. Marco teme que el ilkan quede decepcionado al descubrir que su prometida tiene la piel tan oscura. Espera que el encierro de la travesía hará que su cutis recobre su blancura.

Dao calla, pero lanza a su padre una mirada preñada de cólera.

—¿De modo que habías encontrado el paraíso terrenal? —ataca Marco con ironía—. ¿Te creías Adán y la creías Eva? ¿Ha mordido la manzana?

—Su valor permanece intacto, no os preocupéis —responde Dao con desprecio—. Encontramos una felicidad como, sin duda, vos no la conoceréis nunca, monseñor Polo.

Marco se yergue, furioso.

—¡Nada de insolencias conmigo, Dao! ¡Habría podido dejar que esos bárbaros te ejecutaran!

—¿Por qué no lo habéis hecho? —suelta el joven, desafiante.

Marco, fatigado, suspira. Se aparta y se sienta.

—Por la misma razón por la que te zambulliste para salvarme, Dao. Y por la misma razón por la que no te dejé pudrir en las mazmorras del imperio. Porque eres el hijo de Noor-Zade y te considero el mío.

—¡No deseo vuestra consideración! Desembarcadme en cualquier puerto. Me haré marinero o cualquier otra cosa.

—No sabes nada de la vida de un marinero. Escucha, Dao, comprendo tu cólera y tu decepción. Pero debes saber que exijo de ti una obediencia total o haré que te encadenen. ¿Queda claro?

—Perfectamente claro —responde Dao como si lanzara una amenaza de muerte.

Durante las siguientes semanas, Marco se pasa el día tomando notas, intentando juntar sus recuerdos. Pero no es un letrado y el ejercicio le resulta especialmente penoso. Reconstruir el manuscrito parece imposible, pero no tiene nada mejor que hacer, encerrado en aquel navío en plenos mares del Sur. Al cabo de unas horas, agotado, sale a cubierta para tomar el aire. Se reúne en la proa con el capitán. En la cubierta, los hombres han sacado los arcos, las ballestas y las espadas.

—Capitán, ¿hay alguna razón para alarmarse?

—Nos acercamos a Malaca. Es una región infestada de piratas. Todos mis hombres están ojo avizor, eso es todo —replica el otro con naturalidad.

—Tal vez podamos esquivarlos. ¡Hemos escapado ya de tantos peligros!

El capitán inclina la cabeza, como un hombre seguro de sí.

—Ningún navío escapa a los piratas de Malaca.

Los juncos avanzan lentamente por el estrecho desfiladero. Deben reducir la velocidad para no embarrancar en los peñascos a flor de agua. De pronto, el capitán levanta un brazo.

—¡Mirad! —exclama.

Por el lado de babor, una decena de pequeños navíos, ligeros y manejables, se deslizan sobre el agua. No es necesario buscar su pabellón. ¡Los piratas! Zafarrancho de combate en los juncos. Los soldados los acribillan a flechazos pero, a pesar de sus pérdidas, los filibusteros se acercan inexorablemente. Al finalizar la jornada, llegados a la altura de los juncos, se lanzan al abordaje por medio de arpones. Rápidamente, los marinos intentan cortar los cables, pero es demasiado tarde. Los bandidos trepan ya a bordo. Se inicia entonces un terrible cuerpo a cuerpo. Los piratas, veteranos en ese ejercicio, no tardan en infligir graves daños. Marco propone al capitán negociar antes de perder demasiados hombres. Con enorme pesar, el capitán sigue su consejo. Los combates cesan en todos los juncos. A bordo del navío almirante aparece el jefe de los piratas. Por el número de cicatrices que marcan su cuerpo medio desnudo, Marco adivina que el hombre nada tiene que perder. Tiene la mirada altiva, medio arrogante y medio enloquecida, de quienes no temen a la muerte. Marco se dirige a él en varios idiomas, pero el bandolero no comprende ninguno. Queda el lenguaje gestual. Por haberlo practicado muchas veces, el veneciano lo domina.

Los bandidos se marchan con un junco —el que han dañado—, armas, pedrería, algunas pacas de especias y, sobre todo, casi todas las mujeres del séquito de la princesa, valiosa moneda de cambio en los mercados de esclavos de la región. Sólo le dejan unas pocas.

Durante largas noches, Marco oye cómo Hayak-Kokedjin llora la pérdida de sus compañeras. Cierto día, se decide a visitarla. Al entrar en su cabina, le sorprende descubrir el estado en que se encuentra. Lleva el cabello suelto, sus ojos muestran las ojeras de las noches sin sueño, tiene los labios agrietados por los suspiros. Lo primero que piensa Marco es que el ilkan va a sentirse defraudado.

—Alteza, os lo ruego, secad vuestras lágrimas. No os devolverán a vuestras damas. Siento mucho el destino que les espera pero, al menos, habrán salvado la vida. Tal vez, incluso, sean compañeras de algún señor o reyezuelo. No serán, entonces, más desgraciadas que vos —dice Marco torpemente.

Los sollozos de la princesa aumentan.

—Pensad, alteza, que vuestro rostro puede mostrar las huellas de vuestra pesadumbre. Debéis cuidaros. No dejéis que la desgracia os arrebate vuestra belleza.

La princesa parece admitir ese argumento. Acepta el pañuelo de seda que le ofrece el veneciano.

Cuando se acercan a las costas de Ceilán, Marco autoriza a Ishrat Gandhali a salir. Vistiendo un manto de lino, salta con sus graciosos andares sobre los cabos y cadenas esparcidos sobre la cubierta. Al pirata que quiso llevarse a tan hermosa presa, Marco le ofreció a cambio un fardo de pimienta, ante la desesperación de Niccolò. Sin nostalgia, apoyada en la borda, la joven busca con la mirada su aldea como si pudiera descubrirla entre la bruma que nimba los árboles milenarios.

Tras una escala de avituallamiento, la flota reanuda su ruta hacia Persia. A la salida del puerto, el barco comienza a bambolearse, zarandeado por un gran oleaje. El capitán advierte a la tripulación que se prepara una tormenta, más peligrosa que las precedentes. Su tono preocupa más a los pasajeros que sus palabras. Los marineros reducen el velamen. Toda la dotación es llamada a cubierta. Los demás son invitados a encerrarse en sus cabinas. Las aberturas se obstruyen por medio de tablas clavadas, de modo que el interior del navío se vuelve^muy caluroso. A causa de la tormenta, las cocinas se cierran y la cena se compone de unos pedazos de pescado seco y alguno frutos. Los servidores consiguen preparar té con especias, pues se supone que es un remedio contra el mareo. Esta vez, Matteo no necesita fingir para tenderse en su litera con los primeros bandazos. Abandona la mesa común antes que los demás, pero los legados de Arghun le siguen poco después. Quienes se han atrevido a comer lo lamentan amargamente, sujetándose el estómago. A causa del calor, todas las puertas de las cabinas que dan a la común permanecen abiertas, sencillamente tapadas por cortinas de cuentas de madera. Niccolò, Marco y Dao distinguen, de vez en cuando, unas figuras que, zarandeadas por las bordadas del barco, gimen sin cesar. Ni siquiera los marinos más aguerridos pueden ocultar su angustia. Niccolò pide la ayuda de Dao para llegar a su cabina. Como borrachos, se levantan y se agarran a las sillas clavadas al suelo. Marco intenta tomar una taza de té, pero la tetera colgante se balancea con tanta energía que no consigue atraparla. Hace tiempo que su servidor se ha tendido en el suelo lanzando quejidos. El navío se ve violentamente sacudido por un golpe de mar. Marco decide ir a su cabina. Apoyándose en una y otra pared, consigue llegar a su lecho. Gandhali está ya allí, encogida, con el ceño fruncido y la boca torcida. Su tez tostada se ha vuelto gris. Una lamparilla se mantiene encendida y Marco la cuelga como puede sobre el ojo de buey condenado. Fuera, ha debido de caer la noche. Es el momento en que se intensifica la borrasca. Las olas golpean violentamente el casco, y el navío se balancea de lado a lado como una cáscara de nuez. Marco lamenta no haber permanecido en cubierta donde, a pesar del riesgo evidente de que le arrastre una ola, los efectos de la tormenta son menos duros de soportar. Tiene los ojos fijos en la tetera, que oscila vertiginosamente. Más de una vez, el barco se levanta casi en sentido vertical en un aparente silencio; Marco contiene el aliento. Luego, vuelve a caer pesadamente en el estruendoso abismo de espuma. El junco cruje por todas partes. Marco examina las junturas de la pared del camarote, temiendo ver cómo se abre una brecha en el casco. Las cuentas de madera de la cortina se entrechocan en una furiosa danza. Al otro lado de la cortina, la tetera ha derramado su brebaje. De pronto, Ishrat da un salto lanzando un chillido. Decenas de ratas atraviesan la cabina corriendo. Marco supone que huyen de las inundadas calas. Luego es el turno de los insectos. Largos como la palma de la mano, salen a centenares, verdaderas colonias que reptan por el suelo, trepan por las paredes, a la cama. Cada especie tiene su ritmo de avance. Parece que las tablas han cobrado vida. Con los ojos abiertos de par en par, horrorizada, Ishrat se aferra a Marco. Aprieta los dientes, los labios, conteniendo sus gritos. Al veneciano no le llega la camisa al cuerpo. Balanceado al albur del oleaje, ambos abrazados, son arrojados de un lado al otro de la cabina, aplastando negras hileras de insectos contra sus ropas. Convertidos en simples bolos de un juego cruel, ven, entre asqueados y espantados, cómo esos bichos indeseables trepan por sus cuerpos. Aturdidos por los porrazos que se dan contra el casco de la embarcación, ensordecidos por el estruendo del oleaje que golpea el navío, se sumen en un estado de aletargamiento próximo a la agonía. Si Marco hubiera estado en sus cabales, habría llamado mil veces a la muerte. Pero aunque el junco hubiese zozobrado, no se habría dado mucha cuenta de ello. El suplicio dura dos días y dos noches. Sólo al tercer amanecer el navío recupera la posición horizontal. Marco advierte primero que las ratas y los insectos han desaparecido. Los únicos testigos de la tormenta son unos cadáveres que flotan en los charcos de agua. Marco e Ishrat han permanecido tendidos en el suelo, milagrosamente agarrados el uno al otro durante toda la prueba. Medio inconsciente, la joven esclava está cubierta de deyecciones. Marco se levanta a duras penas. Arrastra a su compañera hasta la cubierta, escalando los peldaños de rodillas, en lugar de subirlos con la dignidad que su rango exigiría. Cuando por fin está al aire libre, parpadea y le parece respirar por primera vez. Deja escapar un suspiro de alivio. Está ocupado en instalar a Ishrat entre los cabos enrollados que siembran la cubierta, cuando ve al capitán Alí Zauali. Le llama, pero ningún sonido sale de su boca. El capitán corre hacia el veneciano.

—¿Estáis bien? ¡Me satisface veros! ¿Os habéis fijado en el tiempo? Soberbio, ¿no es cierto?

La desenvoltura del marino exaspera a Marco, demasiado débil para reaccionar.

—Tened, ¿tenéis hambre, sed tal vez?

Tiende a su pasajero un cesto que llevaba en la mano, con algunos frutos secos.

—Algo de beber —consigue articular Marco.

El capitán manda enseguida a uno de sus hombres a buscar una botella de vino. El veneciano la bebe casi entera. Guarda algunos tragos para su esclava. Pega el gollete a la reseca boca de la joven, pero el líquido se escurre a lo largo de su cuello. Preocupado, Marco le da varios cachetes. Ella levanta débilmente los brazos para protegerse. El repite el intento hablándole con dulzura. Después de haber aceptado un trago, Ishrat tose largo rato y luego entreabre los párpados. Marco le aconseja al oído que vaya a lavarse en cuanto haya recuperado el ánimo.

—¡Hemos hecho provisiones de agua dulce! —exclama, jovial, una voz que el veneciano conoce muy bien.

Se vuelve para descubrir a su padre, Niccolò, fresco como un jovencito, reavivado por el aire marino. Eso es lo que Marco adora y detesta en aquel hombre: su facultad de permanente alegría, su talento para disfrutar en una situación cualquiera.

Aunque durante la escala los marineros han podido recobrar el valor, la tormenta les ha afectado profundamente. Varios de sus compañeros han sido arrastrados por el mar de fondo o han resultado heridos.

Menos de un mes más tarde, una terrible epidemia diezma la tripulación. La flota está en cuarentena. El médico de a bordo es una de las primeras víctimas. La lista de bajas se alarga tanto más rápidamente cuanto que los enfermos no reciben ya cuidados. Dos de los tres enviados de Arghun sucumben. Todas las mañanas, los cadáveres de quienes han exhalado el alma por la noche son echados al mar envueltos en sudarios. Muy pronto no hay ya bastantes marineros para tripular todos los juncos. Con el mayor de los pesares, el capitán debe decidirse a abandonar algunos navíos. Los vende a pandillas de corsarios, a bajo precio, pues se supone que traen desgracia y serán desguazados.

La princesa Hayak-Kokedjin pierde, una a una, a todas sus damas de compañía y siervas, a excepción de una sola. Cierta mañana, el anciano Shayabami se levanta febril. Sabe que ha contraído el mal, pero procura ocultarlo a sus amos. Sólo Dao advierte que el esclavo se demora al ejecutar las órdenes. En unos pocos días, Shayabami se sume en un sopor embrutecido. Deja de alimentarse a pesar de los atentos cuidados que le prodigan los Polo. Niccolò, Marco y Dao se relevan a su cabecera, como lo harían con un miembro de su familia. Cuando la suerte del sirio resulta inevitable, Niccolò insiste en velarle a solas. Pasa las últimas noches orando. Llora por la amistad que los ha unido. A partir de ahora, no podrá ya evocar sus recuerdos de juventud, sus primeros viajes por el mar Negro. Sólo Shayabami sabía exactamente cómo preparar el té de Niccolò. Conocía la dosificación de las especias y las hojas, hasta el punto de que el mercader prefería no beber té antes que consumir otro. Shayabami se lleva unos secretos de Niccolò que era el único en conocer. En una sola noche, el manto de la soledad hace que se encorven los hombros del viejo veneciano.

Todos los Polo derraman cálidas lágrimas sobre su cuerpo. Dao, tal vez por haber velado en exceso al esclavo sirio, ha caído también enfermo, pero ha sobrevivido milagrosamente. Por miedo al contagio, Marco se ha negado a que la princesa visitara a Dao, de modo que ambos pasan separados las últimas semanas. Su sufrimiento es más intolerable aún porque saben que muy pronto su separación será definitiva.

Finalmente, en una jornada de mucho sol, justo antes de mediodía, el bajel superviviente llega a la vista de las costas del reino de Persia. De los seiscientos pasajeros que zarparon de Zayton, ya sólo quedan ocho. Tras esos dieciocho meses en alta mar desde que abandonaron la isla de Sumatra, todo el grupo está destrozado. Dao, debilitado, consigue subir a cubierta. Durante toda la enfermedad del muchacho, Marco ha procurado que no se viera con la princesa, por temor a que ésta se contagiara de la enfermedad que haría estragos a bordo. También Niccolò se ha visto afectado, aunque más débilmente, y durante varias semanas, Marco temió perder a su padre y a su hijo a la vez. Matteo se sorprendía, todas las mañanas, al verse sano y salvo, y se acostaba, todas las noches, convencido de que notaba los primeros síntomas.

Marco esperaba que las salidas a cubierta apresurarían la curación de Dao, pero éste parece desmejorarse cada vez más. Cuando todos empiezan a sentir cierto alivio, el muchacho se sume en una profunda melancolía. Mientras tanto, la princesa se acicala para mostrarse ante el ilkan con su mejor apariencia.

El único superviviente de los embajadores de Arghun ha caído asimismo enfermo. Cuando avistan el puerto de Ormuz, está demasiado débil aún para ser desembarcado. El calor es tan asfixiante que deciden que permanezca a bordo hasta que anochezca.

Apenas terminada la maniobra de atraque, todos se apresuran a bajar a puerto y abandonar el maldito navío. Para colmo de desgracia, han atracado en pleno mediodía. Un suntuoso séquito los espera para llevarlos al palacio del ilkan, que ya los aguarda. En plena canícula, el trayecto es abrumador. Acompañada por su dama, la princesa sube a un carro protegido por un dosel que las resguarda de las miradas. Detrás de ella cabalgan los Polo. El capitán de los guardias ha puesto a su disposición unos magníficos pura sangre. Descubren que las calles de la ciudad están desiertas. Todos sus habitantes se han encerrado en casa para librarse de aquel horno. El cortejo acelera la marcha para llegar pronto al palacio y huir del sol. La ciudad es un inmenso laberinto cubierto de un velo de polvo. Los edificios, de color blanco, tienen sus aristas difuminadas por un halo turbio que acentúa la impresión de irrealidad. Finalmente, chorreando sudor, entran en el patio del palacio, espléndidamente decorado. Mosaicos multicolores cubren los muros. Pinturas al fresco persas reflejan la vida del soberano y sus esposas en jardines de ensueño. El patio cuadrado está rodeado de arcadas moriscas. En el centro, una fuente en forma de león canta su melodía de lluvia. La atmósfera desprende una impresión de serenidad, casi un paraíso en esta ciudad abrumada por el calor. Para sus adentros, Dao intenta convencerse de que Hayak será feliz.

Los invitan a entrar en el edificio. Nada más cruzar el umbral sienten un escalofrío, pues en el interior la temperatura es mucho más baja. El suelo está compuesto por grandes losas. Alfombras de seda de modestas dimensiones señalan el camino al visitante. Poco a poco, se acostumbran a la penumbra y al fresco. Un servidor los conduce de inmediato a la sala de audiencias. La princesa protesta, alegando que quiere retocar su atavío. La enigmática respuesta del servidor los deja perplejos:

—Alteza, no será necesario.

El grupo de los Polo sigue a la princesa hasta el salón de audiencias. Está casi vacío. Unos individuos que más parecen guerreros que cortesanos lo recorren como si se tratara de la sala de los pasos perdidos. El ilkan se halla en plena discusión con sus consejeros, que están sentados en el suelo, ante el trono. Marco no reconoce al ilkan, instalado en el sillón real. Conoció a Arghun cuando ambos tenían unos veinte años. Ahora, el ilkan se ha engordado. Incluso los rasgos de su rostro parecen distintos. Ha pasado tanto tiempo que es posible que la memoria de Marco le traicione. Sin embargo, un presentimiento le advierte de que la situación no es ordinaria. El servidor anuncia a los Polo al ilkan. Este interrumpe a regañadientes su conversación y se vuelve hacia los recién llegados. En ese instante, Marco está seguro de no hallarse en presencia de Arghun. El rostro de la princesa Hayak-Kokedjin refleja la decepción ante aquel recibimiento. Todos saludan al ilkan con una profunda reverencia.

—Me satisface que los vientos hayan sido favorables para llevaros a buen puerto —comienza el ilkan sin convicción—. ¿Cuál es el objeto de vuestra visita? Tengo poco tiempo, apresuraos.

Los Polo se dirigen miradas incrédulas. Hayak está a punto de desmayarse, sostenida por su dama. Marco actúa como si se encontrara ante aquél al que conoció veinte años antes.

—Señor Arghun, como solicitaste al Gran Kan, te traemos a tu prometida, la princesa Hayak-Kokedjin, de puro linaje.

El ilkan inclina la cabeza, como si recordara algo.

—Sí, en efecto. Bueno, sabed una cosa: Arghun murió hace más de dos años. Su cuerpo fue enterrado en la montaña y el lugar se ha mantenido en secreto. Soy Gaikhatu, su hermano, y ocupo el trono a causa de la ausencia de Ghazan, el hijo de Arghun.

Hayak se lleva las manos a la cara, aterrorizada. Se vuelve hacia los Polo.

—De modo que ya sólo nos queda llevarla con nosotros a Venecia —susurra Dao a su padre.

—Agradezco mucho al Gran Kan tan precioso regalo —prosigue Gaikhatu mirando de arriba abajo a la princesa—. Sin embargo, mi harén cuenta con bastantes mujeres hermosas como para satisfacerme. Por consiguiente, se la ofreceré a mi sobrino, Ghazan. Es hora ya, para él, de pensar en rodearse de damas de calidad. Actualmente acampa en Mashad, en los confines de los desiertos de la Persia oriental. Ordenaré que preparen una caravana.

Al escuchar esa sentencia, la princesa se desvanece. El ilkan achaca ese malestar al cansancio del viaje. Las siervas del ilkan se la llevan de inmediato, sin que haya podido despedirse de los Polo.

Los Polo se demoran nueve meses en la corte de Gaikhatu. Durante toda su estancia, nunca son autorizados a ver a la princesa. Convertida oficialmente en propiedad de un príncipe mongol, no debe ya tener contacto con el mundo exterior y, sobre todo, no debe ver a ningún hombre. Resultan vanos todos los argumentos de Marco para convencer al ilkan de que les conceda una última visita a la princesa. Cuando Marco alega que, tras más de tres años de viaje, se han creado entre ellos vínculos de afecto, Gaikhatu replica que es hora, precisamente, de poner fin a ellos. Si Marco insinúa que la princesa tal vez desee expresarles su gratitud por su protección durante el periplo, el ilkan asegura que serán generosamente recompensados, en la medida del servicio prestado. Gaikhatu hace que les entreguen una diadema, regalo de la princesa para agradecerles su escolta. Dao estaba dispuesto a intentar cualquier cosa para verla en secreto por última vez. Pero Marco le demuestra que cada uno de sus hechos y gestos es vigilado. Finalmente, el joven renuncia a aquel sueño y admite que sus caminos han estado, desde siempre, destinados a separarse.

Desde ese momento, el único deseo de Dao es abandonar Persia lo antes posible.

La situación política va a procurarles la ocasión de partir. Una rebelión estalla en Persia. Ghazan se toma como un insulto el hecho de que su tío Gaikhatu le ceda a la princesa Hayak-Kokedjin. Pretende recuperar sus derechos al trono ocupado antaño por su padre. A su vez, un primo de Gaikhatu, considerándose más competente para gobernar, arma un ejército para apoderarse del poder. Temiendo ser tomados como rehenes, los Polo deciden iniciar la última etapa hacia Venecia. En los vehículos y animales de su caravana cargan las últimas riquezas salvadas del imperio del Gran Kan y las que les ha regalado Gaikhatu. Varios camellos transportan grandes colmillos de elefante, cosa que les da un aspecto de animales fantásticos.

Tenían pensado embarcar hacia Acre, pero cierta noche, en un caravasar cercano a la antigua Babilonia, zozobran sus esperanzas. Unos mercaderes armenios les avisan de que Jerusalén ha sido recuperada por los musulmanes y Acre ha caído a su vez. Toda la colonia genovesa ha abandonado la ciudad. Sólo resistió un puñado de caballeros templarios. El sultán dio orden de arrasar la ciudad. Los hombres que se rindieron fueron implacablemente ejecutados. Las mujeres fueron violadas antes de ser diseminadas por los mercados de esclavos. Se dice que había tantas que una esclava cristiana no costaba más que una dracma en el mercado de Damasco. El reino de ultramar desapareció por completo.

Marco se derrumba al saber la noticia. La promesa que le hizo a Michele de regresar al monte de los Olivos no podrá ser cumplida. Su honor está en juego. Ha perdido, ya, el valioso manuscrito de Kublai en los mares del Sur. Ahora, el deseo de un moribundo no será satisfecho. Marco se hace la solemne promesa de volver a escribir el libro del Gran Kan y enviárselo, incluso caligrafiado a mano.

La caravana se pone en marcha por la misma ruta que siguió a la ida, casi veinte años antes, pasando por la Gran Armenia y Erzurum. Pero en vez de bajar hacia la costa, la caravana prosigue su camino hasta Constantinopla. Allí, embarcarán en un navío que los llevará a Venecia. Antes de que finalice el año de gracia de 1295, estarán en su casa.

Se acercan a Trebizonda, en el mar Negro, donde prevén hacer un alto y avituallarse. La ciudad griega es aliada de los genoveses, de modo que, en cuanto el gobernador griego se entera de que son venecianos, los convoca a su presencia sin darles tiempo para instalarse en un albergue.

Conducidos, casi con amenazas, a la sala de audiencias, los venecianos saludan al dirigente griego. El hombre hace una mueca de desprecio que los Polo pretenden no notar.

—Sois ciudadanos de Venecia —dice.

—En efecto, excelencia —admite Marco, muy tranquilo—. Sin embargo, hemos estado mucho tiempo ausentes de nuestra ciudad.

—Por eso ignorabais que hubiera valido más evitar Trebizonda… —le corta el gobernador—. Hemos firmado un tratado de alianza con Génova. Debemos cumplirlo para no provocar la cólera de nuestro aliado.

Marco contiene el aliento.

—Los derechos de tránsito son de cuatro mil besantes —suelta el soberano como si lanzara una nube de flechas.

—¡Es una fortuna! —exclama Niccolò, atragantándose.

—Debemos confiscar también vuestras sedas y porcelana.

—¡No es posible! —grita Niccolò en el colmo de la cólera—. No imagináis todos los avatares que hemos sufrido. Y no ha sido para dejarnos despojar por…

Matteo intenta apaciguar a su hermano. Marco toma la palabra.

—Excelencia, hemos estado ausentes tanto tiempo que no conocemos esos nuevos edictos.

—Es posible, pero la ley es estricta y no consiente excepción alguna. Y consideraos afortunados de que no os haga meter en prisión. Eso es lo que va a suceder si estáis todavía aquí mañana.

Es evidente que el soberano se siente muy satisfecho de su presa.

—Protestamos enérgicamente contra esas prácticas, excelencia —declara Marco levantando el tono.

—Escuchad, monseñor, acepto considerar vuestra buena fe. De modo que os daré un recibo por todas las mercancías que mantendremos en nuestro poder. Luego, seréis muy libres de presentarlo ante Génova.

Abandonan el palacio en tal estado de furor y despecho que ninguno de ellos dice una sola palabra.

Cuando regresan a la caravana, todas las mercancías han sido requisadas ya. Sólo les quedan los caballos de silla. Incluso los animales de carga han desaparecido. Pietro Tártaro llora amargamente, maldiciéndose porque no ha hecho nada para impedírselo. Marco le consuela como puede, cuando apenas logra dominar su propia cólera. Sólo tienen ya la ropa que llevaban y algunos recuerdos que los griegos han Considerado que no tenían valor. El único que conserva la calma es, contra todo lo esperado, Matteo. Recuerda a su hermano y a su sobrino que las piedras más valiosas están cosidas en el forro de su manto. Aliviado primero, Marco comienza a asustarse cuando descubre con espanto que también se han llevado a Ishrat Gandhali. La joven se ha convertido para él en una especie de talismán. Vuelve a palacio pese a las protestas de Niccolò. Esta vez, el recibimiento es mucho menos formal. Los guardias se muestran claramente amenazadores. Cuando Marco formula su demanda, el monarca no disimula su sorpresa. El veneciano obtiene, por fin, la liberación de su esclava a cambio de un rubí de Ceilán. Pese a su desagradable experiencia, la muchacha sigue estando resplandeciente. Se arroja en los brazos de su dueño. El simple contacto de su cuerpo basta para apaciguar a Marco.

Abandonan deprisa Trebizonda, sin haber podido descansar. Atraviesan la Gran Armenia a marchas forzadas. Sólo consigue alegrarlos la magia y el esplendor de Constantinopla. El crepúsculo en el Bósforo es un espectáculo que les hace olvidar, momentáneamente, su contrariedad. Son recibidos por una prima lejana llamada Mabilia Polo, que se aloja en el barrio veneciano de la ciudad. Es una mujer de unos cincuenta años, llena de vida, que ha tendido a abusar de las dulzuras de Oriente. Pero su corpulencia sedujo a un mercader bizantino, que acoge con una profunda reverencia a los parientes de su esposa. Con la mayor naturalidad, relega a Dao a los aposentos de la servidumbre. Y cuando Marco se dispone a protestar, su hijo le indica que no insista, como si intentara evitar así las preguntas y demás curiosidades. Niccolò y Matteo se reencuentran con gran alegría con su pariente a la que, está claro, conocen íntimamente. La prima tiene una retahíla de nietos que se apretujan para ver a los viajeros.

Marco pasea largo rato por las calles de Constantinopla, disfrutando del sencillo placer del descubrimiento. Se maravilla ante la basílica de Santa Sofía, cuya cúpula tiene una curva perfecta. Pese al entusiasmo de la prima Mabilia, los Polo deciden quedarse sólo unas semanas. Sabiéndose tan cerca de su ciudad natal, se sienten impacientes por regresar a ella. En Constantinopla entran en posesión de sus primeros ducados, una nueva moneda veneciana acuñada por primera vez, diez años antes, en 1285. Marco examina largo rato las monedas, descubriendo al mismo tiempo el perfil del nuevo Dux. Adquiere una bolsa de moda para meter en ella sus monedas. Al guardar su cartera de cuero de león, experimenta la extraña sensación de que le será difícil olvidar los billetes imperiales y la comodidad de su uso. Los ducados nuevos son tan brillantes como si fueran falsos. Le sorprende comprobar que está calculando en chao el precio de la travesía, para mejor estimar su valor.

Su navío atraviesa el mar Egeo, y hace escala en Negroponto, verdadera colonia veneciana. Allí ya se habla más el veneciano que el griego. En esa ocasión, Marco descubre nuevas expresiones que no existían cuando partió. Le toman por extranjero. Cierto es que busca a menudo las palabras y habla su propia lengua con un acento oriental. Por puro placer, Marco y Dao se bañan en las aguas turquesa, movidas por las incesantes mareas del estrecho.

Prosiguen su periplo a través de las islas griegas, dejando atrás las Cicladas, que aparecen como espejismos por encima de las aguas. Divisan, desde la embarcación, las columnas del templo de Poseidón, en la isla de Kea. Marco habría querido detenerse para admirar los antiguos vestigios, pero la hostilidad de los griegos hacia los venecianos y su desventura en Trebizonda hacen que renuncie a visitarlos.

El capitán les anuncia que deberían llegar a Venecia al día siguiente.

Marco pasa la noche escudriñando el horizonte. El alba apunta por fin. La bruma teñida de un rosa perlino oculta a la vista la costa que, sin embargo, se siente cercana. Unas gaviotas giran alrededor de la nave, aguardando que suelte sus desechos. De pronto, mezclado con el grito de los pájaros, Marco cree reconocer un sonido muy particular que resuena en lo más profundo de su memoria. Se adelanta hacia la proa como si, acercándose unas pulgadas, pudiera percibirlo mejor, entre el silbido del viento y los chillidos de las gaviotas. Esta vez ya no duda, está seguro; se siente sumergido por una inmensa oleada de emociones. Invisibles en la bruma, las campanas de las torres doblan como para recibirle mejor. Cierra los ojos, empapándose de la intensidad del momento. Cuando los abre de nuevo, adivina a lo lejos la fachada rosa té del palazzo Ducale. Se siente dispuesto a abrazar Venecia con todo su ser.