2
La perla y la concha
Agachada tras un gran pino, temblando de frío, la princesa Hayak-Kokedjin acecha el paso de sus damas de honor. Éstas van de un lado a otro llamándola. Hayak se encoge un poco más. La princesa se entrega a su diversión favorita: despistar a su séquito. Ahora lo hace de un modo excelente. Comienza saliendo de palacio con paso lento, a fin de adormecer la vigilancia de las que la siguen. Luego, llega a la parte china del jardín donde los senderos son tan estrechos que sólo pueden recorrerse en fila india. Conoce todos sus meandros y recodos. La dama de compañía que tiene el privilegio de llevar el parasol de seda incrustado de pedrería la sigue a trancas y barrancas. Ágil como un cabrito, Hayak escala las rocas para saltar al otro lado del jardín. Oye a su gobernanta que la riñe y le promete diez latigazos. Hayak se ríe, pues sabe muy bien que la anciana tiene ligera la mano. Entonces, se arremanga el vestido y echa a correr con todas sus fuerzas hasta la gruta ante cuya entrada cae una cascada cantarina.
Hábilmente, Hayak coloca piedras en lo alto de la roca. En unos pocos instantes, el curso del agua se desvía, y la líquida cortina se abre lentamente ante la princesa. Ella se desliza al interior de la gruta.
—¿Nadie te ha seguido?
Una oscura silueta se ha acercado, avanzando como un cangrejo.
—No, Dao, no te preocupes.
Hayak observa con emoción y envidia el cubil de su amigo. Se arrodilla y comienza a deshacer el gran lazo que anuda su cinturón. Debajo, lleva una botella de té y algunas provisiones, torta de pan y carne seca. Luego, familiarmente, se tiende sobre el manto que a Dao le sirve de lecho. El chico se arroja sobre la comida y comienza a devorarla.
—El té está caliente aún —dice ella.
—¡No quiero volver a ver a mi padre! —masculla Dao con la boca llena—. Lo odio.
—Cada vez me repites el mismo estribillo —suspira Hayak—. Y sin embargo, ¿no te han enseñado los chinos a respetar a tus antepasados?
—¡Lo respetaré cuando haya muerto!
Hayak se echa a reír.
—Sin duda mi chamán puede hacer algo por ti. No dudo de que conoce algunas recetas que pueden complacerte. Bueno —dice incorporándose sobre un codo—, hace meses que te ocultas, no puedes quedarte aquí toda tu vida.
—¿Por qué no? Viví años en la calle, en Hangzhu.
Ella se distrae haciendo anillas de vaho.
—Porque voy a cansarme de este jueguecito —dice—. Algún día, mi vieja urraca me encontrará. Y entonces, si me coge… El emperador sería capaz de casarme con algún príncipe de alguna isla perdida del reino de Annam. —Se acerca a él y le mira, traviesa—. Sabes muy bien que me da igual casarme con un príncipe.
—¡Siempre que puedas vivir en un palacio! Yo necesitaría hablar con Xiu Lan… Ella podría ayudarme.
—¡Esa criatura! —exclama la princesa con desprecio. Es del todo fiel a Marco Polo. No obtendrás nada de ella.
—Tal vez nunca la he conocido del modo en que la conocen todos los hombres que se han acercado a ella, pero sé mejor que nadie que su corazón no es una concha vacía.
—Evidentemente, va acumulando oro en él. Piénsalo, Dao, Marco Polo la mantiene. ¿Por qué va a traicionarle? ¿Por tus hermosos ojos?
Xiu Lan se apresura hacia el palacio de Marco, con los ojos fijos en el suelo. Procura seguir las huellas de pasos en la nieve que hacen más accesible el camino. La tormenta nocturna ha cubierto el paisaje de blanco, como un inmaculado maquillaje. Desde la última visita del veneciano al Gran Kan, aquél ha reforzado más aún la vigilancia y ha restringido sus salidas. Sin embargo, ella ha conseguido obviar la custodia del viejo Shayabami con la ayuda del vino de arroz. Con la cara oculta tras una máscara, se ha presentado en casa de Sanga, pero el monje no estaba. Imposible esperarle, pues su tardanza despertaría las sospechas de Marco Polo. Regresa pues, despechada, a su jaula dorada. Tiene la mirada clavada en sus pies cuando, de pronto, una silueta femenina, arrebujada en pieles, surge del jardín chino. Xiu Lan la reconoce enseguida. Alarga el paso para alcanzarla, está a punto de resbalar y topa casi con la adolescente. La agarra del brazo, haciendo caer la piel de zorro que cubre su rostro.
—¡Princesa Kokedjin! —exclama—. ¿Qué hacéis aquí, sola? Os habéis extraviado. Dejad que os escolte hasta palacio.
La muchacha sacude la cabeza, desconcertada.
—No, señora. Sé adonde voy.
Intenta soltarse, pero el puño de Xiu Lan la retiene con fuerza.
—¿De dónde venís? —pregunta la cortesana con voz autoritaria.
Sorprendida, la princesa se echa a temblar.
—¡No tenéis derecho! —grita.
—¿Y vos? ¿Tenéis derecho a salir sola de vuestros aposentos?
Hayak enmudece ante la audacia de la cortesana. También ella está enclaustrada por su dueño. Ambas son prisioneras, pero no soportan las mismas cadenas. Evidentemente, si Xiu Lan la denuncia, Marco sabrá que también ella ha desobedecido. Se librará con algunos azotes, pero si el Gran Kan se entera de las escapadas de la princesa…
Xiu Lan adivina la vacilación en la expresión de la niña. Insiste:
—¿Queréis que me dirija al gobernador de palacio? Seréis castigada y a él le cortarán la cabeza. Es un grave incumplimiento de sus deberes.
La princesa rompe a sollozar.
—Prometedme que no diréis nada, señora, os lo suplico.
Xiu Lan arrastra a la muchacha hasta un banco y le dice con voz acariciadora:
—Vamos, cuenta…
Unas semanas después de las festividades del Nuevo Año, el palacio muestra aún las huellas de la celebración. Un león de laca, medio destruido por un invitado demasiado borracho, no ha sido reparado aún. Los cortesanos se atarean en los salones, tiritando de frío y maldiciendo a Kublai por gastar tan poco para sus huéspedes. Se ha encendido una sola chimenea. Cuando Marco llega, la audiencia ha comenzado ya. Kublai le ha convocado sin duda para comunicarle la fecha de su partida. Los cortesanos recorren la sala del trono y las antecámaras, para entrar en calor. Cuando Marco Polo es anunciado, Samud le indica por señas que se acerque. El veneciano se prosterna cuan largo es ante el emperador. Al lado de éste está Zhenjin, mostrando ostentosamente su posición de heredero, con el torso hinchado como un gallito bajo su vestimenta de paño dorado.
—Marco Polo, llegas a punto —comienza Kublai—. Estábamos hablando de mujeres, un tema que tú conoces bien, ¿no es cierto?
—Digamos que me intereso modestamente por él —replica Marco, sorprendido ante esa entrada en materia.
Sanga, en quien Marco no se había fijado hasta entonces, interviene.
—Cierto es que nadie puede igualar las facultades de nuestro emperador, que tiene en su gineceo más de tres mil concubinas.
—Lamentablemente, no tengo ya tantas. La naturaleza es dura con las mujeres y me pregunto cuántas de ellas me sobrevivirán.
—Por eso un emperador debe renovarlas —advierte Zhenjin.
—A eso íbamos —aprueba Kublai—. Sanga me alaba regularmente la belleza que albergas bajo tu techo.
Marco dirige una torva mirada al monje, que vuelve la cabeza.
—Gran Señor, vuestra elección recae sobre jóvenes flores apenas abiertas. Ahora bien, hablando de la persona que vos me hacéis el honor de mencionar, aunque sus pétalos no se han marchitado aún, no tienen ya el frescor de una rosa matutina.
—Bien te satisface a ti. ¿Cómo se llama?
—Xiu Lan, Gran Señor —responde Marco, que comienza a preocuparse.
—Sí, eso es, Xiu Lan. ¿Conoces su significado?
—Sabéis muy bien que no sé chino, Gran Señor.
Marco se pregunta si es un modo de ponerle a prueba.
—Claro, claro. Bueno, ¿cuándo vas a presentármela?
Marco se echa a reír.
—Es que… no tenía la intención de hacerlo, Gran Señor.
—¿Y por qué?
—Todo el mundo sabe que si el emperador se encapricha con una mujer, ningún hombre podrá ya tocarla, Gran Señor.
Kublai sonríe para sí. La honestidad de Marco Polo suele rayar con la audacia, y él ha hecho empalar a más de uno por mucho menos. Pero saber que puede contar con esta cualidad convierte al veneciano en un valioso cortesano.
—¿Osarías afrentar al emperador negándole el mejor de los placeres del que tú hayas gozado? Yo creía, naturalmente, que la estabas probando antes de ofrecérmela.
Marco enmudece.
—Además, bien habrá que encargarse de la pobre niña en tu ausencia. ¿Qué sería de ella, sola en tu palacio?
—Alguien tendrá que cubrir sus subsiguientes necesidades —se permite añadir Zhenjin, que ni siquiera conoce a Xiu Lan.
—¿Sabéis, maese Polo? Una vez que le han tomado gusto, esas mujeres ya no pueden prescindir de ello —añade Sanga.
¿Qué sabrá él, si lleva el hábito de los monjes budistas?
No es sorprendente que Zhenjin y Sanga, enemigos de siempre que se disputan los favores del emperador, se entiendan a las mil maravillas cuando se trata de perjudicar al veneciano. Zhenjin siente un odio manifiesto por Marco, que le recuerda inoportunamente que también él es un bárbaro para los chinos, a pesar de sus intentos de aparecer como un futuro soberano digno de ser un Hijo del Cielo. Por lo que a Sanga se refiere, desde el altercado sobre Dao Zhiyu, Marco no le ha vuelto a dirigir la palabra. Sanga lo aprovecha para mostrar una faceta de su personalidad que el veneciano no le conocía.
—Gran Señor, ¿han fijado vuestros chamanes una fecha para mi partida? —inquiere Marco.
El emperador parece no oír la pregunta.
—Mándamela esta noche. He dicho —suelta Kublai en un tono que no admite réplica.
En cuanto regresa a su palacio, Marco ordena que Xiu Lan se presente ante él de inmediato. Ella le manda decir que no está visible. Marco, rabioso tras su entrevista con el Gran Kan, se precipita a su habitación. Abre con brutalidad el panel corredero. Xiu Lan está ante él, con el pelo suelto, el rostro desnudo, vistiendo simplemente una túnica de lino. Sin maquillaje parece más joven. Se está peinando con esmero su larga melena. En el hogar arde un fuego que enrojece su piel. Sorprendida, interrumpe su gesto.
—Cuando digo de inmediato, quiero ser obedecido —exclama Marco.
—Ignoraba que estuvierais dispuesto a recibirme en este estado.
Él se acerca a grandes zancadas y la agarra por las muñecas. Ella suelta el peine de marfil. Con violencia, Marco la besa en la boca. Ella se abandona en sus brazos. Él la tiende en el suelo y la posee rápidamente, con rabia. Ella grita, pero acaba entregándose sin decir una palabra.
Una vez satisfecho, él se aparta de ella, suspirando.
—Amo —dice ella con voz dulce—, sé algo sobre Dao.
Marco se incorpora sobre un codo.
—Per bacco! Ese bribón merece que le dé un buen correctivo. Luego, regresará tranquilamente a casa.
—Tiene miedo de vos, amo Polo. Hace sólo dos estaciones que os conoce. Hay que darle tiempo.
Marco se vuelve, lanzando un profundo suspiro. Ha atravesado la mitad del mundo, ha escalado las más altas montañas, afrontado los peores desiertos, ha combatido contra los más crueles bandidos, ha negociado con implacables jefes de guerra, y es incapaz de discutir con su propio hijo…
Lo más doloroso es pensar que en eso se parece a su propio padre Niccolò.
—Dadle tiempo para adaptarse…
—Las fieras solamente se doman con el látigo —interrumpe Marco, seguro de su derecho.
Ella se levanta con indolencia y se ajusta la túnica, anudándola graciosamente a su talle.
—¿Cómo ha ido la audiencia imperial? —pregunta con aire despreocupado.
—Estabas hablando de Dao —repite Marco, pasando por alto su pregunta.
Xiu Lan recorre la estancia con pasos airosos.
—Amo, sabéis que mi más hermoso sueño es conocer al emperador. Supongamos que, si os digo lo que sé sobre Dao, tal vez tendréis ganas de presentarme al Gran Kan… —Se vuelve a mirarle con los ojos centelleantes y la sonrisa en los labios.
—¿Debo entender que pretendes negociar mediante tu información sobre mi hijo? —exclama Marco soltando la carcajada.
Ella no responde.
Marco se levanta a su vez y se acerca a ella.
—Digámoslo pues de otro modo: voy incluso a hacerte el honor de explicarte por qué la audiencia imperial me ha puesto en ese estado. El Gran Kan me ha ordenado que te entregara a él.
Xiu Lan amplía su sonrisa.
—¿De verdad?
—Pero yo podría perfectamente decirle que esa noticia te ha provocado una exaltación tan grande que te has arrojado sobre mi espada. Eres sólo una moza que se vende, de modo que me libraría con una simple multa —concluye con desenvoltura.
Xiu Lan se siente aturdida. Nunca había visto a Marco actuar con semejante indiferencia, tanto más terrible cuanto que parece totalmente dueño de sí. Para dominar su nerviosismo, ella se alisa los cabellos con una mano.
—Dao se oculta en los jardines de palacio —declara—, domesticado por la princesa Hayak-Kokedjin. No quiere veros más.
Desde el funesto día en que Dao Zhiyu huyó, el tiempo parece haberse detenido para Marco Polo. Sin embargo, ha transcurrido un año entero. En la mañana de 1283, Marco recorre nerviosamente la antecámara del pabellón de la Caña de agua. Espera desde hace una hora que le concedan una audiencia. Perdiendo la paciencia, pregunta al servidor de guardia.
—Vuestra petición ha sido transmitida, señor Polo —le responde invariablemente el cancerbero—. Si lo deseáis, haremos que os lleven a casa la respuesta.
—¡No! La aguardo aquí —advierte Marco intentando mantener la calma.
Por fin, cuando está ya dispuesto a derribar la puerta, una dama velada cruza el umbral.
—Su alteza la princesa Hayak-Kokedjin acepta recibiros. Seguidme, señor Polo.
Acompaña al veneciano hasta un saloncillo decorado con gusto, a la moda china. Le indica una alfombra en el suelo donde el veneciano se sienta sobre los talones. La sierva se queda ante él, de pie. Al cabo de largo rato, la puerta opuesta se abre ante una pequeñísima silueta. Aunque de sangre principesca, la muchacha no va enmascarada porque tiene sólo diez años. Una gracia infantil ilumina su rostro. La mujer apunta ya en ella bajo el arrogante velo de la adolescencia. Dirige a Marco una sonrisa de circunstancias. El veneciano se levanta para saludar a la princesa de acuerdo con su rango. Luego, ella le invita con un gesto a acomodarse de nuevo. La princesa se sienta en un taburete, para estar más alta que su visitante. Hirviendo de impaciencia, Marco aguarda a que le autorice a hablar. De momento, ella le contempla con la misma curiosidad con que todos miran a Marco desde que llegó al imperio. Su alteza busca en sus rasgos el parecido con Dao. Pero nada en la clara mirada del veneciano, en su cabellera rizada sujeta en la nuca, en su rostro atezado por el sol tiene semejanza alguna con los ojos negros y almendrados de Dao Zhiyu, ni con su pelo oscuro o sus pómulos salientes.
—Señor Polo, vuestra visita me honra y me encanta. En nuestra existencia de princesa, tenemos muy pocas distracciones —dice ella suspirando.
—Sin embargo, al parecer habéis sabido proporcionaros una compañía lo bastante insólita como para divertiros, alteza —replica Marco con intención.
La princesa no pierde su altiva sonrisa.
—En efecto, señor Polo —replica con arrogancia.
Marco lanza una ojeada a la gobernanta, que no se mueve, como si estuviera clavada en un zócalo.
—¿Os ha enseñado él la lengua uigur? —pregunta Marco en este idioma.
—Algunos rudimentos —responde la princesa sin cambiar de tono.
La sierva vacila sobre sus pies, como un pincel tembloroso en el trazo de una caligrafía.
—Sé que lo protegéis de un modo u otro. Cuando supe la noticia, me tranquilizó, pues no dudo de que lo tratáis como un hermano. Sin embargo, el Gran Kan me manda a una misión. Dao debe acompañarme. Es su deber. Transmitidle ese mensaje. Le aguardo en la próxima luna.
La princesa no responde. Parpadea, revelando que la invade la duda.
Sin aguardar a que le despidan, Marco se levanta, saluda a la princesa y abandona el pabellón de la Caña de agua.
El emperador la estrecha contra sí, como si quisiera ahogarla. Xiu Lan se lo permite, con una sonrisa de satisfacción que oculta detrás de su melena. Sin separarse de ella, él susurra:
—¿Cómo he aguardado tanto tiempo antes de conocerte? Ahora te quiero junto a mí, continuamente. Quiero que estés siempre disponible.
Antes ya de entrar en el gabinete privado, Xiu Lan ha planeado su estrategia. Hasta ahora, todo se desarrolla como ella había previsto. Permaneciendo en la sombra, ha aguardado pacientemente a que él expresara su deseo.
—Acércate —ha ordenado por fin el emperador.
El corazón de Xiu Lan ha comenzado a palpitar como si quisiera romperse. Su hora ha llegado. Marco Polo ha cumplido su promesa, aunque regresó todavía más despechado de su visita a la princesa.
—Por lo general, sólo utilizo jovencitas cuyo cuerpo no haya conocido aún cualquier caricia. Pero tu piel ha conocido la piel de muchos hombres. ¿Piensas poder satisfacerme?
—Gran Señor, el perfume de la flor es más arrobador cuando ya se ha abierto, pues mientras es un capullo sólo puede ofrecer las promesas de su sabor.
Kublai observa los minúsculos pies de Xiu Lan con deseo. La cortesana tiene una silueta fina, que él no está ya acostumbrado a ver. Evidentemente, dispone de sus esposas y concubinas, pero ahora sus hijos son lo bastante numerosos para no verse obligado a visitarlas. E incluso aquellas que tienen la edad de Xiu Lan carecen ya de su fresco, pues los hijos y la comodidad del palacio desgastaron su cuerpo.
Kublai sigue con la mirada la perfección de las curvas de Xiu Lan, sus altos senos, su talle fino y flexible como una caña, sus caderas estrechas que realzan la línea de su grupa torneada para el abrazo. Deliciosamente arqueada hacia atrás, camina con unos andares contoneantes que producen vértigo. Kublai siente de pronto un furioso deseo de poseerla al instante, pero sabe que su tallo de jade no le obedecerá.
—Desnúdate —ordena el Gran Kan con una pizca de cólera en la voz.
Xiu Lan se atreve a levantar los ojos hacia Kublai y no aparta ya de él la mirada. Se acaricia los pechos hasta llegar al botón de su túnica, que se quita con gesto provocador desatando los cordones que ciñen su talle. Luego, con el vestido en la mano, comienza a girar sobre sí misma, desnudándose como una fruta madura. A Kublai se le corta la respiración. Por primera vez desde hace mucho tiempo, se relaja y deja de ser el eterno espectador de una escena mil veces repetida. Contempla con avidez el cuadro que se le brinda, dispuesto a saborearlo hasta la embriaguez.
Bajo su túnica, ella lleva unas ristras de perlas que, en vez de vestirla, ponen de relieve la tersura de sus redondos pechos, giran en torno a la media luna de sus nalgas, ciñen su cintura hasta el ombligo, realzando el abombado triángulo, liso y desnudo. Por cierta magia femenina, las cuentas se enrollan a sus piernas, desde los muslos hasta los pies vendados, verdaderos «lotos de oro». A cada uno de sus movimientos resuena un leve tintineo, como una fuente de mil pequeñas gotas.
Ahora, Xiu Lan se siente dispuesta a recoger el fruto de sus esfuerzos. Dulcemente, le prodiga al emperador unos masajes relajantes. La gruesa piel del soberano parece dura bajo sus caricias. El olor del sudor de Kublai le irrita la nariz. Este transpira tanto que ella tiene las manos empapadas.
—¿Cómo lo has hecho? —se asombra incansablemente el Gran Kan—. Me has abierto horizontes cuya existencia ni siquiera conocía. He debido aguardar a tener sesenta y ocho años para encontrar una mujer como tú.
Nada le gustaría más a Xiu Lan que dejarse acunar por la dulce letanía, pero sabe que, por el contrario, debe pasar a la etapa siguiente de su plan.
—Gran Señor, vuestros cumplidos arroban hoy mi corazón. Pero, mañana, me hundiré cuando se los digáis a otra.
Kublai emite un gruñido.
—¿Juegas acaso a la orquídea embriagadora? No tienes, sin embargo, el aspecto de esas mujeres.
—No, Gran Señor. Sé plantar cara al sol que se pone y ruego cada anochecer para que vuelva a levantarse.
El viejo mongol la contempla con atención.
—¿Temes la desgracia? ¿Ya? Aguarda un poco, no te has marchitado aún.
—¡No quiero esperar ese momento! —exclama Xiu Lan con mucha energía.
—Tal vez eso no suceda. De ti depende —replica Kublai, cruel.
—Por desgracia, Gran Señor, puedo salir victoriosa si combato con un soldado que sólo tiene sus piernas para recorrer lis y más lis de los campos de batalla. Pero con un guerrero de altos vuelos, montado en un semental de las estepas…
Kublai posa su mirada de lobo en la hermosa. Ella parpadea.
—¿Estás pensando en Marco Polo?
—Él querría que me quedase…
—Lo sé.
—Una vez que os hayáis acostumbrado al perfume de mi flor, anhelaréis por descubrir nuevos aromas.
—¿Qué más me ofreces para que no me canse?
Ha llegado el momento de enseñar su juego…
—No volver a verme…
Bajo sus manos, los músculos imperiales se tensan. Con el corazón palpitante, Xiu Lan reanuda sus caricias con mayor sensualidad.
—Como un maestro jardinero —dice arrastrando las palabras—, sé cortar los jóvenes brotes para que se vuelvan embriagadores capullos, dispuestos a abrirse y a florecer con toda la perfección de su belleza.
Semejante a un viejo camello, Kublai desplaza hacia un lado su enorme cuerpo. Las carnes resbalan hasta pegarse, húmedas, a los muslos de Xiu Lan.
—¿Sabrías cómo encontrar las semillas de esas hermosas plantas? —pregunta el emperador con los ojos brillantes de excitación.
Seis meses después de que Xiu Lan se hubiera instalado en el palacio imperial, Marco es convocado a una hora muy temprana por un servidor del Gran Kan. El mongol ha insistido en que Marco acuda de inmediato a la audiencia del emperador, e incluso le ha esperado. Marco ha sido arrancado de la cama, extrañándose al encontrarse solo cuando soñaba en los abrazos de Xiu Lan. Desde su partida, a veces la busca aún con mano adormecida entre los fríos pliegues de su sábana.
Se viste presuroso sin tomarse el tiempo de tomar el estofado de cordero que le ha hecho calentar Shayabami. El viejo esclavo sirio se obstina en alimentar a su dueño como en los tiempos en que cabalgaba del amanecer al ocaso. De modo que al veneciano se le abulta el vientre y ha hecho retocar más de una vez su ropa.
Se pone las botas mientras Shayabami hace que ensillen su caballo, luego se dirige al trote hasta el palacio del emperador siguiendo al mensajero. En la Ciudad imperial, el espectáculo es grandioso. La aurora acaricia los techos de las pagodas. Los rayos iluminan los edificios con una luz rosada, como si abrieran un estuche de una valiosa joya. Los patios se suceden en un rosario de bóvedas, vacíos de cortesanos. Sólo algunos guardias van de un lado a otro aguardando su relevo. Al veneciano le gusta más que nada esa hora en la que el mundo parece construirse ante sus ojos. El porvenir es inmenso, la vida eterna y los caminos infinitos. El silencio de la noche todavía envuelve las primeras horas del día. Cuando alguien habla, lo hace en un susurro, con un suspiro, como si temiera despertar a los demás. Marco tiene la sensación de que el mundo le pertenece.
Descabalga de un salto y lanza las riendas al centinela que le saluda brevemente. Marco sube de cuatro en cuatro los peldaños que llevan a la entrada de palacio.
—Se os espera —le anuncia Samud.
Su presencia tan lejos de la sala de audiencias da testimonio de la impaciencia del Gran Kan. El veneciano sigue al fiel servidor por los oscuros corredores. Las velas consumidas la víspera no han sido sustituidas. Charcos de cera se secan en el suelo. Sólo algunas lamparillas difunden su débil claridad. La luz del día naciente no basta para disipar la penumbra.
Finalmente, el servidor se aparta para permitir que Marco penetre en la sala del trono. Ante su gran sorpresa, está ya dispuesta para las grandes audiencias. Los íntimos de la corte están reunidos, entre ellos Sanga y Zhenjin. El monje budista viste ahora el color amarillo de los altos funcionarios imperiales. El gran chambelán se mantiene a la diestra del Gran Kan. El propio emperador se ha engalonado con sus fastuosos atavíos que hacen más maciza aún su silueta, cubierta de sedas y pieles. Su tocado consiste en un alto sombrero adornado con campanillas que suenan a cada movimiento, como el de los antiguos emperadores. Así pues, la convocatoria es importante. Entre la multitud de los cortesanos, Marco reconoce de pronto a Xiu Lan. Va ataviada con una elegancia para él desconocida, como las concubinas imperiales, con un espléndido vestido de brocado azul cuyo intenso color pone de relieve el negro de sus cabellos, recogidos en un elaborado moño adornado con perlas del océano. Parece mayor. Marco casi podía creerla una digna y respetable dama de la corte. Ella mira a Marco con sus grandes ojos negros, con un orgullo muy sensual.
Pero aún resulta más sorprendente la expresión del Gran Kan. Su cara mortecina presenta ahora un aspecto floreciente y alegre. Da la impresión de haber rejuvenecido. Sus arrugas parecen más lisas. Desprende tales efluvios de felicidad que parece capaz de transmitirla al más infeliz de sus súbditos.
Marco se prosterna tres veces en el suelo. Después del intercambio de cortesías, Kublai toma la palabra con no disimulada satisfacción.
—Señor Marco Polo, sed bienvenido. Para agradeceros los servicios prestados al imperio, hemos decidido nombraros embajador extraordinario ante el marajá de Ceilán. Gracias a vos, la señora Lan se encarga ahora de los placeres imperiales.
Xiu Lan y Marco se dirigen una intensa mirada.
—El pequeño reino de Ceilán posee el mayor rubí del mundo —prosigue el emperador—. Lo necesitamos para ofrecérselo a la señora Lan. Ése es el objeto de vuestra misión. A cambio de nuestra protección, el marajá de Ceilán os entregará el famoso rubí. Id y volved en paz, he dicho.
Marco se inclina profundamente. Le cuesta dominar los contradictorios sentimientos que agitan su corazón. Evidentemente, la misión es sólo un pretexto para permitirle llevar a cabo otra, mucho más importante, que el Gran Kan le confió en el secreto de su gabinete: encontrar a Tatatonga, el escriba imperial. Sin embargo, no puede impedir que los celos le muerdan el corazón al oír cómo el emperador alaba así los méritos de su propia amante. Si no fuera el emperador… A veces, aunque abandonó su tierra natal hace más de trece años, Marco se sorprende teniendo aún facetas de mercader veneciano. Aquí los conflictos no se zanjan con un duelo, se pone el asunto en manos del juez o se solventa regateando. Por otra parte, a Marco no le asombraría que Kublai le ofreciese una renta como precio por la cortesana.
Se ve obligado a permanecer en palacio la mitad de la jornada y a asistir a los festejos dados en honor de su embajada. Debe también escuchar los presagios de los astrólogos que le indicarán el día exacto de su partida.
Cuando el ujier anuncia al embajador de Persia, Marco no se imagina en lo más mínimo que el mensaje del diplomático va a cambiar su vida.
Es un mongol con influencia persa. Su barba está muy recortada. Lleva un sombrero cónico y un largo manto de seda con los hilos visibles. Oficial de la corte del ilkan de Persia, recorre el mundo sin posar en él su mirada, mostrando un aire altivo, como en tiempos del califa.
Con un gesto, Kublai le ordena hablar.
—Gran Señor —comienza el embajador—, soy portador de una importante noticia. Un nuevo ilkan acaba de subir al trono de Persia. Se trata de Arghun, hijo de Abaga.
—¿Arghun, el príncipe al que yo había ya investido cuando Ahmad se apoderó del trono en su propio beneficio?
—El ilkan se sentirá halagado de que el emperador muestre para con él tan buena memoria.
—Mis informadores me habían dicho, sin embargo, que su ejército había sido derrotado en Qazvin por el de Ahmad y que él mismo había sido entregado y hecho prisionero.
—En efecto, Gran Señor, pero Ahmad cometió varios errores, entre ellos el de someterse a la ley de Mahoma. Sus generales mongoles siguieron siéndonos fieles y prefirieron derrocarlo para poner en el trono a vuestro sobrino nieto, Arghun. Mi señor os ofrece numerosos presentes como prueba de fidelidad. Y os solicita que confirméis su investidura, como exige el yasaq[1]
—Tendrás lo que pides.
La conversación ha sumido a Marco en un abismo de recuerdos. Quince años antes, recuerda haber competido con Arghun en el tiro con arco. El joven príncipe mongol no había tenido entonces dificultad alguna en demostrar su superioridad. En aquella época, le había parecido a Marco un caballo loco, espléndido y peligroso al mismo tiempo, pero también un temible guerrero, digno heredero de Gengis Kan.
Aprovechando un movimiento de la multitud, Marco consigue acercarse a Xiu Lan, asaltada por una nube de cortesanos que esperan distinguirse ante la nueva favorita. A lo lejos, en el parque, el sol ha dejado de iluminar el palacio de las tres esposas y las tres mil concubinas del Gran Kan.
—Te felicito, al parecer te has mostrado con el emperador más experta que conmigo.
Delicadamente, la muchacha abre ante sí el abanico para mantener las distancias. Ahora que ha sido distinguida por el emperador, no tiene ya derecho a tocar a un hombre que no sea el Hijo del Cielo.
—Dejad de mostraros celoso, maese Polo. Es más fácil hacer que florezca un higo seco que un arce en la flor de la edad.
—Entonces ni siquiera vendrás a mi casa para una visita de cortesía… —replica Marco, insensible al halago.
—Le he mostrado al emperador el sabor de los nuevos frutos. Parto hacia Hangzhu a recoger algunos, verdes aún, para hacerlos madurar en su punto antes de ser servidos al Gran Kan.
Marco aprieta los dientes, procurando disimular el dolor que le atenaza el corazón.
—Te deseo buen viaje, mi hermosa Xiu Lan.
La saluda con respeto, sin duda por primera vez. Mientras se aleja, Marco se pregunta si la princesa Hayak-Kokedjin habrá convencido a Dao para que la acompañe.
Atravesando a grandes zancadas el parque imperial, comienza ya a repasar mentalmente los detalles de su testamento, para estar seguro de no pensar en otra cosa. Cada uno de sus viajes es un desafío lanzado a la vida. ¿Hasta dónde la cruzará indemne?